Nueva Revista 041 > Nacionalidades, regiones y autonomía
Nacionalidades, regiones y autonomía
Antonio Fontán
Sobre las realidades culturalmente diversas que se traducen en políticas relevantes para la aritmética parlamentaria.
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Referencia
Antonio Fontán, “Nacionalidades, regiones y autonomía,” accessed November 22, 2024, http://repositorio.fundacionunir.net/items/show/771.
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Title
Nacionalidades, regiones y autonomía
Subject
Ensayos
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Sobre las realidades culturalmente diversas que se traducen en políticas relevantes para la aritmética parlamentaria.
Creator
Antonio Fontán
Source
Nueva Revista 041 de Política, Cultura y Arte, ISSN: 1130-0426
Publisher
Difusiones y Promociones Editoriales, S.L.
Rights
Nueva Revista de Política, Cultura y Arte, All rights reserved
Format
document/pdf
Language
es
Type
text
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NACIONALIDADES, REGIONES Y AUTONOMÍA Antonio Fontán La unidad de España es preconstitucional e histórica: autonomía no es soberanía. Las diferencias semánticas entre nacionalidades y regiones han perdido vigencia, pues ya no existen proyectos igualitaristas de Estado. Lo que hay son realidades culturalmente diversas que se traducen en situaciones políticas relevantes para la aritmética parlamentaria. l término nacionalidades fue ampliamente discutido durante la transición, en debates y polémicas entre políticos e intelecEtuales de diversas tendencias. Ya a finales de 1976 habían surgido dificultades para incluir la palabra en el documento con que la comisión de los nueve trasladaba al Presidente Suárez los planteamientos básicos de los grupos y partidos democráticos que se disponían a acudir a las convocatorias electorales. (Cuando a veinte años del restablecimiento de la democracia se menciona la comisión de los nueve, probablemente haya que explicar en que consistió ese colegio, quiénes eran los nueve y qué es lo que hicieron: eran los representantes de un conjunto de más de dos docenas de partidos y agrupaciones, que abarcaba a demócratacristianos, liberales, socialdemócratas, socialistas, nacionalistas y comunistas. Y sus nombres eran: Alvarez de Miranda, Satrústegui, Fernández Ordóñez, González, Tierno, Sánchez Montero, por los partidos o grupos generales, y Pujol, Jaúregui y Paz Andrade un catalán, un PNV y un galleguista por los nacionalismos. Los portavoces ante Suárez fueron Pujol y Tierno). En la preparación del documento se barajaron las expresiones nacionalidades y regiones y países y regiones, sin duda para evitar las ambigüedades y la posible odiosidad de la primera de estas voces en ambientes no nacionalistas. Pero todos los partidos estaban de acuerdo en que el poder político se distribuyera entre el Gobierno del Estado y unas estructuras subestatales de base territorial y raíces históricas, y en que no serían todas ellas iguales, ni por naturaleza ni por vocación. Unas tenían antecedentes autonómicos y otras no. Y precisamente en las primeras existían partidos y movimientos nacionalistas significativos e importantes, mientras que en las demás no los había. Finalmente, en el artículo 2 de la Constitución se acabaría diciendo nacionalidades y regiones, reconociéndose con ello implícitamente que habría dos clases de Comunidades Autónomas. Sin embargo, en ningún lugar de la Constitución se precisa cuáles eran unas y cuáles otras, o qué características las diferenciarían. En el curso de los trabajos parlamentarios acerca de la cuestión hubo intervenciones de gran interés, por su contenido o por la significación y la personalidad de los oradores. El debate, que se extendió a la prensa y ha seguido en los libros, evidentemente no era semántico, sino político. La discordia semántica y el principio de las nacionalidades Nación, nacionalidades, regiones, con sus correspondientes adjetivos, sus ismos y sus istas, provienen del latín, y sus cabezas de serie pertenecen al fondo léxico originario de la lengua española y de casi todas las demás lenguas europeas, si bien con algún calco semántico en las eslavas. Nacionalidad sería la más moderna de esas voces. Aparece primero en francés, hacia la mitad del siglo xix. La emplearon Napoleón m y sus colaboradores para significar la condición de nación que se negaba a los belgas y se reconocía a los italianos. (Nación existía en el siglo xv, por lo menos en las lenguas neolatinas, pero con la significación general y mezclada del natio y del populus latinos. Cuando se empieza a difundir su derivado nacionalidad, nación era ya un término técnico del lenguaje político. Significaba lo mismo que ahora: en francés desde aquél grito de Valmy que estremeciera a Goethe, en español desde 1812 y Cádiz, en alemán desde Fichte y sus Reden an die Deutsche Nation del curso berlinés de 1807 a 1808, etc.). Los doctrinarios galos de la Revolución aspiraban a unas naciones proclamadas como tales por la voluntad general de los grupos humanos, mediante una decisión libre e ilustrada, sin imposiciones ajenas ni condicionamientos históricos. Soñaban con unas naciones racionales, proyectadas hacia el futuro. En sus discursos, Fichte, por el contrario, entendía que el fundamento de la nación residía en la historia y en la lengua. Para los españoles de Cádiz la nación era simplemente un hecho, la reunión en un cuerpo político de los españoles de ambos hemisferios. El principio de las nacionalidades obedecía a estos varios impulsos y dió lugar a aplicaciones contradictorias, como muestran los cambios del mapa político europeo de los dos últimos siglos. Se produjeron la unificación de Italia y de la Alemania que no llegaría a abarcar toda la Deutsche Nation fichteana, la liberación de los griegos y el restablecimiento de Polonia, pero también se fragmentó el Imperio AustroHúngaro, y se crearon federaciones tan inestables como Checoslovaquia y Yugoslavia. En la Constitución española del 78 En el artículo 2 de la Constitución se lee: La Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles, y reconoce y garantiza el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que la integran y la solidaridad entre todas ellas. Pocas modificaciones había experimentado el texto desde el Anteproyecto de 5 de enero de 1978. La redacción definitiva quedó establecida en la Comisión Constitucional del Congreso, sin que hubiera cambios después, ni en el Pleno de esa Cámara, ni en el Senado, ni en la Comisión Mixta, si bien los debates en todas esas instancias ofrecen gran interés para políticos, juristas e historiadores. Ya en el anteproyecto se mencionaban las nacionalidades y regiones como integrantes de la unidad de España y se incluían casi los mismos conceptos y términos del texto final. La principal novedad de éste consistió en destacar el carácter declarativo y no constituyente de la afirmación de la unidad de la nación española. La Constitución reconoce que esa unidad existe y que es el fundamento sobre el que se levanta el edificio del Estado. La unidad de España es preconstitucional e histórica. Nacionalismos en Europa y en España En el lenguaje político común, a lo largo del xix, nación significaba de ordinario el pueblo de un Estado, o el de una comunidad histórica que lo ha sido y tiene vocación de volverlo a ser, como Polonia durante el siglo y medio de la partición. Pero también desde esa centuria surgieron nacionalismos de raíz cultural o histórica, que se oponían a hegemonismos o imperialismos como el paneslavismo de los rusos o la centralización burocrática AustroHúngara. Aunque el caso de España fuera diferente, no dejaba de estar influido por la filosofía política nacionalista de la Europa Central, que tanto auge conoció especialmente entre intelectuales y políticos húngaros y checos. En Vizcaya se advertía también el eco de la cuestión irlandesa y había quien se preguntaba dónde estaría el OConnell de Vasconia. Desde las Bases de Manresa (1892) se puede hablar ya de un nacionalismo catalán, que no propugnaba un Estado propio, sino la integración en una Federación del Estado español. El joven Prat de la Riba, secretario de la Unión Catalanista, fue, a sus veintidós años, el animador de la Asamblea manresana. En los años siguientes a Manresa, Prat se convertiría en el principal teórico y verdadero fundador del moderno nacionalismo catalán, que, según escribe él mismo, nunca ha sido separatista, y que, en unión fraternal con otras nacionalidades ibéricas, aspiraría a esa fórmula de armonía que es la Federación Española. Prat, que era también un político de acción, fundó la Lliga y fue el primer Presidente de la Mancomunidad de las Diputaciones de Cataluña. Nacionalidad, como afirmación de la identidad de un pueblo y un territorio, se halla en textos políticos catalanes, desde finales del xix y principios del xx. Antes (Valentí Almirall) se decía regionalisme y se oponía con firmeza al federalismo pimargaliano, proponiendo para España el estado compuesto, en el que una república de Cataluña podría estar asociada con otras regiones en una especie de confederación monárquica. Pero Prat en La nacionalidad catalana, en el Catecismo o Compendi y en otros escritos emplea nación y nacionalidad casi indistintamente como fundamento de una reivindicación política. También la llama patria, pero nunca Estado. Ni declara una vocación de Estado. Nación, por Cataluña, decía también Torras y Bages, el ilustrado obispo de Vich, de orientación tradicionalista, autor de La tradiciò catalana, obra en la que agrupa sistemáticamente escritos anteriores. Todo este movimiento político, regionalista primero y nacionalista después, había empezado a ofrecer sus manifestaciones políticas y políticoculturales en la estela de la Renaixença y de la recuperación del catalán como lengua literaria. En el País Vasco, al principio, cuando el protonacionalismo era solo bizkaitarra, no solía hablarse de nación sino de pueblo. Son los años del vasquismo, presente antes de Arana en Vizcaya y en una Navarra donde ciertos intelectuales y grupos sociales se proponen fomentar la lengua y la cultura euskara, sin alterar la autonomía foral del antiguo Reino ni establecer vinculaciones políticas con Vizcaya. En los primeros pasos del nacionalismo vizcaíno después vasco, se percibe, igual que en Cataluña, el eco del principio de las nacionalidades y de las cuestiones centroeuropeas en general e irlandesa en particular. En cambio, no parece que haya habido importantes conexiones ideológicas o políticas entre catalanes y vascos. En sus escritos más radicales, Arana rechaza cualquier semejanza entre ambos movimientos políticos. Los catalanes, según él, aspiraban a la autonomía, mientras Bizkaia era una nación que pretendía recobrar su independencia. Para justificarlo se aducían consideraciones étnicas, culturales y políticas, y se elabora una particular versión de la historia de Vizcaya, que habría sido siempre una república independiente (sicy siempre también a la defensiva frente al imperialismo de España. Sabino Arana, que falleció a los treinta y ocho años en 1903, había fundado en 1895 una primera versión vizcaína del partido nacionalista vasco. Sus seguidores acudieron después más resueltamente a la política y a los comicios, buscando acceder a las instituciones municipales y provinciales, que en el País Vasco tenían particular importancia política por la autonomía de que disfrutaban y por los conciertos económicos. Cuando, unos años más tarde, el partido se había extendido por las otras provincias o territorios vascos, se pudo decir que existía un nacionalismo de todo aquel País, cuyos continuadores actuales son el PNV y las otras formaciones del mismo signo. Regiones en España Regiones es una palabra que se ha utilizado habitualmente en España como término geográfico y también histórico y cultural. Unas fueron alguna vez reinos separados, como Asturias, Galicia, León Castilla, Mallorca (Baleares), Aragón, Navarra, Cataluña, Valencia, etc. Otras responden a realidades históricas diferenciadas de sus vecinos y culturalmente homogéneas, con un territorio definido y una personalidad cultural colectiva claramente discernible y reconocida. Así, Extremadura, Andalucía, Canarias, etc. Y esto no es cosa de ahora. En la distribución provincial de Javier de Burgos, de 1833, las nuevas provincias, que son las actuales, se agrupaban por regiones históricas, con sus nombres habituales, aunque sin la palabra región, que probablemente habría sido supérflua. Antes, algunas de esas regiones se habían llamado provincias a efectos de la organización de las intendencias y otros órganos administrativos. Hacia la nueva configuración del Estado A lo largo del iter constituyente, la expresión nacionalidades fue criticada desde las dos orillas del espectro político, la unitaria y la federalista. Hubo enmiendas al artículo 2 del anteproyecto procedentes de ambos flancos. Unas eliminaban nacionalidades (AP y senadores independientes), otras nación (federalistas y abertzales). El acuerdo de la Comisión Constitucional del Congreso se alcanzó merced a un compromiso entre Fraga y los nacionalistas, que fue apoyado o propiciado por la UCD, y contó finalmente con la asistencia del PSOE. Así, se proclamaba que la nación española y su unidad eran preconstitucionales, que provenían de la historia. El texto de la Constitución era declarativo, no fundante. España, como entidad nacional, estaba autodeterminada por la historia y por la aceptada convivencia secular de las generaciones precedentes. Los nacionalistas catalanes y vascos dieron repetidamente su conformidad a este artículo 2 en todos los trámites parlamentarios. El reconocimiento del derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones deja muy claro que no se trata de la soberanía, y que es un derecho, no un mandato y, por lo tanto, requiere una manifestación de voluntad para reclamarlo. También significa que es general, y no particular de determinados territorios o pueblos. El artículo 2 no configura un estado federal, ni prefederal, ni mucho menos confederal. Tampoco uno regional al modo de Italia, ni una descentralización administrativa como en la última de las repúblicas francesas. Tampoco es el caso de la frustrada devolution británica en relación con Escocia o Gales, ni es igual que el Bund alemán. Por eso, al Estado resultante de la Constitución y de su desarrollo se le ha llamado estado autonómico. (Parece que la expresión fue empleada por primera vez por el profesor Sánchez Agesta, que había sido senador de designación real en el Parlamento constituyente y como tal había participado activamente en la elaboración del texto constitucional). Pero se trata de una autonomía política, que se distingue netamente de la de los municipios y provincias del artículo 137. El sistema autonómico, en efecto, plantea una distribución del poder político del Estado. La forma política de la nación es el Estado. De modo análogo, las nacionalidades y regiones, que son subnacionales, han de desarrollar estructuras políticas propias que se explicitan en el Título vm dentro de la parte orgánica de la Constitución. Todo ello bajo la inspiración de los principios de solidaridad, generalidad e igualdad, que han de inspirar, por imperativo constitucional, toda la implantación del Estado de las Autonomías. Andalucía y los otros Estatutos Los procedimientos de tramitación de los regímenes de autonomía fueron de tres clases, diversas entre sí. Los territorios que reunían las condiciones de la disposición transitoria 2 de la Constitución Cataluña, País Vasco y Galicia se acogieron directamente al apartado 2 del artículo 148. En el caso de Andalucía se cumplieron las previsiones del artículo 151, 1 y tras el referendum, quedó establecida la que comúnmente se llamaba autonomía plena, teóricamente igual en posibles competencias inmediatas a la de los tres territorios anteriores. Los demás estatutos siguieron los trámites del artículo 143. Lo de Andalucía fue, en realidad, un proceso no previsto ni querido por los principales partidos parlamentarios. Poco después de las elecciones locales de 1979, con general sorpresa, el ayuntamiento del pequeño municipio de Los Corrales, controlado por el Partido del Trabajo, acordó postular la autonomía regional por la vía del artículo 151, con referendum al final del proceso. Tras el desconcierto inicial, el Partido Andalucista primero, y pronto el PSOE, que practicaba la oposición todo terreno contra el gobierno de UCD, se sumaron, con el apoyo del Partido Comunista, a la decisión de Los Corrales en los municipios y provincias de la región que gobernaban, que eran la mayoría de las corporaciones locales, comprendidas las ocho diputaciones. El caso andaluz dió lugar al momento quizá más crítico de todo el proceso autonómico. Sin que hubiera existido un compromiso formal entre los partidos de la Constitución, se suponía que para los sucesivos pasos del desarrollo autonómico se buscarían consensos como se había hecho con la Constitución. La actitud adoptada por el PSOE lo hizo imposible respecto de Andalucía. Fue preciso que el gobierno y, en particular, el Presidente Suárez desplegaran toda su firmeza y capacidad de gestión política para evitar que el proceso andaluz desencadenara una cadena de contagios que habría podido generar desajustes institucionales muy próximos al caos político, con grave daño para la aplicación y el prestigio de la recién aprobada Constitución. Gracias a ello, el proceso autonómico pudo ser reconducido a lo largo de los mandatos de Suárez y de CalvoSotelo. Los propios socialistas cambiaron de postura, colaborando no solo en los restantes Estatutos, sino en las Leyes Orgánicas para el desarrollo autonómico conocidas como la LOAPA y la Loapilla, que luego fueron objeto de importantes modificaciones por sentencias del Tribunal Constitucional. En ese ambiente político de mayor serenidad fue posible completar el mapa autonómico, siguiendo las líneas del preautonómico, con cinco bloques de Leyes Orgánicas, aprobados y publicados entre diciembre del 81 y febrero del 83. Los cuatro Estatutos de esta última fecha fueron aprobados con el nuevo parlamento del 82, de mayoría socialista, pero respetando el consenso del año precedente. Con ellos quedó sustancialmente concluido el nuevo diseño territorial del Estado. Aún habrán de proseguirse y culminar los procesos de transferencias, las ampliaciones de competencias mediante modificaciones de los Estatutos y Leyes Orgánicas para cada caso, así como las posibles delegaciones a las Comunidades de competencias exclusivas del Estado no especificadas que puedan ser acordadas por leyes orgánicas, etc. Transcurridos ya casi trece años de los últimos Estatutos, se observa la tendencia a una ampliación de las competencias transferidas por el Estado a las Comunidades, sin urgir modificaciones estatutarias con general aceptación del Parlamento nacional y de los partidos. Parece que se ha conseguido una pacífica y progresiva implantación de las posibilidades de distribución del poder político que ofrecía el esquema español de Estado autonómico. No existe ahora tampoco en la opinión pública la sensación de que unas autonomías sean de primera y otras de segunda. Y mucho menos que eso tuviera relación con que unas comunidades se llamen nacionalidades y otras regiones. Los tres Estatutos de la disposición transitoria presentan a su Comunidad como nacionalidad en el primero de sus párrafos. Los de Andalucía y Valencia mencionan también el término nacionalidad, pero menos enfáticamente y con cierta ambigüedad. Los demás no. Cuatro (Cantabria, la Rioja, Murcia, Extremadura) se hacen llamar regiones históricas. En el resto no se emplea ninguna de las dos palabras. Comunidades políticamente diferentes De hecho, ahora se admite pacíficamente que Cataluña y el País Vasco se consideren nacionalidades, y que su autonomía y su relación con el gobierno central sea diferente de la de otras comunidades. Pero son muy pocos los ciudadanos de las ocho provincias andaluzas que piensan que su región es una nacionalidad, aunque conste así en el Estatuto. El dilema nacionalidad o región ha dejado de ser la manzana de la discordia entre las Comunidades Autónomas, como ocurría en el periodo constituyente. Ahora la línea divisoria es más política. De un lado las Comunidades con partidos nacionalistas de amplia implantación electoral en los comicios autonómicos y en los generales, que pueden ser y están siendo partidos de gobierno en su territorio, y poseen una representación apreciable y, potencialmente decisoria, en el Parlamento nacional, es decir, el País Vasco y Cataluña. Del otro, las demás, en las que solo pueden formar gobierno los partidos nacionales. ¿Significa eso que la oposición entre nacionalidad y región ha dejado de existir? Probablemente no. En las Comunidades nacionalistas, los partidos de ese signo o tienen una soterrada vocación independentista que es manifiesta en ERC y HB, es decir, una aspiración a ser Estado, o sueñan con una Europa de los pueblos, o piensan en un Estado Federal, o, en fin, si son más realistas y más prácticos, como los catalanes de ciu y algunos vascos del PNV, centran sus pretensiones en ser una pieza singular dentro del Estado autonómico. Así mantendrían, como está realizando ahora Convergencia, una relación privilegiada con el gobierno de Madrid, negociando con él simultáneamente en dos tableros: el del Parlamento nacional y el territorial. Problemas legales y administrativos Una distribución del poder entre instancias políticas diversas da lugar, casi necesariamente, a problemas y tensiones. Los artículos 148 a 150 de la Constitución, además, se caracterizan por descender, no sin cierto desorden, a largas y detalladas enumeraciones de las competencias que se pueden transferir a las Comunidades y las que no, para enunciar seguidamente y por dos veces preceptos generales cuya aplicación permitiría alterar lo dispuesto en las extensas relaciones antecedentes. En la mayor parte de los casos estos eventuales conflictos podrán encauzarse con la jurisprudencia del Tribunal Constitucional, que no es corta y posee una aceptable coherencia. Como principio general se mantiene en ella la supremacía del derecho del Estado sobre el de las Comunidades, con el debido respeto a los Estatutos. Autonomía no es soberanía. Existen otras cuestiones de orden práctico que ocasionan verdaderos conflictos más políticos que legales entre las Comunidades y el Gobierno del Estado, a veces con no escaso eco en la opinión pública. Por ejemplo, el Gobierno del Estado es el poder público competente en las relaciones internacionales, tanto políticas, como económicas y culturales. Tiene la responsabilidad, además, de garantizar que el ejercicio de esas funciones se inspire en el principio de la solidaridad nacional. Las acciones públicas de las Comunidades en ese ámbito solo deberían realizarse en coordinación con el Gobierno. Sería enojoso y, además, ineficaz que el Gobierno se dedicara a yugular iniciativas, pero tampoco es solidario, ni práctico, que las Comunidades intenten por su cuenta gestionar inversiones extranjeras, promover operaciones excluyentes y aisladas, o simplemente armar ruido, buscando vascos en Venezuela, gallegos en Cuba o Argentina, catalanes en Cerdeña, estudios mediterráneos desde Barcelona, etc. Otro problema real es el financiero. No se trata solo de que haya Comunidades que han extendido su endeudamiento más allá de lo legal y de lo razonable, sino que también han propiciado que lo hagan las corporaciones locales de sus territorios. (Las Cajas de Ahorro han solido ser en parte beneficiarías y en parte víctimas de esto). Un caso extremo de tensión económicofinanciera sería el de una propuesta formal de creación de un banco público vasco, que hasta ahora no se ha producido. En relación con todo ello, el gobierno central tiene el deber de velar por la unidad económica del Estado, en defensa del interés general de la nación. Salvo en el País Vasco y Navarra, con sus conciertos económicos, las Comunidades reciben dotaciones presupuestarias en función de las competencias que tienen transferidas. También pueden establecer tributos en determinadas condiciones. Pero su voluntad de hacerlo es débil, tanto por huir de agravios comparativos como por la odiosidad que generan los impuestos, tanto mayor cuanto más cercana es la autoridad que los decreta. Los asuntos disputados y pendientes Hay otras cuestiones más candentes y de más delicado y complejo tratamiento entre el Estado y las dos autonomías históricas, o politicamente diferenciadas, la catalana y la vasca, que despiertan inquietud en la opinion pública general de España. Afectan a la educación y a la cultura y son de gran alcance político. En Cataluña, el asunto es, sobre todo, la lengua, tanto en la enseñanza como en la práctica de la administración. El nacionalismo considera que el catalán es el principal rasgo de la identidad de su pueblo, o el más específico. Actualmente, un elevado porcentaje de los habitantes de Cataluña son hijos o nietos de inmigrantes, o son ellos mismos inmigrantes, y su lengua natural y de familia es el castellano. Ya Tarradellas había reconocido el problema de estos nuevos catalanes. En las primeras palabras que pronunció a su regreso en la Plaza de San Jaime empezó diciendo ¡Ciutadans de Catalunya! en vez de ¡Catalans!. Pero la política de la Generalidad en la escuela pública y en el conjunto de la enseñanza se dirige con notable presión a la catalanización lingüística de toda la población del Principado. Probablemente en el gobierno catalán se piensa en lograr que Cataluña viva totalmente en catalán, como le gusta decir al Presidente Pujol. El asunto es delicado por los matices emocionales que implica. Si se impone un extremismo que no sería constitucional ni estatutario, no solo afectará a la escuela, sino a toda la ciudadanía. En ningún lugar del Estatuto de Cataluña se dice que los ciudadanos de Cataluña tengan que conocer la lengua catalana; lo que se dice es que la Generalidad garantizará el uso normal y oficial de los dos idiomas, etc. La lengua catalana, como la vasca y la gallega, forma parte del patrimonio histótrico y cultural de toda la nación, igual que las literaturas y las artes de esos territorios. En este caso, la solución política no es el compromiso, porque no se trata de mediar entre incompatibilidades, sino de armonizar derechos y valores. El catalán forma parte del patrimonio de España y el bilingüismo enriquece el acervo cultural de Cataluña. La cuestión lingüística se plantea también en el País Vasco, pero con modalidades distintas a causa de la más que desigual repartición de las lenguas oficiales euskera y castellano como lenguas generales y de comunicación. Pero allí existe el problema del independentismo radical, con manifestaciones antiespañolistas que perturban la convivencia de los ciudadanos de Euzkadi, por obra de la violencia ideológica de una minoría (los votos de HB no pasan del quince por ciento). No se trata solo de los actos criminales del terrorismo de sangre, sino de la presión y de las coacciones que en determinados ambientes y momentos es ejercido por el terrorismo soft: el de la palabra, el gesto o la amenaza. Pero cinco de cada seis electores vascos nacionalistas o no votan como estatutarios y autonómicos. Es responsabilidad de los dirigentes de los partidos no defraudar su confianza. La discusión semántica entre nacionalidades y regiones, como sujetos de distintas clases de autonomía, ha perdido vigencia política en relación con los datos autonómicos y el Estado que configuran. No existen homogeneidades igualitaristas, que serían incompatibles con la naturaleza de las realidades sociales y con la obra de la historia. Hay diferencias culturales que son hondas, arraigadas, constitutivas. Hay hechos políticos, como las versiones partidarias e hispanas de los nacionalismos, que forman parte de la sociología política nacional y que, en consecuencia, también cuentan en la aritmética parlamentaria. S