Nueva Revista 040 > Textos beligerantes

Textos beligerantes

Julio Martínez Mesanza

Nos habla acerca de la guerra, la literatura, artes actuales, el sentimiento estético a partir de la moral y el conflicto entre ley y conciencia.

File: Textos beligerantes.pdf

Referencia

Julio Martínez Mesanza, “Textos beligerantes,” accessed March 28, 2024, http://repositorio.fundacionunir.net/items/show/748.

Dublin Core

Title

Textos beligerantes

Subject

Ensayos

Description

Nos habla acerca de la guerra, la literatura, artes actuales, el sentimiento estético a partir de la moral y el conflicto entre ley y conciencia.

Creator

Julio Martínez Mesanza

Source

Nueva Revista 040 de Política, Cultura y Arte, ISSN: 1130-0426

Publisher

Difusiones y Promociones Editoriales, S.L.

Rights

Nueva Revista de Política, Cultura y Arte, All rights reserved

Format

document/pdf

Language

es

Type

text

Document Item Type Metadata

Text

TEXTOS BELIGERANTES Julio Martínez Mesanza La guerra, la literatura y el arte actuales, el sentimiento estético a partir de la moral y el conflicto entre ley y conciencia son algunos de los temas que el autor trata en estas páginas. Lo irreal, lo real y lo verdadero Nunca he estado delante del Guernica de Picasso. Eso sí, es como la música para Kant (Crítica del Juicio, § 53), al final, aunque no quieras verlo, te lo acabas encontrando por todas partes. Los detalles de esta obra me son familiares, por más que mi indiferencia ante su compleja simbologia iguale en magnitud el interés de toda la nación, que un día formó colas más largas que las del racionamiento para contemplarla y que ahora discute sobre su ubicación, inviniendo en algo tan trivial sus menguadas energías intelectuales. Sí que he estado delante de un cuadro de V. Perov en el que un lento caballo tira de un trineo: una madre lleva las riendas y sus dos hijos se acurrucan detrás, junto a un ataúd. La mirada de la hija se ha perdido para siempre en un dolor intemporal y el hijo, aterido, parece estar entre el sueño y la muerte. El quinto personaje es un perro; el sexto puede ser el padre de los niños, al que encierran los pobres maderos que forman su ataúd. Y el mismo día que tuve delante de mí este cuadro vi también a una mujer joven, hermosa y elegante, que cuando pasó ante la verdadera imagen de la Santa Virgen, Nuestra Señora de Vladimir, se persignó y se arrodilló, permaneciendo en oración junto a las flores que había a los pies del icono. Y todo esto no ocurría en una iglesia, sino en un museo: la galería Tretiákov de Moscú. Lo que es un hecho habitual en las iglesias de Occidente, al verlo en un museo, produjo en mí una fuerte impresión. El arte, entre nosotros, se ha contaminado irremisiblemente de laicismo, hasta llegar a perder su carácter sagrado y convertirse en un producto solo intelectual avalado por una crítica pretenciosa y ridicula. Se habla de materia, textura, revolución, originalidad, riesgo, etc., pero no de sentimiento. Primero, echaron a Dios del arte, y luego, como consecuencia lógica, al hombre. Si acaso, queda de este último lo peor, su orgullo, expresado no solo por las obras, sino por los mismos artistas, entre los que hay verdaderos bufones. Poesía y moral Ninguna teoría estética ha logrado desentrañar la razón por la que el arte o la poesía ejercen su influjo sobre los sentimientos del hombre. Para hacer más difícil su propia tarea, la Estética se perdió hace tiempo, y de forma irremediable, en la definición de un concepto, el de belleza, que abordó desde posiciones idealistas o naturalistas, multiplicando sus opiniones sobre lo que, en el fondo, tiene un pobre significado. Si nos fijamos bien, los sentimientos que llamamos estéticos no tienen que ver con lo que, de un modo u otro, se considera bello, ni con lo sensual, ni con lo sensitivo, aunque parezca etimológicamente paradójico, sino con el alma del hombre. Somos receptivos ante una obra de arte o un poema porque tenemos una historia personal cuyas vicisitudes se reflejan en la historia general de las alegrías y desdichas del hombre, y esta receptividad supone un acto de identificación moral. En el terreno de la moral nos movemos, o deberíamos movernos, con mayor seguridad que en el terreno de las opiniones estéticas. Dios nos ha dotado del suficiente sentido para poder discernir entre el bien y el mal, entre lo justo y lo injusto; nos ha dado la libertad y, con ella, la felicidad y el sentimiento de culpa; nos ha dado un alma cuyos actos y sufrimientos son actos y sufrimientos estéticos en estado puro. Solo desde un punto de vista moral, no necesariamente moralista (y es una pena tener que hacer todavía este tipo de aclaraciones), puedo acercarme a la raíz del sentimiento artístico, porque solo lo humano, lo que tiene que ver con este valle de lágrimas despierta en mí la emoción que llaman artística. Guerras actuales Las guerras que tienen lugar en el mundo de hoy son guerras entre ciudadanos; sus actores principales son ciudadanos, y la mayoría de sus víctimas también lo son. Los ejércitos, regulares o no, están formados por ciudadanos y los objetivos son exclusivamente civiles. Los excesos de los guerreros, con sus aberraciones, y también con sus virtudes, han desaparecido: ahora, el exceso, la brutalidad, es cosa de civiles, y sus efectos son más devastadores que nunca. Antes solo cuando el teatro de la guerra era desbordado, las poblaciones sufrían la violencia, la muerte y el pillaje; ahora, el teatro de la guerra es la ciudad, y el objetivo no consiste solo en una victoria estratégica o en la obtención de unas ventajas políticas o diplomáticas, sino en el exterminio. Proyecciones La atención que presta Cernuda a la poesía de Francisco de Aldana es de alabar, sobre todo si tenemos en cuenta que lo hace en una época en que la obra del gran poeta muerto en Alcazarquivir era. si cabe, más ignorada que ahora. También es acertado, en líneas generales, el análisis que Cernuda hace de la tensión a que se ve sometido Aldana por su condición de soldado y sus aspiraciones espirituales. Pero olvida, no sé si interesadamente, que esas aspiraciones son cristianas y están cifradas en la salvación, y se equivoca, tal vez por ignorancia, en la valoración que Aldana hace de la profesión de las armas. Los Pocos tercetos escritos a un amigo y el soneto que empieza Otro aquí no se ve que, frente a frente ... sirven, mejor que el soneto en alabanza de Felipe II que cita Cernuda, para hacernos una idea de la alta opinión que Aldana tenía de la vida de soldado. Y por eso la tensión en la que vivía era más cruel. Al final la imagen que Cernuda nos da de Aldana tiene más de deseada que de real. Quiere ver en éste un alma gemela a la suya y. para que los lectores crean lo mismo, soslaya todo lo que no favorece esa imagen falsa. Después de todo, ¿cómo Cernuda, tan sensible a la inmortal reacción española, iba a reconocer de buen grado que en su admirado Aldana se encuentra también una visión fuerte de la vida, realista e incompatible con su espíritu? Contradicciones Las consignas morales del laicismo contradicen su esencia liberal: son frenos que pone la conciencia, porque ésta, en su intimidad, recuerda aún al Creador. ¿Cuál es el objetivo de la sociedad no creyente? ¿La conservación del género humano y su felicidad en la tierra? ¿Y cómo se consigue esto? No, desde luego, con un vacío voluntarismo. ¿Pueden las leyes de los hombres hacer hombres buenos? Y más aún, ¿están obligados los hombres a aceptar estas leyes solo porque las hayan promulgado especialistas en la materia o personas elegidas o porque la mayoría de la población haya decidido que son buenas? ¿Conoce un legislador mejor que cualquier otro hombre el corazón humano? No, los hombres saben de forma natural lo que está bien y lo que está mal. Se puede legislar en materias administrativas, pero las grandes cuestiones de la moral, el pecado, la vida y la muerte, la actitud ante nosotros mismos y ante nuestro prójimo, no competen en nada al legislador, que lo único que puede hacer es fijar la cuantía de las penas, pero no decidir por los demás lo que es o no es delito. En estas cuestiones el hombre sabe, sin que se lo diga la ley, si se conduce bien o mal. Quienes legislan tenían ya que haberse dado cuenta de que la reacción de la gente ante una ley económica injusta no es comparable a la respuesta visceral ante una ley que tenga que ver de manera radical con la conciencia, como la de la despenalización del aborto o la eutanasia. Una ley de este tipo siempre va acompañada por una serie de justificaciones que descubren su esencia antinatural. Tanto los que exigen la ley como los que la promulgan se ven en la necesidad de justificarla, y esto solo ocurre cuando la conciencia todavía recuerda lo que es bueno y lo que es malo. Y esta justificación lleva a menudo a la contradicción. Veámoslo. El argumento principal de los que piden una ley de despenalización del aborto es el de que la mujer es dueña de su cuerpo. Se dice esto desde posiciones progresistas y, si nos fijamos bien, lo único que se ve en tal argumento es un peregrino, si no egoísta, sentido de la propiedad y un repugnante micrototalitarismo, una forma pavorosa de totalitarismo, pues ¿qué no será capaz de hacer alguien que considera normal este despiadado gobierno que decide así sobre lo que le molesta si tuviera en su mano el destino de seres que no son de su misma sangre? No vale la pena recordarle a esta gente lo obvio, es decir, que nadie es tan monstruoso como para tener todos sus órganos duplicados. Y además, todo esto lo saben. Saben que se trata de otro ser humano, pero necesitan una justificación. Una justificación que se convierte en contradicción en boca de los que, finalmente, promulgan la ley. Estos se ven obligados, para apaciguar el resto de su conciencia (lo que solo engañándose a sí mismos conseguirán), a poner límites a la insensata aspiración de los que reclaman la ley. Y entonces nos encontramos con que un hombre puede ser asesinado en el seno materno a los tres meses de ser concebido y no a los tres meses y un día. ¿Por qué? Porque se legisla contra las creencias más arraigadas, contra creencias que no despiertan ninguna duda en la conciencia de los hombres, y esto no puede hacerse sin caer en la contradicción. La ley recoge las aspiraciones de un número determinado de personas, que solo por ese hecho, el de ser un número, merece ser escuchado, aunque sea aberrante lo que pidan. El argumento principal que he citado viene a veces acompañado de otros argumentos no menos odiosos. Uno pone la angustia de la madre por encima de cualquier otra consideración. Otro, los problemas económicos. Otro, también de inspiración totalitaria, las posibles malformaciones del feto o sus limitaciones intelectuales. Otro, lleno de cinismo, alude a la condición de no personas, por no nacidas, de esos hombres. Y el legislador, atento según parece a impedir las manipulaciones genéticas en los embriones, porque es algo que repugna a la conciencia, permite, oyendo estos argumentos, no ya la manipulación, sino la eliminación sin más de estos hombres. La llamada moral o ética laica no puede escapar de esas contradicciones, porque por una parte escucha la conciencia de los hombres y por otra, oponiéndose a todo lo que significa culpa el hombre nace para ser feliz (¿?), se acomoda a las circunstancias. Es una moral de los derechos y no de los deberes. Una moral pasiva y no activa. (El deber es activo y creador; el derecho, pasivo). Reclamemos todos los derechos del mundo: lo único que lograremos es lo que a la vista está, el agigantamiento del egoísmo. Cumplamos todos nuestros deberes: no habría necesidad de exigir derechos. Perplejidad de lector ¿Por qué algunos poetas que en su juventud demuestran grandes dotes para transmitir emociones de una forma sencilla y directa, se empeñan después, hasta convertir el medio en un fin, en una reflexión estéril sobre la poesía, que llevan a su misma obra? Pienso en Góngora y en Juan Ramón Jiménez. Las primeras obras de ambos en verso castellano tienen la emoción y la ternura de la mejor poesía; después viene la complejidad, la pueril complejidad. En el caso de Góngora, referida al lenguaje; en el de Juan Ramón, a los conceptos. Tempestades de acero Si hay un libro impío e inmisericorde ése es Tempestades de acero, de Ernst Jünger. Se puede leer de manera frenética, como los acontecimientos que describe, porque, pese a que todo lo que en él se cuenta parece siempre lo mismo, pocas obras tienen su plasticidad, una plasticidad que sojuzga, que nos obliga a permanecer con el autor dentro de las trincheras. Es un libro desesperanzado. Mejor dicho, en él no hay ni esperanza ni desesperanza. Pero lo peor es que es un libro sin caridad. A lo sumo, y pocas veces, el autor transmite una piedad que podríamos llamar pagana, semejante a la de los héroes griegos. Ya sé que el alma del siglo está más cerca de lo que expresa Jünger que de otros modelos más voluntaristas; sus símbolos deberían ser el Somme y Auschwitz, pero, ¿ha de ser el testigo tan terrible, aséptico y frío? ¿Necesitamos, sin más, saber los hechos o queremos también que el testigo tiemble con nosotros ante ellos y que nos transmita, si no un dictamen o una reflexión moral, un ligero, un humilde estremecimiento por el que podamos reconocer en él al hermano que sufre? Poesía e inmoralidad Existe una corriente en la poesía actual caracterizada por el énfasis que pone en el fracaso de la palabra como vehículo de comunicación y en el silencio. Si examinamos poemas de los autores adscritos a ella, veremos que, bajo una expresión abstrusa, esconden una pobre visión del mundo, una filosofía palabrera y deshumanizada. Pero lo que más me llama la atención en este tipo de poesía son sus pretensiones místicas. Han tomado como abanderado de su causa, entre otros, a San Juan de la Cruz, ellos, que son en su mayoría recalcitantes ateos o, al menos, gentes que, en cuanto pueden, abominan públicamente de la Iglesia. Naturalmente, del Cántico Espiritual les interesa el no sé qué..., y soslayan el comentario en prosa de San Juan, para subrayar el misterio que es lo que les apasiona, o el erotismo, porque así, ellos, tan incautos, tan pueriles, se creen transgresores (algo, lo de ser transgresor, que no sé por qué motivo está muy bien visto). Si solo se tratase de una impostura sentimental, nos encontraríamos sin más ante una literatura falsa, pero aquí se esconde también una falacia de tipo intelectual, consistente en apropiarse de las palabras por el prestigio de que gozan y en adulterar su sentido. Solo un necio o alguien que obra de mala fe puede poner en circulación la idea de una mística sin Dios. Ya que consideran prestigiosa la idea de profundidad, al no tenerla, tratan de aparentarla, y de ahí el embrollo teológico, metafísico y lingüístico de sus teorías y de sus poemas. Incoherencias ¿Por qué razón una persona descreída emite opiniones apasionadas sobre asuntos internos de la Iglesia? ¿Qué le importa a un ateo que las mujeres no puedan recibir el sacramento del Orden en el catolicismo? ¿Por qué protestan los que no creen para nada en la comunión de los santos ni en la vida después de la muerte ni en dogma alguno cuando se anuncia un proceso de beatificación? ü