Nueva Revista 038 > Una empresa pública se hunde, qué hacer con Iberia

Una empresa pública se hunde, qué hacer con Iberia

Francisco Cabrillo

El caso de Iberia, una empresa pública que se hunde, sus malas gestiones, el dinero de los contribuyentes. El debate de la situación empresarial española en un momento de crisis.

File: Una empresa pública se hunde, qué hacer con Iberia.pdf

Referencia

Francisco Cabrillo, “Una empresa pública se hunde, qué hacer con Iberia,” accessed November 22, 2024, http://repositorio.fundacionunir.net/items/show/727.

Dublin Core

Title

Una empresa pública se hunde, qué hacer con Iberia

Subject

Economía

Description

El caso de Iberia, una empresa pública que se hunde, sus malas gestiones, el dinero de los contribuyentes. El debate de la situación empresarial española en un momento de crisis.

Creator

Francisco Cabrillo
Gabriel Elorriaga Pisarik

Source

Nueva Revista 038 de Política, Cultura y Arte, ISSN: 1130-0426

Publisher

Difusiones y Promociones Editoriales, S.L.

Rights

Nueva Revista de Política, Cultura y Arte, All rights reserved

Format

document/pdf

Language

es

Type

text

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UNA EMPRESA PUBLICA SE HUNDE: ¿QUÉ HACER CON IBERIA? Francisco Cabrillo y Gabriel Elorriaga Pisarik La ausencia de reflexión sobre la función de la empresa pública en la economía confunde el debate público cuando una de ellas entra en crisis. En el caso de Iberia la confusión es total: mientras unos malos gestores están pidiendo más dinero a los contribuyentes, apenas se percibe que lo que está en juego es el futuro de la empresa española en general. se ha desarrollado con fuerza tras la Segunda Guerra Mundial, en la mayor parte de Europa occidental. Razones ideológicas, como las que se encontraban detras de los programas británicos de nacionalización, orientados a hacer posible el tránsito hacia una economía planificada, o de los de creación y potenciación de una industria propia como elemento crucial para la viabilidad de un sistema económico autárquico, son algunos de los argumentos básicos más habitualmente utilizados en los años cincuenta y sesenta con el propósito de justificar la existencia de la empresa pública. Mientras la década de los ochenta ha presenciado un importante debate político internacional (que ha concluido con la aprobación generalizada de programas orientados a la devolución al libre mercado de los recursos productivos previamente nacionalizados, como instrumento esencial para recuperar el crecimiento y fortalecer de las economías), en España la discusión se ha limitado a reflejar débilmente lo que se estaba produciendo en otros países. Sólo las situaciones de crisis por las que sucesivamente van pasando nuestras empresas, como el reciente y grave caso de Iberia, sirven para dar noticia a la opinión de la marcha de nuestro sector público empresarial. En estas circunstancias, los conflictos laborales y, sobre todo, su enorme incidencia sobre miles de usuarios, centran el debate, haciendo difícil, si no imposible, una reflexión pausada sobre las circunstancias que han producido esas situaciones y sobre los remedios existentes para que no se repitan en el futuro. El debate ausente Ese debate sereno y riguroso acerca del papel que se pretende que desempeñen las empresas públicas en la economía española si es que algo se pretende con su existencia, más allá del puro continuismo es el que sigue echándose en falta. Lamentablemente para los bolsillos de los ciudadanos, ésta no es una cuestión puramente teórica. Durante 1994, la empresa Iberia ha estado perdiendo diariamente ciento veinte millones de pesetas; en 1993, las empresas públicas acumularon dos tercios de las pérdidas totales de nuestra economía, mientras recibían casi el 90% de las subvenciones públicas a la actividad empresarial: es el futuro económico de la empresa española lo que está en juego aquí. Olvidadas las causas que justificaron su aparición, superados los fundamentos ideológicos que sirvieron de base a la actuación nacionalizadora, sólo la buena marcha de estas empresas podría servir hoy como argumento para justificar su permanencia bajo la tutela pública. Lo cierto es, sin embargo, que las grandes pérdidas y los continuos errores de gestión constituyen las características de su evolución en los últimos tiempos. Estos acontecimientos no son casuales; muy al contrario: existen claras evidencias de que nos encontramos ante el resultado necesario del entorno institucional en el que desarrollan su actividad. Son muchas, y fundamentales, las diferencias existentes entre la empresa pública y la privada. Tantas como para que sea posible afirmar razonablemente que utilizar el mismo sustantivo para hacer referencia a ambas es una constante fuente de confusión. En la empresa pública, propiedad, gestión y trabajadores desarrollan funciones y están sometidos a incentivos que poco o nada tienen que ver con los existentes en una organización empresarial privada. Sólo los clientes se comportan de forma similar frente a unas y otras, si bien el carácter público sirve en ocasiones para reclamar mejores precios, que realmente priman a los usuarios a costa del resto de los ciudadanos. Los propietarios en última instancia el conjunto de la población carecen de mecanismos efectivos para controlar una actividad que, en general, les genera un coste económico a cambio de unos beneficios difícilmente determinables, y cuantificables aún en menor medida. Los gestores de la empresa pública no son designados por la propiedad, sino por los respectivos responsables políticos a los que deben su puesto y, en consecuencia, rinden cuentas. Estos últimos no pretenden generalmente que la empresa genere unos beneficios que, en todo caso, irían a engrosar los Presupuestos Generales y no a nutrir sus propias partidas de gasto; más bien buscan una marcha tranquila que permita algunos golpes efectistas como la adopción de signos externos de modernización, las operaciones de expansión internacional o la aprobación de grandes programas de inversión, con frecuencia más aparentes que reales. Los trabajadores y sus representantes actúan también de manera diferente en la empresa pública. La dependencia del poder político y la imposibilidad de quiebra de estas empresas les coloca en una situación próxima a la de unos funcionarios sin límites legales para la determinación de sus retribuciones y con gran capacidad de presión social. La fragmentación sindical, típica de la empresa pública, no es más que el reflejo de las enormes oportunidades de conseguir los pingües beneficios que de la adopción de una estrategia negociadora inteligente pueden obtener grupos concretos de trabajadores. Una mesa negociadora en la que se sientan, de un lado, responsables de la empresa con poco interés en la cuenta de resultados y una gran preocupación por su imagen ante la opinión pública y, de otro, representantes sindicales escasamente preocupados por la marcha del negocio no puede conducir a resultados favorables a los intereses de la mayoría. En la inmensidad de los Presupuestos del Estado, la compensación de pérdidas, cuando no se han enjugado éstas con los beneficios artificialmente obtenidos de actividades monopolizadas, pasa generalmente desapercibida. La integración española en la Unión Europea ha variado todavía de modo leve el entorno en el que se ha venido actuando. El intento de crear un espacio internacional de libre competencia es difícilmente conciliable con la existencia de empresas públicas de un país que puedan distorsionar la libre actividad de los demás, y por ello se ha pretendido terminar con las prácticas habituales de subvención periódica a organizaciones incapaces de sobrevivir por sí mismas. Sin embargo, el resultado de esas prácticas, que con razón se combaten desde la Comisión, todavía sigue generando cuantiosos perjuicios económicos para los contribuyentes, resta calidad a los servicios ofertados y bloquea el mercado, ya que las empresas privadas no están en condiciones de soportar la competencia de quienes no atienden al coste a la hora de diseñar sus estrategias comerciales. La ausencia de reflexión sobre la función de la empresa pública en la economía, a la que antes se hacía referencia, explica el enorme grado de confusión existente en la opinión pública cuando se plantean situaciones de crisis. El debate no se concreta como una cuestión entre el gerente que rinde cuentas y el propietario preocupado por la marcha de su inversión: la cuestión se reviste con las apariencias de un problema nacional que enfrenta los intereses patrios con la obstinación de unos eurotecnócratas empeñados, no se sabe por qué razón, en perjudicar a los españoles. Conservar o liquidar Una cuestión fundamental, que en los últimos años ha sido objeto de numerosas discusiones, cuál es la solución más conveniente para las crisis empresariales. La teoría económica ha afirmado siempre que una empresa ruinosa supone pérdidas no sólo para sus propietarios, sino también para el resto de la sociedad. Lo que realmente significan esas pérdidas es que el valor que la sociedad atribuye a las materias primas y a los factores de producción empleados por la empresa es superior al de los productos o servicios que aquélla ofrece. La liquidación de la empresa en crisis significa así, ante todo, la reasignación de recursos mal utilizados hacia otras actividades en las que pueden ser socialmente más rentables. La idea de que la mejor solución para la empresa en quiebra es una liquidación rápida y eficiente con los menores costes posibles ha sido, sin embargo, puesta en cuestión en los últimos tiempos, en los que la reorganización de la empresa parece haber pasado a desempeñar el papel protagonista en las crisis empresariales. Algunos de los argumentos empleados en defensa de los procesos de reorganización son, ciertamente, sólidos. Por ejemplo: no cabe duda de que las liquidaciones no se llevan a cabo sin costes. Y si lo que se busca es hacer mínimas las pérdidas que experimenta la sociedad, lo procedente sería comparar en cada caso los costes de la liquidación con los de la reorganización y conservación de la empresa en crisis. Pese a lo razonable del argumento, habría que hacer, sin embargo, dos matizaciones importantes. La primera es que existe una asimetría en la valoración de unos costes y otros. Es mucho más fácil percibir, en efecto, los costes del cierre de una empresa ruinosa que el daño que el mantenimiento de dicha empresa produce a la economía nacional. La segunda, es la propia experiencia de los procesos de reorganización, que nos muestra con cuánta frecuencia se peca de optimismo a la hora de apreciar las posibilidades reales de supervivencia de una empresa y la elevada probabilidad de que se produzcan nuevas crisis tras haberla reestructurado. Lo que en ningún caso parece de recibo es la conservación de empresas ruinosas utilizando como justificación una fase depresiva del ciclo o una elevada tasa de paro en la economía nacional. Pocas ideas hay en economía más erróneas que la de la conveniencia de reducir la tasa de paro prohibiendo el despido o tratando de conservar empresas en quiebra. Y, sin embargo, hay pocas ideas con mayor arraigo en la opinión pública y que se esgriman con tanta frecuencia cada vez que se produce un problema importante que puede desembocar en el cierre de una empresa como esa. En crisis como la de Iberia, en la que las pérdidas son, al final, soportadas por el sector público es decir, por los contribuyentes las presiones para evitar el cierre de la empresa suelen ser aún mayores. Y no cabe duda de que las posibles pérdidas o ganancias de votos que supondría para los políticos la decisión de liquidar o conservar una empresa pública, les induce casi siempre a adoptar la segunda de esas soluciones. En el caso de Iberia se ha llegado a confundir a la opinión pública de forma tal que muchos españoles piensan realmente que si nuestro gobierno consigue en Bruselas la autorización para las nuevas subvenciones a Iberia, será la Unión Europea la que las pague. La realidad, sin embargo, es bastante más triste: el gobierno español sólo suplica que le permitan perder unos cuantos miles de millones más y prolongar un poco la agonía del moribundo. Unos malos gestores nos piden al conjunto de los ciudadanos que les entreguemos, una vez más, una parte de nuestros salarios, para compensar las pérdidas que han generado con una actuación sorprendente: compras de filiales extranjeras con el propósito de reflotarlas cuando en los últimos veinte años no se han cerrado más de tres o cuatro ejercicios con beneficios en la empresa matriz; adquisiciones de aviones realizadas al margen de los criterios técnicos conocidos, continuos cambios de imagen corporativa, etc... esos son los antecedentes de la actual solicitud de nuevos fondos. La cuestión no es, por tanto, que en Bruselas digan una u otra cosa: lo que habría que preguntarse es por qué se ha seguido esa política y, sobre todo, qué soluciones hay, a estas alturas, que no cuesten más dinero a los contribuyentes. •