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Italia, un país que se deshace

Eugenio Nasarre

Sobre la precaria situación política de Italia, su sistema político constituye el modelo más acabado de la partitocracia de las modernas democracias occidentales. En cuarenta años la financiación de los partidos por las empresas públicas y privadas se había convertido en una institución.

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Eugenio Nasarre, “Italia, un país que se deshace,” accessed March 19, 2024, http://repositorio.fundacionunir.net/items/show/531.

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Italia, un país que se deshace

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Sobre la precaria situación política de Italia, su sistema político constituye el modelo más acabado de la partitocracia de las modernas democracias occidentales. En cuarenta años la financiación de los partidos por las empresas públicas y privadas se había convertido en una institución.

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Eugenio Nasarre

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Nueva Revista 029 de Política, Cultura y Arte, ISSN: 1130-0426

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Difusiones y Promociones Editoriales, S.L.

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La agonía de la primera república Italia: un pás que se deshace Por Eugenio Nasarre talia vive con frenesí la agonía de su primera República, en medio de un complejo proceso de transición, en la que todavía no podemos vislumbrar cuál va a ser su desembocadura. Desde 1991 la acumulación de una serie de fenómenos patológicos (la Iirrupción de las Ligas del norte, la escalada de desafíos de la mafia al Estado, el deterioro institucional provocado por la insólita y provocatória conducta del presidente de la República Cossiga, la fuerte crisis económica tras un largo ciclo de siete años de gran prosperidad) provocan en los comicios de la primavera de 1992 el primer verdadero terremoto electoral que modificó substancialmente los estables equilibrios políticos de la democracia italiana. El veredicto de las urnas fue interpretado como la expresión de la voluntad del electorado de introducir urgentes reformas a su sistema político. Los mecanismos institucionales de la República aparecían incapaces para afrontar los problemas de gobierno de la sociedad italiana. El sistema político se mostraba caduco y agotado. Había llegado la hora de las reformas. Bajo el impulso del nuevo presidente de la República, Oscar Scalfaro, el nuevo Parlamento constituyó una comisión bicameral, encargada de elaborar las modificaciones constitucionales precisas para la modernización de su sistema institucional. A la admiración por el milagro económico con un producto interior bruto que superaba a Inglaterra, han sucedido las preguntas sobre el misterio de los escándalos Es en este contexto en el que ha surgido la ola de escándalos de corrupción, que está sacudiendo a la entera clase política italiana. Hasta el momento cerca de doscientos parlamentarios han tenido que vérselas con la justicia, en calidad de imputados, sospechosos, relacionados o testigos en las decenas de procesos de corrupción abiertos. Cuatro ministros del gobierno Amato se han visto obligados a dimitir, lo mismo que dos secretarios de partidos políticos (el socialista Craxi y el republicano La Malfa). Ninguno de los partidos tradicionales con responsabilidades de poder en estos años ha escapado de las actividades procesales de los jueces. El impacto de esta serie ininterrumpida de escándalos es sobrecogedor. Parecía como si la República italiana hubiese estado y estuviese gobernada por una banda de ladrones que durante varios decenios habría logrado mantenerse en el poder en el marco de un sistema democrático ficticio y que, de repente, el pueblo italiano, por mediación de sus jueces, se hubiese dado cuenta de ello y hubiera iniciado el proceso de desalojo de tales dirigentes. Las noticias de todas estas semanas abonarían poder formular tal sumario juicio. La I República tendría así el menos glorioso de los fines imaginables. Pero, aun aceptando en principio tal juicio, no podríamos por menos que formularnos algunas preguntas. ¿Por qué hasta finales de los años ochenta la democracia a la italiana, en feliz expresión de Joseph La Palombara, provocaba, a pesar de sus deficiencias, no pocos elogios en sesudos observadores por su capacidad de integrar conflictos y el dinamismo de su sociedad civil? ¿Cómo es posible que ese ineficiente sistema político ahora en estado agónico y esa banda de facinerosos dirigentes haya conducido (o, al menos, contribuido) a que Italia diera el sorpasso a Gran Bretaña en producto interior bruto y en renta per capita en la segunda mitad de los años ochenta y se haya convertido en la quinta potencia industrial del mundo occidental, a muy escasa distancia de Francia? Las preguntas podrían sucederse, pero las apuntadas bastan para que resulte pertinente interrogarnos si no estamos en presencia de un nuevo misterio, el misterio italiano, del que podríamos hablar ahora del mismo modo en que en los años cincuenta se habló del milagro italiano, por la rapidez de su proceso modernizador. Sólo un cierto distanciamiento de los episodios día a día que estamos viviendo nos puede proporcionar la perspectiva suficiente para intentar explicarnos este misterio y otear las posibles salidas de la actual situación de colapso. La democracia anómala La democracia italiana de la I República ha sido siempre para la ciencia política un caso. Recordemos el ya clásico libro II caso italiano (1974), en el que ilustres politólogos (Sartori, Calli, Linz, Elia, entre otros) pretendieron explicar las razones de esa democracia anómala sin alternancia posible hasta que cambiaron substancialmente sus actores políticos. El caso italiano era, en efecto, el de un sistema que se había dotado de las más amplias libertades, con las más rigurosas garantías jurídicas (ha sido, precisamente, el modelo del sistema garantista), con el más intenso pluralismo político (al menos diez partidos representados permanentemente en el Parlamento), favorecido por un sistema electoral proporcional puro, en el que ningún voto quedaba perdido y cualquier minoría tenía acceso al órgano de representación nacional. Un sistema que, como antídoto al modelo autoritario mussoliniano, había establecido unos mecanismos institucionales para impedir cualquier tentación de gobierno fuerte, parlamentarismo clásico sin ningún correctivo, bicameralismo perfecto, gobierno colegiado sin primer ministro preeminente, descentralización regional, autonomía municipal, rigurosa separación de poderes con un autogobierno del poder judicial altamente potenciado. La anomalía italiana se origina en la correlación de fuerzas políticas que se fragua en las tres primeras consultas electorales (1946, 1948 y 1953). En ellas, por la habilidad de ese gran político que fue Togliatti, el partido comunista se convirtió en el partido más fuerte de la izquierda, diezmando las expectativas de los socialistas de Nenni. Si los socialistas vencieron por dos puntos a los comunistas en las elecciones a la Asamblea Constituyente de 1946 (20,7 por 100 y 18,9 por 100, respectivamente), tras la fracasada experiencia del frente popular de las elecciones de 1948 (donde la DC de De Gasperi obtuvo su resonante victoria con el 48,5 por 100 de los votos), ya en las elecciones de 1953 el partido comunista italiano aventajó en diez puntos al partido socialista. En las sucesivas elecciones hasta 1976 la distancia entre PCI y PSI fue agrandándose, hasta llegar nada menos que a los 25 puntos en los comicios de 1976 (34,4% al PCI; 9,6% al PSI). En el sistema de guerra fría y de contraposición de bloques que vivió Europa hasta la caída del muro de Berlín, el acceso del partido comunista italiano fiel al Komintern hasta el distanciamiento realizado por Berlinguer en la segunda mitad de los años setenta al gobierno se convertía en un grave riesgo para la democracia italiana. El que el partido más fuerte de la oposición, sin el que resultaba imposible la construcción de una alternativa de gobierno, fuese un partido antisistema hacía de la democracia italiana un sistema bloqueado y una democracia asediada (Linz). Como ya apuntara Norberto Bobblo, sin una inversión en la correlación de fuerzas entre los partidos de izquierda resultaba inviable el acceso de ésta al poder. Pero la consecuencia de este modelo de bipartidismo imperfecto (Galli) no fue solamente la permanencia ininterrumpida en el ejercicio del poder de la Democracia Cristiana (con diversas fórmulas de coalición), sino la introducción de una serie de elementos debilidades y vicios, que constituyen factores explicativos de los fenómenos de descomposición que han estallado en los últimos meses. Es preciso que nos detengamos brevemente en algunos de ellos. El sistema político italiano constituye el modelo más acabado de partitocracia de las modernas democracias occidentales. La intensidad del debate político en la postguerra, con una fuerte movilización de amplias capas populares, hizo surgir unos potentes partidos de masas. Quien haya visitado Italia ha podido quedar sorprendido que hasta en el más recóndito pueblo, junto al ayuntamiento y la iglesia, no faltan colgados de los balcones de casas, más o menos modestas, los carteles que anuncian la sede de, por lo menos, los dos grandes partidos italianos: la DC y el PCI. Ambos partidos han llegado a contar cada uno cerca de dos millones de afiliados. El partido comunista estableció un modelo de partido de muy vasta e intensa militancia, con una enorme capacidad de activismo, sobre todo en la primera etapa de la democracia italiana. Era preciso contrarrestar esa influencia que posibilitaba una entusiasta militancia, con abundantes medios y una bien trabada organización. La Democracia Cristiana fue la única fuerza en condiciones de llevar a cabo tal tarea, utilizando la cantera que le proporcionaban las organizaciones católicas. El resto de los partidos menores intentaron, aunque a gran distancia, imitar el modelo de los dos grandes partidos italianos. Pronto los partidos italianos se convirtieron en costosas máquinas organizativas, con un abundante funcionariado interno (liberados), que era preciso mantener. Los presupuestos de los partidos crecían de manera exponencial y era necesario encontrar fuentes de financiación. Baste pensar que, a imitación del diario comunista LUnitá, los otros cinco primeros partidos italianos montaron periódicos diarios propios, obviamente con ingentes déficits. Un audaz y poco escrupuloso personaje público, el mítico Enrico Mattei, un expartisano democristiano que luchó en la Resistencia, En cuarenta años la financiación de los partidos por las empresas públicas y privadas se había convertido en una institución creador del Ente de hidrocarburos italiano (ENI), fue el inventor de la fórmula de financiación de los partidos políticos a través de subvenciones, al margen de la ley, de las empresas públicas. Mattei, que se enfrentó al cartel de compañías petroleras norteamericanas y consiguió muy ventajosos contratos con los árabes, gozaba de una gran popularidad en la sociedad italiana, lo que le permitió crear este sistema de financiación semioculta (oculta a la luz del sol) a los partidos. Mattei justificaba esta actividad como una contribución a la democracia. Al fin y al cabo se sabía que el PCI estaba financiado por el Komintern. A partir de los años cincuenta este sistema se ha venido institucionalizando y constituye uno de los elementos fundamentales del llamado sottogoverno. Las empresas públicas, regidas por hombres de confianza de los partidos, que se reparten a través de laboriosos acuerdos los consejos de administración, contribuían con aportaciones más o menos periódicas a la financiación de los partidos. Además empezó a implantarse una segunda fuente de financiación, que requería el concurso de las empresas privadas. Fue el sistema de las tangenti (comisiones), que las empresas concesionarias de obras o servicios públicos entregaban a los partidos. El sistema se generalizó, con la complicidad de la clase política y el aparato empresarialindustrial. Tras algunos escándalos en los primeros años setenta, la Ley de financiación pública de los partidos políticos de 1974 no resolvió la situación. Las cantidades que fijaba la ley aunque generosas no llegaban a satisfacer las crecientes necesidades financieras de los partidos. Las prácticas de antes continuaron funcionando y los partidos para burlar la ley llevaban una doble contabilidad. Probablemente en los años de prosperidad de la década de los ochenta el sistema degeneró ya en una red de corrupción incontrolable, con ramificaciones que escapaban de los órganos de dirección de los partidos. La opinión pública, que había sido tolerante con el sistema oculto de financiación, empezó dando muestras de irritación. Los partidos fueron insensibles a tales síntomas y no supieron corregir una situación que se hacía crecientemente insostenible. El misterio que no puede dejarse de señalar es por qué esta realidad, conocida por la opinión pública, no llegó nunca a destaparse hasta que el mismo sistema entra en crisis en 1992. El problema de fondo es que la entera clase política tradicional ha participado en el mismo. La defensa desesperada de Craxi o los sollozos de Giorgio La Malfa, predicador de la honradez en la vida pública, al abandonar la guía de su partido, son muestra de la magnitud de la tragedia de una clase dirigente devorada por unas prácticas que consintió o propició. El fracaso de la política meridional El segundo factor de la descomposición del sistema político italiano es el fracaso de la política para modernizar el sur de Italia. El gran estadista De Gasperi se planteó dos objetivos fundamentales como claves de su acción de gobierno en el período fundacional de • la República: integrar lo más intensamente a Italia en el mundo occidental (opción OTAN, que ganó tras una dura batalla contra la izquierda, y opción europea, que desemboca en el Tratado de Roma y la creación del Mercado Común) y resolver el problema del Sur de Italia para superar el dualismo de la sociedad italiana. El diseño de De Gasperi fue que el nuevo Estado italiano tomara sobre sus hombros la tarea de llevar a cabo un vasto programa de industrialización, que transformara la realidad de la Italia del Sur. Era prácticamente inviable que el sector privado protagonizara la labor de regenerar la atrasada Italia del Sur. De Gasperi crea en 1950 la Cassa del Mezzorgiorno para iniciar un imponente programa de inversiones de infraestructuras, agricultura e industria para equilibrar las dos Italias. El creía que en ello se jugaba su destino el Estado unitario italiano. No erró en su visión. El problema es que los objetivos de De Gasperi no se cumplieron. La ancestral cultura del Sur venció al aparato del Estado, que durante decenios instaló empresas públicas, que acabaron siendo deficitarias, creó infraestructuras que no sirvieron para que acudiera la iniciativa privada y no se generó una cultura empresarial. El Sur finalizó siendo un gran espacio que vivía crecientemente de las arcas del Estado, financiado por los contribuyentes de la Italia próspera del Norte, que simultaneamente estaba alcanzando los más altos niveles de vida de la Europa comunitaria. La I República ha sido incapaz de acabar con el dualismo de la sociedad italiana. Pero, además, el ancestral Sur con el choque de la industrialización ha generado graves patologías sociales. La Mafia supo convivir e incluso alimentarse de este falso proceso de modernización, reconvirtiendo sus estructuras a las nuevas realidades urbanas. Probablemente los dirigentes del Estado creyeron que la Mafia sería incapaz de sobrevivir a la transformación de una sociedad rural y atrasada culturalmente. Pero la Mafia supo crear unas complicidades políticoeconómicas y convirtió sus viejas esferas de poder en redes clientelares con notoria influencia en los procesos electorales. Paradójicamente su poderío aumentó y cuando el Estado tardíamente empezó a reaccionar se encontró con su desafiante respuesta que con la violencia más despiadada, consistió en advertir al Estado que, sus esferas de poder no se tocaban. Los años ochenta marcan el punto álgido de esta batalla que los aparatos del Estado no lograron vencer. La rebelión del Norte: las Ligas El fracaso de la política meridional de la República provocó en el decenio de los ochenta los primeros síntomas de hastío e irritación de la Italia del Norte. Se publican los primeros cálculos de las transferencias del Norte al Sur a lo largo de cuarenta años. Alcanzan cifras colosales con el agravante de que no aparece ningún resultado palpable. Las ingentes sumas que el Estado ha administrado en favor del Sur constituyen un asombroso ejemplo de ineficiencia. El Sur las devora, para aumentar más el número de personas subsidiadas, atrapadas en redes clientelares. El descontento se convierte en expresión política a través de las Ligas del Norte (originariamente la Liga Lombarda), un movimiento de protesta que lanza el eficaz mensaje de acabar con el actual Estado y reconvertir a la República italiana en un Estado federal. El problema de las Ligas no es un programa federalista, ni incluso en sus propuestas de transformación constitucional. El problema es que se ha constituido en un movimiento particularista del Norte de Italia que, a partir de sus éxitos electorales de 1992, agrava el dualismo de la sociedad italiana y lo traslada al sistema político. Las Ligas pueden convertirse en el primer partido en varias Regiones del Norte. En las últimas elecciones administrativas parciales de diciembre de 1992, los socialistas no alcanzaron en las ciudades septentrionales ni siquiera el 6 por 100 de los votos y los excomunistas de Occhetto no sobrepasaron el 10 por 100. Algunos partidos tradicionales de ámbito nacional pueden convertirse en fuerzas residuales en el norte de Italia. La vertebración de la nación italiana a través de sus fuerzas políticas queda así fuertemente debilitada. Los grandes partidos tradicionales se están transformando en estos momentos en partidos meridionales. La reconversión del sector público Junto a la descomposición de su sistema de partidos y al dualismo NorteSur, Italia se enfrenta con un tercer problema, que no ha podido resolver la I República, y que aparece como un factor también clave para su modernización: la reconversión, vía privatizadora, de su imponente sector público, el más vasto de las democracias occidentales europeas. El espeso tejido de las industrias públicas son un freno para la renovación de las estructuras productivas que requieren los nuevos tiempos La herencia de las industrias del Estado de la época de Mussolini, la política meridional y las nacionalizaciones que se produjeron en los primeros gobiernos de centroizquierda de los años sesenta, con la entrada de los socialistas en el gobierno nacional, han ido formando un tupido tejido de industrias públicas, que ahora son una rémora para la adaptación de las estructuras productivas italianas a las exigencias de los nuevos tiempos. Por ello la política de privatizaciones se ha convertido en uno de los puntos nodales del gobierno de transición de Amato. Pero ello tiene también unas consecuencias políticas de primera magnitud, porque una de las características de la partitocracia italiana fue la ocupación de los partidos del sector público. La privatización provoca, quiérase o no, una transformación de la fisonomía de las fuerzas políticas. Y resulta un elemento tan importante para sanear la vida política como resolver la cuestión de la corrupción. La reforma non nata de los años ochenta Quizá la más grave acusación que se puede formular a la clase política italiana fue su incapacidad de emprender una reforma de su sistema, que ya empezó a ser posible en los años ochenta. Por primera vez desde 1953 el partido comunista inició una fase de declive en las elecciones de 1983. La muerte de Berlinguer significó el comienzo del fin de la triunfante historia del PCI en la política italiana y ya entonces aparecen los primeros desgarros que afectan a su propia identidad, antes que la perestroika gorbachoviana. Italia inicia un fuerte ciclo expansivo enonómico, y el poderoso poder sindical comienza a debilitarse, tras la famosa derrota de los sindicatos en el conflicto de la Fiat de 1980. Craxi vió con claridad la posibilidad y la urgencia de la reforma institucional que necesitaba Italia para modernizar su sistema político. El problema es que la reforma que propuso y que mantuvo obstinadamente estaba planteada intuitu personae. La DC y el PSI, colaboradores forzosos en el gobierno, no lograron el acuerdo en lo fundamental: la reforma institucional y política, cuyos borradores llenaron miles y miles de páginas. Para la necesaria reforma electoral el PSI necesitaba el sorpasso al PCI, para convertirse en la primera fuerza de la izquierda. Los desilusionantes resultados electorales para el PSI en las elecciones de 1987 frenaron los ímpetus reformistas de Craxi, que veía que el PCI era más duro de roer de lo que había supuesto. El sorpasso se produjo en las elecciones de 1992, pero ya era tarde y el PSI no tenía nada que celebrar, por los magros resultados de ambas formaciones de la izquierda (PSI, 13,6 por 100; PDS (ex PCI), 13,3 por 100). Entre las dos no llegaban al 27 por 100 de los votos nacionales. El drama resultó que cuando la democracia bloqueada había dejado de estarlo, por la caída del muro de Berlín, el fin del mundo bipolar y la transformación del partido comunista italiano, el sistema estaba ya en proceso de descomposición. Probablemente haber acometido las reformas posibles de los años ochenta (saneamiento del Estado, modernización institucional sin necesidad de abordar todavía, la reforma electoral, moralización de los partidos, avances en una nueva política meridional) hubiera permitido abordar la gran reforma desde supuestos relativamente sólidos. El desacuerdo DCPSI lo impidió y condujo, con la colaboración de Cossiga en la última parte de su mandato, a la desastrosa situación que reflejó el resultado de las elecciones de 1992. Perspectivas de futuro La ironía de la historia hace que a la democracia bloqueada de los últimos cuarenta y cinco años por la presencia del antisistema partido comunista, la sustituya una nueva democracia también bloqueada por la sustitución de las Ligas del Norte en el papel del PCI. No podemos El destape de la corrupción obliga inexorablemente a una profunda renovación de la clase política. ¿Serán capaces de aceptarla sus actuales componentes? calificar todavía a las Ligas como partido antisistema por la ambigüedad con la que están actuando tras su victoria electoral del 92. Pero es evidente que constituyen un fenómeno profundamente perturbador para el futuro del sistema italiano y pueden acentuar los desequilibrios nortesur, lo que resultaría un drama para la unidad de la nación italiana. En todo caso, el desprestigio de las fuerzas políticas tradicionales permiten descartar la hipótesis de que las Ligas sean un fenómeno de protesta pasajero. En las próximas elecciones tendrán una enorme chance para consolidar y aumentar su implantación en las regiones del norte. Dos son ahora los objetivos prioritarios en esta fase de transición, que con inmensas dificultades gestiona el gobierno Amato: la reforma de la ley electoral y una nueva configuración de sus actores políticos. Las tareas de la comisión parlamentaria bicameral para las reformas institucionales permite aventurar que hay ya un principio de consenso sobre el modelo del futuro sistema electoral: un modelo mixto, en el que parte de los escaños se eligen en distritos uninominales con criterios mayoritarios y otra parte en sistema nacional de listas con criterios proporcionales. El proporcionalismo puro va a dar paso a un sistema prevalentemente mayoritario con correcciones proporcionales. Tras los referenda convocados para el 18 de abril, el Parlamento deberá ya pasar a la elaboración definitiva de la reforma, a la que se unirán otras de carácter institucional, en las que no es posible entrar aquí. El segundo punto es mucho más complicado. El destape de la corrupción obliga inexorablemente a una profunda renovación de la clase política. ¿Serán capaces de aceptarla sus actuales componentes? Pero, además, la actual configuración de partidos resulta ya inservible. El partido socialista tiene incluso que cuestionarse su supervivencia. Las heridas PSIPDS hacen difícil un proceso de confluencia entre ambas, pero ya hay sectores que caminan en esa dirección. La Democracia Cristiana tiene también que plantearse en radicalidad su futuro. Primero, porque es el símbolo del partido régimen de la I República; segundo, porque también ella se ha visto sacudida por los fenómenos de corrupción; tercero, por la misma evolución de la sociedad italiana y las exigencias del nuevo sistema electoral. En este sentido revisten gran interés las propuestas del renovador Mario Segni, adalid de las reformas institucionales desde mediados de los años ochenta. Segni propugna la constitución de un nuevo polo de agregación política de carácter de centroderecha, que englobe a los sectores que se identifican con tal posición, sean de origen demócratacristiano o de origen laico. El nombre que ha lanzado para el nuevo partido es el de Partido Popular, que enlazaría con el viejo partido fundado por Luigi Sturzo. Me parece que para el éxito de tal operación es de suma importancia el entendimiento entre el actual secretario de la DC, Mino Martinazzoli y Mario Segni. Martinazzoli se ha lanzado a un proceso de refundación de la DC, sin excluir el cambio de su nombre. El decapitado La Malfa ha sido hasta ahora un aliado del diseño de Segni. También la orientación del partido republicano es por ahora una incógnita. Los próximos meses van a ser decisivos para la configuración del nuevo esquema de fuerzas políticas. En procesos de descomposición nada se puede aventurar, porque la lógica no es el único factor del comportamiento del homo politicus, y de las pasiones nada es posible decir. En cualquier caso, la I República agoniza con mayor descrédito y Panorama menor gloria de la que se merece. Porque no podemos olvidar que preservó la libertad y la democracia de los italianos con notorios avances en su progreso civil durante casi medio siglo de la atormentada historia de Italia. •