Nueva Revista 135 > La incorporación de España al grupo de los países innovadores
La incorporación de España al grupo de los países innovadores
Juan Mulet Meliá
La innovación no es ni una originalidad ni una moda, es una
cualidad que han tenido las economías que, en cada momento
histórico, han sido las más avanzadas. La capacidad de innovar
es simplemente la habilidad de aprovechar el conocimiento de
los ciudadanos, sea del tipo que sea, para generar y ofrecer
productos y servicios más adecuados a su mercado. La mayor
importancia que hoy, en todo el mundo, se atribuye a la innovación,
se debe a la globalización y a la crisis económica.
File: 236-246.pdf
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Referencia
Juan Mulet Meliá, “La incorporación de España al grupo de los países innovadores,” accessed November 22, 2024, http://repositorio.fundacionunir.net/items/show/3634.
Dublin Core
Title
La incorporación de España al grupo de los países innovadores
Alternative Title
Un largo y difícil camino, pero posible
Subject
Políticas de innovación e investigación en España
Description
La innovación no es ni una originalidad ni una moda, es una
cualidad que han tenido las economías que, en cada momento
histórico, han sido las más avanzadas. La capacidad de innovar
es simplemente la habilidad de aprovechar el conocimiento de
los ciudadanos, sea del tipo que sea, para generar y ofrecer
productos y servicios más adecuados a su mercado. La mayor
importancia que hoy, en todo el mundo, se atribuye a la innovación,
se debe a la globalización y a la crisis económica.
cualidad que han tenido las economías que, en cada momento
histórico, han sido las más avanzadas. La capacidad de innovar
es simplemente la habilidad de aprovechar el conocimiento de
los ciudadanos, sea del tipo que sea, para generar y ofrecer
productos y servicios más adecuados a su mercado. La mayor
importancia que hoy, en todo el mundo, se atribuye a la innovación,
se debe a la globalización y a la crisis económica.
Creator
Juan Mulet Meliá
Source
Nueva Revista 135 de Política, Cultura y Arte, ISSN: 1130-0426
Publisher
Difusiones y Promociones Editoriales, S.L.
Rights
Nueva Revista de Política, Cultura y Arte, All rights reserved
Format
document/pdf
Language
es
Type
text
Document Item Type Metadata
Text
Como consecuencia de la globalización, la mayoría de los
productos y servicios de cualquier país compiten en lo que
antes se consideraban mercados locales, porque estos mercados también se han globalizado. Y la crisis ha deprimido
la demanda, de tal manera que solo los mejores productos
y servicios encuentran comprador. Así, ninguna economía
puede renunciar a emplear la capacidad de sus ciudadanos
para que recurran a su conocimiento, tanto cuando participan
en la concepción y generación de su oferta, como
cuando son compradores, porque esta actitud estimulará
la calidad de lo que el país ofrece al mercado global.
Es verdad que la primera manifestación, realmente espectacular,
de las consecuencias de la innovación tuvo lugar
con la Revolución Industrial, en el último tercio del
siglo XIX. Fue una innovación basada en conocimientos técnicos,
aquellos que permitían hacer cosas útiles. Poco a
poco se fue introduciendo una nueva innovación, la basada
en tecnología, es decir en técnicas, nuevas o no tan nuevas,
que habían sido entendidas, mejoradas o creadas gracias al
conocimiento científico. Esta nueva innovación demostró
su extraordinaria eficacia en la Segunda Guerra Mundial y,
seguidamente, fue asumida por políticos y empresarios de
los países más avanzados. El famoso informe de 1945,
Science. The Endless Frontier, preparado por Vanennvar
Bush, a petición del presidente Roosevelt, hizo popular el
concepto de I+D y guió grandes decisiones empresariales y
públicas en los países que optaron por la innovación, como
base de su modelo económico. Para muchos otros países, la
primera forma de innovar, la que no se preocupaba de generar
nueva tecnología y confiaba en el conocimiento técnico
o tecnológico disponible, ha continuado siendo una forma
de crecimiento económico, que han venido utilizando muchos
sectores tradicionales y, especialmente, los servicios. En nuestro país, prácticamente todos los sectores optaron
mayoritariamente por este camino si decidían innovar.
En cualquier caso, la innovación tiene siempre dos ciclos,
que con frecuencia se solapan. En uno se crea o asimila
el conocimiento, y en el otro se utiliza para generar
una mejor oferta. No tienen por qué ser coincidentes ni
en el tiempo, ni en los agentes que participan en la innovación.
La generación de conocimientos, tanto técnicos
como tecnológicos, tiene una dinámica propia y puede tener
lugar tanto mucho antes como muy cerca de la aplicación.
Y lo creadores del conocimiento pueden ser los mismos
o, como ocurre frecuentemente, ser muy distintos de
los que lo aprovechan en procesos económicos. Porque
nunca hay que olvidar, como decía Peter Drucker, que la
innovación no es un hecho científico, sino económico y
social. Y esto lleva a distinguir entre invención e innovación.
Toda innovación parte de una o de muchas invenciones,
pero solo llega a serlo cuando el producto, servicio o los
procesos que los hacen posibles tienen éxito económico.
También es verdad que cuando no se genera conocimiento,
es imposible que haya innovación sin una cierta
comprensión y asimilación de que vaya a utilizarse. Es
una regla general que cuanto mayor es la implicación empresarial
en asumir el conocimiento, mayores serán las consecuencias
económicas de la innovación. Durante muchos
años, en los países que no asumían la innovación como
una fuente de su crecimiento económico, se consideraba
que la adaptación a las nuevas técnicas o tecnologías era
una cuestión de la estrategia para el largo plazo. El cambio
tecnológico era entonces muy lento y se decía que su «adopción» debía hacerse cuando las condiciones fueran
«favorables», porque no se consideraba fundamental para
mantener la competitividad. Ahora el cambio tecnológico
se ha acelerado vertiginosamente y para ser competitivo
hay que ser capaz, como mínimo, de seguirlo, y esta es la
menor implicación que debe tener una empresa que quiera
continuar en su mercado.
LA RAÍZ HISTÓRICA DE LA FALTA DE INNOVACIÓN ESPAÑOLA
Con frecuencia se olvida que España no tuvo ningún papel
activo en la Revolución Industrial. Fue la oportunidad
de negocio que ofrecían las nuevas soluciones, técnicas y
tecnológicas, para atender necesidades elementales, como
las comunicaciones o la minería, las que acercaron los
avances de aquella época a España. Fue muy escasa la
preocupación por asimilar la tecnología que resolvía nuestros
problemas. En consecuencia, una parte importante
del valor que generaba la aplicación de las innovaciones
se destinaba a retribuir el conocimiento que las había hecho
posibles y no había gran interés en entenderlo y mucho
menos en hacerlo progresar en nuestro país. Fue una colonización
tecnológica, en la que el país se ha sentido cómodo
durante muchas décadas. Hasta tal punto que esta colonización
ha sido muy bien aceptada por nuestras clases
dirigentes, tanto políticas como empresariales. Es muy difícil
encontrar en los escritos de nuestros intelectuales referencias
a esta situación. Es todavía más difícil que encontrar
denuncias por nuestra falta de producción científica,
que por lo menos fueron aireadas por los pocos hombres de ciencia que hemos tenido en España. En realidad, y como
consecuencia de esto, solo las necesidades administrativas
guiaron el desarrollo de la formación de los técnicos e ingenieros
españoles. Para las empresas españolas eran mucho
menos necesarios que para las de los países que habían
sido realmente activos en la Revolución Industrial.
Toda esta historia es compatible con la supervivencia
de un mercado cerrado, donde los aranceles limaban las
ganancias de los creadores extranjeros de tecnología, y
aportaban una mayor racionalidad económica a aquel modelo.
Hubo, por lo menos, una consecuencia perversa
para nuestra cultura, la existencia de un círculo vicioso
que perpetuaba nuestra desafortunada situación como
creadores y pioneros en la utilización de tecnología.
Como todo círculo vicioso, se puede describir empezando
por cualquiera de sus etapas. Había una casi nula capacidad
de crear ciencia y tecnología, en consecuencia no había
demanda de estos «productos», ni por las empresas ni
por la sociedad, lo cual no estimulaba la necesidad de
crearlos y así sucesivamente. En consecuencia, y muy al
contrario de lo que ocurría y ocurre en los países que hoy
admiramos, nuestro modelo económico se desenvolvía, y
se puede decir que todavía se desenvuelve, de espaldas a
la oportunidad que ofrece la temprana utilización de un
conocimiento, aunque no sea el propio.
Ha tenido que llegar la profunda crisis actual para que
la opinión pública española constate la gravedad de esta
situación. Hoy son muchas las voces que la denuncian.
Pero para esto, el país ha tenido que saborear las ventajas
de una etapa de desconocida prosperidad económica, y ver su desmoronamiento. Ante la evidente insostenibilidad
del crecimiento disfrutado, la opinión pública parece haber
descubierto la necesidad de recurrir al conocimiento
para mantener, y quizá crecer, en nuestro bienestar, como
ya hacen desde hace siglos los países que envidiamos.
LA CORRECCIÓN DE UN DÉFICIT SECULAR
Para romper un círculo vicioso se puede actuar sobre cualquiera
de sus etapas. Para el de la innovación, una opción,
la que tomó España a mitad de la década de los
ochenta, es la de aumentar la capacidad de generar conocimiento.
Para países de pequeña dimensión, puede haber
caminos mejores, pero seguramente no para los grandes.
Finlandia e Irlanda optaron por actuar sobre las empresas.
Finlandia optó por estimular las escasas locales e Irlanda
por atraer unas pocas extranjeras. En ambos casos
fue suficiente, para unos pocos millones de habitantes.
El caso es que España decidió crear una capacidad
científica, como primer paso de la solución de este viejo
problema. Muchos otros países habían tenido éxito en
esta etapa, porque inyectando recursos, de una forma continua
y ordenada, a un sistema científico, y aplicando reglas
de exigencia en calidad, la comunidad investigadora
siempre ha respondido, porque está obligada a medirse en
el campo científico mundial, donde rigen los hábitos de
los países más prósperos.
Hoy hay que calificar de sorprendentes los resultados
de aquella decisión. En 1986, año en que se promulgó la
hoy llamada Ley de la Ciencia, los artículos que se publicaron
en las revistas científicas de prestigio mundial firmados por españoles superaron escasamente los 5.000 y
representaban alrededor del 1% de la producción mundial,
en 2010 fueron unos 60.000, siendo el 3,25% mundial.
E, igualmente, ha pasado con la calidad de las publicaciones
científicas españolas. En el quinquenio 1981-1985 la
citación media de nuestros artículos estaba en un 50% de
la media mundial, en 2004-2008 se superaba en cuatro
puntos esta media. El número de investigadores en el sistema
público español ha crecido de forma parecida. En 1986
no pasaban de los 19.000, en 2009 eran más de 87.000.
Pero es verdad que esto es solo un primer paso, imprescindible,
para que España se incorpore a los países
innovadores. La capacidad de producción de ciencia no
presupone la de generar tecnología, ni mucho la de transferirla
al sistema productivo. La obsolescencia de la tecnología
es hoy muy rápida. Debe ser aplicada antes de
que otras mejores aparezcan, y esto exige que los que se
impliquen en su generación conozcan muy bien las necesidades
de las empresas que, además de accesibles, sean
capaces de utilizarla. Para que exista innovación es necesario
que funcione bien lo que se denomina «el sistema
de innovación», un conjunto de agentes que cooperan en
la producción y utilización de un conocimiento económicamente
útil. Y en España todavía no lo hemos conseguido,
en la medida en que este sistema pueda ser un pilar
de nuestra competitividad en el mercado global.
EL SISTEMA DE INNOVACIÓN ESPAÑOL ACTUAL
Es fácil descubrir que el sistema español de innovación
es pequeño para una economía como la española, que está entre las diez mayores del mundo. Es una muestra más
de que nuestro desarrollo económico no se ha hecho en
base al conocimiento. El indicador de más calidad para
comparaciones internacionales es el gasto en I+D, y hoy
todo el mundo sabe que en España, en el año 2009, este
gasto representó en 2009 el 1,38% del PIB, cuando para
la media europea de los 27 fue el 1,92%. Pero todavía
más, este gasto es la suma del que realizan las empresas y
del de las administraciones, y en España las empresas
solo fueron responsables del 0,72% del PIB, mientras que
la media europea lo fueron del 1,18%. Como es bien evidente,
la aportación de las administraciones españolas está
a solo el 0,08% de la contribución europea, mientras que
la de nuestras empresas dista en más de un 0,46%. Nuestro
sistema de innovación es pequeño y desequilibrado
por el menor peso que tienen las empresas en él. En estas
condiciones es natural que no pueda ser hoy una base
para la competitividad de nuestra economía.
Pero a pesar de todo, hay muchos datos que permiten
afirmar que nuestro sistema de innovación es, en su pequeño
tamaño, eficiente, y que en los años de crecimiento
económico ha tenido una extraordinaria vitalidad, que
ha pasado prácticamente inadvertida, precisamente por
causa de su escaso valor absoluto. Este dinamismo nos
debe llevar a ser optimistas, porque en estos años se ha
construido un embrión de lo que deberá ser una base
para la competitividad futura. Veamos por qué puede decirse
esto.
En primer lugar tenemos la ya comentada capacidad
de creación de ciencia. Está prácticamente concentrada en el sector público, que gasta de forma consistente con
lo que es capaz de hacer: ciencia para su publicación. Su
gasto por investigador es el 80% de la media europea, porque
todavía debe aumentar su capacidad de generar la
tecnología que puedan utilizar nuestras empresas.
Las empresas integradas en nuestro sistema de innovación
son pocas, no más de 15.000, y tienen en su conjunto
una capacidad limitada de generar tecnología, que es el objeto
de su investigación. La intensidad de I+D, porcentaje
de este gasto sobre facturación, es solamente de 1,4. Un
valor que toma significado cuando se compara con lo habitual
en las grandes empresas de automoción, donde supera
el 3%, o con las empresas multinacionales de farmacia o de
tecnologías de la información, que superan el 15%.
A esta situación empresarial se ha llegado después de
una etapa de fuerte crecimiento de la actividad de I+D
de las empresas. Ha aumentado el gasto medio por empresa
y, año tras año, las empresas que se incorporaban a
esta actividad iban creciendo a ritmos que superaban el
15%. Entre 1994 y 2008, el gasto empresarial total en
I+D tuvo un crecimiento anual acumulativo superior al
10%, llegando algunos años a alcanzar el 20%. El gasto empresarial
en I+D fue de unos 7.600 millones de euros en
2009, cuando en 1995 era escasamente de 1.700.
Todo esto no nos debe hacer perder la perspectiva de
que nuestro tejido productivo no tiene la estructura que
se espera de un país avanzado. La contribución a nuestro
PIB de los sectores de alta tecnología es del orden del 1%,
cuando en los países de referencia puede ser tres veces
mayor. Y la de los sectores de media-alta tecnología es escasamente del 4%, que hay que comparar con el 8% habitual
en aquellos otros países.
Cuando se analizan las relaciones entre estos dos agentes
de nuestro sistema, la I+D pública y las empresas, a
diferencia de los valores absolutos, los relativos de sus datos
no son muy diferentes de los internacionales, e incluso
a veces mejores. El sistema público español recibió en
2009 fondos de las empresas por un equivalente al 7,63%
de su gasto, mientras que en la UE-27 fue solo del 7,42.
También el importe de esta aportación frente a todo el
gasto empresarial fue proporcionalmente mayor en España
que en la UE-27, porque estos porcentajes fueron respectivamente
el 6,22 y 4,21%.
Durante todos estos años, España se ha dotado de todos
los tipos de organizaciones de soporte a la innovación
con que cuentan los países más avanzados. Se han creado
centros y parques tecnológicos, fundaciones públicas y
privadas y asociaciones y clusters empresariales que están
atendiendo, con eficacia comparable a la de otros países,
a las necesidades de nuestro pequeño sistema. Un sistema
que si bien en todos los indicadores de output tiene
cifras acorde a su tamaño, sus tasas de crecimiento están
en consonancia con la evolución descrita. Nuestras patentes
europeas y PCT han crecido a dos dígitos en todos
los años previos a la crisis. Nuestro muy pequeño número
de patentes triádicas se corresponde con nuestro gasto en
I+D. Y también han crecido a ritmos parecidos las exportaciones
de bienes de equipo y de productos de alta tecnología.
CONCLUSIONES
España no cuenta hoy con un sistema de innovación capaz
de ser un motor de su competitividad. Para ello será
necesario que las empresas innovadoras se cuadrupliquen
y que el gasto en I+D aumente en más del 0,7% del nuestro
PIB. Es un cambio importante, que exigirá esfuerzo y
una especial toma de conciencia por toda la sociedad española,
porque toda ella deberá ver en la aplicación del
conocimiento la vía para mantener el crecimiento económico
y el bienestar social, que hemos vivido en los años
que precedieron a la crisis.
Las bazas que tiene España para esta aventura son
mejores que nunca, porque en esta última fase de crecimiento
se ha creado un embrión de un sistema innovación
que ha demostrado tener mucha vitalidad. Tenemos
ya una probada capacidad de creación científica, unas
15.000 empresas innovadoras y durante la última fase expansiva
de nuestra economía hubo un crecimiento anual
importante de empresas que optaban por la innovación.
Esperemos que la duración de la crisis no sea tan larga
como para destruir este embrión que, por lo menos hasta
2010, ha demostrado tanta resistencia como para mantener
los gastos empresariales corrientes en I+D, es decir,
para mantener su capacidad de crear tecnología.
productos y servicios de cualquier país compiten en lo que
antes se consideraban mercados locales, porque estos mercados también se han globalizado. Y la crisis ha deprimido
la demanda, de tal manera que solo los mejores productos
y servicios encuentran comprador. Así, ninguna economía
puede renunciar a emplear la capacidad de sus ciudadanos
para que recurran a su conocimiento, tanto cuando participan
en la concepción y generación de su oferta, como
cuando son compradores, porque esta actitud estimulará
la calidad de lo que el país ofrece al mercado global.
Es verdad que la primera manifestación, realmente espectacular,
de las consecuencias de la innovación tuvo lugar
con la Revolución Industrial, en el último tercio del
siglo XIX. Fue una innovación basada en conocimientos técnicos,
aquellos que permitían hacer cosas útiles. Poco a
poco se fue introduciendo una nueva innovación, la basada
en tecnología, es decir en técnicas, nuevas o no tan nuevas,
que habían sido entendidas, mejoradas o creadas gracias al
conocimiento científico. Esta nueva innovación demostró
su extraordinaria eficacia en la Segunda Guerra Mundial y,
seguidamente, fue asumida por políticos y empresarios de
los países más avanzados. El famoso informe de 1945,
Science. The Endless Frontier, preparado por Vanennvar
Bush, a petición del presidente Roosevelt, hizo popular el
concepto de I+D y guió grandes decisiones empresariales y
públicas en los países que optaron por la innovación, como
base de su modelo económico. Para muchos otros países, la
primera forma de innovar, la que no se preocupaba de generar
nueva tecnología y confiaba en el conocimiento técnico
o tecnológico disponible, ha continuado siendo una forma
de crecimiento económico, que han venido utilizando muchos
sectores tradicionales y, especialmente, los servicios. En nuestro país, prácticamente todos los sectores optaron
mayoritariamente por este camino si decidían innovar.
En cualquier caso, la innovación tiene siempre dos ciclos,
que con frecuencia se solapan. En uno se crea o asimila
el conocimiento, y en el otro se utiliza para generar
una mejor oferta. No tienen por qué ser coincidentes ni
en el tiempo, ni en los agentes que participan en la innovación.
La generación de conocimientos, tanto técnicos
como tecnológicos, tiene una dinámica propia y puede tener
lugar tanto mucho antes como muy cerca de la aplicación.
Y lo creadores del conocimiento pueden ser los mismos
o, como ocurre frecuentemente, ser muy distintos de
los que lo aprovechan en procesos económicos. Porque
nunca hay que olvidar, como decía Peter Drucker, que la
innovación no es un hecho científico, sino económico y
social. Y esto lleva a distinguir entre invención e innovación.
Toda innovación parte de una o de muchas invenciones,
pero solo llega a serlo cuando el producto, servicio o los
procesos que los hacen posibles tienen éxito económico.
También es verdad que cuando no se genera conocimiento,
es imposible que haya innovación sin una cierta
comprensión y asimilación de que vaya a utilizarse. Es
una regla general que cuanto mayor es la implicación empresarial
en asumir el conocimiento, mayores serán las consecuencias
económicas de la innovación. Durante muchos
años, en los países que no asumían la innovación como
una fuente de su crecimiento económico, se consideraba
que la adaptación a las nuevas técnicas o tecnologías era
una cuestión de la estrategia para el largo plazo. El cambio
tecnológico era entonces muy lento y se decía que su «adopción» debía hacerse cuando las condiciones fueran
«favorables», porque no se consideraba fundamental para
mantener la competitividad. Ahora el cambio tecnológico
se ha acelerado vertiginosamente y para ser competitivo
hay que ser capaz, como mínimo, de seguirlo, y esta es la
menor implicación que debe tener una empresa que quiera
continuar en su mercado.
LA RAÍZ HISTÓRICA DE LA FALTA DE INNOVACIÓN ESPAÑOLA
Con frecuencia se olvida que España no tuvo ningún papel
activo en la Revolución Industrial. Fue la oportunidad
de negocio que ofrecían las nuevas soluciones, técnicas y
tecnológicas, para atender necesidades elementales, como
las comunicaciones o la minería, las que acercaron los
avances de aquella época a España. Fue muy escasa la
preocupación por asimilar la tecnología que resolvía nuestros
problemas. En consecuencia, una parte importante
del valor que generaba la aplicación de las innovaciones
se destinaba a retribuir el conocimiento que las había hecho
posibles y no había gran interés en entenderlo y mucho
menos en hacerlo progresar en nuestro país. Fue una colonización
tecnológica, en la que el país se ha sentido cómodo
durante muchas décadas. Hasta tal punto que esta colonización
ha sido muy bien aceptada por nuestras clases
dirigentes, tanto políticas como empresariales. Es muy difícil
encontrar en los escritos de nuestros intelectuales referencias
a esta situación. Es todavía más difícil que encontrar
denuncias por nuestra falta de producción científica,
que por lo menos fueron aireadas por los pocos hombres de ciencia que hemos tenido en España. En realidad, y como
consecuencia de esto, solo las necesidades administrativas
guiaron el desarrollo de la formación de los técnicos e ingenieros
españoles. Para las empresas españolas eran mucho
menos necesarios que para las de los países que habían
sido realmente activos en la Revolución Industrial.
Toda esta historia es compatible con la supervivencia
de un mercado cerrado, donde los aranceles limaban las
ganancias de los creadores extranjeros de tecnología, y
aportaban una mayor racionalidad económica a aquel modelo.
Hubo, por lo menos, una consecuencia perversa
para nuestra cultura, la existencia de un círculo vicioso
que perpetuaba nuestra desafortunada situación como
creadores y pioneros en la utilización de tecnología.
Como todo círculo vicioso, se puede describir empezando
por cualquiera de sus etapas. Había una casi nula capacidad
de crear ciencia y tecnología, en consecuencia no había
demanda de estos «productos», ni por las empresas ni
por la sociedad, lo cual no estimulaba la necesidad de
crearlos y así sucesivamente. En consecuencia, y muy al
contrario de lo que ocurría y ocurre en los países que hoy
admiramos, nuestro modelo económico se desenvolvía, y
se puede decir que todavía se desenvuelve, de espaldas a
la oportunidad que ofrece la temprana utilización de un
conocimiento, aunque no sea el propio.
Ha tenido que llegar la profunda crisis actual para que
la opinión pública española constate la gravedad de esta
situación. Hoy son muchas las voces que la denuncian.
Pero para esto, el país ha tenido que saborear las ventajas
de una etapa de desconocida prosperidad económica, y ver su desmoronamiento. Ante la evidente insostenibilidad
del crecimiento disfrutado, la opinión pública parece haber
descubierto la necesidad de recurrir al conocimiento
para mantener, y quizá crecer, en nuestro bienestar, como
ya hacen desde hace siglos los países que envidiamos.
LA CORRECCIÓN DE UN DÉFICIT SECULAR
Para romper un círculo vicioso se puede actuar sobre cualquiera
de sus etapas. Para el de la innovación, una opción,
la que tomó España a mitad de la década de los
ochenta, es la de aumentar la capacidad de generar conocimiento.
Para países de pequeña dimensión, puede haber
caminos mejores, pero seguramente no para los grandes.
Finlandia e Irlanda optaron por actuar sobre las empresas.
Finlandia optó por estimular las escasas locales e Irlanda
por atraer unas pocas extranjeras. En ambos casos
fue suficiente, para unos pocos millones de habitantes.
El caso es que España decidió crear una capacidad
científica, como primer paso de la solución de este viejo
problema. Muchos otros países habían tenido éxito en
esta etapa, porque inyectando recursos, de una forma continua
y ordenada, a un sistema científico, y aplicando reglas
de exigencia en calidad, la comunidad investigadora
siempre ha respondido, porque está obligada a medirse en
el campo científico mundial, donde rigen los hábitos de
los países más prósperos.
Hoy hay que calificar de sorprendentes los resultados
de aquella decisión. En 1986, año en que se promulgó la
hoy llamada Ley de la Ciencia, los artículos que se publicaron
en las revistas científicas de prestigio mundial firmados por españoles superaron escasamente los 5.000 y
representaban alrededor del 1% de la producción mundial,
en 2010 fueron unos 60.000, siendo el 3,25% mundial.
E, igualmente, ha pasado con la calidad de las publicaciones
científicas españolas. En el quinquenio 1981-1985 la
citación media de nuestros artículos estaba en un 50% de
la media mundial, en 2004-2008 se superaba en cuatro
puntos esta media. El número de investigadores en el sistema
público español ha crecido de forma parecida. En 1986
no pasaban de los 19.000, en 2009 eran más de 87.000.
Pero es verdad que esto es solo un primer paso, imprescindible,
para que España se incorpore a los países
innovadores. La capacidad de producción de ciencia no
presupone la de generar tecnología, ni mucho la de transferirla
al sistema productivo. La obsolescencia de la tecnología
es hoy muy rápida. Debe ser aplicada antes de
que otras mejores aparezcan, y esto exige que los que se
impliquen en su generación conozcan muy bien las necesidades
de las empresas que, además de accesibles, sean
capaces de utilizarla. Para que exista innovación es necesario
que funcione bien lo que se denomina «el sistema
de innovación», un conjunto de agentes que cooperan en
la producción y utilización de un conocimiento económicamente
útil. Y en España todavía no lo hemos conseguido,
en la medida en que este sistema pueda ser un pilar
de nuestra competitividad en el mercado global.
EL SISTEMA DE INNOVACIÓN ESPAÑOL ACTUAL
Es fácil descubrir que el sistema español de innovación
es pequeño para una economía como la española, que está entre las diez mayores del mundo. Es una muestra más
de que nuestro desarrollo económico no se ha hecho en
base al conocimiento. El indicador de más calidad para
comparaciones internacionales es el gasto en I+D, y hoy
todo el mundo sabe que en España, en el año 2009, este
gasto representó en 2009 el 1,38% del PIB, cuando para
la media europea de los 27 fue el 1,92%. Pero todavía
más, este gasto es la suma del que realizan las empresas y
del de las administraciones, y en España las empresas
solo fueron responsables del 0,72% del PIB, mientras que
la media europea lo fueron del 1,18%. Como es bien evidente,
la aportación de las administraciones españolas está
a solo el 0,08% de la contribución europea, mientras que
la de nuestras empresas dista en más de un 0,46%. Nuestro
sistema de innovación es pequeño y desequilibrado
por el menor peso que tienen las empresas en él. En estas
condiciones es natural que no pueda ser hoy una base
para la competitividad de nuestra economía.
Pero a pesar de todo, hay muchos datos que permiten
afirmar que nuestro sistema de innovación es, en su pequeño
tamaño, eficiente, y que en los años de crecimiento
económico ha tenido una extraordinaria vitalidad, que
ha pasado prácticamente inadvertida, precisamente por
causa de su escaso valor absoluto. Este dinamismo nos
debe llevar a ser optimistas, porque en estos años se ha
construido un embrión de lo que deberá ser una base
para la competitividad futura. Veamos por qué puede decirse
esto.
En primer lugar tenemos la ya comentada capacidad
de creación de ciencia. Está prácticamente concentrada en el sector público, que gasta de forma consistente con
lo que es capaz de hacer: ciencia para su publicación. Su
gasto por investigador es el 80% de la media europea, porque
todavía debe aumentar su capacidad de generar la
tecnología que puedan utilizar nuestras empresas.
Las empresas integradas en nuestro sistema de innovación
son pocas, no más de 15.000, y tienen en su conjunto
una capacidad limitada de generar tecnología, que es el objeto
de su investigación. La intensidad de I+D, porcentaje
de este gasto sobre facturación, es solamente de 1,4. Un
valor que toma significado cuando se compara con lo habitual
en las grandes empresas de automoción, donde supera
el 3%, o con las empresas multinacionales de farmacia o de
tecnologías de la información, que superan el 15%.
A esta situación empresarial se ha llegado después de
una etapa de fuerte crecimiento de la actividad de I+D
de las empresas. Ha aumentado el gasto medio por empresa
y, año tras año, las empresas que se incorporaban a
esta actividad iban creciendo a ritmos que superaban el
15%. Entre 1994 y 2008, el gasto empresarial total en
I+D tuvo un crecimiento anual acumulativo superior al
10%, llegando algunos años a alcanzar el 20%. El gasto empresarial
en I+D fue de unos 7.600 millones de euros en
2009, cuando en 1995 era escasamente de 1.700.
Todo esto no nos debe hacer perder la perspectiva de
que nuestro tejido productivo no tiene la estructura que
se espera de un país avanzado. La contribución a nuestro
PIB de los sectores de alta tecnología es del orden del 1%,
cuando en los países de referencia puede ser tres veces
mayor. Y la de los sectores de media-alta tecnología es escasamente del 4%, que hay que comparar con el 8% habitual
en aquellos otros países.
Cuando se analizan las relaciones entre estos dos agentes
de nuestro sistema, la I+D pública y las empresas, a
diferencia de los valores absolutos, los relativos de sus datos
no son muy diferentes de los internacionales, e incluso
a veces mejores. El sistema público español recibió en
2009 fondos de las empresas por un equivalente al 7,63%
de su gasto, mientras que en la UE-27 fue solo del 7,42.
También el importe de esta aportación frente a todo el
gasto empresarial fue proporcionalmente mayor en España
que en la UE-27, porque estos porcentajes fueron respectivamente
el 6,22 y 4,21%.
Durante todos estos años, España se ha dotado de todos
los tipos de organizaciones de soporte a la innovación
con que cuentan los países más avanzados. Se han creado
centros y parques tecnológicos, fundaciones públicas y
privadas y asociaciones y clusters empresariales que están
atendiendo, con eficacia comparable a la de otros países,
a las necesidades de nuestro pequeño sistema. Un sistema
que si bien en todos los indicadores de output tiene
cifras acorde a su tamaño, sus tasas de crecimiento están
en consonancia con la evolución descrita. Nuestras patentes
europeas y PCT han crecido a dos dígitos en todos
los años previos a la crisis. Nuestro muy pequeño número
de patentes triádicas se corresponde con nuestro gasto en
I+D. Y también han crecido a ritmos parecidos las exportaciones
de bienes de equipo y de productos de alta tecnología.
CONCLUSIONES
España no cuenta hoy con un sistema de innovación capaz
de ser un motor de su competitividad. Para ello será
necesario que las empresas innovadoras se cuadrupliquen
y que el gasto en I+D aumente en más del 0,7% del nuestro
PIB. Es un cambio importante, que exigirá esfuerzo y
una especial toma de conciencia por toda la sociedad española,
porque toda ella deberá ver en la aplicación del
conocimiento la vía para mantener el crecimiento económico
y el bienestar social, que hemos vivido en los años
que precedieron a la crisis.
Las bazas que tiene España para esta aventura son
mejores que nunca, porque en esta última fase de crecimiento
se ha creado un embrión de un sistema innovación
que ha demostrado tener mucha vitalidad. Tenemos
ya una probada capacidad de creación científica, unas
15.000 empresas innovadoras y durante la última fase expansiva
de nuestra economía hubo un crecimiento anual
importante de empresas que optaban por la innovación.
Esperemos que la duración de la crisis no sea tan larga
como para destruir este embrión que, por lo menos hasta
2010, ha demostrado tanta resistencia como para mantener
los gastos empresariales corrientes en I+D, es decir,
para mantener su capacidad de crear tecnología.