Nueva Revista 135 > Remedios para nuestro sistema nacional de salud
Remedios para nuestro sistema nacional de salud
José Luis Puerta
La escasez de recursos y una demanda cada vez mayor son
algunos de los retos a los que se tiene que enfrentar el sector
sanitario español. Para responder con eficacia a los mismos, el
Sistema Nacional de Salud (SNS) tiene que remodelarse; entre
otras medidas, sería bueno que los ciudadanos repensasen el
concepto de «seguro» y se redujera la burocracia administrativa
que lastra la sanidad.
File: nuevarevista135 182- 190.pdf
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José Luis Puerta, “Remedios para nuestro sistema nacional de salud,” accessed October 30, 2024, http://repositorio.fundacionunir.net/items/show/3629.
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Title
Remedios para nuestro sistema nacional de salud
Subject
Gestión de la sanidad
Description
La escasez de recursos y una demanda cada vez mayor son
algunos de los retos a los que se tiene que enfrentar el sector
sanitario español. Para responder con eficacia a los mismos, el
Sistema Nacional de Salud (SNS) tiene que remodelarse; entre
otras medidas, sería bueno que los ciudadanos repensasen el
concepto de «seguro» y se redujera la burocracia administrativa
que lastra la sanidad.
algunos de los retos a los que se tiene que enfrentar el sector
sanitario español. Para responder con eficacia a los mismos, el
Sistema Nacional de Salud (SNS) tiene que remodelarse; entre
otras medidas, sería bueno que los ciudadanos repensasen el
concepto de «seguro» y se redujera la burocracia administrativa
que lastra la sanidad.
Creator
José Luis Puerta
Source
Nueva Revista 135 de Política, Cultura y Arte, ISSN: 1130-0426
Publisher
Difusiones y Promociones Editoriales, S.L.
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Nueva Revista de Política, Cultura y Arte, All rights reserved
Format
document/pdf
Language
es
Type
text
Document Item Type Metadata
Text
España ha consolidado en los últimos cuarenta años un
modelo sanitario que, a pesar de sus carencias, constituye
un ejemplo en el que se miran muchos países, pues un sanidad
pública universal y de calidad constituye una pieza
indispensable para la cohesión social a la que todos aspiramos.
Por otro lado, nuestro viejo sistema sanitario —como
ha hecho aún más evidente la presente crisis— viene enfrentándose
a un entorno cada vez más adverso, que de
forma sumaria puede caracterizarse así: a) una progresiva
escasez de recursos financieros, que nos va a acompañar
durante años; b) una demanda de atención médica que no deja de crecer, como lo demuestra, por ejemplo, el dato de
que el número de recetas sigue aumentando, aunque su
valor económico disminuya, y c) una tecnología médica que,
contrariamente a lo que ocurre en otros sectores, cada vez
es más cara y a la que los usuarios no están dispuestos a
renunciar. El sistema vigente, cuyas bases se establecieron
al acabar la Segunda Guerra Mundial, cuando las circunstancias
socioeconómicas eran radicalmente distintas
(existían importantes bolsas de pobreza y los viejos eran
casi indigentes), lleva lustros dando muestras de su incapacidad
para adaptarse al entorno que acabo de bosquejar;
situación que muchos creen que se soluciona inyectando
más dinero al sistema.
No es el objeto de este escrito analizar los presupuestos
sanitarios, por lo tanto, solo deseo dar un par datos que
ayuden a recordar la magnitud de su constante crecimiento.
En 1982 el gasto sanitario público fue de 5.500 millones
de euros, cantidad que en 1992 superó los 19.900
millones de euros; entre 1998 y 2008 dicho gasto pasó de
ser 28.600 millones de euros a 66.600 millones de euros1.
Actualmente el déficit acumulado en la sanidad pública
supera los 15.000 millones de euros.
Prueba de que los números de la rúbrica sanitaria y, en
general, de las prestaciones sociales no pueden seguir así,
ni aquí ni fuera, es que cuando redacto estas líneas acaba
de aprobarse el decreto que se ha tramitado con más rapidez
en toda la historia de Italia y que tiene como objeto
prioritario frenar la deuda pública de dicha república. Entre
otras medidas, contempla disminuir en 8.700 millones
de euros la partida dedicada a la sanidad pública. Además introduce una tarifa de 10 euros cada vez que se visita a
un especialista y de 25 euros si se acude a una urgencia.
Esto sucede en un país donde en algunas ciudades los ciudadanos
viajan —por la permisividad de las autoridades—
en los autobuses públicos sin abonar el correspondiente
billete. Parece que, por primera vez en muchos años, en algunos
lugares del viejo continente la realidad ha llegado a
ser tan perspicua que ya no puede seguir maquillándose a
base de retórica y de acumular déficit año tras año de forma
irresponsable. Una situación análoga se está viviendo
en Cataluña, donde su Consejería de Sanidad ha arbitrado
normas para corregir sus endeudadas cuentas. Por el momento,
parece ser la única comunidad que está transmitiendo
a la población la magnitud del problema al que nos
enfrentamos. Harina de otro costal es cómo está digiriendo
el ciudadano estas medidas, pues durante décadas se le ha
avivado la fantasía de que sus derechos superan a sus responsabilidades.
¡A ver ahora, justo cuando está más apretado
que nunca, quién le despierta de tan placentero sueño!
En todo caso, parece que no queda más remedio que
embridar el gasto de nuestro Estado de bienestar y adecuarlo
a la realidad económica y social en la que vivimos.
Para ello, es necesario empezar a hacer los números mejor
que lo que se han hecho hasta ahora, de suerte que las
prestaciones sociales puedan ser de verdad financiadas por
las arcas públicas, sin incurrir en déficit que —a la postre—
terminan menoscabándolas. Esta prevención básica,
a su vez, debe alentar un conjunto de medidas dirigidas a
garantizar un sistema sanitario económicamente viable,
equitativo y de calidad. Por motivos de espacio, me voy a centrar solo en dos medidas que, en mi opinión, aunque
son importantes, se ignoran con frecuencia. Veámoslas.
1. Hay que devolver al concepto de «seguro» su significado2.
Dentro y fuera de España, el funcionamiento de la
sanidad pública (y de las otras prestaciones sociales) ha
alterado el significado habitual del término «seguro». En
general, los individuos suscriben una póliza para protegerse
frente a contingencias que son muy improbables que
ocurran, pero que en caso de producirse suponen grandes
pérdidas. Cuando aseguramos, por ejemplo, un vehículo
lo que buscamos es cubrir nuestra responsabilidad frente
a terceros o garantizar su reparación en caso de sufrir un accidente
importante. No pretendemos, por lo tanto, que nos
repongan una bombilla cuando se funda, pues es un gasto
que podemos afrontar sin dificultad. Asimismo, lo que esperamos
de un seguro de hogar es que nos proteja contra
las consecuencias devastadoras de una inundación o un
incendio, no que nos sustituyan un grifo roto por el uso.
Sin embargo, nuestro seguro sanitario cubre todo tipo de
eventualidades y en cualquier momento del día, esto es,
desde una simple rozadura en el pie (que puede ser motivo
para visitar una urgencia en la madrugada, como de
hecho sucede) hasta un grave politraumatismo (que también
hay que solucionar en esa misma urgencia y a la misma
hora). Esta concepción del seguro médico explica, en
gran medida, el déficit que todos los años arrastra nuestro
SNS, pues las razones que llevan a los ciudadanos a la consulta
médica son infinitas e imprevisibles.
Actualmente, el asegurado solo tiene incentivos para demandar
prestaciones sanitarias que son, además, cada vez más caras. Pues, por un lado, vive ajeno al coste de las
mismas (incluso el precio de los medicamentos se ha eliminado
de sus envoltorios) y, por otro lado, como resultado
de haberse difuminado la frontera entre la salud y la
enfermedad, el elenco de motivos de consulta médica crece
por momentos. Si a esta situación, que ya de por sí hace
que el sistema sanitario público funcione siempre al límite
de sus recursos, se le añaden restricciones presupuestarias,
no puede sorprender que para sobrevivir, permítaseme
decirlo así, esté empezado a comportarse de una
manera paradójica; esto es, como si fuera un seguro de
automóvil que arreglara con toda diligencia los pinchazos
(un resfriado común), pero pusiera impedimentos para
afrontar la reparación de un costoso choque frontal (una
cirugía cardíaca valvular). Baste como ejemplo de esta dicotomía
entre el mundo ideal que se proclama y la realidad
el reciente decreto de listas de espera, con el que se
fija con carácter obligatorio en todas las CCAA una demora
máxima en 180 días para determinados procesos quirúrgicos
(las operaciones de corazón, cataratas y de implantación
de prótesis de rodilla). O el hecho de que mientras se
mantiene el discurso político de que nada hay que ajustar
en nuestro SNS, excepto mejoras en la gestión (que se publicitan
con eslóganes tan ingeniosos como «ahora hay que
gastar menos, pero mejor»), y se anatematizan las medidas
de racionalización que existen en otros países tan civilizados
y equitativos como el nuestro, a la chita callando,
por ejemplo, se eliminan medicamentos de la receta electrónica3
o se ponen todo tipo de trabas para algunas prescripciones4.
Lo que me parece censurable no es que se restrinjan las indicaciones de determinados fármacos o
pruebas cuando existe razones científicas para ello, sino
lo desinformado que se tiene al ciudadano acerca de las
dificultades del SNS y que estas se intenten corregir mediante
una sigilosa política de parcheo. Todo esto lo digo
sin olvidar que a muchos individuos solo les preocupan
los males públicos cuando ven amenazados sus intereses
personales.
2. La «burocracia» del SNS debe reducirse. Con la palabra
«burocracia» me estoy refiriendo a un sistema de
normas rígidas que no distingue entre justos y pecadores,
que frustra en muchos casos la iniciativa individual de los
profesionales, y, además, tiene una necesidad creciente
de recursos humanos y económicos. Este es un fenómeno
universal que puede observarse tanto en países desarrollados
como en desarrollo, y que afecta no solo al ámbito de
la sanidad, sino también de la educación, la defensa y
otros. Así, por ejemplo, de los 4,5 millones de individuos
que trabajaban a finales del siglo pasado en el sector sanitario
de EEUU, solo uno de cada 17 era un médico en ejercicio.
En los países desarrollados se ha estimado que,
aproximadamente, nueve de cada diez empleados del sector
sanitario desempeñan cometidos en los que no es necesario
relacionarse directamente con el paciente5. A mediados
de la década pasada, el sector hospitalario alemán
daba empleo a algo más de un millón de personas, de los
que cerca de 140.000 eran médicos6. Como es sabido,
Hillary R. Clinton intentó durante la primera legislatura
(1993-1996) de su marido llevar a cabo una profunda reforma
del sistema sanitario estadounidense; en sus memorias sobre el tiempo que pasó en la Casa Blanca recogió
este esclarecedor dato: «Los crecientes costes en materia
de sanidad estaban minando la economía nacional, socavando
la competitividad del país [...] e inflaban el déficit
presupuestario [...] En 1992 se gastaron casi 45.000 millones
de dólares7 únicamente en la gestión administrativa
del gasto sanitario»8. Estas son solo algunas referencias
internacionales que nos alertan sobre el peso descomedido
que han adquirido en los sistemas sanitarios las burocracias.
Es una lástima que el debate sobre la sanidad pública,
si juzgamos por las declaraciones que se oyen, se encuentre
secuestrado por una posición ideológica muy compartida
por la izquierda y la derecha española, que en la práctica
solo admite para nuestro país como modelo sanitario público
el vigente, ignorando las experiencias de otros lugares
y negándose a ver que, aunque no hay pócimas milagrosas,
existen soluciones que pueden aliviar los males de
nuestro SNS. Esto hace que cada vez que se exponen hechos
que contradicen el dogma oficial se rechacen y surjan
por doquier admonitores. Por norma, se recela de todo
dato o razonamiento que muestre sus debilidades, como
si cualquier sugerencia para ajustarlo —a un entorno que
no deja de cambiar— siempre llevase oculta la intención
de quererlo privatizar. Palabra con la que se consigue poner
a toda la tribu en pie de guerra. Por eso, quizá muchos
políticos, que son también rehenes del estado de opinión
que han contribuido a crear, ni siquiera se esfuerzan en interiorizar
que el modelo que llamamos «socialdemócrata»,
consistente en enormes monopolios públicos instituidos para proveer las prestaciones del Estado de bienestar, ha
experimentado un cambio radical. Seguimos pensando que
nuestros vecinos gestionan las prestaciones sociales de la
misma forma que nosotros. Pocos ciudadanos, incluidos
los propios sanitarios, saben que en muchos lugares de
Europa los médicos de cabecera atienden a sus pacientes
en sus consultas privadas, es decir, no son funcionarios
como ocurre en España. O que en Alemania, donde el
canciller Bismarck creó en 1884 el primer seguro obligatorio
de enfermedad (las Krankenkassen), en el que se han
inspirado todos los posteriores, los pacientes hospitalizados
pagan 10 euros diarios, una tarifa parecida se aplica también
en Francia, por apuntar solo algún dato de lo que
ocurre en países socialmente avanzados y en los que los
ciudadanos, al igual que en España, también pagan impuestos.
No existe una varita mágica, como ya se ha dicho, que
remedie los graves y acuciantes problemas del Estado de
bienestar que han estado enquistados durante años y la presente
crisis económica ha hecho que nos estallen en la cara.
Pero tampoco estamos, como algunos pregonan, ante un
(falso) problema inventado por señores trajeados del mundo
de las finanzas y la empresa, cuyo propósito es privatizar
los servicios públicos. Antes bien, lo único que está
claro es que el modelo actual, aunque muchos se resistan
a admitirlo, hace tiempo que dejó de ser el más apropiado
para garantizar las prestaciones sociales que cada individuo
necesita, pues la ciudadanía de hoy es infinitamente
más heterogénea que la de hace medio siglo. Así, por ejemplo,
el «cheque bebé» pierde su sentido como prestación social, incluso roza la inequidad, cuando beneficia por
igual a la madre con una renta familiar anual de 8.000
euros que a la que tiene 80.000 euros. Habrá que administrar
los derechos sociales, por lo tanto, de una forma más
fina y selectiva. De lo contrario, por pura autocomplacencia
y veneración a dogmas inapelables, todo lo construido
ira palideciendo y acabaremos justo en esa situación que
tantos bienintencionados, hermanados por la consigna de
que «todo debe seguir igual», pretenden evitar.
NOTAS
1 www.msps.es/estadEstudios/estadisticas/inforRecopilaciones/gastoSanitario2005/
home.htm.
2 Sobre este aspecto y el que se trata en el apartado siguiente véase: Friedman,
M., «Cómo curar la sanidad», Ars Medica. Rev de Human., 2003;(2)1:80-
112 (disponible en: www.dendramedica.es).
3 Ibañes, L. G., «Recurso de Farmaindustria y la OMC contra el decreto sobre
la receta médica», Diario Médico, 20-V-2011, p. 4.
4 Valle, S., «El Sacyl reintegra tratamientos con la hormona del crecimiento»,
Diario Médico, 26-IV-2011.
5 Porter, R., Blood y Guts, A Short History of Medicine, New York: W. W. Norton
& Company, 2002, p. 155.
6 Velasco Garrido, M., y Busse, R., «Alemania: calidad y financiación de la asistencia
en crisis», Ars Medica. Rev de Human., 2004;3(1):57-73 (disponible
en: www.dendramedica.es).
7 En 1992 un dólar se cambiaba por 113 pesetas y el gasto de nuestro SNS
fue de 3,3 billones de pesetas (= 29.200 millones de dólares).
8 Clinton, H. R., «Sanidad», Ars Medica. Rev de Human., 2003;3(2):227-238
(disponible en: www.dendramedica.es).
modelo sanitario que, a pesar de sus carencias, constituye
un ejemplo en el que se miran muchos países, pues un sanidad
pública universal y de calidad constituye una pieza
indispensable para la cohesión social a la que todos aspiramos.
Por otro lado, nuestro viejo sistema sanitario —como
ha hecho aún más evidente la presente crisis— viene enfrentándose
a un entorno cada vez más adverso, que de
forma sumaria puede caracterizarse así: a) una progresiva
escasez de recursos financieros, que nos va a acompañar
durante años; b) una demanda de atención médica que no deja de crecer, como lo demuestra, por ejemplo, el dato de
que el número de recetas sigue aumentando, aunque su
valor económico disminuya, y c) una tecnología médica que,
contrariamente a lo que ocurre en otros sectores, cada vez
es más cara y a la que los usuarios no están dispuestos a
renunciar. El sistema vigente, cuyas bases se establecieron
al acabar la Segunda Guerra Mundial, cuando las circunstancias
socioeconómicas eran radicalmente distintas
(existían importantes bolsas de pobreza y los viejos eran
casi indigentes), lleva lustros dando muestras de su incapacidad
para adaptarse al entorno que acabo de bosquejar;
situación que muchos creen que se soluciona inyectando
más dinero al sistema.
No es el objeto de este escrito analizar los presupuestos
sanitarios, por lo tanto, solo deseo dar un par datos que
ayuden a recordar la magnitud de su constante crecimiento.
En 1982 el gasto sanitario público fue de 5.500 millones
de euros, cantidad que en 1992 superó los 19.900
millones de euros; entre 1998 y 2008 dicho gasto pasó de
ser 28.600 millones de euros a 66.600 millones de euros1.
Actualmente el déficit acumulado en la sanidad pública
supera los 15.000 millones de euros.
Prueba de que los números de la rúbrica sanitaria y, en
general, de las prestaciones sociales no pueden seguir así,
ni aquí ni fuera, es que cuando redacto estas líneas acaba
de aprobarse el decreto que se ha tramitado con más rapidez
en toda la historia de Italia y que tiene como objeto
prioritario frenar la deuda pública de dicha república. Entre
otras medidas, contempla disminuir en 8.700 millones
de euros la partida dedicada a la sanidad pública. Además introduce una tarifa de 10 euros cada vez que se visita a
un especialista y de 25 euros si se acude a una urgencia.
Esto sucede en un país donde en algunas ciudades los ciudadanos
viajan —por la permisividad de las autoridades—
en los autobuses públicos sin abonar el correspondiente
billete. Parece que, por primera vez en muchos años, en algunos
lugares del viejo continente la realidad ha llegado a
ser tan perspicua que ya no puede seguir maquillándose a
base de retórica y de acumular déficit año tras año de forma
irresponsable. Una situación análoga se está viviendo
en Cataluña, donde su Consejería de Sanidad ha arbitrado
normas para corregir sus endeudadas cuentas. Por el momento,
parece ser la única comunidad que está transmitiendo
a la población la magnitud del problema al que nos
enfrentamos. Harina de otro costal es cómo está digiriendo
el ciudadano estas medidas, pues durante décadas se le ha
avivado la fantasía de que sus derechos superan a sus responsabilidades.
¡A ver ahora, justo cuando está más apretado
que nunca, quién le despierta de tan placentero sueño!
En todo caso, parece que no queda más remedio que
embridar el gasto de nuestro Estado de bienestar y adecuarlo
a la realidad económica y social en la que vivimos.
Para ello, es necesario empezar a hacer los números mejor
que lo que se han hecho hasta ahora, de suerte que las
prestaciones sociales puedan ser de verdad financiadas por
las arcas públicas, sin incurrir en déficit que —a la postre—
terminan menoscabándolas. Esta prevención básica,
a su vez, debe alentar un conjunto de medidas dirigidas a
garantizar un sistema sanitario económicamente viable,
equitativo y de calidad. Por motivos de espacio, me voy a centrar solo en dos medidas que, en mi opinión, aunque
son importantes, se ignoran con frecuencia. Veámoslas.
1. Hay que devolver al concepto de «seguro» su significado2.
Dentro y fuera de España, el funcionamiento de la
sanidad pública (y de las otras prestaciones sociales) ha
alterado el significado habitual del término «seguro». En
general, los individuos suscriben una póliza para protegerse
frente a contingencias que son muy improbables que
ocurran, pero que en caso de producirse suponen grandes
pérdidas. Cuando aseguramos, por ejemplo, un vehículo
lo que buscamos es cubrir nuestra responsabilidad frente
a terceros o garantizar su reparación en caso de sufrir un accidente
importante. No pretendemos, por lo tanto, que nos
repongan una bombilla cuando se funda, pues es un gasto
que podemos afrontar sin dificultad. Asimismo, lo que esperamos
de un seguro de hogar es que nos proteja contra
las consecuencias devastadoras de una inundación o un
incendio, no que nos sustituyan un grifo roto por el uso.
Sin embargo, nuestro seguro sanitario cubre todo tipo de
eventualidades y en cualquier momento del día, esto es,
desde una simple rozadura en el pie (que puede ser motivo
para visitar una urgencia en la madrugada, como de
hecho sucede) hasta un grave politraumatismo (que también
hay que solucionar en esa misma urgencia y a la misma
hora). Esta concepción del seguro médico explica, en
gran medida, el déficit que todos los años arrastra nuestro
SNS, pues las razones que llevan a los ciudadanos a la consulta
médica son infinitas e imprevisibles.
Actualmente, el asegurado solo tiene incentivos para demandar
prestaciones sanitarias que son, además, cada vez más caras. Pues, por un lado, vive ajeno al coste de las
mismas (incluso el precio de los medicamentos se ha eliminado
de sus envoltorios) y, por otro lado, como resultado
de haberse difuminado la frontera entre la salud y la
enfermedad, el elenco de motivos de consulta médica crece
por momentos. Si a esta situación, que ya de por sí hace
que el sistema sanitario público funcione siempre al límite
de sus recursos, se le añaden restricciones presupuestarias,
no puede sorprender que para sobrevivir, permítaseme
decirlo así, esté empezado a comportarse de una
manera paradójica; esto es, como si fuera un seguro de
automóvil que arreglara con toda diligencia los pinchazos
(un resfriado común), pero pusiera impedimentos para
afrontar la reparación de un costoso choque frontal (una
cirugía cardíaca valvular). Baste como ejemplo de esta dicotomía
entre el mundo ideal que se proclama y la realidad
el reciente decreto de listas de espera, con el que se
fija con carácter obligatorio en todas las CCAA una demora
máxima en 180 días para determinados procesos quirúrgicos
(las operaciones de corazón, cataratas y de implantación
de prótesis de rodilla). O el hecho de que mientras se
mantiene el discurso político de que nada hay que ajustar
en nuestro SNS, excepto mejoras en la gestión (que se publicitan
con eslóganes tan ingeniosos como «ahora hay que
gastar menos, pero mejor»), y se anatematizan las medidas
de racionalización que existen en otros países tan civilizados
y equitativos como el nuestro, a la chita callando,
por ejemplo, se eliminan medicamentos de la receta electrónica3
o se ponen todo tipo de trabas para algunas prescripciones4.
Lo que me parece censurable no es que se restrinjan las indicaciones de determinados fármacos o
pruebas cuando existe razones científicas para ello, sino
lo desinformado que se tiene al ciudadano acerca de las
dificultades del SNS y que estas se intenten corregir mediante
una sigilosa política de parcheo. Todo esto lo digo
sin olvidar que a muchos individuos solo les preocupan
los males públicos cuando ven amenazados sus intereses
personales.
2. La «burocracia» del SNS debe reducirse. Con la palabra
«burocracia» me estoy refiriendo a un sistema de
normas rígidas que no distingue entre justos y pecadores,
que frustra en muchos casos la iniciativa individual de los
profesionales, y, además, tiene una necesidad creciente
de recursos humanos y económicos. Este es un fenómeno
universal que puede observarse tanto en países desarrollados
como en desarrollo, y que afecta no solo al ámbito de
la sanidad, sino también de la educación, la defensa y
otros. Así, por ejemplo, de los 4,5 millones de individuos
que trabajaban a finales del siglo pasado en el sector sanitario
de EEUU, solo uno de cada 17 era un médico en ejercicio.
En los países desarrollados se ha estimado que,
aproximadamente, nueve de cada diez empleados del sector
sanitario desempeñan cometidos en los que no es necesario
relacionarse directamente con el paciente5. A mediados
de la década pasada, el sector hospitalario alemán
daba empleo a algo más de un millón de personas, de los
que cerca de 140.000 eran médicos6. Como es sabido,
Hillary R. Clinton intentó durante la primera legislatura
(1993-1996) de su marido llevar a cabo una profunda reforma
del sistema sanitario estadounidense; en sus memorias sobre el tiempo que pasó en la Casa Blanca recogió
este esclarecedor dato: «Los crecientes costes en materia
de sanidad estaban minando la economía nacional, socavando
la competitividad del país [...] e inflaban el déficit
presupuestario [...] En 1992 se gastaron casi 45.000 millones
de dólares7 únicamente en la gestión administrativa
del gasto sanitario»8. Estas son solo algunas referencias
internacionales que nos alertan sobre el peso descomedido
que han adquirido en los sistemas sanitarios las burocracias.
Es una lástima que el debate sobre la sanidad pública,
si juzgamos por las declaraciones que se oyen, se encuentre
secuestrado por una posición ideológica muy compartida
por la izquierda y la derecha española, que en la práctica
solo admite para nuestro país como modelo sanitario público
el vigente, ignorando las experiencias de otros lugares
y negándose a ver que, aunque no hay pócimas milagrosas,
existen soluciones que pueden aliviar los males de
nuestro SNS. Esto hace que cada vez que se exponen hechos
que contradicen el dogma oficial se rechacen y surjan
por doquier admonitores. Por norma, se recela de todo
dato o razonamiento que muestre sus debilidades, como
si cualquier sugerencia para ajustarlo —a un entorno que
no deja de cambiar— siempre llevase oculta la intención
de quererlo privatizar. Palabra con la que se consigue poner
a toda la tribu en pie de guerra. Por eso, quizá muchos
políticos, que son también rehenes del estado de opinión
que han contribuido a crear, ni siquiera se esfuerzan en interiorizar
que el modelo que llamamos «socialdemócrata»,
consistente en enormes monopolios públicos instituidos para proveer las prestaciones del Estado de bienestar, ha
experimentado un cambio radical. Seguimos pensando que
nuestros vecinos gestionan las prestaciones sociales de la
misma forma que nosotros. Pocos ciudadanos, incluidos
los propios sanitarios, saben que en muchos lugares de
Europa los médicos de cabecera atienden a sus pacientes
en sus consultas privadas, es decir, no son funcionarios
como ocurre en España. O que en Alemania, donde el
canciller Bismarck creó en 1884 el primer seguro obligatorio
de enfermedad (las Krankenkassen), en el que se han
inspirado todos los posteriores, los pacientes hospitalizados
pagan 10 euros diarios, una tarifa parecida se aplica también
en Francia, por apuntar solo algún dato de lo que
ocurre en países socialmente avanzados y en los que los
ciudadanos, al igual que en España, también pagan impuestos.
No existe una varita mágica, como ya se ha dicho, que
remedie los graves y acuciantes problemas del Estado de
bienestar que han estado enquistados durante años y la presente
crisis económica ha hecho que nos estallen en la cara.
Pero tampoco estamos, como algunos pregonan, ante un
(falso) problema inventado por señores trajeados del mundo
de las finanzas y la empresa, cuyo propósito es privatizar
los servicios públicos. Antes bien, lo único que está
claro es que el modelo actual, aunque muchos se resistan
a admitirlo, hace tiempo que dejó de ser el más apropiado
para garantizar las prestaciones sociales que cada individuo
necesita, pues la ciudadanía de hoy es infinitamente
más heterogénea que la de hace medio siglo. Así, por ejemplo,
el «cheque bebé» pierde su sentido como prestación social, incluso roza la inequidad, cuando beneficia por
igual a la madre con una renta familiar anual de 8.000
euros que a la que tiene 80.000 euros. Habrá que administrar
los derechos sociales, por lo tanto, de una forma más
fina y selectiva. De lo contrario, por pura autocomplacencia
y veneración a dogmas inapelables, todo lo construido
ira palideciendo y acabaremos justo en esa situación que
tantos bienintencionados, hermanados por la consigna de
que «todo debe seguir igual», pretenden evitar.
NOTAS
1 www.msps.es/estadEstudios/estadisticas/inforRecopilaciones/gastoSanitario2005/
home.htm.
2 Sobre este aspecto y el que se trata en el apartado siguiente véase: Friedman,
M., «Cómo curar la sanidad», Ars Medica. Rev de Human., 2003;(2)1:80-
112 (disponible en: www.dendramedica.es).
3 Ibañes, L. G., «Recurso de Farmaindustria y la OMC contra el decreto sobre
la receta médica», Diario Médico, 20-V-2011, p. 4.
4 Valle, S., «El Sacyl reintegra tratamientos con la hormona del crecimiento»,
Diario Médico, 26-IV-2011.
5 Porter, R., Blood y Guts, A Short History of Medicine, New York: W. W. Norton
& Company, 2002, p. 155.
6 Velasco Garrido, M., y Busse, R., «Alemania: calidad y financiación de la asistencia
en crisis», Ars Medica. Rev de Human., 2004;3(1):57-73 (disponible
en: www.dendramedica.es).
7 En 1992 un dólar se cambiaba por 113 pesetas y el gasto de nuestro SNS
fue de 3,3 billones de pesetas (= 29.200 millones de dólares).
8 Clinton, H. R., «Sanidad», Ars Medica. Rev de Human., 2003;3(2):227-238
(disponible en: www.dendramedica.es).