Nueva Revista 135 > Cambio de rumbo en educación
Cambio de rumbo en educación
José Luis González Quirós
File: nuevarevista135 150- 153.pdf
Archivos
Número
Referencia
José Luis González Quirós, “Cambio de rumbo en educación,” accessed November 22, 2024, http://repositorio.fundacionunir.net/items/show/3626.
Dublin Core
Title
Cambio de rumbo en educación
Alternative Title
Para no concluir
Subject
La educación en España
Creator
José Luis González Quirós
Source
Nueva Revista 135 de Política, Cultura y Arte, ISSN: 1130-0426
Publisher
Difusiones y Promociones Editoriales, S.L.
Rights
Nueva Revista de Política, Cultura y Arte, All rights reserved
Language
es
Type
text
Document Item Type Metadata
Text
Como muy bien anota Guillermo Cisneros en su artículo,
los cambios en materia de formación tienen un impacto
muy largo y, por la misma razón, los errores cometidos en el
pasado son los que ahora nos están pasando la parte más
dolorosa de su factura. Si hubiera que buscar un resumen
del excelente conjunto de análisis que incluimos en este
número, sobre los cambios que requiere la situación educativa
para que la educación se convierta en un factor de
competitividad en España, me parece que debería ser el siguiente:
nuestros problemas no derivan de la escasez de recursos,
dedicamos más fondos a la educación que Finlandia
y Corea del Sur, según anota Mauricio Rojas tomando
el dato de un informe de la OCDE de 2010, sino de un mal
enfoque del sistema y del predominio de una abundante
serie de malas prácticas. Se impone, pues, un cambio de
rumbo, no un mero cambio de planes ni más demagogia
aludiendo a la necesidad de dedicar recursos adicionales
que podrían ser destinados a empeorar lo que ya está mal.
Decía Ortega que la educación es el sector en el que
más abundan las mentiras, lo que bastaría para caracterizarle como un pensador español, porque, efectivamente, la
educación en España viene viviendo de dos mentiras básicas
que, además, empiezan a ser muy viejas. Aunque pueda
parecer sorprendente, la historia contemporánea de los
errores en educación se remonta, nada menos, que a la Ley
General de Educación de los últimos años del franquismo.
En realidad, las políticas socialistas en educación, que son
las únicas que ha habido, porque el PP no pudo, por las razones
que fuera, modificar con fortuna la situación educativa,
no han hecho sino continuar y profundizar el sentido
de aquella maniobra del final del franquismo con sus dos
grandes promesas: extensión y homogeneización de la educación,
y acceso a la universidad para todos.
No sería razonable negar que esos objetivos tuvieron
aspectos positivos, pero es evidente que lo que se ha logrado
ha supuesto unos altísimos costos en términos de
fracaso escolar, muy escasa calidad, masificación universitaria
y frustración creciente por la inepcia de buena parte
del sistema educativo para convertirse en una palanca
de renovación, de competitividad y de mejora económica.
Bastaría recordar, por ejemplo, cómo en los años anteriores
a los setenta existía en España una eficiente formación
profesional ligada a grandes empresas, públicas y privadas,
lo que ahora empezamos a conocer como sistema dual
o alemán, de lo que nos habla López Rupérez, que pereció
a manos de los planes administrativistas de los gestores
de la proyectada educación general y universal.
En la educación española, como dice O’Kean en su
texto, ha sido frecuente confundir las causas con los efectos,
y eso se traduce de manera bastante inmediata en el problema más grave de nuestra economía, su falta de
competitividad. Una de las primeras reformas radicales
que habría que introducir en la educación es precisamente
la que permitiera a los centros educativos, crecer, competir
por los alumnos y los fondos, buscar la excelencia.
Eso es, precisamente lo que han hecho nuestras escuelas
de negocio, un tema que analiza con maestría Juan Luis
Martínez, y están a la cabeza del mundo en su especialidad,
según todos los indicadores, mientras que, por contraste,
las universidades españolas no dejan de ceder
puestos en los ranking internacionales: hace más de diez
años había alguna entre las 150 primeras, ahora nuestra
universidad mejor situada se encuentra unos cien puestos
más abajo. Este hecho lamentable lastra, además de manera
insoportable, el trabajo de algunos de los departamentos
universitarios que obtienen mejor calificación: en
biología, en ingeniería o en matemáticas hay algunos centros
entre los cien primeros del mundo, pero la burocratización
rutinaria y creciente del entorno universitario los
empuja irresistiblemente hacia la mediocridad. Frente a
este tipo de entorno que devalúa y malgasta, es necesario
recuperar el aprecio por la excelencia, el premio al talento
y el fomento de la libertad, como muy bien subraya el
profesor Pin Arboledas en su trabajo.
Dotar de la capacidad de competir a los centros educativos,
en todos los niveles, implica que los poderes políticos
se atrevan a renunciar a parte de su capacidad de
controlar, que ya se ha visto sirve para poco, cuando no es
directamente regresiva. El texto de Mauricio Rojas explica
con gran sencillez y claridad cómo resolvió Suecia su problema, con libertad, aceptando que los ciudadanos y
las instituciones no son menos capaces que los funcionarios
para afrontar con garantías estas situaciones, y es evidente
que les ha ido muy bien.
En España, con la débil excusa de las homologaciones
se ha creado una nueva especie parásita en las agencias
nacionales que está impidiendo que las universidades
desarrollen la autonomía que sí debieran tener. Un ejemplo
contrario, y de gran importancia práctica, es el que nos
cuenta Guillermo Cisneros sobre la forma en que algunas
escuelas de ingenieros han conseguido la homologación
internacional de sus títulos por encima de todo tipo de
trabas administrativas, aunque el mejor ejemplo lo constituye,
una vez más, el de nuestras excelentes escuelas de
negocios que deben buena parte de su éxito a que no han
tenido montañas de funcionarios ocupándose de ellas,
porque desarrollaban una titulación no reglada.
Decir este tipo de cosas que afirman nuestros colaboradores
es políticamente incómodo, porque los intereses
creados en la esfera política, funcionarial y sindical ejercen
una espesa y eficiente censura moral sobre las ideas
admisibles en educación y las que no lo son, pero ya es
hora de poner en su sitio a esta suerte de mandarines del
fracaso educativo. Esta es, en el fondo, la causa, como muy
bien subraya Inger Enkvist, de la desazón de nuestros
universitarios, un malestar al que no suelen saber poner
nombre adecuado, porque se lo impide la retahíla de tópicos,
las mentiras orteguianas, que están evitando que la
educación española pueda levantarse y avanzar para provecho
de todos.
los cambios en materia de formación tienen un impacto
muy largo y, por la misma razón, los errores cometidos en el
pasado son los que ahora nos están pasando la parte más
dolorosa de su factura. Si hubiera que buscar un resumen
del excelente conjunto de análisis que incluimos en este
número, sobre los cambios que requiere la situación educativa
para que la educación se convierta en un factor de
competitividad en España, me parece que debería ser el siguiente:
nuestros problemas no derivan de la escasez de recursos,
dedicamos más fondos a la educación que Finlandia
y Corea del Sur, según anota Mauricio Rojas tomando
el dato de un informe de la OCDE de 2010, sino de un mal
enfoque del sistema y del predominio de una abundante
serie de malas prácticas. Se impone, pues, un cambio de
rumbo, no un mero cambio de planes ni más demagogia
aludiendo a la necesidad de dedicar recursos adicionales
que podrían ser destinados a empeorar lo que ya está mal.
Decía Ortega que la educación es el sector en el que
más abundan las mentiras, lo que bastaría para caracterizarle como un pensador español, porque, efectivamente, la
educación en España viene viviendo de dos mentiras básicas
que, además, empiezan a ser muy viejas. Aunque pueda
parecer sorprendente, la historia contemporánea de los
errores en educación se remonta, nada menos, que a la Ley
General de Educación de los últimos años del franquismo.
En realidad, las políticas socialistas en educación, que son
las únicas que ha habido, porque el PP no pudo, por las razones
que fuera, modificar con fortuna la situación educativa,
no han hecho sino continuar y profundizar el sentido
de aquella maniobra del final del franquismo con sus dos
grandes promesas: extensión y homogeneización de la educación,
y acceso a la universidad para todos.
No sería razonable negar que esos objetivos tuvieron
aspectos positivos, pero es evidente que lo que se ha logrado
ha supuesto unos altísimos costos en términos de
fracaso escolar, muy escasa calidad, masificación universitaria
y frustración creciente por la inepcia de buena parte
del sistema educativo para convertirse en una palanca
de renovación, de competitividad y de mejora económica.
Bastaría recordar, por ejemplo, cómo en los años anteriores
a los setenta existía en España una eficiente formación
profesional ligada a grandes empresas, públicas y privadas,
lo que ahora empezamos a conocer como sistema dual
o alemán, de lo que nos habla López Rupérez, que pereció
a manos de los planes administrativistas de los gestores
de la proyectada educación general y universal.
En la educación española, como dice O’Kean en su
texto, ha sido frecuente confundir las causas con los efectos,
y eso se traduce de manera bastante inmediata en el problema más grave de nuestra economía, su falta de
competitividad. Una de las primeras reformas radicales
que habría que introducir en la educación es precisamente
la que permitiera a los centros educativos, crecer, competir
por los alumnos y los fondos, buscar la excelencia.
Eso es, precisamente lo que han hecho nuestras escuelas
de negocio, un tema que analiza con maestría Juan Luis
Martínez, y están a la cabeza del mundo en su especialidad,
según todos los indicadores, mientras que, por contraste,
las universidades españolas no dejan de ceder
puestos en los ranking internacionales: hace más de diez
años había alguna entre las 150 primeras, ahora nuestra
universidad mejor situada se encuentra unos cien puestos
más abajo. Este hecho lamentable lastra, además de manera
insoportable, el trabajo de algunos de los departamentos
universitarios que obtienen mejor calificación: en
biología, en ingeniería o en matemáticas hay algunos centros
entre los cien primeros del mundo, pero la burocratización
rutinaria y creciente del entorno universitario los
empuja irresistiblemente hacia la mediocridad. Frente a
este tipo de entorno que devalúa y malgasta, es necesario
recuperar el aprecio por la excelencia, el premio al talento
y el fomento de la libertad, como muy bien subraya el
profesor Pin Arboledas en su trabajo.
Dotar de la capacidad de competir a los centros educativos,
en todos los niveles, implica que los poderes políticos
se atrevan a renunciar a parte de su capacidad de
controlar, que ya se ha visto sirve para poco, cuando no es
directamente regresiva. El texto de Mauricio Rojas explica
con gran sencillez y claridad cómo resolvió Suecia su problema, con libertad, aceptando que los ciudadanos y
las instituciones no son menos capaces que los funcionarios
para afrontar con garantías estas situaciones, y es evidente
que les ha ido muy bien.
En España, con la débil excusa de las homologaciones
se ha creado una nueva especie parásita en las agencias
nacionales que está impidiendo que las universidades
desarrollen la autonomía que sí debieran tener. Un ejemplo
contrario, y de gran importancia práctica, es el que nos
cuenta Guillermo Cisneros sobre la forma en que algunas
escuelas de ingenieros han conseguido la homologación
internacional de sus títulos por encima de todo tipo de
trabas administrativas, aunque el mejor ejemplo lo constituye,
una vez más, el de nuestras excelentes escuelas de
negocios que deben buena parte de su éxito a que no han
tenido montañas de funcionarios ocupándose de ellas,
porque desarrollaban una titulación no reglada.
Decir este tipo de cosas que afirman nuestros colaboradores
es políticamente incómodo, porque los intereses
creados en la esfera política, funcionarial y sindical ejercen
una espesa y eficiente censura moral sobre las ideas
admisibles en educación y las que no lo son, pero ya es
hora de poner en su sitio a esta suerte de mandarines del
fracaso educativo. Esta es, en el fondo, la causa, como muy
bien subraya Inger Enkvist, de la desazón de nuestros
universitarios, un malestar al que no suelen saber poner
nombre adecuado, porque se lo impide la retahíla de tópicos,
las mentiras orteguianas, que están evitando que la
educación española pueda levantarse y avanzar para provecho
de todos.