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Crónica de una familia especial
Pedro Fernández Barbadillo
Reseña literaria de "La luz de Estoril" por Aquilino Duque.
File: Crónica de una familia especial.pdf
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Número
Referencia
Pedro Fernández Barbadillo, “Crónica de una familia especial,” accessed November 25, 2024, http://repositorio.fundacionunir.net/items/show/2560.
Dublin Core
Title
Crónica de una familia especial
Subject
Libros
Description
Reseña literaria de "La luz de Estoril" por Aquilino Duque.
Creator
Pedro Fernández Barbadillo
Source
Nueva Revista 005 de Política, Cultura y Arte, ISSN: 1130-0426
Publisher
Difusiones y Promociones Editoriales, S.L.
Rights
Nueva Revista de Política, Cultura y Arte, All rights reserved
Format
document/pdf
Language
es
Type
text
Document Item Type Metadata
Text
CRONICA DE UNA
FAMILIA ESPECIAL
Por Pedro Fernández Barbadillo
Título: «La luz de Estoril».
Autor: Aquilino Duque.
Editorial: Planeta. Barcelona, 1989.
216 páginas.
Precio: 8 00 pesetas. Después de varios años dedicado
a publicar libros
de poesía, de ensayo y de recopilaciones
de artículos periodísticos,
Aquilino Duque ha vuelto
a la narrativa, campo donde
demostrara su valía obteniendo
el premio nacional de literatura
de 1975, con La luz de Estoril.
Esta novela supone una bocanada
de aire fresco en el asfixiante
panorama literario español,
dominado por escritores
emperrados en seguir ajustándole
las cuentas a Franco, noveles
que se estrenan despedazando
un personaje histórico,
por lo general un rey, profesionales
de la juventud que convierten
a ésta en su único mérito,
hijos de papá y fabricantes de
un tipo «standard» de novela de
cien folios cuyo contenido se resume
sobradamente en la solapa.
Por fortuna, quedan unos
pocos novelistas que todavía se
dirigen al «curioso lector» y para
quienes narrar es contar una
historia de forma entretenida,
como Juan Perucho y Carlos
Pujol entre otros, siguiendo los
pasos de Baroja, Sánchez Mazas
o Gómez de la Serna. Sus
novelas se definen por el aprecio
por los detalles; un estilo y
un lenguaje pulquérrimos; unos
protagonistas que son seres como
nosotros, ni superhombres
ni infrahombres; un paisaje inédito,
ya por lo exótico, ya porque
nos lo presentan con otros
ojos; el amor como redención
de todos los defectos y pecados
y, como una melodía que se oye
a lo largo del libro, el humor y
la ironía. Al terminar la última
página nos encontramos con
una sonrisa en los labios, una
sensación de felicidad y un mayor
respeto por nuestros semejantes
y hasta hemos aprendido
palabras nuevas, mientras
que con la otra clase de novelas
todo lo que aprendemos es
alguna aberración sexual y a
mirar al otro como a un enemigo,
como pretendía Sartre.
La luz de Estoril reúne todas
las virtudes citadas. Es la crónica
de una familia aristocrática
andaluza desde principios de
siglo hasta la posguerra, en la
que las sorpresas y los golpes de
humor se suceden sin tregua.
En mi opinión, lo más logrado
por el autor son los ambientes
(el señoritismo insolente de la
nobleza en los años previos a la
República, el miedo de los españoles
a una invasión aliada,
el síndrome de conspiración que
embarga al protagonista en un
tren, la omnipotencia de los jesuítas)
y, sobre todo, las ciudades.
Duque ama a Sevilla, Madrid,
San Sebastián, Bilbao y su
ría, Ginebra y Lisboa y el modo
de demostrarlo es describírnoslas
de manera que quienes
las conocemos nos volvemos forasteros
en sus calles y si no las
conocemos nos hace sentirlas
como si fuesen la ciudad de
nuestra infancia.
Pero no concluye todo aquí.
Perucho, Pujol y Duque transmiten
en sus obras un mensaje
tradicional, en contraste con el
vacuo e intrascendente discurso
moderno de la literatura hoy
imperante. Este mensaje no
sorprende en Aquilino Duque,
que expuso las entrañas corrompidas
de la Modernidad en
un libro magistral, por desgracia
ya inencontrable, El suicidio
de la Modernidad. Si las instituciones
tradicionales, la Monarquía,
la Iglesia y la Milicia
pierden su sentido en la época
moderna, la decadencia también
alcanza a la Aristocracia.
Las dos familias nobles de la
novela, los Aznalgarbe, a la que
pertenece el protagonista, Calixto
José Simeón de la Columna
y de la Santísima Trinidad
(el nombre habla por sí solo),
y los Zaframagones, ya no saben
ni administrar sus fincas:
prefieren criar toros enanos.
Viven con la única idea de fastidiarse
mutuamente. Celebrar
bodas cursis en las que se cambian
las personas de los novios.
Las únicas tradiciones que se
conservan son del estilo de dormir
la siesta en un ataúd a medida.
Calixto José, paradigma de
esa aristocracia, es un irresponsable
que quiere seguir siéndolo
y si participa para divertirse
en los motines que derrocan a
la Monarquía y luego en la guerra
civil, no lo hace por reparar
su error, sino por el mismo
motivo. Cuando se da cuenta
de que él siempre ha hecho lo
que querían los demás y, en
consecuencia, empieza a actuar
a su riesgo, la vida se le manifiesta
en toda su plenitud. Esta
actitud personal, empero, no se
extiende al resto de los personajes,
que continúan aplastados
por sus miserias. Este es el único
contrapunto triste del libro,
pero de tal grado que casi empaña
el resto, pues parece que
si bien los individuos pueden
salvarse, las instituciones están
condenadas. No es de extrañar,
por tanto, que Calixto José, al
iniciar una nueva etapa de su
vida, prescinda de su título.
Tampoco es de extrañar que
la novela no se venda como sería
de desear. Ridiculiza a unos
personajillos que los posibles
lectores han entronizado como
modélicos a través de las revistas
rosas. De vivir en 1990, Calixto
José no elegiría domicilie
con la intención de evitar el
«qué dirán» de las amistades de
su amante (o novia, como se dice
ahora). Vendería la exclusiva
a alguna revista y a nadie le
importaría, ni a los jesuítas de
la Universidad de Deusto, donde
estudia su hijo putativo.
Pedro Fernández Barbadillo es crítico
literario.
FAMILIA ESPECIAL
Por Pedro Fernández Barbadillo
Título: «La luz de Estoril».
Autor: Aquilino Duque.
Editorial: Planeta. Barcelona, 1989.
216 páginas.
Precio: 8 00 pesetas. Después de varios años dedicado
a publicar libros
de poesía, de ensayo y de recopilaciones
de artículos periodísticos,
Aquilino Duque ha vuelto
a la narrativa, campo donde
demostrara su valía obteniendo
el premio nacional de literatura
de 1975, con La luz de Estoril.
Esta novela supone una bocanada
de aire fresco en el asfixiante
panorama literario español,
dominado por escritores
emperrados en seguir ajustándole
las cuentas a Franco, noveles
que se estrenan despedazando
un personaje histórico,
por lo general un rey, profesionales
de la juventud que convierten
a ésta en su único mérito,
hijos de papá y fabricantes de
un tipo «standard» de novela de
cien folios cuyo contenido se resume
sobradamente en la solapa.
Por fortuna, quedan unos
pocos novelistas que todavía se
dirigen al «curioso lector» y para
quienes narrar es contar una
historia de forma entretenida,
como Juan Perucho y Carlos
Pujol entre otros, siguiendo los
pasos de Baroja, Sánchez Mazas
o Gómez de la Serna. Sus
novelas se definen por el aprecio
por los detalles; un estilo y
un lenguaje pulquérrimos; unos
protagonistas que son seres como
nosotros, ni superhombres
ni infrahombres; un paisaje inédito,
ya por lo exótico, ya porque
nos lo presentan con otros
ojos; el amor como redención
de todos los defectos y pecados
y, como una melodía que se oye
a lo largo del libro, el humor y
la ironía. Al terminar la última
página nos encontramos con
una sonrisa en los labios, una
sensación de felicidad y un mayor
respeto por nuestros semejantes
y hasta hemos aprendido
palabras nuevas, mientras
que con la otra clase de novelas
todo lo que aprendemos es
alguna aberración sexual y a
mirar al otro como a un enemigo,
como pretendía Sartre.
La luz de Estoril reúne todas
las virtudes citadas. Es la crónica
de una familia aristocrática
andaluza desde principios de
siglo hasta la posguerra, en la
que las sorpresas y los golpes de
humor se suceden sin tregua.
En mi opinión, lo más logrado
por el autor son los ambientes
(el señoritismo insolente de la
nobleza en los años previos a la
República, el miedo de los españoles
a una invasión aliada,
el síndrome de conspiración que
embarga al protagonista en un
tren, la omnipotencia de los jesuítas)
y, sobre todo, las ciudades.
Duque ama a Sevilla, Madrid,
San Sebastián, Bilbao y su
ría, Ginebra y Lisboa y el modo
de demostrarlo es describírnoslas
de manera que quienes
las conocemos nos volvemos forasteros
en sus calles y si no las
conocemos nos hace sentirlas
como si fuesen la ciudad de
nuestra infancia.
Pero no concluye todo aquí.
Perucho, Pujol y Duque transmiten
en sus obras un mensaje
tradicional, en contraste con el
vacuo e intrascendente discurso
moderno de la literatura hoy
imperante. Este mensaje no
sorprende en Aquilino Duque,
que expuso las entrañas corrompidas
de la Modernidad en
un libro magistral, por desgracia
ya inencontrable, El suicidio
de la Modernidad. Si las instituciones
tradicionales, la Monarquía,
la Iglesia y la Milicia
pierden su sentido en la época
moderna, la decadencia también
alcanza a la Aristocracia.
Las dos familias nobles de la
novela, los Aznalgarbe, a la que
pertenece el protagonista, Calixto
José Simeón de la Columna
y de la Santísima Trinidad
(el nombre habla por sí solo),
y los Zaframagones, ya no saben
ni administrar sus fincas:
prefieren criar toros enanos.
Viven con la única idea de fastidiarse
mutuamente. Celebrar
bodas cursis en las que se cambian
las personas de los novios.
Las únicas tradiciones que se
conservan son del estilo de dormir
la siesta en un ataúd a medida.
Calixto José, paradigma de
esa aristocracia, es un irresponsable
que quiere seguir siéndolo
y si participa para divertirse
en los motines que derrocan a
la Monarquía y luego en la guerra
civil, no lo hace por reparar
su error, sino por el mismo
motivo. Cuando se da cuenta
de que él siempre ha hecho lo
que querían los demás y, en
consecuencia, empieza a actuar
a su riesgo, la vida se le manifiesta
en toda su plenitud. Esta
actitud personal, empero, no se
extiende al resto de los personajes,
que continúan aplastados
por sus miserias. Este es el único
contrapunto triste del libro,
pero de tal grado que casi empaña
el resto, pues parece que
si bien los individuos pueden
salvarse, las instituciones están
condenadas. No es de extrañar,
por tanto, que Calixto José, al
iniciar una nueva etapa de su
vida, prescinda de su título.
Tampoco es de extrañar que
la novela no se venda como sería
de desear. Ridiculiza a unos
personajillos que los posibles
lectores han entronizado como
modélicos a través de las revistas
rosas. De vivir en 1990, Calixto
José no elegiría domicilie
con la intención de evitar el
«qué dirán» de las amistades de
su amante (o novia, como se dice
ahora). Vendería la exclusiva
a alguna revista y a nadie le
importaría, ni a los jesuítas de
la Universidad de Deusto, donde
estudia su hijo putativo.
Pedro Fernández Barbadillo es crítico
literario.