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La consolidación del Estado
Antonio Fontán
Nos habla acerca de la general aceptación que en poco tiempo ha logrado el nuevo diseño geográfico-político sin que a casi nadie le choque.
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Antonio Fontán, “La consolidación del Estado,” accessed November 22, 2024, http://repositorio.fundacionunir.net/items/show/2354.
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Title
La consolidación del Estado
Subject
Panorama
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Nos habla acerca de la general aceptación que en poco tiempo ha logrado el nuevo diseño geográfico-político sin que a casi nadie le choque.
Creator
Antonio Fontán
Source
Nueva Revista 025 de Política, Cultura y Arte, ISSN: 1130-0426
Publisher
Difusiones y Promociones Editoriales, S.L.
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Nueva Revista de Política, Cultura y Arte, All rights reserved
Format
document/pdf
Language
es
Type
text
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Nuevos acuerdos autonómicos
La consolidación del Estado
Por Antonio Fontán
LOS acuerdos autonómicos de 28 de febrero entre los dos grandes partidos nacionales eran una necesidad nacional a la vez que un trámite indispensable para el establecimiento de la nueva organización territorial de España. Pero deben constituir también una oportunidad para el mantenimiento y la consolidación del Estado en un momento de inflexión estructural e ideológica de la comunidad europea.
Su fundamentación jurídica y política reside en el título VIII de la Constitución, en cuya aplicación se reconocen tres momentos diferenciados, en los que siempre un convenio político ha precedido a las disposiciones legales. El tercero de esos trayectos empieza ahora. En él están comprometidos populares y socialistas, haya elecciones pronto o no.
La geografía política del 78
Primero, al hilo del debate constitucional, se diseñó el llamado «mapa autonómico» y se elaboraron los Estatutos de los territorios que se dio en llamar «históricos», porque durante la segunda república habían alcanzado la condición autonómica y no porque las demás regiones carecieran de pasado o de identidad propia. Se adelantaron el País Vasco y Cataluña, que se distinguían de los demás por el vigor político de los partidos nacionalistas y su fuerza electoral. Enseguida se les sumó Galicia.
Las restantes regiones seguirían las vías que estableciera el texto constitucional. Pero el «mapa autonómico» había quedado trazado en el 78 con los regímenes preautonómicos, a falta sólo de Madrid que durante algún tiempo fue un espacio en blanco en medio de la «piel de toro» (que había dicho Posidonio cuando estuvo aquí hace veintiún siglos) con la opción de convertirse en ente propio o agregarse a las otras provincias de Castilla la Nueva.
Todas las «preautonomías» -menos Madrid- son, por tanto, «preconstitucionales» y del 78, desde la de Galicia (16 de marzo) hasta la castellano-manchega (31 de octubre). Se habían producido antes la restauración provisional de la Generalidad de Cataluña (29 de septiembre del 77) y el establecimiento del Consejo General Vasco (4 de enero del 78), al que acompañaba un Decreto-Ley sobre Navarra destinado a proteger su condición foral.
Es notable la genera! aceptación que en poco tiempo ha logrado ese diseño geográfico-político sin que a casi nadie le choque ya que Madrid no sea Castilla y Albacete sí, o que la cuna que acogió los primeros balbuceos de nuestro idioma común haya quedado fuera del territorio al que la lengua debe el nombre. Son los quiebros que la política hace a la historia y en ocasiones también a la misma geografía.
Ayudó mucho a la favorable acogida del mapa la conservación de la estructura provincial, tan integrada en el sentir y en la vida práctica de la gente al cabo de un siglo y medio, y la extendida ansia -también «preconstitucional »- de disfrutar de esa especie de condición paradisíaca que parecía prometer el señuelo autonómico: «seréis ricos como los catalanes e industriales como los vascos».
Se demostró además que la distribución provincial de 1833, que circula por los libros bajo el nombre de Javier de Burgos, y que había sido obra suya y de los ilustrados tecnócratas prerrománticos que trabajaron con él, estuvo bastante bien hecha. Había respetado la historia y la cultura, armonizando sus exigencias con la racionalidad que imponía la época. Se fijaron las capitales en las ciudades que habían tenido asiento en cortes o, a falta de ellas, en localidades que por razones geográficas o económicas eran cabecera de sus territorios, siempre con la idea de que desde ellas se pudiera alcanzar todo el espacio provincial en una sola jomada de camino.
El «mapa autonómico» del setenta y ocho fue también fruto del consenso que para las cuestiones principales acabó lográndose en el proceso constituyente.
Los primeros «acuerdos» y la serie de los Estatutos
El segundo estadio de la división autonómica del Estado consistió en la adopción de los Estatutos, yendo por delante, como pedían los partidos políticos de esos territorios y el sentido común, el País Vasco y Cataluña (18 de diciembre de 1979), seguidos a menos de año y medio por Galicia, tal como se había previsto en las transitorias de la Constitución.
Es notable la general aceptación que en poco tiempo ha logrado ese diseño geográfico-político sin que a casi nadie le choque ya que Madrid no sea Castilla y Albacete si, o que la cuna que acogió los primeros balbuceos de nuestro idioma común haya quedado fuera del territorio al que la lengua debe el nombre
Los otros Estatutos, fueran de vía rápida como el de Andalucía o de vía lenta como los demás, se aprobaron a medida que estuvieron listos en varios bloques: tres el 30 de diciembre del 81; tres más entre junio y julio del 82; otros tres, y el Amejoramiento de Fuero de Navarra, que desempeña análogas funciones en esa región, en agosto del 82 y, finalmente, los cuatro restantes (entre ellos el de Madrid) el 25 de febrero del 83.
Estas catorce leyes orgánicas pudieron promulgarse y las autonomías pudieron empezar a funcionar gracias a los acuerdos políticos del 31 de julio del 81 entre el gobierno de Calvo Sotelo y el partido socialista o primeros «acuerdos autonómicos». Se pactó también la LOAPA, que luego sería parcialmente desmontada por el Tribunal Constitucional, y algunos aspectos de la financiación de los nuevos entes. Esos acuerdos Calvo Sotelo- González constituyen el precedente y el modelo político de esos otros de once años después.
La distribución provincial de 1833, que circula por los libros bajo el nombre de Javier de Burgos, y que había sido obra suya y de tos ilustrados tecnócratas prerrománticos que trabajaron con él, estuvo bastante bien hecha
La cooperación, el nuevo imperativo categórico
En el 81 reinaba la moda de las reivindicaciones y los responsables políticos traerse a esa corriente. Los estatutos catalán y vasco, con sus peculiaridades políticas, históricas y culturales, eran muy recientes. Autonomía parecía significar bienestar y progreso.
Los acuerdos de entonces reflejarían ese estado de los espíritus y las demandas que de él se derivaban. Los principios en que se asentaban eran (cap. 6.1) los de «homogeneidad» y «simultaneidad » referidos a las nuevas comunidades y a su relación con las «históricas».
Once años después, las Autonomías ya están rodadas. En ocasiones, ante determinadas cuestiones, se generan insolidaridades que erosionan la vida colectiva de la nación o el funcionamiento del Estado, Se han producido acontecimientos políticos de tanta repercusión en la vida económica, social y aun política de España, como la integración en la Comunidad Europea, que pone en manos de instancias supranacionales competencias que se estaban discutiendo entre el poder central y los entes sub-estatales, tanto cuando se elaboraron los Estatutos como cuando se hizo la Constitución. En estos y otros órdenes se ha acumulado ya una experiencia que invita a ciertas rectificaciones y a promover nuevas orientaciones en determinados campos.
Una adecuada distribución de responsabilidades y recursos permitiría, desde luego, una moderación del gasto público en porcentajes aparentemente cortos, pero decisivos a la hora de acomodar el déficit general del Estado a las necesidades de España y a los compromisos internacionales. Igual puede decirse en relación con prestaciones sociales básicas, como las de sanidad y empleo.
Los «segundos acuerdos autonómicos» han tenido el acierto de proponerse como meta y como método la cooperación entre las Comunidades Autónomas y entre éstas y la Administración Central (los papeles dicen «el Estado», pero yo prefiero atenerme al principio de que las Autonomías, y los demás entes públicos son tan Estado como las oficinas centrales de Madrid).
Decisiones conjuntas
Los partidos políticos firmantes se han comprometido a que las Administraciones -todas- tengan en cuenta «la totalidad de los intereses públicos », sea cual sea la naturaleza del órgano competente, así como a hacer posible la toma de decisiones conjuntas y a proteger los intereses generales del Estado «buscando relaciones constructivas y de cooperación ».
Para ello se prevén Conferencias Sectoriales que quizá vengan a ser algo parecido a las conferencias de ministros de los laender alemanes, y otras Comisiones Bilaterales entre las Comunidades y la Administración Central.
La puesta en marcha de estos acuerdos será probablemente más laboriosa que la confección de los estatutos. Pero es indispensable y, en algunas materias, urgente. Pienso en la acuciante necesidad de una efectiva y moderna cooperación en asuntos de cultura y de enseñanza. Son las raíces de una nación y la fuerza que la proyecta hacia el futuro.
Hubo una época, no muy lejana, porque tres siglos y medio no son casi nada para países milenarios, en que la variedad de pueblos, lenguas y culturas dentro de la Monarquía española era mucho mayor que ahora. Cuando Baltasar Gracián escribió «El Político», formaban parte de ella toda la Península y el continente americano desde más arriba del Río Grande a la Tierra de Fuego, con el Brasil incluido, la mayor parte de Italia, los Países Bajos y regiones que ahora son el Este de Francia.
Por mucho que hayan variado las circunstancias, la naturaleza del país, su historia y su cultura, dan lugar a que siga siendo verdad lo que decía Gracián con referencia a su época: que «en la Monarquía de España donde las Provincias son muchas, las naciones diferentes, las lenguas varias, las inclinaciones opuestas, los climas encontrados, assí como es menester gran capacidad para conservar, assi mucha para unir».
A esa necesidad histórica responden los «acuerdos». Su puesta en práctica no es sólo útil o conveniente, sino necesaria y sin demora: haya o no pronto elecciones.
Una adecuada distribución de responsabilidades y recursos permitiría, desde luego, una moderación del gasto público en porcentajes aparentemente cortos, pero decisivos a la hora de acomodar el déficit general del Estado a las necesidades de España y a los compromisos internacionales
Hubo una época, no muy lejana, porque tres siglos y medio no son casi nada para países milenarios, en que la variedad de pueblos, lenguas y culturas dentro de la Monarquía española era mucho mayor que ahora
La consolidación del Estado
Por Antonio Fontán
LOS acuerdos autonómicos de 28 de febrero entre los dos grandes partidos nacionales eran una necesidad nacional a la vez que un trámite indispensable para el establecimiento de la nueva organización territorial de España. Pero deben constituir también una oportunidad para el mantenimiento y la consolidación del Estado en un momento de inflexión estructural e ideológica de la comunidad europea.
Su fundamentación jurídica y política reside en el título VIII de la Constitución, en cuya aplicación se reconocen tres momentos diferenciados, en los que siempre un convenio político ha precedido a las disposiciones legales. El tercero de esos trayectos empieza ahora. En él están comprometidos populares y socialistas, haya elecciones pronto o no.
La geografía política del 78
Primero, al hilo del debate constitucional, se diseñó el llamado «mapa autonómico» y se elaboraron los Estatutos de los territorios que se dio en llamar «históricos», porque durante la segunda república habían alcanzado la condición autonómica y no porque las demás regiones carecieran de pasado o de identidad propia. Se adelantaron el País Vasco y Cataluña, que se distinguían de los demás por el vigor político de los partidos nacionalistas y su fuerza electoral. Enseguida se les sumó Galicia.
Las restantes regiones seguirían las vías que estableciera el texto constitucional. Pero el «mapa autonómico» había quedado trazado en el 78 con los regímenes preautonómicos, a falta sólo de Madrid que durante algún tiempo fue un espacio en blanco en medio de la «piel de toro» (que había dicho Posidonio cuando estuvo aquí hace veintiún siglos) con la opción de convertirse en ente propio o agregarse a las otras provincias de Castilla la Nueva.
Todas las «preautonomías» -menos Madrid- son, por tanto, «preconstitucionales» y del 78, desde la de Galicia (16 de marzo) hasta la castellano-manchega (31 de octubre). Se habían producido antes la restauración provisional de la Generalidad de Cataluña (29 de septiembre del 77) y el establecimiento del Consejo General Vasco (4 de enero del 78), al que acompañaba un Decreto-Ley sobre Navarra destinado a proteger su condición foral.
Es notable la genera! aceptación que en poco tiempo ha logrado ese diseño geográfico-político sin que a casi nadie le choque ya que Madrid no sea Castilla y Albacete sí, o que la cuna que acogió los primeros balbuceos de nuestro idioma común haya quedado fuera del territorio al que la lengua debe el nombre. Son los quiebros que la política hace a la historia y en ocasiones también a la misma geografía.
Ayudó mucho a la favorable acogida del mapa la conservación de la estructura provincial, tan integrada en el sentir y en la vida práctica de la gente al cabo de un siglo y medio, y la extendida ansia -también «preconstitucional »- de disfrutar de esa especie de condición paradisíaca que parecía prometer el señuelo autonómico: «seréis ricos como los catalanes e industriales como los vascos».
Se demostró además que la distribución provincial de 1833, que circula por los libros bajo el nombre de Javier de Burgos, y que había sido obra suya y de los ilustrados tecnócratas prerrománticos que trabajaron con él, estuvo bastante bien hecha. Había respetado la historia y la cultura, armonizando sus exigencias con la racionalidad que imponía la época. Se fijaron las capitales en las ciudades que habían tenido asiento en cortes o, a falta de ellas, en localidades que por razones geográficas o económicas eran cabecera de sus territorios, siempre con la idea de que desde ellas se pudiera alcanzar todo el espacio provincial en una sola jomada de camino.
El «mapa autonómico» del setenta y ocho fue también fruto del consenso que para las cuestiones principales acabó lográndose en el proceso constituyente.
Los primeros «acuerdos» y la serie de los Estatutos
El segundo estadio de la división autonómica del Estado consistió en la adopción de los Estatutos, yendo por delante, como pedían los partidos políticos de esos territorios y el sentido común, el País Vasco y Cataluña (18 de diciembre de 1979), seguidos a menos de año y medio por Galicia, tal como se había previsto en las transitorias de la Constitución.
Es notable la general aceptación que en poco tiempo ha logrado ese diseño geográfico-político sin que a casi nadie le choque ya que Madrid no sea Castilla y Albacete si, o que la cuna que acogió los primeros balbuceos de nuestro idioma común haya quedado fuera del territorio al que la lengua debe el nombre
Los otros Estatutos, fueran de vía rápida como el de Andalucía o de vía lenta como los demás, se aprobaron a medida que estuvieron listos en varios bloques: tres el 30 de diciembre del 81; tres más entre junio y julio del 82; otros tres, y el Amejoramiento de Fuero de Navarra, que desempeña análogas funciones en esa región, en agosto del 82 y, finalmente, los cuatro restantes (entre ellos el de Madrid) el 25 de febrero del 83.
Estas catorce leyes orgánicas pudieron promulgarse y las autonomías pudieron empezar a funcionar gracias a los acuerdos políticos del 31 de julio del 81 entre el gobierno de Calvo Sotelo y el partido socialista o primeros «acuerdos autonómicos». Se pactó también la LOAPA, que luego sería parcialmente desmontada por el Tribunal Constitucional, y algunos aspectos de la financiación de los nuevos entes. Esos acuerdos Calvo Sotelo- González constituyen el precedente y el modelo político de esos otros de once años después.
La distribución provincial de 1833, que circula por los libros bajo el nombre de Javier de Burgos, y que había sido obra suya y de tos ilustrados tecnócratas prerrománticos que trabajaron con él, estuvo bastante bien hecha
La cooperación, el nuevo imperativo categórico
En el 81 reinaba la moda de las reivindicaciones y los responsables políticos traerse a esa corriente. Los estatutos catalán y vasco, con sus peculiaridades políticas, históricas y culturales, eran muy recientes. Autonomía parecía significar bienestar y progreso.
Los acuerdos de entonces reflejarían ese estado de los espíritus y las demandas que de él se derivaban. Los principios en que se asentaban eran (cap. 6.1) los de «homogeneidad» y «simultaneidad » referidos a las nuevas comunidades y a su relación con las «históricas».
Once años después, las Autonomías ya están rodadas. En ocasiones, ante determinadas cuestiones, se generan insolidaridades que erosionan la vida colectiva de la nación o el funcionamiento del Estado, Se han producido acontecimientos políticos de tanta repercusión en la vida económica, social y aun política de España, como la integración en la Comunidad Europea, que pone en manos de instancias supranacionales competencias que se estaban discutiendo entre el poder central y los entes sub-estatales, tanto cuando se elaboraron los Estatutos como cuando se hizo la Constitución. En estos y otros órdenes se ha acumulado ya una experiencia que invita a ciertas rectificaciones y a promover nuevas orientaciones en determinados campos.
Una adecuada distribución de responsabilidades y recursos permitiría, desde luego, una moderación del gasto público en porcentajes aparentemente cortos, pero decisivos a la hora de acomodar el déficit general del Estado a las necesidades de España y a los compromisos internacionales. Igual puede decirse en relación con prestaciones sociales básicas, como las de sanidad y empleo.
Los «segundos acuerdos autonómicos» han tenido el acierto de proponerse como meta y como método la cooperación entre las Comunidades Autónomas y entre éstas y la Administración Central (los papeles dicen «el Estado», pero yo prefiero atenerme al principio de que las Autonomías, y los demás entes públicos son tan Estado como las oficinas centrales de Madrid).
Decisiones conjuntas
Los partidos políticos firmantes se han comprometido a que las Administraciones -todas- tengan en cuenta «la totalidad de los intereses públicos », sea cual sea la naturaleza del órgano competente, así como a hacer posible la toma de decisiones conjuntas y a proteger los intereses generales del Estado «buscando relaciones constructivas y de cooperación ».
Para ello se prevén Conferencias Sectoriales que quizá vengan a ser algo parecido a las conferencias de ministros de los laender alemanes, y otras Comisiones Bilaterales entre las Comunidades y la Administración Central.
La puesta en marcha de estos acuerdos será probablemente más laboriosa que la confección de los estatutos. Pero es indispensable y, en algunas materias, urgente. Pienso en la acuciante necesidad de una efectiva y moderna cooperación en asuntos de cultura y de enseñanza. Son las raíces de una nación y la fuerza que la proyecta hacia el futuro.
Hubo una época, no muy lejana, porque tres siglos y medio no son casi nada para países milenarios, en que la variedad de pueblos, lenguas y culturas dentro de la Monarquía española era mucho mayor que ahora. Cuando Baltasar Gracián escribió «El Político», formaban parte de ella toda la Península y el continente americano desde más arriba del Río Grande a la Tierra de Fuego, con el Brasil incluido, la mayor parte de Italia, los Países Bajos y regiones que ahora son el Este de Francia.
Por mucho que hayan variado las circunstancias, la naturaleza del país, su historia y su cultura, dan lugar a que siga siendo verdad lo que decía Gracián con referencia a su época: que «en la Monarquía de España donde las Provincias son muchas, las naciones diferentes, las lenguas varias, las inclinaciones opuestas, los climas encontrados, assí como es menester gran capacidad para conservar, assi mucha para unir».
A esa necesidad histórica responden los «acuerdos». Su puesta en práctica no es sólo útil o conveniente, sino necesaria y sin demora: haya o no pronto elecciones.
Una adecuada distribución de responsabilidades y recursos permitiría, desde luego, una moderación del gasto público en porcentajes aparentemente cortos, pero decisivos a la hora de acomodar el déficit general del Estado a las necesidades de España y a los compromisos internacionales
Hubo una época, no muy lejana, porque tres siglos y medio no son casi nada para países milenarios, en que la variedad de pueblos, lenguas y culturas dentro de la Monarquía española era mucho mayor que ahora