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Los famosos y los intelectuales
Marqués de Tamarón
De cómo en español coloquial, el adjetivo "famoso", como predicado o sin más explicaciones, podía tener sentido peyorativo.
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Número
Referencia
Marqués de Tamarón, “Los famosos y los intelectuales,” accessed November 22, 2024, http://repositorio.fundacionunir.net/items/show/2353.
Dublin Core
Title
Los famosos y los intelectuales
Subject
El Lampión
Description
De cómo en español coloquial, el adjetivo "famoso", como predicado o sin más explicaciones, podía tener sentido peyorativo.
Creator
Marqués de Tamarón
Source
Nueva Revista 025 de Política, Cultura y Arte, ISSN: 1130-0426
Publisher
Difusiones y Promociones Editoriales, S.L.
Rights
Nueva Revista de Política, Cultura y Arte, All rights reserved
Format
document/pdf
Language
es
Type
text
Document Item Type Metadata
Text
El Lampión
LOS FAMOSOS Y LOS INTELECTUALES
Por el Marqués de Tamarón
CONVIENE desconfiar de quienes prefiriendo lo adjetivo a lo substantivo, lo accesorio a lo principa], convierten un mero calificativo en nombre aun a costa de la sintaxis corriente. Cierto es que eso se ha hecho siempre. Desde tiempo inmemorial se dice «los buenos, los malos, los ricos, los pobres» con elipsis de ta palabra hombre o de otro cualquier substantivo. De hecho siempre se ha dado la tendencia a crear nuevos nombres comunes a partir de adjetivos. Pero la transformación casi nunca ocurre por casualidad.
El aldeano tenía muy buenos motivos en 1810 para ahorrar palabras gritando «¡que vienen los franceses!» aunque fuera más correcto decir «los soldados franceses». El adjetivo pánico, derivado del dios Pan y de sus efectos aterradores en los mortales, tiene tal eco de misterio pavoroso que hace bastante empezó a usarse solo, sin apoyarlo en substantivos como miedo u horror (lo cual, y dicho sea de paso, es una pena, pues pánico a secas ha terminado perdiendo el escalofrío telúrico que en menor grado sí conserva el miedo cerval). En todos estos casos y en muchos otros la usurpación por el adjetivo de funciones substantivas está justificada por diversas causas, a las que siempre se añade la fuerza innegable del calificativo, su importancia semántica que eclipsa la del propio nombre o la absorbe. Si decimos los chicos o los mayores es porque en ese contexto se sobreentiende su condición de seres humanos y lo que importa es su edad.
Mas ocurre a veces -sobre todo en épocas cuando la apariencia interesa más que la realidad- que este fenómeno lingüístico se produce
pese al escaso significado intrínseco del adjetivo substantivado y pese a ta superior enjundia del substantivo suprimido. Veamos dos ejemplos señeros, uno reciente, los famosos, y otro más antiguo, los intelectuales.
Nueva tribu de semidioses
A mí me embarga la perplejidad cuando leo sobre los famosos en la prensa rosa. No sé nada de ellos. No dudo que sean famosos, pero ¿famosos qué? ¿famosos políticos, famosos cleptócratas, famosas rameras, famosos periodistas, famosos cantantes? A nadie se le ocurría decir de Einstein que era un famoso, sino que bastaba con su nombre, o se precisaba que era un físico, o un físico famoso, o -ya peor, puesto que el epíteto puede paradójicamente ser compensación de una menor nombradía- un famoso físico. En español coloquial el adjetivo famoso, como predicado o sin más explicaciones, podía tener sentido peyorativo. Se decía «Fulanito es famoso» por «Fulanito es extravagante» o «es un caso». «Tuvo una ocurrencia famosa» podía significar algo tan igualmente ambiguo y peligroso como «tuvo una genialidad». Ambas locuciones burlonas se aplicaban a Unamuno, que era algo exhibicionista.
Pero la substantivación de este adjetivo, casi siempre en plural, es cosa reciente. Diríase que ha surgido una nueva tribu de semidioses sin profesión conocida, una constelación de taumaturgos tautológicos de cuya fama tan sólo la misma fama es causa y resultado, un «colectivo» (otro adjetivo substantivado, cursi neologismo, idóneo aquí) de epi-
En español coloquial el
adjetivo famoso, como predicado o sin más explicaciones, podía tener sentido peyorativo. Se decía
«Fulanito es famoso» por «Fulanito es extravagante» o «es un caso»
cenos arcángeles de la nimiedad: los famosos. No necesitan hacer nada, pueden limitarse a ser. Los famosos son.
Tres cuartos de lo mismo ocurre con los intelectuales. No es imprescindible que escriban, pinten, investiguen o canten. Como su nombre procede de un adjetivo, les basta con lo accesorio, no necesitan substancia. Cierto es que en ellos hasta lo accesorio es vago. En un principio el adjetivo intelectual se aplicaba a cualquier cosa relacionada con el entendimiento, y también a veces significaba incorpóreo. En francés intellectuel pasó por un significado próximo a cerebral. En inglés se dieron todos estos matices. Pero en el siglo XIX empezó en todas las lenguas a substantivarse el adjetivo, y nació el intelectual como nombre substantivo a la par que nacía como fenómeno social.
Monopolio de la inteligencia
La función sacra que en las sociedades tradicionales desempeñaban los brujos, los chamanes o los clérigos, el contrapeso espiritual al poder temporal, corresponde en nuestras sociedades secularizadas -supuestamente racionales y descreídas- a otra casta mágica, los intelectuales. Siempre hubo quienes con un nombre u otro -humanistas, letrados, ¡lustrados- gustaban de opinar de omni re scibili. Pero hasta el siglo pasado no se habían arrogado las funciones del todo oraculares propias de otro estamento, el sacerdotal. Lo notable es que los sacerdotes, aun declarándose siempre en posesión de la verdad, nunca pretendieron el monopolio de la inteligencia. En cambio los modernos mistagogos, es decir los intelec-tuales, son mucho más petulantes que cualquier hechicero pues se atribuyen la exclusiva tanto de ta verdad como del intelecto. Por eso se atreven a llamarse intelectuales; en el fondo piensan que el resto del género humano no usa el intelecto o carece de él.
Tamaño engreimiento no es aceptado por igual en todos los pueblos ni por consiguiente en todas las lenguas. Los franceses, siempre aficionados a las logomaquias, son bastante indulgentes con las pretensiones del intellectuel, al que definen como «personne dont la profession comporte essentiellement une acti-vité de l'esprit (par opposition á manuel) ou qui a un goût affirmé pour les activités de l'esprit» (Larousse). Los españoles nos mostramos más neutrales, y el D.R.A.E. dice que Intelectual es el «dedicado preferentemente al cultivo de las ciencias y letras». Pero los anglosajones son francamente escépticos en materia de lucubraciones teóricas (por eso Inglatena acogió a Marx en su destierro, por-
Los famosos no
necesitan hacer nada, pueden limitarse a ser. Los famosos son
que ni lo entendía ni lo respetaba) y el O.E.D. no oculta su ironía al describir al intellectual como " a person possessing or supposed to possess superior powers of intellect ". Cuando quieren recalcar la suspicacia socarrona usan una palabra de origen ruso, adoptada también en otras lenguas aunque con menos desdén que en inglés: intelligentsia. Según el Webster es «the people regarded as, or regarding themselves as, the intellectual or learned class». Para encontrar una irreverencia semejante en español hay que escuchar a una tonadillera
cantando aquel chotis de Lara y pronunciando a su modo lo de «la crema de la inteleztualidaz», que acude «en Chicote a un agasajo postinero».
En realidad nadie sabe a ciencia cierta qué hace un intelectual. Javier Sádaba lo define como «quien tiene influencia real en la opinión pública». Si es así el mayor intelectual será el director de una agencia de publicidad. Mejor pista nos da Onega y Gasset. En su maliciosa necrología de Unamuno lo empareja con Bernard Shaw y dice: «Fue la última generación de «intelectuales» |ojo al entrecomillado, que es de don José] convencida aún de que la humanidad existe sin más elevado fin que servir de público a sus gracias de juglar, a sus arias, a sus polémicas». O sea que durante un siglo los intelectuales habían sido histriones. Onega, prudente, añade: «No habían descubierto aún la táctica y la delicia que es para el verdadero intelectual ocultarse e inexistir». La verdad es que los intelectuales de hoy parecen seguir sin haber descubierto esas delicias de la discreción callada. Para mí que los intelectuales, como los famosos, son ante todo exhibicionistas, llenos de genialidades.
Llegando aquí tengo que hacer una confesión penosa. Yo soy un intelectual. No me gusta, pero lo soy porque lo ha dicho el Boletín Oficial del Estado, única autoridad irrebatible en este país. No creo que lo haya dicho de mucha gente, pero de mí sí. Resulta que según la convocatoria del Premio Cervantes de 1991 (B.O.E., 30 Enero 1991), formarían parte de] jurado «cuatro intelectuales de reconocido prestigio». Uno de los escogidos fui yo (B.O.E., 14 Diciembre 1991). Me alegro de ello no sólo por vanidad sino porque mi presencia allí me sirvió para comprobar que eran una perfecta patraña las supuestas presiones del Ministerio de Cultura para que votásemos o dejásemos de votar por tal o cual candidato. Pero lo siento por ta cultura española, pues al carecer yo de influencia alguna en la opinión pública -quiero decir de influencia comparable con la que tiene un buen «publicitario»-no puedo convencer a nadie de que no soy un juglar del poder.
Unamuno hubiera seducido a todos con sus pajaritas de papel, Shaw con su vegetarianismo, Sartre con su bizquera, Gala con su bastón, Gil y Gil con su club de fútbol y doña Gunilla con su melena. Famosos de cuerpo entero todos ellos y con influencia real en la opinión pública. Yo tan sólo puedo aspirar a convencer con mis palabras a unos cuantos de mis lectores, incluyendo al tipógrafo y excluyendo al ilustrador, mi hijo. Nadie es profeta en su patria.
El Marqués de Tamarón es diplomático y escritor.
LOS FAMOSOS Y LOS INTELECTUALES
Por el Marqués de Tamarón
CONVIENE desconfiar de quienes prefiriendo lo adjetivo a lo substantivo, lo accesorio a lo principa], convierten un mero calificativo en nombre aun a costa de la sintaxis corriente. Cierto es que eso se ha hecho siempre. Desde tiempo inmemorial se dice «los buenos, los malos, los ricos, los pobres» con elipsis de ta palabra hombre o de otro cualquier substantivo. De hecho siempre se ha dado la tendencia a crear nuevos nombres comunes a partir de adjetivos. Pero la transformación casi nunca ocurre por casualidad.
El aldeano tenía muy buenos motivos en 1810 para ahorrar palabras gritando «¡que vienen los franceses!» aunque fuera más correcto decir «los soldados franceses». El adjetivo pánico, derivado del dios Pan y de sus efectos aterradores en los mortales, tiene tal eco de misterio pavoroso que hace bastante empezó a usarse solo, sin apoyarlo en substantivos como miedo u horror (lo cual, y dicho sea de paso, es una pena, pues pánico a secas ha terminado perdiendo el escalofrío telúrico que en menor grado sí conserva el miedo cerval). En todos estos casos y en muchos otros la usurpación por el adjetivo de funciones substantivas está justificada por diversas causas, a las que siempre se añade la fuerza innegable del calificativo, su importancia semántica que eclipsa la del propio nombre o la absorbe. Si decimos los chicos o los mayores es porque en ese contexto se sobreentiende su condición de seres humanos y lo que importa es su edad.
Mas ocurre a veces -sobre todo en épocas cuando la apariencia interesa más que la realidad- que este fenómeno lingüístico se produce
pese al escaso significado intrínseco del adjetivo substantivado y pese a ta superior enjundia del substantivo suprimido. Veamos dos ejemplos señeros, uno reciente, los famosos, y otro más antiguo, los intelectuales.
Nueva tribu de semidioses
A mí me embarga la perplejidad cuando leo sobre los famosos en la prensa rosa. No sé nada de ellos. No dudo que sean famosos, pero ¿famosos qué? ¿famosos políticos, famosos cleptócratas, famosas rameras, famosos periodistas, famosos cantantes? A nadie se le ocurría decir de Einstein que era un famoso, sino que bastaba con su nombre, o se precisaba que era un físico, o un físico famoso, o -ya peor, puesto que el epíteto puede paradójicamente ser compensación de una menor nombradía- un famoso físico. En español coloquial el adjetivo famoso, como predicado o sin más explicaciones, podía tener sentido peyorativo. Se decía «Fulanito es famoso» por «Fulanito es extravagante» o «es un caso». «Tuvo una ocurrencia famosa» podía significar algo tan igualmente ambiguo y peligroso como «tuvo una genialidad». Ambas locuciones burlonas se aplicaban a Unamuno, que era algo exhibicionista.
Pero la substantivación de este adjetivo, casi siempre en plural, es cosa reciente. Diríase que ha surgido una nueva tribu de semidioses sin profesión conocida, una constelación de taumaturgos tautológicos de cuya fama tan sólo la misma fama es causa y resultado, un «colectivo» (otro adjetivo substantivado, cursi neologismo, idóneo aquí) de epi-
En español coloquial el
adjetivo famoso, como predicado o sin más explicaciones, podía tener sentido peyorativo. Se decía
«Fulanito es famoso» por «Fulanito es extravagante» o «es un caso»
cenos arcángeles de la nimiedad: los famosos. No necesitan hacer nada, pueden limitarse a ser. Los famosos son.
Tres cuartos de lo mismo ocurre con los intelectuales. No es imprescindible que escriban, pinten, investiguen o canten. Como su nombre procede de un adjetivo, les basta con lo accesorio, no necesitan substancia. Cierto es que en ellos hasta lo accesorio es vago. En un principio el adjetivo intelectual se aplicaba a cualquier cosa relacionada con el entendimiento, y también a veces significaba incorpóreo. En francés intellectuel pasó por un significado próximo a cerebral. En inglés se dieron todos estos matices. Pero en el siglo XIX empezó en todas las lenguas a substantivarse el adjetivo, y nació el intelectual como nombre substantivo a la par que nacía como fenómeno social.
Monopolio de la inteligencia
La función sacra que en las sociedades tradicionales desempeñaban los brujos, los chamanes o los clérigos, el contrapeso espiritual al poder temporal, corresponde en nuestras sociedades secularizadas -supuestamente racionales y descreídas- a otra casta mágica, los intelectuales. Siempre hubo quienes con un nombre u otro -humanistas, letrados, ¡lustrados- gustaban de opinar de omni re scibili. Pero hasta el siglo pasado no se habían arrogado las funciones del todo oraculares propias de otro estamento, el sacerdotal. Lo notable es que los sacerdotes, aun declarándose siempre en posesión de la verdad, nunca pretendieron el monopolio de la inteligencia. En cambio los modernos mistagogos, es decir los intelec-tuales, son mucho más petulantes que cualquier hechicero pues se atribuyen la exclusiva tanto de ta verdad como del intelecto. Por eso se atreven a llamarse intelectuales; en el fondo piensan que el resto del género humano no usa el intelecto o carece de él.
Tamaño engreimiento no es aceptado por igual en todos los pueblos ni por consiguiente en todas las lenguas. Los franceses, siempre aficionados a las logomaquias, son bastante indulgentes con las pretensiones del intellectuel, al que definen como «personne dont la profession comporte essentiellement une acti-vité de l'esprit (par opposition á manuel) ou qui a un goût affirmé pour les activités de l'esprit» (Larousse). Los españoles nos mostramos más neutrales, y el D.R.A.E. dice que Intelectual es el «dedicado preferentemente al cultivo de las ciencias y letras». Pero los anglosajones son francamente escépticos en materia de lucubraciones teóricas (por eso Inglatena acogió a Marx en su destierro, por-
Los famosos no
necesitan hacer nada, pueden limitarse a ser. Los famosos son
que ni lo entendía ni lo respetaba) y el O.E.D. no oculta su ironía al describir al intellectual como " a person possessing or supposed to possess superior powers of intellect ". Cuando quieren recalcar la suspicacia socarrona usan una palabra de origen ruso, adoptada también en otras lenguas aunque con menos desdén que en inglés: intelligentsia. Según el Webster es «the people regarded as, or regarding themselves as, the intellectual or learned class». Para encontrar una irreverencia semejante en español hay que escuchar a una tonadillera
cantando aquel chotis de Lara y pronunciando a su modo lo de «la crema de la inteleztualidaz», que acude «en Chicote a un agasajo postinero».
En realidad nadie sabe a ciencia cierta qué hace un intelectual. Javier Sádaba lo define como «quien tiene influencia real en la opinión pública». Si es así el mayor intelectual será el director de una agencia de publicidad. Mejor pista nos da Onega y Gasset. En su maliciosa necrología de Unamuno lo empareja con Bernard Shaw y dice: «Fue la última generación de «intelectuales» |ojo al entrecomillado, que es de don José] convencida aún de que la humanidad existe sin más elevado fin que servir de público a sus gracias de juglar, a sus arias, a sus polémicas». O sea que durante un siglo los intelectuales habían sido histriones. Onega, prudente, añade: «No habían descubierto aún la táctica y la delicia que es para el verdadero intelectual ocultarse e inexistir». La verdad es que los intelectuales de hoy parecen seguir sin haber descubierto esas delicias de la discreción callada. Para mí que los intelectuales, como los famosos, son ante todo exhibicionistas, llenos de genialidades.
Llegando aquí tengo que hacer una confesión penosa. Yo soy un intelectual. No me gusta, pero lo soy porque lo ha dicho el Boletín Oficial del Estado, única autoridad irrebatible en este país. No creo que lo haya dicho de mucha gente, pero de mí sí. Resulta que según la convocatoria del Premio Cervantes de 1991 (B.O.E., 30 Enero 1991), formarían parte de] jurado «cuatro intelectuales de reconocido prestigio». Uno de los escogidos fui yo (B.O.E., 14 Diciembre 1991). Me alegro de ello no sólo por vanidad sino porque mi presencia allí me sirvió para comprobar que eran una perfecta patraña las supuestas presiones del Ministerio de Cultura para que votásemos o dejásemos de votar por tal o cual candidato. Pero lo siento por ta cultura española, pues al carecer yo de influencia alguna en la opinión pública -quiero decir de influencia comparable con la que tiene un buen «publicitario»-no puedo convencer a nadie de que no soy un juglar del poder.
Unamuno hubiera seducido a todos con sus pajaritas de papel, Shaw con su vegetarianismo, Sartre con su bizquera, Gala con su bastón, Gil y Gil con su club de fútbol y doña Gunilla con su melena. Famosos de cuerpo entero todos ellos y con influencia real en la opinión pública. Yo tan sólo puedo aspirar a convencer con mis palabras a unos cuantos de mis lectores, incluyendo al tipógrafo y excluyendo al ilustrador, mi hijo. Nadie es profeta en su patria.
El Marqués de Tamarón es diplomático y escritor.