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Estan entre nosotros

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“Estan entre nosotros,” accessed April 19, 2024, http://repositorio.fundacionunir.net/items/show/1718.

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Estan entre nosotros

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Nueva Revista 129 de Política, Cultura y Arte, ISSN: 1130-0426

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Difusiones y Promociones Editoriales, S.L.

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Nueva Revista de Política, Cultura y Arte, All rights reserved

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ESTÁN ENTRENOSOTROSJuan Manuel Villalbahora me veo con seis, siete años. Estoy junto a mimadre, a su izquierda, frente a la puerta. Hemos suAbido hasta el primer piso por la escalera de mármolblanco. Mi madre lo ha hecho con cierta lige reza aunque amí me ha resultado difícil. Ella me ha ofrecido la mano, perohe preferido hacerlo solo,casi a gatas, porque mis zancadasno dan la talla de los escalones. En una de mis manos sostengo un muñeco articulado, un hombrecito vestido de guerrillero, perfectamente equipado y en postura de ataque,que ha hecho aún más difícil la tarea de subir.Estamos en el primer piso, frente a la puerta de la consulta;no es la primera vez. Mi nuca se pliega hasta el límite cuandosubo la cabeza para admirar la altura y naturaleza de la puerta.Mi madre ha llamado al timbre, al eléctrico, porque hay otromuy antiguo que es como la llave que da cuerda a un juguetemecánico. Le he pedido que me aúpe para poder girar la llave.Ella no se mueve, no dice nada. Estamos esperando. Es eltiempo viscoso de las esperas, la tensión de no saber si recibiremos respuesta. Observo el mirador que hay en el centrode la puerta, metálico, del tamaño de un plato pequeño, connueva revista· 129294están entre nosotrosunas aspas superpuestas que, cuando giran, permiten entreverun rostro que permanece varios segundos segmentado, inmóvil, misterioso; después se cierra el artefacto y se abre la puertasin que se pueda ver quién la maneja, como accionada por uncontrol remoto. Observo atentamente el mirador. Entorno losojos y deseo con todas las fuerzas que se cumpla mi voluntad.Pienso: ahora, ábrete. Y el mirador gira y permite entreverun rostro que permanece varios segundos segmentado, inmóvil, misterioso; después se cierra el artefacto y se abre la puertasin que se pueda ver quién la maneja, como accionada por uncontrol remoto. Pienso: creo que tengo poderes.Entramos. La puerta se cierra sola y tras ella aparecela enfermera, de blanco, casi anciana. Me gusta. Es buena.Es muy agradable. Tiene los ojos claros y borrosos, escondidos tras la niebla líquida que depositan los años en la mirada. Dos arrugas perfectas y vertic al es le sostienen el mentón y, cuando habla, éste se mueve imperceptiblemente.Me mira. Son ríe. Coge mi mentón y lo sostiene con suavidad.Lo trata como a un pajarillo aterido. Pienso: ojaláfuese mi abuela. Mi abuela enfermera.Nos acompaña hasta la sala de espera y nos abandonaen el centro del silencio. No hay nadie más, toda la esperaes para nosotros. Mi madre se sienta en el sofá, el bolso asu lado, coge una revista. Le ordeno al guerri llero que, previo reconocimiento, tome posesión de la zona. Sin rechistar,sin discutir las órdenes y conforme a lo que se espera de losverdaderos valientes, comienza a escalar las peligrosas montañas de los sillones. Las paredes lisas y endurecidas sonbastante traicioneras y m ás aún cargando con todos los pertrechos de campaña, sin olvidar las armas. Cuando alcanzanueva revista· 129295juan manuel villalbala cima se permite un ligero descanso, toma aliento y enseguida recurre a los prismáticos para situarse, haciendo unbarrido del valle que divisa. Continúa con la operación hasta alcanzar las cimas más altas, atravesando, entre una yotra, llanuras desnudas donde el verdadero peligro consisteen ofrecer un buen blanco al enemigo, por eso corre a refugiarse entre los árboles, laspatas de los sillones.Se abre la puerta y aparece la enfermera. Sonríe con sinceridad, no dice nada. Mi madre suelta la revista, recuperael bolso, me ordena que la siga. Entramos en el despachodel médico. Entrar en el despacho del médico es siempreun momento solemne. El médico se levanta del sillón, seacerca a mi madre e intercambian unas palabras. Me miray sonríe. Nos sentamos. Mis pies cuelganen el aire. Mi madre busca en el bolso y saca un sobre que alarga hasta elmédico. Dice: «Aquí está el análisis».El médico abre el sobre y lee atentamente. Tarda mucho tiempo en leer lo.Cuando termina nos invita a pasar a la habitación contigua.Mi madre me arrebata al guerrillero.Observo cómo deforma su postura, cómo hace que los brazos se disloquen yla cabeza adopte una postura ridícula y humi llante. Lo introduce en el bolso. Siento una punzada de dolor al no poder evitar que no se le trate con todoslos honores que merece. Pienso: per dóname, capitán, perdóname.El médico entra en una habitación oscura y se pierdedentro. Busco la cálida mano de mi madre. Se enciendenlas luces. En el centro de la habitación hay una máquina extraordinaria. Rayos equis,dice el médico. Rayos, rayos equis,repito yo. El médico me dice que me desnude y mi madreme ayuda. Mientras voy despojándome de la ropa, el médiconueva revista· 129296están entre nosotrosse calza unos guantes de goma que le llegan hasta los codos;se coloca un delantal de goma, como los carniceros, y empieza a manejar un panel de control. Interruptores. Luces.Botones. La luz de la habitación es muy tenue. El médicome coloca en la máquina, de pie, entre dos planchas; measalta la confusa sensación de ser la víctima de un sacrificio.Me siento solo. La luz se apaga y queda en el aire el resplandor rojizo de otra lámpa ra diminuta. Empieza a manejar lamáquina. Se oye un sonido de aceleración, de cambio de velocidades. Me estremezco, hace frío. El médico me ordenaque contenga la respiración, que no me mueva. Mi madreme dice: no te muevas. La máquina zumba, silba como unabomba. Cierro los ojos. Me resigno a recibir la embestidadel arma secreta. Una brisa de heroísmo eriza mi piel; estoypreparado. Pienso: están disparando rayos equis contra micuerpo, ahora soy transparente, casi invisible, soy un esqueleto. Imagino la raspa descarnada de un pez.La maquina enmudece. El médico enciende las luces;no permi te que me vista, cierra la puerta tras nuestros pasos. Sólo llevo encima los calzoncillos y los zapatos sin calcetines. Compruebo a la luz que soy tan corpóreo comosiempre, tampoco tengo marcas ni agresiones perceptibles sobrela piel. El médico me ordena que suba a la camilla y metumbe,me agarra por las axilas y me sienta sobre ella. Metumbo. La cama es dura, delgada, cubierta por una sábanatensa y helada. Miro el techo. Miro al médico. Miro la pequeña geografía de mi cuerpo, extendiéndose sobre lacamilla como una península alargada. El médico hunde lasmanos en mi abdomen, da pequeños golpes, calibra mi interior con los nudillos. Baja los calzoncillos hasta el límitenueva revista· 129297juan manuel villalbadel pudor. Con sus preguntas busca un dolor que no existe,quizá sí.Mi madre me ofrece la ropa, pero no me ayuda. Se sientan. El médico habla con ella. Me miran.Siguen hablando.Me visto en silencio y abandono la camilla. En el suelo mevuelvo a poner los zapatos. Dudo. No sé qué hacer. Ahorahablan y ya no me miran. Ensayo unos pasos hasta el centrodela habitación. Me detengo. Nadie me mira. Pienso: puedeque ahora sí sea invisible. Continúo. Cruzo ante una inmensabiblioteca y me acerco lentamente al mueble que hayal otro extremo de la habitación, la vitrina instrumental. Nosé si me miran, así que persisto en mi actitud. Cuando estoy frente al mueble, tomo la cautela de cruzar las manos ala espalda, garantía de chico bueno y educado, carta blancapara saciar una curiosidad inofensiva.La vitrina instrumental tiene todas lassuperficies de cristal transparente, sólo las patas y aristas son metálicas. Losestantes también son de cristal y sobre ellos, perfectamenteordenados, hay una colección de objetos portentosos. Variostipos de tijeras, de todos los tamaños, cubren el estante superior. Tijeras de hojas largas y pulidas, brillantes, curvadascomo picos de aves, de puntas romas o afiladas, gruesas y estrechas, serradas, con pinzas en los extremos y asideros donde caben varios dedos. Pequeños cuchillos, escalpelos, tenazas, pinzas pequeñas, finas y deformes, y toda una serie deherramientasinexplicables y hermosas. Más abajo aparecenlas jeringas, de cristal translúcido y rematadas por una piezametálica, en la punta, con los émbolos encajados, y todasdentro de unos pequeños ataúdes metálicos; también hay jeringas de plástico encerradas en sobres transparentes, algunueva revista· 129298están entre nosotrosnas son enormes y ridículas. Y a continuación aparece elterror: son las agujas. Las agujas bien alineadas, en perfectaformación,brillantes y amenazadoras. Una portentosa armería de instrumentos de tortura, las conozco bien. Hay una tanlarga que sería capaz de atravesar todo mi cuerpo y que encabeza una extensa serie de variantes. Algunas son tan finasy pequeñas como cerdas. Otras cor tas y gruesas. Entre todasellas aparecen infinidad de modelos y unas pocas tienen ensartadas, en su hueco y fino volumen, un pelo metálico deinquietante rigidez. El dolor tiene su propia concreción, susavisos, su iconografía salvaje. Mientras contemplo las agujas,contraigo los glúteos y arqueo la espalda. Enseguida apareceotro aviso del miedo: las lengüetas, de madera o plástico; armas para llegar al límite de la arcada. Deseo tener una, preferiblemente de madera, una tabla de surf para mi guerrillero.Los estantes inferiores soportan ampollas, pequeños tarrossellados con tapones de goma y precinto metálico, marcadoscon etique tas donde aparecen minúsculos listados de componentes y proporciones inexplicables, muy difíciles de leer.Sé que de ahí sale el dolor de las inyecciones, de ese polvoblanco que se acumula en el fondo. También hay gasas, apósitos, compresas y esparadrapo, latas de algodón enrolladocon alguna fibra impura manchando el blancor de sunaturalez a. Y entre todo el arsenal detecto lo mejor, el objetode todos mis deseos, mi sueño. Es un estuche negro, similaral que mi padre utiliza para guardar la máquina de afeitareléctrica, con el cable y la escobilla. Pero yo sé lo que haydentro. Es el aparato para examinar el oído y la garganta. Unalinterna donde encajan todas las pequeñas piezas que laacompañan, desmontables; lentes y apéndices que transfornueva revista· 129299juan manuel villalbaman su finalidad. Una vez acopló una trompetilla invertidacon una lente al otro extremo, me sujetó la cabeza y miródentro de mi oído. Pensé: está viendo las ideas,no pienses.Mi madre me reclama. Me ordena que vuelva junto ella.Cuando llego me atrapa entre sus piernas y me peina con lamano. Hablan. Desde mi postura puedo ver, sobre la mesa,un portarretratos donde aparece una mujer bonita y tranquila. Sonríe. Parece una esas mujeres de las pelí culas. También hay dos plumas de pájaro muy grandes, pero metálicas,plateadas. Pienso: son las plumas de un monstruo, un pájaroenorme y acorazado. Vuelve a mí la imagen de los pelos metálicos ensartados en las agujas. El resto de la mesa está ocupado por pequeñas esculturas de formas raras y modernas,papeles, libros, y un reloj de arena con la arena de color rosa.Pienso: arena de un desierto rosa,arena del mundo delmonstruo. Me desprendo de las piernas de mi madre y mequedo, de pie, junto a ella. El suelo parece una tabla deajedrez infinita. Ejecuto el movimiento del caballo, mi padreme enseñó, siempre gana. Mi madre me dice: estate quieto.Yo obedezco. Entonces el médico le comunica a mi madreun mensaje que no puedo entender. Ella se sobresalta. Memira. Mira al médico. Me mira otra vez. El médico coge unade las plumas del monstruo. Es un bolígrafo. De un cajónsaca una de sus recetas. Las recetas presentan un membreteen la esquina superior izquierda y el papel no es liso, tienerugosidades, parece un tejido. Mi madre toma la receta y laesconde en el rincón más oculto del bolso. El médico hablacon mi madre, pero me mira a mí, sonríe, me hipnotiza. Mepide que espere fuera, junto a la enfermera. Mi madre asiente. Intento recuperar al guerrillero, porque quiero, más quenueva revista· 129300están entre nosotrosnada, devolverle su dignidad, pero me expulsan. Espero fuera, cerca de la enfermera. Al cabo sale mi madre. El médicosale también. Cuando nos despide, mientras nos dirigimoshacia la salida, me coge del cuello con tanta firmeza que meparaliza.Los dedos casi pueden tocarse al rodear mi cuello.Hay otra persona que tiene la misma afición: el cura de laparroquia. Yo no sé si se trata de un gesto cordial, de unaamenaza o de un castigo.Cuando llegamos a la entradame da la mano como a un hombre y descubro que no aprieta, que está blanda. Pienso:noes un ser humano, es un muñeco; es un ingenio mecánico con voluntad y auto nomíapropia. Pienso: ¿cuántos habrá entre nosotros? La enfermeranos despide, pero ya no me gusta tanto; no mueve la bocacuando habla. Mi madre está seria. Tiene los ojos abiertos,pero no mira hacia ningún lado mientras camina. Intuyo quemi deber, por ahora, es guardar silencio.Mi madre me lleva a una gran cafetería. Nos sentamos.Me invita a un helado. Ella toma café y tostadas. Me miracon grandes ojos, no habla. Está tan triste que no parece mimadre. De repente, el vaso de café estalla, se fragmenta enmil pedazos. El café alcanza a las tostadas yanula su crujientetersura, empapa toda la mesa. Alguien dice: le ha dado unaire. Pienso: un aire, Pienso: han disparado contra nosotros;uno de ellos ha disparado contra nosotros.El camarero limpia, retira, repone. Nadie parece prestarle atención al atentado. Pienso: no te preocupes, mamá.Voy a protegerte. El guerrillero y yo te protegeremos. Ya soyun hombre. Tengo seis, siete años. PUBLICADO EN NUEVA REVISTA N.º 78 (2001)nueva revista· 129301