Nueva Revista 043 > Manuel Machado

Manuel Machado

Luis Alberto de Cuenca

Nos habla del poeta español Manuel Machado y de una de sus obras: Adelfos.

File: Manuel Machado.pdf

Referencia

Luis Alberto de Cuenca, “Manuel Machado,” accessed March 29, 2024, http://repositorio.fundacionunir.net/items/show/834.

Dublin Core

Title

Manuel Machado

Subject

Poetas de línea clara

Description

Nos habla del poeta español Manuel Machado y de una de sus obras: Adelfos.

Creator

Luis Alberto de Cuenca

Source

Nueva Revista 043 de Política, Cultura y Arte, ISSN: 1130-0426

Publisher

Difusiones y Promociones Editoriales, S.L.

Rights

Nueva Revista de Política, Cultura y Arte, All rights reserved

Format

document/pdf

Language

es

Type

text

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MANUEL MACHADO Luis Alberto de Cuenca in Manuel Machado (18741947) y sin Borges no es concebible la poesía española del fin de siglo. Su huella es perceptible en Julio Martínez Mesanza, Miguel dOrs y Jon Juaristi, Sla tríada capitolina de nuestra lírica contemporánea. Su rastro es luz y orienta a los más jóvenes por el oscuro bosque de la creación literaria. A Borges ya me he referido en esta misma sección. De Manuel Machado poco puedo decir salvo que, en compañía de Federico García Lorca, me parece el poeta español más genial de este siglo que ahora termina. En una ocasión ya lejana, intervine en un curso tinerfeño de la UIMP, dirigido por mis amigos Blanca Garí y Juan Francisco Fuentes, con el tema «Autorretratos líricos contemporáneos». Y, claro, no paré de hablar de los de don Manuel Machado, auténtico inventor del género. Desde «Adelfos», en Alma (18981900), hasta el «Nuevo autorretrato», de Phoenix (1935), pasando por «Retrato», «PrólogoEpílogo» y «Yo, poeta decadente», de El mal poema (1909), Manuel Machado se dibuja poéticamente a sí mismo con un ingenio, una frescura y una claridad tales que se diría que asistimos en sus versos al teatro sin tiempo de los mitos, cuando podía uno tumbarse a la sombra de un árbol a oír el canto del ruiseñor y el reloj suspendía, por un siglo o por un milenio, su carrera veloz hacia la muerte. Transcribo ahora el primer autorretrato de don Manuel (Poesía. Opera omnia lyrica, Madrid, Editora Nacional, 1942, páginas 34), ese que casi todo el mundo se sabe de memoria, y un poema mío en honor del maestro, publicado en Cuadernos Hispanoamericanos allá por 1974, coincidiendo con su centenario. ADELFOS Yo soy como las gentes que a mi tierra vinieron soy de la raza mora, vieja amiga del Solque todo lo ganaron y todo lo perdieron. Tengo el alma de nardo del árabe español. Mi voluntad se ha muerto una noche de luna en que era muy hermoso no pensar ni querer... Mi ideal es tenderme, sin ilusión ninguna... De cuando en cuando, un beso y un nombre de mujer. En mi alma, hermana de la tarde, no hay contornos...; y la rosa simbólica de mi única pasión es una flor que nace en tierras ignoradas y que no tiene aroma, ni forma, ni color. Besos, ¡para no darlos! Gloria... ¡la que me deben! ¡Que todo como un aura se venga para mí! ¡Que las olas me traigan y las olas me lleven y que jamás me obliguen el camino a elegir! ¡Ambición! No la tengo. ¡Amor! No lo he sentido. No ardí nunca en un fuego de fe ni gratitud. Un vago afán de arte tuve... Ya lo he perdido. Ni el vicio me seduce, ni adoro la virtud. De mi alta aristocracia dudar jamás se pudo. No se ganan, se heredan, elegancia y blasón... Pero el lema de casa, el mote del escudo, es una nube vaga que eclipsa un vano sol. Nada os pido. Ni os amo, ni os odio. Con dejarme, lo que hago por vosotros hacer podéis por mí... ¡Que la vida se tome la pena de matarme, ya que yo no me tomo la pena de vivir!... Mi voluntad se ha muerto una noche de luna en que era muy hermoso no pensar ni querer... De cuando en cuando un beso, sin ilusión ninguna. ¡El beso generoso que no he de devolver! M. M. París, 1899 DE Y POR MANUEL MACHADO La felicidad no es, evidentemente, sólo un cuerpo, ni el destello casi apagado de unos ojos sobre la cama. Si fuera así, no hubiese sido necesario encontrar en Alberto Magno cierta referencia a los bueyes atribuida a Heráclito. Todo esto se me ocurre porque acabo de recibir un precioso ramo de serpientes y tengo un libro de Manuel Machado abierto sobre la mesa. El libro es una princeps de Alma, como era de esperar, y está abierto por un poema llamado «Oriente». En el poema se nos habla de Marco Antonio y de Cleópatra, y de un siervo que muere al beber una copa. Ello me ha conducido, sin poderlo evitar, a Plutarco, y debo reconocer que he leído su Antonio con el mismo entusiasmo de aquellos días. (Luego descubriría que había olvidado por enésima vez que Shakespeare lo conoció en la versión inglesa de North, y que sir Thomas North conocía el griego aproximadamente igual que Unamuno.) Mientras me asaltan todos estos fantasmas eruditos, los automóviles siguen murmurando a mi alrededor. El hecho de que la gran ciudad se vaya poniendo inhabitable es algo que no me disgusta, como no me disgustan las chicas de las pinball machines, ni las películas de Hawks con Cary Grant o Wayne, ni los guiones de Dash Hammett para el pincel heroico de Alex Raymond. El poeta recuerdo un topos de Petrarca va caminando casi siempre por campos muy desiertos, y no negaré que estoy pensando en ciertos desiertos americanos (me los recuerdan esos crótalos que acabo de alojar en un jarrón para que nadie, nadie, ni siquiera mi perro, los vaya a confundir con el bouquet de rosas que alguien dejó olvidado junto a la almohada.) A veces vuelvo a Shakespeare una nube se parece a un dragón, el viento a un oso o a una ciudadela relativamente expugnable. Son imágenes, imágenes que se ciernen sobre nuestras cabezas, posibles máscaras del invierno o velos del atardecer. Lo que hoy es un caballo sigue Shakespeare puede ser luego un pensamiento o un anillo de compromiso: hasta los compromisos son, en el fondo, vanidad. Si del poema «Oriente», una perfecta gema modernista, he pasado a Plutarco en busca de la perdida adolescencia y he llegado a fijar mis reales por una tarde en cinco actos de una tragedia que no había sabido leer, no ha sido lo prometo para empañar el brillo de la joya primera, ni para convertirla en simple piedra, estampa o rata de laboratorio; permanece en mí todo su impacto argumentai, la difícil tersura de sus palabras. Y detrás del respeto que me ofrece lo inútil amistad, gesto, gemapuedo ver hoy al hombre que ha partido su mentira conmigo, puedo ver a Manuel Machado, sonriente en su princeps sobre la mesa, a Manuel el prodigioso, a Manuel el funámbulo, a quien debo querer hasta el final, porque así lo quisieron mis abuelos, y yo les obedezco en todo, y, al cabo, sólo Marco Antonio será capaz de derrotar a Marco Antonio, y todo esto no deja no puede dejar de ser bello en este momento en que sigo propagando por los desiertos del mundo, tal vez americanos, las ondas de unos pasos tan tardos y tan lentos al menos como los de Petrarca, por este camino clausurado por donde voy, aunque los áspides me consuelen, solo y recluso en esa bilis negra que vierte al castellano el cultismo melancolía. L. A. de C. San Lorenzo de El Escorial, 1974