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El Estado del bienestar sostenible
Alfredo Molinas
Sobre el Estado del Bienestar que ha sido uno de los estandartes del pensamiento económico, ha dominado las políticas económicas y ha impregnado la sociedad europea.
File: El Estado del bienestar sostenible.pdf
Número
Referencia
Alfredo Molinas, “El Estado del bienestar sostenible,” accessed November 22, 2024, http://repositorio.fundacionunir.net/items/show/776.
Dublin Core
Title
El Estado del bienestar sostenible
Subject
Economía
Description
Sobre el Estado del Bienestar que ha sido uno de los estandartes del pensamiento económico, ha dominado las políticas económicas y ha impregnado la sociedad europea.
Creator
Alfredo Molinas
Source
Nueva Revista 041 de Política, Cultura y Arte, ISSN: 1130-0426
Publisher
Difusiones y Promociones Editoriales, S.L.
Rights
Nueva Revista de Política, Cultura y Arte, All rights reserved
Format
document/pdf
Language
es
Type
text
Document Item Type Metadata
Text
EL ESTADO DEL BIENESTAR SOSTENIBLE Alfredo Molinas El Estado del Bienestar no puede serlo de unos pocos: el Estado del Bienestar sostenible ha de ser primero sostenible, después Bienestar y si no queda más remedio también Estado. urante décadas, el Estado del Bienestar ha sido uno de los estandartes del pensamiento económico, ha dominado las políticas económicas y ha impregnado hasta las más finas capas de Dla sociedad europea. Atrás quedaban planteamientos donde los requerimientos de un presupuesto equilibrado y una intervención mínima del Estado reinaban en la escena económica. El liberalismo pasó a un segundo plano: defender las ideas de Adam Smith o proclamarse seguidor de la escuela de la Public Choice era considerado en el primer caso un síntoma de antisolidaridad y, en el segundo, de algo que no se sabía bien lo que significaba. El Estado del Bienestar lo será, pero probablemente solo del bienestar de unos pocos. Los costes de la maquinaria estatal han ido creciendo sin ningún tipo de control. La eficacia y la eficiencia en la gestión pública es cosa de unos locos que normalmente acaban siendo devorados por el propio sistema político. La realidad, sin embargo, se acaba imponiendo. El largo plazo de las ideas keynesianas de los años 30 se ha convertido en nuestro corto plazo. De Keynes se recuerda, entre otras cosas, la frase aquella de a largo plazo todos muertos. Pues bien, ya ha llegado ese momento. El mercado ha de recuperar su protagonismo allí donde es más eficiente. Las políticas públicas no están exentas de costes y hay que medirlos junto a los hipotéticos beneficios y beneficiarios de las mismas. El Estado no podrá suspender pagos, pero los ciudadanos que lo financian sí pueden quebrar. El Estado del Bienestar sostenible ha de ser, en primer lugar, sostenible; después, bienestar y por último si no queda más remedioEstado. ¿Quién sostiene la maquinaria estatal? La famosa frase Hacienda somos todos es ilustrativa de lo que se pretende expresar en este apartado, aunque con una finalidad bien distinta a la del enfoque original con que fue acuñada: porque la utopía de convertir al Estado en una especie de Robin Hood no es solo un mito; es un mito al que la praxis, junto a los mecanismos propios de la inercia estatal, ha desmentido, dándole completamente la vuelta. Si nos fijamos en el caso español y buscamos un ejemplo concreto en uno de los impuestos paradigmáticos de la solidaridad redistristributiva teórica el Impuesto sobre la Renta de las Personas Físicasnos daremos cuenta perfectamente de la ilusión financiera en que se tiene atrapado al contribuyente. Tomando las rentas comprendidas entre uno y seis millones de pesetas brutas lo que no es ninguna exageración, permitiendo colocar este segmento entre un nivel que podríamos calificar de clase media y baja, el conjunto de contribuyentes con esas rentas aporta a la recaudación total por IRPF el 70,4% del total. A partir de una renta bruta de 2.600.000 pesetas, los contribuyentes españoles pagan una cuota superior al porcentaje de población que está sometida al impuesto. La progresividad empieza, pues, en unos niveles lo suficientemente bajos como para que empecemos a tener serias dudas acerca del carácter redistributivo real del impuesto. Pero todavía hay más: si atendemos a los niveles de renta en los tramos por encima de los seis millones de pesetas, nos encontramos con que este subconjunto de población aporta poco más de un billón de pesetas. No vamos a entrar en juicios de valor sobre la conveniencia o no de este reparto, porque el objetivo al que queremos llegar es otro: tenemos un billón de pesetas recaudado en los ámbitos superiores de la escala. ¿Es mucho o es poco? Atendiendo al volumen de gasto público que la recaudación ha de financiar, y que en estos momentos ronda el 50% del producto interior bruto, esto significa que ese billón de pesetas solo sirve para cubrir entre un 3 y un 4% del gasto total. Lo cual quiere decir que la maquinaria estatal no tiene bastante con sacar dinero a los más ricos para financiarse, sino que el Estado nos necesita a todos. La redistribución solidaria del impuesto queda así convertida en un mero ejercicio especulativo donde la demagogia de las palabras puede más que los hechos. La cuestión es que en un Estado de dimensiones más reducidas la redistribución de la renta a través de los impuestos, probablemente, podría tener alguna lógica; pero, desde luego, con una maquinaria que absorbe la mitad de la actividad económica del país, no solo pierde todo su sentido, sino que su aplicación provoca redistribuciones absolutamente perversas, con lo que acaba sucediendo justo lo contrario de lo que en teoría se pretende. ¿Hay que cambiar las reglas de juego? La situación actual de nuestra todavía joven democracia nos obliga a reflexionar acerca de las relaciones de dependencia que existen en uno u otro sentido entre el papel del Estado en la economía y los sistemas de democracia representativa. Este no es un tema nuevo: pueden encontrarse multitud de páginas de literatura económica que avalan esta relación. Uno de los pioneros en este campo fue el trabajo de Downs en 1957, Teoría económica de la democracia, en el que lanzó un mensaje que ha acabado por ser profético: Los partidos formulan políticas que les permitan ganar las elecciones en lugar de ganar las elecciones con el fin de formular políticas. No menos contundentes fueron Buchanan y Wagner en su Déficit del sector público y democracia (1977), en el que señalaban que la economía keynesiana ha proporcionado la independencia a los políticos; ha destrozado el límite efectivo a los apetitos ordinarios. La tendencia inexorable del gasto público a crecer desmesuradamente en las democracias y las restricciones cada día mayores que los ciudadanos imponen a su disposición para soportar crecientes cargas impositivas bajo la bandera de la justicia distributiva, constituyen un lastre demasiado pesado para cualquier economía. Con las actuales reglas del juego, es decir, el flujo actual de relaciones entre política y economía, la batalla está totalmente perdida. Existen pruebas de esto, y bastantes contundentes, en la historia de la política económica reciente; por ejemplo, la experiencia reformadora del periodo Reagan me parece una buena muestra; quien quiera ilustrarlo puede leer el libro que escribió hace ya algunos años David Stockman, El triunfo de la política (Grijalbo), acerca del fracaso de los intentos de reconducir la inercia del sector público hacia la expansión pero sin cambiar las reglas sobre las que se sustenta el sistema de decisiones en la democracia. Y cito la experiencia norteamericana, aun cuando honestamente pienso que las economías europeas están todavía a años luz en la profundización de los mecanismos democráticos. El firmamento financiero del gasto público está compuesto de minúsculas estrellas que iluminan y reclaman nuestra atención, o mejor dicho la de nuestra billetera. La realidad es que mientras no se arbitren mecanismos de control con los que el ciudadano adquiera un mayor protagonismo en las decisiones económicas que toman los políticos, probablemente no haya solución. En definitiva, se trata de un cambio hacia la implantación de reglas más próximas a la democracia directa, donde las decisiones económicas se expliquen y debatan de forma pública y más próxima a los votantes. Que el ciudadano conozca el coste y el beneficio de las decisiones públicas es el requisito necesario.