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Por una épica de la razón

Alejo Vidal-Quadras

Sobre la obra de Popper cuya característica principal, según el autor, es la invitación al combate intelectual como única forma digna de vida.

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Alejo Vidal-Quadras, “Por una épica de la razón,” accessed March 29, 2024, http://repositorio.fundacionunir.net/items/show/723.

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Por una épica de la razón

Subject

Ensayos

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Sobre la obra de Popper cuya característica principal, según el autor, es la invitación al combate intelectual como única forma digna de vida.

Creator

Alejo Vidal-Quadras

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Nueva Revista 038 de Política, Cultura y Arte, ISSN: 1130-0426

Publisher

Difusiones y Promociones Editoriales, S.L.

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Nueva Revista de Política, Cultura y Arte, All rights reserved

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es

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POR UNA ÉPICA DE LA RAZÓN APROXIMACIÓN SUBJETIVA Y APÓCRIFA AL LEGADO INTELECTUAL DE SIR KARL POPPER Alejo VidalQuadras Si tuviese que extraer un único mensaje, una caracterización esencial de la ingente obra de Popper, me inclinaría por su invitación implícita, pero permanente, al combate intelectual como única forma digna de vida. urante el simposio organizado con motivo del octogésimo cumpleaños de Sir Karl Popper por el Ayuntamiento de Viena Dy la Radiotelevisión austríaca del 24 al 26 de Mayo de 1983, el Catedrático de Fisiología de la Universidad de Estrasburgo, Profesor Alexander Petrovic, se refirió al homenajeado como San Popper, entre el regocijo y los aplausos de los asistentes. El propio Sir Karl protestó con un enfático ¡Por Dios!, demostrativo de que conservaba una gran precisión argumentativa incluso en las interjecciones. Sin embargo, el motivo por el cual el ilustre médico había elevado a Sir Karl a los altares era de peso. Según Petrovic, cada vez que sentía la tentación de utilizar el procedimiento investigador consistente en buscar aquellos datos que reforzasen sus hipótesis de diagnóstico en vez de esforzarse en hallar los que pudiesen contradecirlas, una devota invocación a San Popper le apartaba del desliz metodológico y de la perversión epistemológica. Aunque pudiera parecer que este intento de reducir las reglas del trabajo científico a las de la práctica ascética no está demasiado justificado, a mi me parece un hábito de lo más recomendable. Todos deberíamos encomendarnos a San Popper con cierta frecuencia, y como mínimo, al levantarnos, al aeostar* Contribución al homenaje en memoria de Sir Karl Popper organizado por la Fundación para el Análisis y los Estudios Sociales el 2 de noviembre de 1994 en el paraninfo de la Universidad Complutense. nos y antes de que el Gobierno socialista ponga en marcha su vigésimoséptimo plan de convergencia con Europa. Porque el legado de Popper, destilado hasta la quintaesencia en su célebre frase Este no es un mundo que confirma verdades, sino que refuta errores, es de aplicación universal, y es lo que hace de él, en el sentido más potente de la palabra, un clásico. Su lúcida prescripción de que no renunciemos jamás a la verdad, pero no caigamos en la claudicación de la certeza, es válida en todas las circunstancias y en todos los campos. Pocos pensadores han sido capaces, como él lo fue, de construir una teoría del conocimiento insuflada de forma tan natural y enriquecedora en ámbitos tan diversos como las ciencias de la naturaleza, la creación literaria, la economía, las artes plásticas, la antropología, la Historia o la organización social, y fecundarlos e iluminarlos para ofrecer, en todos ellos, perspectivas esclarecedoras e inéditas. Popper solía decir que el cerebro humano es, en sí mismo, una teoría, una hipótesis indagadora de la realidad, y escribió un libro con Sir John Eccles sobre cuestión tan sugerente. Desde este punto de vista, no cabe duda de que el cerebro de Karl Popper constituyó una hipótesis de fuerza sobrecogedora, que trazó un rumbo apasionante y seguro en el oceáno proceloso de las ideas, cuyos arrecifes y bajíos cartografió con inigualada maestría. De entre las múltiples aportaciones de Popper, cuya simple mención ocuparía varias sesiones como la que nos reúne, quisiera solamente esbozar un brevísimo atisbo de unas pocas de especial interés para aquellos que trajinan que trajinamos el dominio bullicioso, sincopado y resbaladizo de la política. Lo que a continuación expondré es el resultado de examinar algunas experiencias personales, no todas placenteras, a la luz de las enseñanzas popperianas. Carácter rastrero del método inductivo Popper sentía un profundo disgusto por el método inductivo, que siempre le inspiró comentarios despectivos. Lo llamaba propaganda de Bacon, filósofo que no contaba con su simpatía y al que consideraba falto de vigor y de temple. Y es que, realmente, alguien de cuya pluma surgiera una máxima tan pusilánime como Natura non nisi parendo vincitur, difícilmente podría encajar con la visión popperiana del conocimiento entendido como empresa arriesgada, que a través del ensayo y del error, del abordaje activo a la experiencia, sale al encuentro de los hechos y los aprehende doblegando su aparente desorden. Popper condenaba como falsas tanto la teoría lógica como la fisiológica de la inducción y se negaba a admitir la existencia de reflejos condicionados. Las secreciones del perro en el experimento de Pavlov debían interpretarse como el resultado de una teoría, como el húmedo y excitante descubrimiento de la ley por la cual al sonar la campana llegaba la comida, y no como un aprendizaje por repetición, ciego y ajeno a la consciência. La restallante frase: El mundo no nos entra por la vista. Nos sale por la mirada resume a la perfección la repugnancia intelectual que sentía Popper por la mera acumulación de datos como método de adquirir un conocimiento digno de tal nombre. La traslación al terreno político de las obvias limitaciones del procedimiento inductivo sitúa en sus justos y decepcionantes términos a los adictos a las encuestas como fuente excelsa de información y piedra angular de la toma, o más frecuentemente, de la falta de toma de decisiones en la gestión pública. Las iniciativas y las estrategias políticas no deben ser el reflejo adocenado y automático de los sondeos de opinión, sino el resultado consciente y activo de nuestras convicciones operando sobre una realidad previamente auscultada y analizada. La sociometría es una disciplina auxiliar, y cuando se erige en protagonista denota la existencia alarmante de dos patologías graves: la ausencia de un proyecto político bien articulado y la supeditación del rigor ético a la conveniencia electoral alicorta. Cuando un partido de oposición es acusado de tener excesiva prisa, de ejercer una presión abrumadora e implacable sobre el Gobierno, de caer como un ave rapaz sobre un adversario vacilante, detrás de esta letanía quejumbrosamente defensiva, late la nostalgia por el planteamiento inductivo. Dejad que la naturaleza siga su curso, permitid que los ciclos biológicos se cierren serenamente, alargad lánguidamente la mano hacia la fruta madura, esperad a la puerta de vuestra sede al paso de nuestro túmulo seguido de plañideras de cuota, de prófugos volátiles y de cooperativistas sin techo; esa es la cantinela que llega desde las sirenas encaramadas al Novum Organum y que es de todo punto inaceptable desde un enfoque popperiano. ¿De qué sirve que un cadáver contemple por fin el paso de otro cadáver, eso sí, muy inductivamente? La doctrina del viejo maestro sería en esta cuestión muy clara: Sed despiadadamente críticos, no deis cuartel a lo que percibís honestamente como equivocado y dañino, exhibid valientemente al sol vuestras alternativas y perseguid la victoria con ardor. Popper jamás se limitó a esperar que el marxismo, el psicoanálisis o la aproximación sociológica de Kuhn a la Historia de la Ciencia se desplomaran por sí solas. Combatió estas doctrinas sin descanso, en un cuerpo a cuerpo intelectual lleno de arrojo y decisión. Esta es la insobornable lección que su distanciamiento del método inductivo nos ha dejado y que no sería bueno olvidar. El consenso como renuncia a la verdad Una de las constantes del pensamiento de Karl Popper, que gustaba de repetir sin miedo a la reiteración, era su afirmación indubitada de la existencia de la verdad. El hecho de que esta aseveración optimista y consoladora fuera indefectiblemente acompañada de la advertencia de que la verdad absoluta es inasequible y de que todas las verdades a nuestro alcance son provisionales, simples etapas en un camino interminable, expuestas sin remedio a la falsación, no atenuaba ni un ápice la rotundidad de la única proposición que, para él, no admitía ser refutada, a saber, que la verdad existe y que nuestra misión en esta vida es perseguirla sin dejarnos vencer por el desaliento. La superación de la mecánica newtoniana por la teoría de la relatividad no disminuyó la grandeza impresionante del edificio de la gravitación universal elaborado por el mayor genio que jamás haya profesado en el Trinity College, de la misma forma que el descubrimiento de las mutaciones por De Vries no oscureció la brillantez de la intuición de Darwin, o que la explicación de la estructura atómica a partir de la teoría cuántica intensificó aún más la admiración que hoy nos suscita la ordenación pionera de los elementos químicos por Mendelejev. El néctar de la verdad no se hizo para nuestros labios, pero hemos creado sucedáneos cada vez más admirables y debemos perseverar en ello. Esta presencia de la verdad, aunque sea en un horizonte siempre lejano, tiene consecuencias sobre un concepto político, que se traduce en una práctica frecuente, y que se conoce como consenso. Si queremos ser consistentes con la adhesión popperiana a la existencia de la verdad, la idea de consenso resulta abyecta y ha de ser reemplazada por otra, que cumpliendo los mismos objetivos, se desprenda de su carga degradante y viscosamente relativizadora. En efecto: ¿Qué es un consenso? ¿En qué consiste el éxito de tal operación concurrencial? En el consenso, un conjunto de verdades parciales se armonizan sobre la base de la renuncia previa a establecer la verdad. Es decir, cada uno de los discrepantes admite que la verdad no existe y a partir de premisa tan estimulante y fortalecedora, se configura un híbrido entre el as en la manga y la goma de mascar. Habitualmente, se redacta un papel que, para poder ser firmado por todo el mundo, no dice absolutamente nada, con lo que el consenso se concreta en la formalización solemne de la inutilidad. En términos médicos, un consenso sería un placebo, pero con un inconveniente grave: rara vez es inofensivo. Al anular los fragmentos de verdad que se reúnen en una interferencia tan destructiva como frustrante, el balance neto es una disminución de la cantidad y calidad de verdad en el universo. Los consensos son sumideros de la verdad y, como tales, han de ser evitados. Uno de los pocos gestos nobles que se pueden hacer en política es resistirse a participar en un consenso e intentar convertirlo en algo distinto, llámese acuerdo, transacción, pacto o reconocimiento puro y simple de que el contrario está cargado de razón. Por supuesto, tampoco hay que desdeñar de entrada el placer exquisito de hacer morder el polvo dialéctico al oponente, delicia a la que sólo son insensibles los que circulan por los numerosos hemiciclos del país equipados con la peligrosa y peregrina opinión de que en la política hay un sitio para los mansos de corazón. Cuando la suma de verdades parciales que se conjugan desemboca en una verdad superior y más completa, la verdad propia puede ser cedida en aras de la gobernabilidad, la paz o la convivencia tolerante. Pero cuando nuestro trozo de verdad corre el peligro de ser engullido por las fauces del consenso esterilizante, dejándonos el vacío por todo consuelo, hay que aferrarse a sus jirones y asumir la incomodidad de la soledad o del ostracismo. Popper nunca se avino a consensos sobre sus convicciones, que surgían de un razonamiento crítico exhaustivo y, con ello nos marcó un ejemplo indeleble. Si nuestra conciencia y nuestro intelecto han formulado su veredicto después de templarlo mediante el contraste abierto con la evidencia empírica y la coherencia interna de nuestros criterios morales, estamos en condiciones de prescindir del consenso para contentarnos con una porción, por minúscula que sea, de la verdad. Por una épica de la razón Si tuviese que extraer un único mensaje, una caracterización esencial de la ingente obra de Popper, me inclinaría por su invitación implícita, pero permanente, al combate intelectual como única forma digna de vida. Al recordarnos que sólo somos personas en el Mundo Tres, que aquello que nos hace humanos es la continua interacción de nuestra mente consigo misma y con la de los demás, Popper nos muestra la senda gloriosa que nos permite superar el castigo originario. Fuimos irremisiblemente apartados del árbol del conocimiento, pero se nos entregó la espada de la inteligencia. Privados del regalo de ser felices, se nos otorgó el difícil honor de ser libres. Al resumir toda su poderosa epistemología en la sentencia nosotros inventamos las teorías y nosotros acabamos con ellas, Popper configuró una epopeya interminable y exaltante a la que sólo nos podemos sustraer si rebajamos intolerablemente nuestras metas como seres humanos. Al desmitificar los a priori kantianos y someterlos a la falsabilidad, nos indicó la vía para vencer a aquellas doctrinas políticas reduccionistas que se apoyan en instintos primordiales pretendidamente inamovibles. El raciocinio crítico, nos dijo, puede derrotar a la envidia, a la identidad grupal y al altruismo de la horda, y ese es el lance que los paladines de la libertad deben librar con nobleza, pero sin concesiones. Curiosamente, la teoría del conocimiento de Popper proporciona una respuesta a la advertencia de Hayek sobre la necesidad de motivaciones emocionales para hacer prevalecer la causa de la libertad. Popper, que, sobre todo en sus últimos años, estuvo especialmente preocupado por atraer a los jóvenes a las tareas que valen realmente la pena, sabía que la juventud se moviliza mejor si se apela a su generosidad y a su valor. Por eso, hizo del cultivo de la inteligencia y de la falsación objetiva una misión exigente y una vocación heroica. Si el mundo está biológica, racional y metafísicamente abierto, la búsqueda del Grial tiene sentido, aunque sus contornos sean borrosos para nuestros ojos imperfectos, cuya mirada se confunde con el deseo de ver. El azar es el nombre que damos a nuestra ceguera, porque en una dimensión que nos trasciende hay un camino trazado, y es un camino ascendente. No somos Sísifos desesperados e impotentes, sino alpinistas esforzados hacia una cumbre eternamente rodeada de nubes. El optimismo vital y pletórico de Popper es incompatible con el escepticismo existencial y la ambigüedad ética que, en su cosmovisión, son asimilados a formas inaceptables de vileza. Conjeturas y refutaciones y La sociedad abierta y sus enemigos fueron redactados en prosa, pero de sus páginas tersas y rigurosas brota una llamada esculpida en hexámetros vibrantes e intemporales que canta a la indisoluble identidad de verdad y libertad, que transforma cada hipótesis sobre la realidad en una aventura impregnada de emoción y de riesgo, que autoriza a desear el absoluto pero que condena su mención explícita como una blasfemia, que invita a mejorar incesantemente el mundo y los seres humanos persiguiendo un ideal tan inalcanzable como tangible, que anima a establecer una jerarquía de los valores y a perfilar nítidamente sus fronteras, y que insta a la conquista inteligible del planeta como un imperativo ético. Popper consideraba la poesía, la música, la pintura y las ciencias de la naturaleza las más excelsas actividades de nuestra especie. Quizá por eso se dedicó intensamente a la teoría del conocimiento y a las ciencias sociales para conseguir una hazaña sólo posible desde su cabeza prodigiosa y su impresionante estatura moral: escribir para todas las generaciones y todas las épocas, al igual que aquel bardo ciego que hace dos mil ochocientos años fundiera por primera vez la libertad y la belleza, una mezcla impagable de poema, sinfonía, fresco multicolor y teorema, que alumbra una nueva épica, una cálida, expectante y redentora épica de la razón que nos reconcilia, rezumante de humanidad y de esperanza, con nuestro destino mortal. •