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La transición española, modelo universal

José M. Cuenca Toribio

Del éxito obtenido con la Transición a la democracia tras el régimen franquista y de la admiración que otros países profesan a España.

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José M. Cuenca Toribio, “La transición española, modelo universal,” accessed November 22, 2024, http://repositorio.fundacionunir.net/items/show/700.

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La transición española, modelo universal

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Ensayos

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Del éxito obtenido con la Transición a la democracia tras el régimen franquista y de la admiración que otros países profesan a España.

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José M. Cuenca Toribio

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Nueva Revista 037 de Política, Cultura y Arte, ISSN: 1130-0426

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Difusiones y Promociones Editoriales, S.L.

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Nueva Revista de Política, Cultura y Arte, All rights reserved

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Cuando desde diversos miradores extranjeros se observaba con morbosidad la salida del largo régimen franquista, los españoles se ganaron a pulso la admiración de todos por la solución al siempre difícil trámite de un poder autoritario a una situación democrática. LA TRANSICION ESPAÑOLA, MODELO UNIVERSAL Por José M. Cuenca Toribio a presencia contemporánea de España en la historia universal ha sido de carácter bélico. Así ocurrió en los inicios del XIX con la cruzada antinapoleónica y cuando los ecos románticos, que con tanta intensidad produjera la francesada, comenzaKi^mmm ban a extinguirse, una nueva contienda volvió a proyectar a nuestro país en el primer plano de la actualidad mundial, dando lugar a una literatura no tan rica estéticamente como la del conflicto contra Bonaparte, aunque si tan nutrida y percutiente. A fines del novecientos otro episodio ha devuelto a España popularidad y halo universales. Cuando desde diversos miradores extranjeros cancillerías, medios de información, universidades, sindicatos, etcétera, penetrados de la memoria traumática que los acontecimientos de 1 808 y 1936 depositaran en la conciencia colectiva de occidente, se observaba con indudable morbosidad la salida del largo régimen franquista, los españoles se ganaron a pulso la admiración de todas las gentes de buena voluntad, gozosamente asombradas de la solución dada por nuestro pueblo al siempre difícil tránsito de un poder autoritario a una situación democrática. Si grandes fueron las reservas, mayores serían los aplausos una vez pasada la página de este capítulo decisivo de la historia hispana, convertido también de ahí, su resonancia en coyuntura crucial de un gran número de naciones, pequeñas y grandes, que en este fin de siglo se hallan enfrentadas con el mismo desafío al que los españoles dieron satisfactoria respuesta. En la geografía más cercana a éstos, casi todos los estados de la América del Sur supieron encontrar, algún tiempo después que su antigua metrópoli, los senderos que les condujeran de la dictadura y el autoritarismo a la libertad y la democracia. En otras zonas más próximas aún geográficamente, en la Europa central, el fin del comunismo determinó que colectividades de gran peso histórico tuvieran que despejar igual incógnita antes de adentrarse resueltamente por los senderos de una convivencia pluralista, hazaña que en casi todos los casos consiguieron llevar a buen puerto. Sin embargo, tanto en dichos territorios como en los de la antigua América española, paíseseje en la configuración del mundo actual y, sobre todo, del inmediato porvenir, como Rusia o México, buscan, ante la mirada expectante del planeta, fórmulas que los asienten definitivamente en el solar de las libertades. En Africa y Asia otros pueblos atraviesan etapas semejantes. Por fortuna, una gran nación, grávida de futuro, la Unión Surafricana, da muestras de andar con firme paso por el camino que le lleve a coronar con éxito una transición particularmente difícil por los muchos factores en ella imbricados. También el gigante chino está frente al umbral del cambio; pero todavía no ha llegado ni siquiera a la antesala de la escena política en la que, final y decisivamente, se juega el gran envite de la transformación de una dictadura en la postrera fase de su evolución como régimen autoritario, en un Estado de Derecho. Esto quiere decir, pues, que la asignatura cursada con tanto aprovechamiento por los españoles seguirá disfrutando de actualidad en un largo tramo de la historia próxima; por lo que no es de extrañar que el modelo hispano siga concitando el interés de gobernantes y estudiosos. En España como fuera de ella reuniones científicas y una voluminosa bibliografía refrendan la trascendencia interna e internacioLa transición es un ciclo afortunadamente concluso de nuestro pasado próximo nal de un proceso al que, con las debidas precauciones, los historiadores pueden ya incluir en su jurisdicción. Pues, en efecto, no obstante la opinión en contrario de algunos de sus actores más provectos, en braceo desesperado aunque comprensible contra el paso del tiempo o de plumas intonsas o apasionadas, la transición es un ciclo afortunadamente concluso de nuestro pasado próximo. Bien que, como en todos los fenómenos de una gran envergadura, sus límites se presenten borrosos y hasta delicuescentes, si se considera que el fin último de toda transición es la instauración de un régimen de libertades y la consiguiente impregnación de su cultura por el cuerpo social, sólo los extremistas o los supérstites con vocación de eternidad pueden negar que dicho estadio se ha alcanzado en nuestro país. Una gran empresa científica que consumió los esfuerzos de buena parte de los historiadores más sobresalientes del período de entregueTras y de comedios de la centuria fue la de categorizar historiográficamente el hecho revolucionario. Como siempre, los servidores de Clío no hacían más al afrontar tamaño reto que el de sintonizar con las aspiraciones más profundas de su entorno. La revolución rusa, acontecimiento divisorio de la contemporaneidad, había colocado el análisis del tema en un lugar prioritario para la comunidad de los historiadores, urgidos por tirios y troyanos, conservadores y progresistas, a un análisis que fuera instrumentalizado en provecho de sus respectivas causas. El esfuerzo interpretativo y sistematizador de los investigadores descansó, como se sabe, sobre el trípode constituido por la revolución puritana de 1648, la burguesa de 1789 y la proletaria de 1917. El esquema básico, la aproximación al fenómeno, se realizó desde la caracterización religiosa de la revolución inglesa, política de la francesa y social de la soviética. Aunque ninguno de sus estudiosos dejaría de englobar a cada una de ellas en un horizonte totalizador, en el que, según el ambiente y tonalidad de las respectivas fases, predominaba uno de los factores ya aludidos. La ideologizaáón extrema de la época en que se acometiera el estudio de las revoluciones y a la que no pudieron sustraerse los historiadores con mayor voluntad y objetividad, mermó el valor de sus afanes, que, no obstante, se decantarían si no en una categorización convincente de uno de los fenómenos clave en el mundo moderno, si en un instrumento de trabajo útil a efectos heurísticos y, en particular, pedagógicos. Las fases en que los grandes movimientos revolucionarios se definieron revuelta contra los privilegiados, terror, reacción conservadora o termidoriana obtendrían el ascenso de la mayor parte de los estudiosos y pasarían a articular manuales y tratados. La transición como fenómeno político Oscurecido posteriormente por la hegemonía del método marxista y su división de la andadura humana conforme a la célebre clasificación del autor de El capital, que determinaría la polarización de los trabajos en torno al hecho revolucionario en el tránsito del feudalismo al capitalismo investigación de particular incidencia en la coyuntura geopolítica de la guerra fría y la descolonización la revisión a que se ha visto sometida hoy la versión que de las revoluciones nos dieron los historiadores de las décadas centrales de la centuria hace justicia a la agudeza de algunos extremos de su análisis, y acepta, en sus grandes líneas tramos considerables de su interpretación, aparte de aplaudir su prosa, muy superior, desde luego, a la de los historiadores que le remplazaron en la tarea de auscultar los latidos de un fenómeno que, desde sus matrices, pronto se proyectaría al planeta entero, recogiendo todas sus ondas. Por el momento, aunque de indudable vitola mundial, como observábamos más atrás, la transición constituye un fenómeno político y socioeconómico de menor entidad que el revolucionario. El desbordamiento bibliográfico del presente hace, sin embargo, que su publicística revista trazas de convertirse en oceánica, en especial, por la aportación de sociólogos y politólogos, comunidades científicas muy enteLos elementos vertebradores del ciclo transicional son el diálogo transaccional y el consenso en la exclusión de toda violencia cas antes de la segunda guerra mundial. El que ningún gran historiador se haya engolfado aún en su excitante desventramiento no invalida las conclusiones que, a título provisional, van siendo propuestas ni la enjundia de ciertas interpretaciones. Por su éxito, y, muy singularmente, por la rapidez con que en una sociedad que tenía como punto de partida una excruciante guerra civil, España se ha erigido, con contundentes argumentos, en el principal laboratorio de lo que, con ciertas reservas, cabría llamar una metodología del fenómeno. A pesar de su adelanto en el calendario, el curso más dilatado y la mayor virulencia de algunas de sus páginas así como también, conforme es lógico, la menor trascendencia de su marco físico y cultural, la transición portuguesa no suscitaría un interés científico y divulgativo semejante a la operada en el otro país peninsular. Bien se entiende que en el análisis del tema no se busque denominaciones de origen, pero si se considera que el elemento vertebrador por antonomasia del ciclo transicional es el diálogo transaccional y el consenso en la exclusión de toda violencia, la española ofrece un perfil más genuino y completo que la lusitana, sin que la famosa matanza de Atocha o los disturbios de Vitoria y Montejurra todos ellos enmarcados en el primer semestre de la restauración monárquicapuedan, según quieren algunos autores portugueses, parangonarse, en cuanto a intensidad y repercusión en el proceso, a los desgarros provocados en la sociedad de su país por los intentos de reforma agraria, la nacionalización de varias fuentes de riqueza y organismos crediticios, el astillamiento de la cúpula castrense o la represión de algunos elementos de la administración salazarista. Como expusimos más arriba, datar la puesta en marcha de la transición es arduo empeño. Sin señalar, por consiguiente, ninguna piedra miliar en su recorrido los estudiosos más solventes no dudan en estimar las profundas transformaciones parte de ellas, estructuralesdel período calificado tardofranquismo como su rampa de despegue. Una transición será tanto más lograda y veloz alzándose sobre sólidos pilares de desarrollo socioeconómico. Convertida tal premisa casi en ley del proceso y en la primera definición de su despliegue, la transición española avala plenamente su rigor como elemento analítico. El acrecentamiento, en ocasiones espectacular, de la riqueza en los últimos años de la dictadura, que dotó al país de un notable equipamiento y lo proyectó, realmente, a la modernidad económicosocial, eliminó en gran medida las tensiones de la convivencia hispana y situó la tramitación del cambio hacia un Estado democrático en una zona en la que la vía dialogante no se sintiera alterada por ninguna ruptura o radicalismo. La opinión pública El gradualismo, la dosificación de esfuerzos y metas era, desde ese momento, el único camino posible aceptado por la opinión pública mayoritaria. Desmovilizada ésta e, incluso, anestesiasada durante largos años, su cultura política era muy escasa, pero estaba nucleada en torno a un elemento en el que cabía depositar toda suerte de esperanzas de afrontar sin pánico el desafío de la transición. Cualquier senda que implicase un remoto peligro de agrietar la convivencia nacional no enquistaria ningún apoyo de capas o instituciones esenciales de la existencia española. El nefasto recuerdo de 19361939 era la principal seña de identidad de las generaciones sobre las que recaerían las mayores responsabilidades del tránsito hacia la completa instauración de la democracia, al propio tiempo que un punto de coincidencia básico con el pacifismo visceral de los sectores juveniles. Superada, por asimilación, la guerra civil en el sector más numeroso de la población, la inmensa tragedia seguía emitiendo el aleccionador mensaje de las consecuencias acarreadas por el fanatismo y la intransigencia, así como por la irresponsabilidad de algunos de los líderes políticos y sociales de los años treinta. Nada insistiremos que ni remotamente pudiera traer al recuerdo la coyuntura de aquellas fechas obtendría el beneficio de una comunidad pautada ya por ñormas y moldes de vida muy similares a los de las colectividades más desarrolladas de Occidente. Cualquier postura o movimiento que no partiera de la ideaclave del diálogo y la moderación seria inmediatamente abandonado por los elementos mayoritarios del cuerpo social. Polivalente y con numerosos costados, como es propio de un hecho de su naturaleza y alcance, la transición debe ser vista y estudiada primordialmente desde la óptica política, en una sociedad, paradójicamente, poco politizada como herencia de autoritarismos y dictaduras. Con los matices y precauciones antedichos, la autonomía o, cuando menos, la primacía de lo político debe recabarse para el estudio del fenómeno que nos ocupa. Penetrados tanto por vía historiográfica como ambiental de la hipervalorización de la economía, estudiosos y observadores de los procesos de transición se muestran proclives a peraltar la trascendencia de los hechos económicos con olvido de que éstos son, en su esencia, neutros y ambivalentes. El ¡uego y, en especial, el panorama que conforman las mentalidades, las ideas y creencias de una comunidad, sus aspiraciones e incluso las corrientes propagandísticas que la informan se descubrirán como cruciales a la hora de elegir objetivos y rutas en los momentos en que haya de pasar del antiguo régimen a latitudes democráticas. E igual ocurrió, por supuesto, en el instante de su decisión por medio de situaciones revolucionarias. Los ejemplos de uno y otro signo son fáciles de espigar en los libros de Bachillerato. El desvenamiento de la transición, su disección detallada refuerza la autonomía de la política al enfrentarse con la interpretación más convincente de su gestación y desarrollo. La renuncia de los privilegiados, etapa fundamental de la transición, según la interpretación más extendida, sólo puede entenderse cabalmente desde la actitud mencionada de la primordialidad del hecho político. El indudable sacrificio de sus intereses y, hasta en muchos casos, de su ideario por parte de las élites gobernantes del establishment anterior, cobra todo su significado desde dicha óptica. Una decisión política está en la raíz de su harakiri. Así ocurrió en la transición española y en ello radica tal vez la causa mayor de su éxito y prontitud. Al abandonar, desde posiciones de privilegio, la arena política, las antiguas élites deslegitimaban la confrontación y la lucha partidista en el proceso abierto por su suicidio. Una porción nada desdeñable de sus miembros se había erigido en bunker del antiguo régimen frente a los promotores del cambio, hostilizados igualmente desde trincheras maximalistas de índole opuesta, que veían en la viabilidad de su propósito el naufragio de los propios. El reformismo en acción ¿Fue pactada la transición en beneficio de las clases dirigentes y de la vieja oligarquía, según quiere una de sus interpretaciones? Más que pactada, sería acordada al deseo inequívoco de la mayoría de la nación, consciente de que el consenso, es decir, la transacción conforme al juego de las relaciones de fuerza imperantes, se acreditaba como la vía más expedita para alcanzar la tierra democrática y afianzarse festinadamente en ella. Operación, sin duda, difícil y que revela una vez más la supremacía de la política en el desarrollo de la transición y, por ende, en su análisis. Acotado el campo por la opinión pública, diseñadas las reglas de juego y expresada su aspiración profunda de alcanzar el nuevo horizonte histórico sin tractos ni angustias, unos cuadros políticos provenientes, de una parte, de los medios reformistas del franquismo y, de otra, de la clandestinidad y de la oposición moderada asumieron la responsabilidad de materializar el anhelo más dilatado y profundo de sus conciudadanos. Estaríamos, así, en presencia de otra etapa en la caracterización del proceso histórico que centra aquí nuestra atención. El reformismo en acción, podría ser, acaso, una de sus definiciones; un reformismo que apunta y se moviliza por el cambio, pero que, sabedor de que sólo podrá alcanzarse por los pasos contados por la legalidad precedente, desterrará de su actuación cualquier medida extrema que altere un equilibrio muy precario en los momentos iniciales de la andadura transicional; progresiva y paradójicamente consolidada por la adopción de un talante prudente y moderado. La importancia, casi podría decirse la exclusividad o imperiaOscurecido el protagonismo de los actores del tramo precedente, la languidez propicia el clima favorable a la nostalgia lismo de la política en este segmento del recorrido de la transición, no hará falta encarecerla. La trascendencia de contar con figuras de proa o personalidades descollantes para hacer realidad la compleja tesitura, alzaprima el factor político. En un proceso en cuya botadura la aquiescencia y apoyo, ya que no la participación directa del pueblo a la espera de conseguirla en las consultas electorales, son indispensables y capitales para la buena marcha de la transición, los motores del cambio prestan sólidos argumentos a los defensores de la interpretación plutarquiana del acontecer histórico y, en todo caso, manifiestan el relieve de lo político en la evolución de las sociedades. El tercer estadio o etapa del proceso objeto de estas páginas pudiera calificarse como el de la reacción de los nostálgicos. En los países económicamente desarrollados como fue, a fin de cuentas, el caso español, dicha fase se sitúa inmediatamente después de que el torso ideológicojurídico del sistema democrático se haya rematado con la sanción popular de una Ley de leyes, de un texto fundamental. Oscurecido el protagonismo de los grandes actores del tramo precedente y debilitada la tensión creadora de las nuevas fuerzas políticas, la languidez, mezclada a veces con cierta pérdida de la capacidad gobernante de las flamantes élites, propicia el clima favorable a la nostalgia de los guardianes de las viejas esencias de la situación dejada ya definitivamente atrás, provocando amagos de mayor o menor intensidad para subvertir el orden democrático. Su impotencia hace recordar la frase de Balmes respecto a los pronunciamientos del sexenio fernandino. El completo rechazo del cuerpo social relega a dichas tentativas al capítulo de la mera anécdota, originando un total descrédito de sus autores e ¡deas. Mayor importancia ofrecen en las naciones en las que la transición politica se dobla en transición económica y social. La precariedad del presente, la pérdida de los niveles económicos del Estado dictatorial o autoritario, abonarán el terreno para una solución de fuerza propugnadora del regreso a las ollas de Egipto. Momento dramático, en el que los acontecimientos, tras arrojar a la cuneta a los adalides del cambio, hacen surgir dirigentes revalidados por el control de la situación y el respaldo de las capas mayoritarias de la sociedad, espoleadas en su deseo de llegar al término de un proceso que han visto a punto de zozobrar. Notables analistas de la transición consideran que ésta sólo puede darse por concluida una vez que fuerzas políticas sin ninguna vinculación con el antiguo régimen obtienen el triunfo electoral y asumen, consecuentemente, la dirección del país. En el nuestro, tal estadio se alcanzó un lustro después de haberse inaugurado el Parlamento democrático de los nuevos tiempos; plazo que expresa elocuentemente el éxito rotundo de una operación sumamente compleja, incluso en los supuestos más favorables, y que únicamente los pueblos maduros llevan a cabo con plenitud. El contenido de los últimos párrafos obliga a abocetar el papel ejercido por las instituciones esenciales de la nación en el proceso de cambio pacífico. En el ejemplo hispano, los trabajos de la Corona se revelarían como una elevada muestra de ingeniería política. El caudal histórico en ella depositado, los títulos de legitimidad que poseía por la tradición y la actividad de su último representante y, muy específicamente, la envidiable capacidad política de la persona que encarnaba ahora la realeza determinaría que su balance en la resolución del grave problema de la transición fuera muy positivo. En todos los procesos a los que nos referimos en estas líneas la Iglesia docente católica, protestante u ortodoxa ha apostado decididamente por el futuro, desempeñando funciones capitales para que éste se consolidase mediante la conciliación y el diálogo. Como es habitual dada su personalidad histórica, en los países latinos esta apuesta suele personificarse; pero aún concediendo todo su mérito a la tarea de ciertas figuras eminentes, la tendencia de la Iglesias en pro de la apertura hacia un régimen de libertad absoluta y su modélico comportamiento durante todo el itinerario de la transición debe enjuiciarse como el fruto de todo un estamento comprometido con una El Ejército en el que la simpatía por un cambio constelado de interrogantes es menos unánime que en otros estamentos propiciará un tránsito muy gradualista y lento aspiración salida de las entrañas más profundas de la existencia nacional. Pero si la postura de la Iglesia se decanta siempre a favor del paso pacífico y apresurado hacia la democracia, la de las Fuerzas Armadas es, por lo común, más circunspecta. Valedor de ordinario de las antiguas situaciones, el Ejército en el que la simpatía por un cambio constelado de interrogantes es menos unánime que en otros estamentos propiciará un tránsito muy gradualista y lento. Cortejado interesadamente por los nostálgicos del antiguo régimen acabará, tras ceder ocasional y parcialmente a algunas tentaciones de fuerza, por echar todo el peso de su influencia y poder en el platillo de la democracia, no sin que, al igual que en otras instituciones, los enfrentamientos generacionales hayan contribuido en buena parte a ello. Las instituciones Más que las citadas, la Magistratura se descubre como uno de los garantes decisivos del orden arrumbado por la democracia. Pese a lo dicho, el nuevo sistema respetará escrupulosamente a sus cuadros, como prueba de un temor sacral por la ley, cimiento del Estado de Derecho. En Portugal, en el que, durante las horas inaugurales de la Revolución de los claveles, el aparato policíaco del Estado nuevo fue drásticamente anulado, una magistratura muy comprometida con el régimen salazarista no sufriría el menor ataque. Otros organismos e instituciones vertebradores de la vida española aportaron su concurso a la aventura de la transición. En lugar destacado deben colocarse los de la universidad, prensa y sindicatos. En la primera fermentó la levadura liberal y tolerante de la etapa áurea que conociera en los años veinte, y la lenta pero constante impreganación de porciones vitales del tejido social por la actitud crecientemente aperturista del Alma Mater escribiría una página sobresaliente en la historia de la transición. En la española, como en otras muchas de las transiciones registradas hasta el momento, esta plausible actitud de la institución académica en pro de las libertades fue, a las veces, instrumentalizada al servicio de intereses menos limpios, entrañando una deturpación de sus principios y fines. Menos bastardeamiento corrió el combate pugnaz de los medios de comunicación, en particular, de la prensa, a favor de un cambio que, por roderas pacificas, equiparase al país a los de su entorno geográfico y cultural. Parlamento de papel, como en más de una ocasión fue calificada, la mayor parte de la prensa del tardofranquismo y de los inicios de la segunda restauración borbónica se alistó sin vacilación en el bando de los defensores de la libertad, contribuyendo decisivamente a formar una conciencia favorable a la evolución de la dictadura a la democracia. Sus servicios a la causa de ésta hacen disculpable las reivindicaciones monroístas en el protagonismo de la transición y sus desbordadas pretensiones de liderazgo moral e incluso político de la nueva situación; actitud y talante en perfecto paralelismo con el de los elementos mediáticos de otras naciones que han coronado procesos de transición feliz. Sin desmentir sus señas de identidad y, por ende, sus planteamientos clasistas, los sindicatos, primero en la clandestinidad, y, luego, una vez reconocidos de facto o de ¡ure, tampoco dejaron de aportar sillares de indudable importancia a la construcción de la España democrática. Sus cauces reivindicativos se acomodaron, en general, a la etapa de contracción material en la que la tansición hispánica se tramitara. Su discurso, radical en la forma, pero dialogante en el fondo, se atemperó a las pautas de gradualismo y consenso que labraron el edificio de las libertades. Otros muchos colectivos academias, colegios profesionales, asociaciones culturales, etc estuvieron presentes de manera muy positiva a la hora de fomentar una atmósfera estimuladora para los cambios, creando al mismo tiempo núcleos de resuelta y eficaz militancia democrática. Pero, en conjunto, sus aguas desembocaron en las instituUna vez pasada al capítulo de la historia la bipolaridad de los últimos decenios, la situación internacional es uno de los acicates más poderosos para el cambio político dones y organismos antedichos, de los que constituyeron, en ocasiones, la vanguardia y la sal. Ai lado de las fuerzas y elementos internos, en todo proceso de transición y el hispano distó de ser una excepción se alzan los externos, muy dependientes de la coyuntura diplomática y de las relaciones de fuerza en la lucha por la hegemonía mundial. Como se ha visto en el caso surafricano, una vez pasada al capítulo de la historia la bipolaridad de los últimos decenios, la situación internacional es uno de los acicates más poderosos para el cambio político. Y así probablemente suceda en las transiciones en curso y en las que están a punto de desencadenarse. Empero, las peninsulares ocurrieron en tiempo en que si bien la guerra fría estaba enterrada, no ocurría así con el antagonismo de las superpotências. En los años de la llamada coexistencia pacífica era impensable que el término de las dictaduras de la Península Ibérica pudiera abocar a procesos revolucionarios y a la implantación de regímenes tutelados por Moscú. Empero, las tensiones existentes en el continente negro y el temor de la Casa Blanca a una inestabilidad duradera en los territorios lusoespañoles determinarían que la administración yanqui, después de su fracaso en apresurar la liberalización del Novo Estado en el sexenio caetanista, tomase toda suerte de precauciones desde el segundo mandato de Richard Nixon para que la salida del franquismo se hiciese conforme a los patrones vigentes en el mundo occidental. Las memorias del defenestrado Presidente, de su segundo Secretario de Estado, Henry Kissínger, y las más desconocidas pero acaso más sustanciosas de Vernon Walters, el hombre de la CIA para los asuntos magrebíes y latinos, son muy ilustrativas al respecto y eximen de expensas exegéticas. El cambio se haría bajo el paraguas norteamericano. Otros recuerdos, literariamente más bellos pero quizás de menor contenido historiográfico, los de Valéry Giscard dEstaing, dan igualmente muchas pistas para llegar a idéntica conclusión de un proceso evolutivo irrefrenable, pero controlado. A la espera de exhumarse la documentación del Kremlin y de la antigua KGB, puede conjeturarse que la Unión Soviética consideraba terreno vedado la etapa que se abriría a la muerte de Franco; aunque no dejaría de capitalizar su pasividad ni, llegado el caso, las alteraciones que tal vez pudieran acaecer en pueblo tan bronco e individualista como el hispano. No son muy explícitas en este punto las memorias del líder comunista Santiago Carrillo, aunque tanto de su testimonio como del de otros compañeros o excompañeros de creencias y luchas se desprende que el eurocomunismo entonces ebullente se ofrecía como excelente receta para asegurar la presencia de su partido en la transición y recoger los amplios dividendos a que su numantina resistencia al franquismo le hacían, con toda justicia, acreedor. •La financiación La Comunidad Europea, los nueve entonces, así como la OTAN, es natural que vieran con simpatía la resuelta apuesta de la España postfranquista a favor de un estado de derecho que la pusiera en la misma onda bruselense y atlantista. Con todo, cabe presumir que, tranquilizadas por la estrecha vigilancia norteamericana del proceso, dejaran en manos de la diplomacia estadounidense todo el peso y el coste de la operación. Bien que, como importará insistir, la transición forme parte ya del territorio del historiador, aún son muchas sus vertientes inexploradas o ignotas. Ni siquiera algunas de sus facetas capitales están desbrozadas. Así ocurre, v. gr., con el tema de su financiación; pues sin duda en ciertos instantes ésta existió y hasta revistió, como decimos, innegable importancia. La gran banca anglosajona, organismos y entidades crediticios con destacada participación israelí, sindicatos y partidos alemanes, siguieron con ojo atento la andadura de la transición y aportaron combustible a ella, sobre todo, en su preparación inmediata y en sus momentos críticos, escasos, pero agudos. Por sus recursos y situación, España era una base de primer orden para los planes estratégicos de Occidente y para el desarrollo de sus poderes económicos. La transición fue, ante todo y sobre todo, un esfuerzo ciudadano. Pocas veces se movilizaron más completa e intensamente las energías de nuestra nación. En ninguna tarea civil los recursos aprestados especialmente, los emocionales admiten comparación con los que impulsaron una navegación en la que los españoles se sentían vitalmente comprometidos. Era natural que, tras su arribo a puerto, el país experimentara una bajada de tensión y un cierto cansancio. Sin embargo, la realización de otro logro histórico con la incorporación a la Comunidad Europea hizo las veces de soldadura que impidió los espacios mortecinos en la andadura colectiva. La irrupción de algún viento pesimista o letárgico cuando la convivencia democrática se encontraba ya asentada, se debería, justamente, al exceso de esperanza que, como los viejos doceañistas, los españoles de este fin de siglo pusieron en un estado de derecho transmutado en sus ensueños en panacea universal. Pero esto, conforme es obvio, ya no pertenece a la vida de la transición, página abrillantada y estimulante en el libro de la historia de España. •