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Liberalismo o nacionalismo

Rafael Núñez Florencio

De cómo, hoy más que nunca, el análisis del pasado no se nos muestra como un mero ejercicio de erudición, sino como una auténtica exigencia para alcanzar las raíces de lo que actualmente ocurre.

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Rafael Núñez Florencio, “Liberalismo o nacionalismo,” accessed November 25, 2024, http://repositorio.fundacionunir.net/items/show/659.

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Liberalismo o nacionalismo

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Ensayos

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De cómo, hoy más que nunca, el análisis del pasado no se nos muestra como un mero ejercicio de erudición, sino como una auténtica exigencia para alcanzar las raíces de lo que actualmente ocurre.

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Rafael Núñez Florencio

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Nueva Revista 035 de Política, Cultura y Arte, ISSN: 1130-0426

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Hoy más que nunca, el análisis del pasado no se nos muestra como un mero ejercicio de erudición, sino como una auténtica exigencia para alcanzar las raíces de lo que actualmente ocurre. ¿LIBERALISMO O NACIONALISMO? (Una reflexión en torno a John Stuart Mili) Por Rafael Núñez Florencio _ n vistazo al actual mapa político euroasiático, con la disoluH I ción del imperio soviético, una nueva balcanización y los dramáticos problemas de las minorías en Estados ajenos desde los kurdos a los albaneses de la extinta Yugoslavia^^^^ nos retrotrae inevitablemente a épocas que de modo ingenuo u optimista muchos creían superadas. En este aspecto, hoy más que nunca, el análisis del pasado no se nos muestra como un mero ejercicio de erudición, sino como una auténtica exigencia para alcanzar las raíces de lo que actualmente ocurre. De ahí que la reflexión, con la ventaja de la perspectiva histórica, sobre lo que dijeron las mentes más lúcidas del siglo pasado, sea casi una tarea urgente. ¿Por qué, sin embargo, una reflexión sobre las nacionalidades al hilo de lo escrito por John Stuart Mili (1 80673)? El filósofo inglés, pudiera objetarse, apenas se ocupó del asunto. Y aún podría añadirse: si se trata, como es previsible, de seleccionar un representante del liberalismo decimonónico, ¿quién mejor que Giuseppe Mazzini (180572) personifica la alianza entre liberalismo y nacionalismo? En todo caso, si se prefería una perspectiva menos ingenua, más madura, ¿no sería más lógico centrarse en Ernest Renan (182392) y en el eco de su famosa conferencia (¿Qué es una nación?, 1 882)? En efecto, Mili no sólo no era nacionalista, sino que consagró una mínima parte de su obra a la cuestión nacional. En realidad la razón de fijarnos en Mili es más sencilla. Eric J. Hobsbawm lo ha expresado en unas diáfanas líneas que podríamos hacer nuestras: Nuestra lista de lecturas [se refiere a las imprescindibles para entender la génesis y desarrollo del fenómeno nacional] contendría muy poco de lo que se escribió en el período clásico del liberalismo decimonónico (...) porque en aquella época se escribió muy poco que no fuera retórica nacionalista y racista. Y la mejor obra que se produjo a la sazón fue, de hecho, muy breve, como los pasajes que John Stuart Mili dedica al tema(l). No muy distinto es el juicio de uno de los padres fundadores del estudio académico del nacionalismo, Hans Kohn. Kohn encuadra la actitud de Mili en el marco de la frustración que produce en muchos luchadores liberales la evolución del nacionalismo. Después de la oleada revolucionaria de 1848 el ideal de fraternidad de los pueblos en un orden universal de libertad, justicia y democracia había quedado claramente postergado ante necesidades más pedestres: consideraciones de tipo geopolítico o estratégico producto de la razón de Estado la Realpolitík, mezcladas con ambiciones expansionistas oscuramente fundamentadas en supuestos derechos históricos, hacían a los diversos movimientos nacionales y, sobre todo, a las NacionesEstado entonces existentes cada vez más insolidarios y agresivos: Al recordar los acontecimientos de 1 848, un año después, el filósofo inglés John Stuart Mili diagnosticó la situación con inusitada perspicacia. Se lamentó de que el nacionalismo volviera a los hombres indiferentes por los derechos e intereses de toda porción de la especie humana, salvo aquella que se llama con el mismo nombre y habla la misma lengua que ella misma. Caracterizó como bárbaros los nuevos sentimientos del nacionalismo exclusivo y del derecho histórico, y observó amargamente que en los lugares retrógados de Europa y aún en Alemania (donde hubiera podido esperarse algo mejor) el sentimiento de nacionalidad supera de tal modo el amor por la libertad, que los pueblos están dispuestos a instigar a sus gobernantes para que aplasten la libertad y la independencia de todo pueblo que no pertenezca a su raza o hable su lengua(2). El sentimiento de nacionalidad o, mejor dicho, la pasión nacional, parece empezar a desbordar ya la querencia por la libertad, con todo lo que ello lleva inevitablemente aparejado de distanciamiento, cuando no desprecio, de las ideas de respeto al otro, de la tolerancia y, en último extremo, de la convivencia en su más profundo sentido. He ahí, pues, ya, de sopetón, el meollo del asunto. Pero bueno será que demos ahora un salto en el tiempo, jugando con la historia, para atisbar adonde fueron a parar lo que en ese momento no eran más que primeras tendencias, como esos lectores impacientes que, en el centro del conflicto, hojean las páginas finales, a ver qué pasa... Verano de 1918: ¿ha llegado la paz? Demos pues ese salto hacia junio de 1918, cuando el presidente norteamericano Woodrow Wilson presenta sus famosos 14 puntos, uno de los principales documentos de partida para trazar un nuevo mapa político europeo de acuerdo con el bienintencionado principio de respeto a las nacionalidades. Podríamos señalar tres importantes fallos inherentes al mismo plan de los vencedores de la contienda mundial, empezando por la propia ingenuidad de base, la pretensión de trazar un mapa justo, cual si fuera un producto de laboratorio. Hay que decir, en segundo lugar, que el proyecto estaba plagado de incongruencias, en cuanto que reconocía para algunos pueblos (estonios, austríacos, finlandeses...) lo que negaba a otros (macedoLa humillación infligida a los vencidos, en especial a Alemania, daría lugar a otro problema nacional cuya trascendencia no necesita ser subrayada nios, bosnios, eslovenos...), o simplemente obligaba a convivir a comunidades con una larga tradición de rivalidad (serbios y croatas, checos y eslovacos...). Por último, como sucede casi siempre, la aplicación política concreta contribuyó a empeorar muchos aspectos, de tal modo que la ya discutible racionalidad inicial se vio adulterada por el tira y afloja de las diversas potencias, Francia e Inglaterra en particular. Todo ello sin contar con la humillación infligida a los vencidos, en especial a Alemania, que daría lugar a otro problema nacional cuya trascendencia no necesita ser subrayada, y que ya fue atisbada en su momento por las mentes más lúcidas de la escena internacional Pohn Maynard Keynes: Las consecuencias económicas de la paz, 1919). Con todo, no eran ésas las objecciones más profundas que podían hacerse a la nueva geografía política del período de entreguerras. En realidad, no era el plan de Wilson, sino la base teórica del principio de nacionalidad la que fallaba: resultaba simplemente imposible constituir NacionesEstado homogéneas. Recordemos la clásica definición de Mazzini: Una nación es la asociación de todos los hombres que, agrupados ya por el lenguaje, ya por determinadas condiciones geográficas, ya por la función que les es asignada en la historia, reconocen un mismo principio y marchan bajo el imperio de un derecho unificado a la conquista de un objetivo definido(3). Pero en la vieja Europa, sobre todo en extensas zonas de la Europa central y del sureste, los pueblos, las comunidades, las etnias, las minorías religiosas, las lenguas fuese cual fuese el criterio que se aplicase se entremezclaban, para bien o para mal, como hilos de un ovillo. ¿Quién podía desenredar la madeja? Lo malo era que había muchos intelectuales, políticos, partidos, etc. dispuestos por diversos motivos a desenredarla. El resultado no podía ser otro que un período de conflicto, más o menos largo, y a la postre un nuevo equilibrio, más justo que el anterior en algunos casos, más injusto en otros. Volviendo de modo concreto a la pugna de postguerra: aquéllos que pudieron imponer sus soluciones, lo hicieron; los demás se convirtieron en las nuevas minorías agraviadas: comunidades alemanas dispersas, minorías húngaras desplazadas, ucranios y bielorrusos en la antes mártir Polonia, judíos oprimidos como casi siempre en los nuevos Estados, armenios y griegos perseguidos con ferocidad por la moderna Turquía, y un interminable etcétera. Aún más interesante resulta, desde nuestra perspectiva, el trasfondo ideológico que subyace a los tratados de paz de 1919 y 1920, el gran malentendido en certera expresión de uno de los más finos analistas del nacionalismo, Elie Kedourie: Los liberales ingleses y americanos, pensando en términos de sus propias tradiciones de libertad civil y religiosa, partían con un prejuicio en favor de la ¡dea de que allá donde el pueblo decide los gobiernos que quiere tener, se establece ípso facto la libertad civil y religiosa. Utilizando los mismos términos libertad, autodeterminación nacional, etc. los anglosajones y sus interlocutores, en especial los nacionalistas europeos, decían cosas distintas: el pueblo que se autogobierno probablemente será bien gobernado, por consiguiente estamos a favor de la autodeterminación, argumentaban los primeros; mientras que sus interlocutores estaban diciendo: los puebios que viven en sus propios Estados nacionales son los únicos pueblos libres, por consiguiente reclamamos la autodeterminación. La distinción es sutil pero sus implicaciones son trascendentales (4). Dicho más claramente, aun a riesgo de simplificar, los primeros defendían la autodeterminación nacional a fuer de liberales; los segundos supeditaban todo, incluso la libertad si era preciso, a la consecución de sus objetivos nacionales. En teoría los términos no tenían por qué ser necesariamente excluyentes. De hecho, ya lo dijimos antes, liberalismo y nacionalismo habían caminado ¡untos buena parte del siglo XIX, y aún muchos los seguían considerando como dos caras de la misma moneda. El propio Kedourie, antes citado, señala la siguiente genealogía intelectual de los proyectos de Wilson: John Locke, Edmund Burke, John Stuart Mili y Lord Acton. Guido de Ruggiero ha escrito a este respecto en una obra que es ya clásica, que la nación, lo mismo que el individuo, es creación de la libertad. Y más concretamente: En el siglo XIX el liberalismo y el sentimiento nacional se han desenvuelto ¡untos y sostenido el uno al otro. La libertad ha sido la bandera no sólo en las luchas por las reivindicaciones nacionales de los pueblos no unificados todavía políticamente, sino que ha inspirado también a las naciones ya organizadas en Estado una política internacional favorable a aquellas reivindicaciones^). Volvamos entonces a la figura de Stuart Mili para intentar precisar la génesis del fenómeno, las raíces de los malentendidos que desembocarían en el divorcio de esa unión, tan natural y sólida aparentemente, entre liberalismo y nacionalismo. I John Stuart Mili, en la encrucijada Con razón se ha definido la figura intelectual de Stuart Mili como la de un hombre en la encrucijada: encrucijada además de múltiples caminos (continuación de la tradición liberal inglesa, reformas democráticas, radicalismo filosófico, utilitarismo, luchas feministas, socialismo...), en un tiempo en que viejas certidumbres empiezan a cuartearse y aún no se ve claro por donde transcurrirá el futuro inmediato. Pero incluso desde esa caracterización se ha insistido en la ecuanimidad y templanza de sus planteamientos: Stuart Mili no es en absoluto un radical en el sentido no inglés de la palabra sino un moderado, cuya moderación tiene mucho que ver con sus dudas intelectuales^). La reüexión de Mili se enmarca en la preocupación por diseñar y construir un sistema efectivo de libertades, en la armonización del principio de nacionalidad con la existencia y desarrollo de las instituciones libres Fue Mili en efecto un hombre con una completísima formación intelectual producto de los desvelos, a todas luces excesivos, de su padre, James Mili y sobre todo un temperamento abierto a múltiples corrientes: en poesía, o en literatura en general, a Coleridge, Wordsworth y Carlyle; en filosofía, a Comte; en política, a Tocqueville; a su propia mujer, Harriet Taylor, en cuanto a sensibilización intelectual acerca del nuevo papel de la mujer en la sociedad moderna; en ética y moral, al utilitarismo de Bentham. De todos tomó algo, en un eclecticismo que no rehuía a veces la discrepancia frontal; así, en la célebre refutación del concepto utilitarista de felicidad: Es mejor ser un hombre insatisfecho que un cerdo satisfecho; es mejor ser Sócrates insatisfecho que un necio satisfecho. Esas capacidades de recepción y asimilación se manifiestan luego en la propia diversidad de sus escritos, que abarcan desde la lógica (Sistema de lógica inductiva y deductiva, 1 843) hasta la economía (Principios de Economía política, 1848); desde la ética [El utilitarismo, 1 863) hasta la política (Sobre la libertad, 1859; Del gobierno representativo, 1861), pasando por la defensa de la liberación femenina (¿a servidumbre de la mujer, 1869). Además de clásico por su madurez, penetración crítica y capacidad de sugerencia, Mili nos interesa, como ha subrayado Lucas Verdú, porque sus temas predilectos coinciden, en gran medida, con los que teórica y prácticamente preocupan en la actualidad(7). Las reflexiones de Stuart Mili sobre las nacionalidades ocupan unas breves páginas de una de sus obras más conocidas, Del gobierno representativo. En concreto, constituyen el escueto capítulo XVI, cuyo epígrafe es lo suficientemente significativo de las intenciones y del enfoque de Mili, para que no pueda dejar de citarse: De la nacionalidad en sus relaciones con el gobierno representativo(8). Es decir, la reflexión de Mili se enmarca en la preocupación por diseñar y construir un sistema efectivo de libertades, de tal modo que podemos decir ya desde este momento que su empeño fundamental estriba en la armonización del principio de nacionalidad con la existencia y desarrollo de las instituciones libres. I Nación y Libertad El punto de partida de Stuart Mili es el sentimiento de nacionalidad, entendido como una simpatía ambigua, difícil de precisar, pero no por ello menos real que mueve a los hombres no sólo a colaborar con sus semejantes más próximos cultural o étnicamente, sino en última instancia a desear vivir [con ellos] bajo el mismo Gobierno. En teoría esa armonización de las libertades con el principio de nacionalidad no es excesivamente problemática. Mili distingue, por un lado, pueblos dispersos, disgregados, que no pueden encontrar su acomodo político hasta hacer realidad el sentimiento nacional al que aspiran (sin ir más lejos, por esa época, el caso de italianos y alemanes); pero desde la perspectiva opuesta, observa Mili que los Estados (los grandes Imperios) que engloban distintas nacionalidades difícilmente podrán salvaguardar los derechos de todas ellas, crearán en el mejor de los casos agravios comparativos, e incluso lo más probable es que la nación o grupo dominante se mantenga en el poder mediante la opresión sistemática de las demás. El ejército no será en esos casos una fuerza al servicio del pueblo, sino un instrumento de represión, de control interno, en manos de un gobierno que tarde o temprano caerá en el despotismo. De todo ello se deduce evidentemente que es condición generalmente necesaria, de las instituciones libres, la de que los límites de los Estados deben coincidir o poco menos con los de las nacionalidades. La palpable ausencia de dogmatismo que, como habrá podido apreciarse, es uno de los rasgos característicos de Mili, desemboca de una manera natural en unas consideraciones pormenorizadas, de tipo realista o pragmático: la cuestión nacional, viene a decirnos, es tan compleja, que hay que estar abiertos a múltiples excepciones a los principios generales antes enunciados. Hay, sin ir más lejos, obstáculos geográficos lo que hoy llamaríamos condicionantes geopolíticos insalvables a corto o medio plazo, problemas de mezclas inextricables de pueblos y razas, a veces abismos culturales insalvables... No podemos aquí extendernos siguiendo paso a paso la casuística que despliega John Stuart Mili, pero sí es imprescindible que señalemos los rasgos dominantes de su pensamiento. En primer lugar hay que dejar claro que esa flexibilidad en la aplicación práctica de los mencionados principios teóricos no le convierte en ningún momento en acomodaticio o, mucho menos, en arbitrario, ni tan siquiera en prisionero de las circunstancias. Mili es un racionalista, un hombre que cree, por encima de todo, en la razón humana como constructora de las bases de la convivencia humana; cree en el intelecto como árbitro supremo para dirimir los conflictos de todo tipo; cree en la mesura, en la ponderación. Por eso, por ejemplo, cuando habla de la satisfacción de las exigencias geográficas, que antes mencionábamos, se apresura a añadir en la medida que es razonable. Mili es lo contrario de un esencialista, de un metafísico de las nacionalidades. Para él la atracción de la nacionalidad para bien o para mal existe, es una realidad política, hay que contar con ella, pero nada más. Mili no trata de fundamentar ese sentimiento en ninguna raíz atemporal, en ninguna esencia enterrada en la historia, en el propio suelo, en los ancestros, en los genes, tradiciones, lengua, etc. Evidentemente la aplicación práctica de la racionalidad de la que hablábamos puede ser muy discutible. Stuart Mili tenía muy cerca el conflicto angloirlandés, al cue también cita en estas páginas, para pedirle una ecuanimidad absoluta, en todos y cada uno de los casos. En este sentido se le ha reprochado que su reflexión encubría unos intereses muy concretos: tras la rotundidad de las palabras de John Stuart Mili, poco más parece adivinable que la intención de justificar ideológicamente la desmembración de los viejos imperios al tiempo que garantizar la integridad de los Estados europeos y muy particularmente del Reino Unido(9). Por nuestra parte, no vemos por ningún lado esa pretendida rotundidad. Más bien nos parece que el escritor inglés si destaca por algo, es por subrayar en distintas ocasiones la inexistencia de soluciones absolutas, universales, por repetir que en cuestión tan delicada como ésta todo es, o debe ser, producto de acuerdos, acercamientos, tanteos, etc. Pero no es en este aspecto en lo que queremos insistir. Nos interesa más destacar lo que a nuestro juicio es el punto fundamental: en esa pretendida armonización de los derechos nacionales con la libertad, bajo la égida de la racionalidad, se llega a unas conclusiones muy distintas a las que después caracterizarían la andadura de los nacionalismos (escaldados ya todos, además, por este trágico fin de siglo en la Europa oriental). Lo que hoy llamaríamos elogio del mestizaje, tiene su precedente en Mili de una forma rotunda: Todo lo que tienda a mezclar las nacionalidades, a fundir sus cualidades y caracteres particulares en una unión común, es un beneficio para la raza humana. Culturas superiores e inferiores Quizás el aspecto que resulte más ajeno a la sensibilidad actual del análisis de Mili es su defensa de las fusiones o absorciones de unos pueblos en otros, a partir de una catalogación de culturas superiores e inferiores. La plasmaáón y desarrollo de esta idea resulta aún más chocante dada la sensibilización actual sobre el derecho de su¿Cuál es el baremo para medir civilizaciones superiores e inferiores se argumentaría inmediatamente y, en todo caso, quién aplicaría ese baremo? pervivencia de las pequeñas comunidades y la preservación de sus señas de identidad. Escribe Mili: Nadie puede dudar de que no sea más ventajoso para un bretón o para un vasco de la Navarra francesa ser arrastrado en la corriente de ideas y de sentimientos de un pueblo altamente civilizado y culto ser miembro de la nacionalidad francesa, todos los privilegios de un ciudadano francés, participando de las ventajas de la protección francesa y de la dignidad y prestigio del poder francés, que vivir adheridos a sus rocas, resto semisalvaje de los tiempos pasados, girando sin cesar en su estrecha órbita intelectual, sin participar ni interesarse en el movimiento general del mundo. En un tiempo de fuerte relativismo cultural y de impregnación nacionalista incluso en ámbitos intelectualmente alejados consagración del derecho de los pueblos, las palabras de Stuart Mili tienen que sonar por lo menos extrañas. ¿Cuál es el baremo para medir civilizaciones superiores e inferiores se argumentaría inmediatamentey, en todo caso, quién aplicaría ese baremo? Más aún, ¿qué sentido tendría una traslación inmediata de niveles culturales a la órbita directamente política? Dicho más claramente, ¿qué legitimidad podía tener un dominio político basado en una supuesta supremacía cultural? Y sin embargo... A pesar de que esas críticas estarían sobradamente justificadas, corremos el riesgo de malinterpretar a Stuart Mili, sobre todo porque es fácil caer en el cliché del uniformador insensible, cuando no el paladín sotto vece de las tesis imperialistas. No pretendemos hacer una defensa a ultranza de Mili, sino poner las cosas en su lugar. Porque si en verdad discutibles son sus aplicaciones concretas como no podía ser menos: estamos hablando a siglo y medio de distancia, también es cierto que sus premisas son impecables, y hoy más válidas que nunca. Lo que Mi¡l pretende es aplicar la racionalidad en beneficio de todos. Ni siquiera postula la uniformidad: La unión no destruye los tipos (puede estarse seguro de que quedan numerosos vestigios de ellos en los casos que acabamos de citar) sino suaviza su rudeza y colma el vacío que los separa. No se olvide el substrato, el planteamiento que está subyacente en el discurso de Mili, como en líneas generales, en todo el liberalismo decimonónico cuando aborda la cuestión nacional: se pueden reconocer los derechos de todo tipo de comunidades, de todo tipo de pueblos, grandes y pequeños, pero no que esos derechos tengan por fuerza que alcanzar una dimensión política, en forma de constitución de nacionesEstado. ¿Cómo iban a formar un Estado propio (con todo lo que suponía: homogeneidad étnica y cultural en un espacio definido) cada una de las comunidades magiares, alemanes, polacos, eslavos, rumanos...dispersos cual manchas cuyos límites se confundían, por toda la Europa central y oriental? O incluso en los Estados clásicos del Occidente europeo, ¿qué sentido tenía un Estado borgoñón, bretón o galés? El liberalismo piensa que, para bien o para mal, en política no hay soluciones metafísicas, es imprescindible una cierta convencionalidad. Y esa convencionalidad se traduce en este caso como defensa de la formación de Estados viables, es decir, de una cierta extensión geográfica, con una población suficiente, unos recursos que garanticen su independencia, etc. Se dirá, no sin cierta razón, que el camino que se dejaba a las pequeñas naciones no era muy atrayente: un nacionalista diría que nada menos que su anulación política, su desaparición de hecho al integrarse en un Estado superior, con el probable declive incluso de su identidad cultural. Pero no es menos cierto que en algún punto debía estar el límite. Refiriéndose a acontecimientos de este fin de siglo, M. Azcárate (Guerras en Europa, El País, 81111992), ha alertado sobre el trágico callejón sin salida que constituye esa vía contraria de El liberalismo y el nacionalismo decimonónicos parecieron en un primer momento formar una pareja indisociable, con elementos y objetivos comunes atender cualquier reivindicación nacionalista: Tomemos el caso de Moldavia. Ésta proclama su independencia; la zona rusófona de la ribera oriental del Dniestr se subleva y se declara independiente de Moldavia; pero en esa zona las aldeas de etnia rumana toman las armas para separarse del Estado creado por los rusófonos. Es una dinámica perversa que no tiene fin: los barrios rusófonos de esas aldeas rumanas podrían sublevarse a su vez para incorporarse al Estado rusófono. Se llegaría a que cada casa sería un Estado en guerra con la vecina. Lo que hace unos años hubiera pasado por una caricatura excesiva hoy, ya lo sabemos, es una dramática realidad. Y hay casos más complicados, con cuatro o cinco comunidades entremezcladas. 1 Volver a Stuart Mili El liberalismo y el nacionalismo decimonónicos parecieron en un primer momento formar una pareja indisociable, con elementos y objetivos comunes. Sólo parecía separarles el ámbito de aplicación de esos principios, el individuo y la comunidad. Pero desde mediados del XIX es ya claramente perceptible, no en todos, pero sí en la mayor parte de los movimientos nacionalistas europeos, una tendencia mitificadora, de búsqueda de esencias, que se concretaba en una utilización tan hábil como peligrosa del pasado: glorificación acrítica de supuestos hechos heroicos, con un aura de leyenda y hasta de santidad en figurassímbolo. Más aún. La manipulación del pasado como arma arrojadiza para el presente, la resurrección de determinados derechos históricos, la proclamación de cuentas pendientes o agravios con respecto a comunidades vecinas la mayoría inventados o amplificados desmesuradamente, se tradujo, como no podía ser menos, en un nuevo espíritu de violencia, y pronto de fanatismo. La misma lucha dejó de tener sólo un carácter político: el autosacrificio de los nacionalistas reemplazó al martirio de los santos. No debía ser necesario subrayar aunque siempre hay en este tema suspicacias a flor de piel que esa evolución del pensamiento nacionalista no tiene por qué cumplirse en cada uno de los casos. Nacionalismos hay muchos: es obvio, sin ir más lejos, que ha pervivido una interpretación liberal o democrática del nacionalismo. Pero no es menos cierto que no ha sido esta tendencia lo suficientemente vigorosa o mayoritaria para caracterizar el conjunto, el devenir de los movimientos nacionalistas a lo largo de esta centuria convulsionada por incontables carnicerías, a cual más espeluznante, ante las cuales un extendido fanatismo nacionalista no puede rehuir la alta cuota de responsabilidad que le corresponde. La involución nacionalista en el propio siglo XIX es de tal calibre que incluso intelectuales como Renán, a pesar de rehuir expresamente el concepto germano de nación (basado en una metafísica de la raza, lengua, cultura, etc.), no pueden evitar caer a su vez en una nueva retórica de la nación como alma o principio espiritual. La mitificación nacional ha escrito G. Jáuregui llega en Renán a su máxima expresión en la interpretación histórica del pasado)...) El culto a los antepasados, la mitificación de la historia, la espiritualización de la colectividad a través de expresiones como el alma del pueblo, etcétera, son rasgos que nos recuerdan inequívocamente el idealismo posthegeliano, o el historicismo(l 0). Antes incluso de la célebre conferencia de Renán, Lord Acton ya había certificado el divorcio entre liberalismo y nacionalismo, dando un paso que el mismo Stuart Mili no se hubiera atrevido a suscribir: la defensa del Estado plurinacional como mejor garantía de preservación de la libertad. La coexistencia de diferentes naciones bajo el mismo Estado es la prueba, a la vez que la mejor garantía, de libertad. Es también uno de los principales instrumentos de civilización!..) e indica un Estado de mayor progreso que la unidad nacional, que es el ideal del liberalismo moderno(l 1). Esas palabras de Acton difícilmente pueden despejar la sospecha de encubrir los intereses políticos inmediatos de su nación, y sobre todo en su radicalidad, en su falta de matices, resultan contrarias a lo que cualquier observador de su tiempo hubiera podido apreciar en la misma Europa. Los grandes Estados plurinacionales no eran precisamente un modelo de respeto a la libertad. Por eso tendríamos que volver al equilibrio de John Stuart Mili, esa búsqueda general de las proporciones, lejos de la pasión, la retórica o la rentable apelación demagógica; ese intento de mezcla armónica entre la satisfacción de las aspiraciones nacionales y la preservación de las libertades, entre el respeto a las características culturales y el mantenimiento de instituciones de gobierno representativas, entre el vigor de unos principios teóricos, fruto de un análisis racional, y la flexibilidad a la hora de aplicarlos, todo ello siguiendo los cauces de la tolerancia, no de la imposición, o dicho más rotundamente, evitando siempre con una elegancia intelectual, no muy frecuente en estos temas, la mística y el irracionalismo que serían las notas más características de la reflexión nacionalista posterior, ¡i (1) Hobsbawm, E. J.: Naciones y nacionalismo desde 1780, Edit. Crítica, Barcelona, 1991, pág. 10. (2) Kohn, Hans: El nacionalismo. Su significado y su historia, Paidós, Buenos Aires, 1966, pág. 70. (3) Véase Suratteau, JeanRené: La ¡dea nacional. De la opresión a la liberación de los pueblos, Cuadernos para el Diálogo, Madrid, 1975, en especial págs. 17 y 110111. (4) Kedourie, Elie: Nacionalismo, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1988, pág. 105. (5) Ruggiero, G. de: Historia del liberalismo europeo, Edit. Pegaso, Madrid, 1944, págs. 425427. Algo muy parecido escribe Edward Hallet Carr (Nationalism and after, Macmillan, Londres, 1967): El siglo XIX fue apasionadamente fiel al individualismo y a la democracia, tal como entonces eran entendidos; y el nacionalismo parecía un corolario natural de ambos (pág. 9). Del mismo modo que el liberalismo hermanó libertad individual y liberación nacional, el socialismo anunciaría más tarde que sólo con la revolución proletaria podría hacerse realidad la aspiración de algunas naciones a su libertad. Cf. por ejemplo Bauer, Otto: La cuestión de las nacionalidades y la socialdemocracia, Siglo XXI Edif., México, 1979. (ó) Negro Pavón, Dalmacio: Liberalismo y Socialismo. La encrucijada intelectual de StuartMill, Instituto de Estudios Políticos, Madrid, 1975, pág. 209. (7) Lucas Verdú, Pablo: Introducción a una Selección de Obras de Mili (De la libertad, y otras], Tecnos, Madrid, 1965. No todos comparten obviamente esa valoración: véase la caracterización de Mili como ejemplo significativo de la identificación, predominantemente retórica, del liberalismo con el sentimiento nacionalista de base cultural, en Vallespín, F.(Ed.): Historia de la teoría política, Alianza Edif., vol. III, Madrid, 1991, pág. 517. Pedro Schwartz (ta nueva economía política de John Stuart Mili, Tecnos, Madrid, 1968) opina por su parte que la posteridad ha tratado muy severamente a John StuartMill (pág. 15). (8) Mili, J.S.: Del gobierno representativo, Edit. Tecnos, Madrid, 1985, págs. 182187. Las citas textuales de este artículo sobre el pensamiento político de Mili se refieren a esta edición. (9) Blas Guerrero, Andrés de: Nacionalismo e ideologías políticas contemporáneas, Espasa Calpe, Madrid, 1984, pág. 47. (10) Jáuregui Bereciartu, G.: Contra el Estadonación, Siglo XXI Edif., Madrid, 1986, págs. 6465. Véase también Renán, E.: ¿Qué es una nación? (Ed. de A. de Blas), Alianza Edit., Madrid, 1987. (11) Lord Acton: Nacionalidad, en Ensayos sobre la libertady el poder, Instituto de Estudios Políticos, Madrid, 1959, págs. 273330.