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Los Nacionalismos

José Manuel Cuenca Toribio

De cómo el nacionalismo ha vuelto a convertirse en el gran protagonista de la evolución de los pueblos un siglo y medio más tarde de ser el motor de los acontecimientos en numerosos países europeos.

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José Manuel Cuenca Toribio, “Los Nacionalismos,” accessed November 22, 2024, http://repositorio.fundacionunir.net/items/show/651.

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Los Nacionalismos

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Panorama

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De cómo el nacionalismo ha vuelto a convertirse en el gran protagonista de la evolución de los pueblos un siglo y medio más tarde de ser el motor de los acontecimientos en numerosos países europeos.

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José Manuel Cuenca Toribio

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Nueva Revista 035 de Política, Cultura y Arte, ISSN: 1130-0426

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Difusiones y Promociones Editoriales, S.L.

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Nueva Revista de Política, Cultura y Arte, All rights reserved

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es

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Entre tradición y modernidad Los Nacionalismos Por José Manuel Cuenca Toribio nte la sorpresa universal de sociólogos, politólogos y, ¿por qué no confesarlo?, de historiadores, el nacionalismo ha vuelto a convertirse en el gran protagonista de la evolución de los pueblos un siglo y medio más tarde de ser el motor de los acontecimientos en numerosos países europeos. ¿Venganza del ayer por no haber sabido dar solución adecuada a las exigencias razonables de algunas nacionalidades? ¿Reemplazo de energías de un cosmopolitismo agotado simple máscara de egoísmos estatales a un nacionalismo pujante, en el que encuentran sentido la vida de muchos hombres y mujeres? ¿Mero compás de espera ante la llegada de una civilización verdaderamente planetaria? La respuesta variaría si se diera a nivel de etnias y estados o al de naciones en búsqueda de formas Estatales; si bien siempre nos encontraríamos cara a un mismo fenómeno de insatisfacción y remecimiento de las estructuras políticas y sociales actuales. En la España reciente, los nacionalismos catalán y vasco fueron actores destacados de la erosión del franquismo. Tal actitud no tardó en capitalizarse con la restauración de la Monarquía. Las credenciales democráticas de ambos movimientos estaban fuera de duda y se contaba con ellas para construir el nuevo edificio constitucional e, incluso, en parte, el de una nueva sociedad. Ha de reconocerse que las demandas de las dos regiones, en especial, la catalana, no fueron desmedidas. Así lo entendieron los responsables de la primera fase de la transición, aunque no extensos sectores de la opinión pública. La espiral de los contenciosos de agravios comparativos y reproches mutuos recuperaron el vigor de otros tiempos, al paso que las corrientes dialogantes no ensanchaban su caudal por la progresiva crispación de los ánimos. A fines de los ochenta, estaba ya claro que el Estado de las Autonomías diseñado en la Constitución de 1978 no había demostrado fórmula eficaz para articular una convivencia de las diversas comunidades españolas relativamente estable. En tanto que casi todos los constitucionalistas y los altos cuadros de la Administración rompían y rompen lanzas en favor de la viabilidad de aquél aún inédito en múltiples de sus virtualidades, vascos y catalanes se afanaron y afanan en poner de relieve sus carencias y limitaciones a la hora de afrontar con alguna garantía de firmeza el inmediato porvenir. Sin preterir el juicio de catedráticos y expertos, resulta, empero, evidente que las continuas referencias e invocaciones al federalismo del lado incluso de ciertos sectores gobernantes descubre una extendida insatisfacción en medios políticos e intelectuales, a los que sería temerario descalificar globalmente por la frivolidad e ignorancia de algunos de sus exponentes. En política valen casi todas las armas y nadie duda que el oportunismo ha sido una de las principales utilizadas por los dos nacionalismos históricos. A la caída del comunismo, con la nueva primavera de los pueblos, y, un poco más tarde, con el debilitamiento del gobierno socialista, la coyuntura favorable se aprovechó por uno y por otro para hinchar las velas de reivindicaciones hasta entonces refrenadas por una atmósfera externa e interna poco propicia. Ello es, importa repetirlo, legítimo y comprensible. El gran interrogante surge en otro campo. ¿Puede poner en peligro las libertades y la democracia todavía flamantes en España y otros países la pleamar de los nacionalismos? ¿Es la desembocadura natural de las naciones sin Estado a la búsqueda de éste la guerra y la violencia? El perspectivismo influirá, desde luego, en manera decisiva, en el sí o en el no, pues la cuestión no es demasiado propensa a los matices. Sin embargo, éstos existen y en ellos tal vez se encuentre la clave de un tema que determinará nuestro futuro individual y colectivo. Es la hora de los estadistas; pero también la del esfuerzo singular de los creadores de opinión por vencer prejuicios y abandonar mitos y narcisismos. Nación o muerte, era el grito de guerra y supervivencia de los revolucionarios franceses de 1793 frente a la coalición monárquica contra el régimen regicida. Dos siglos más tarde vuelve a oírse el mismo grito, bien que sin resonancias bélicas, en muchas tierras de la vieja Europa. El nacionalismo está ahí, sobre el primer plano de la escena política. Y en España, acaso con mayor presencia que en ningún otro país de los de larga historia estatal, es decir, comunitaria, avenida, integradora, aunque, claro está, tratándose de obra humana, con innumerables opacidades, claroscuros y hasta manchas... Arraigo de la cultura del pacto Más arriba apuntábamos la hipótesis de que tal vez los actuales nacionalismos los formados sobre un marco estatal preexistente, precisaríamos mejor de savia e intentos democráticos quizás se opongan al desarrollo de dichas ideas, esencialmente igualitarias. Los más fervorosos defensores de un nacionalismo brotado en la entraña del pueblo y desenvuelto invariablemente en coordenadas de la misma índole, sostienen que el arraigo de la cultura del pacto en los hábitos políticosociales de nuestra colectividad hará desaparecer cualquier peligro de insolidaridad por remoto que fuere. Al caer ello en el terreno de lo futurible, hay que dejar al menos a los escépticos o cautelosos frente a tal aserto, el beneficio de la duda. Nadie cuestiona los serondos frutos que Cataluña, y, en ocasiones no en todas, el resto de España, cosecharon del pactismo; y es lógico que, dentro de una mentalidad historicista como la de los nacionalismos, así se pregone y propugne. Mas la apelación al pasado y a sus más abrillantadas páginas es recurso que, en el punto que nos ocupa, no debe prodigarse. En un Estado de Derecho las leyes tienen que tener sustantividad propia y estar por encima de cualquier otro procedimiento o hábito; y en caso de limitación o insuficiencia el Parlamento es el único órgano legitimado para ampliar o mutar su contenido. Lo opuesto sería trastocar la noción misma de soberanía y convertir el diálogo entre el poder central y el autonómico en una negociación diplomática semejante a las desplegadas en las mesas internacionales. Gran parte del clima enrarecido o confuso que envuelve lo expuesto deriva, como se sabe, de la ardida vocación de sepultureros que sobre el fin del Estado moderno demuestran no pocos sectores intelectuales y políticos. Se ha dicho por voz muy autorizada Daniel Bell que la tragedia de éste radica en que a fines del segundo milenio es demasiado pequeño para resolver los temas de gran dimensión mundializados casi todos ellos y excesivamente grande para ser eficaz en las cuestiones y ámbitos de menor radio, los más cercanos al hombre de la calle. Probablemente sea así. Pero las piezas mayores de su recambio orden público, moneda, relaciones exteriores, memoria colectiva aún están en farfara, y en fase de mero diseño esto es, especulación en la mayor parte de sus extremos. A costa del sacrificio de innumerables gentes de todos los países de Europa sin duda, uno de sus vínculos más estrechos en la hora presente, el Leviatán de todo en el Estado y nada fuera del Estado es ya un capítulo de su historia reciente. Creer, sin embargo, que en la coyuntura política y económica de hodierno, el marco de sus competencias, de coordinación y gestión tenga que reducirse o aparcarse es situarse al margen de los intereses y deseos de la ciudadanía. El análisis de los orígenes y de las causas es quizás el método más apropiado en el estudio de los grandes fenómenos de la Historia, tanto más cuanto con el que tratamos la apelación a ésta es elemento nuclear. ¿Por qué este revival finisecular de los nacionalismos? ¿Cuáles son los principales motivos de su retorno? Las respuestas, bien lo sabe el lector, llegan a descorazonar por su abundancia. En una rápida aproximación al hecho se impone elegir. Forzado a ella, el cronista se decanta por la visión que lo observa a la luz del problema irresuelto de la conciliación entre modernidad y tradición. Ni el Estado ni la sociedad han encontrado en los países en que los nacionalismos resurgen que son casi todos los del Viejo Continente una fórmula válida en la solución de un tema planteado con frecuencia en términos dicotômicos. Privilegiar responsabilidades o responsables sería tan extraviado como inútil. Con razón proclive a la deformidad, las naciones sin Estado atribuyen al proceso centralizador la ausencia de una confrontación fecunda en la búsqueda de un modelo funcional en territorios de herencia y conformación pluralistas. De modo opuesto, los contradictores sostienen que el arcaísmo de la mentalidad de aquéllos frustra cualquier tentativa de progreso real en las sociedades avanzadas. Los nacionalismos tuvieron su gran oportunidad cuando estas últimas adquirieron su configuración y sus bazas no pudieron imponerse por su manifiesta inferioridad ante las opciones de progreso. Llegados a este punto, la polémica historiográfica levanta su vuelo para convertirse en campo de Agramante de especialistas y audaces aficionados. ¿Federalismo? Al margen de sus incursiones y radiografías, queda en pie el gran interrogante si la asunción del lado de las instituciones y poderes estatales de las reivindicaciones y sugerencias de otra convivencia desembocaría en su efectiva mejora. En los Estados de caracteres jacobinos como el nuestro, pero de rico y plural pasado, el federalismo vuelve en estos tiempos a recuperar la audiencia de otras épocas, impulsado o al menos propiciado desde las esferas centrales que ven en él un pis aller para cruzar una travesía cada vez más encrespada. Ante la sorpresa del ciudadano de a pie, el proyecto no entusiasma en exceso a sus tradicionales propugnadores. Uno de los motores de la Historia, en frase de Hegel, la astucia de la razón, entra en juego en ello. La articulación federal del Estado, que en la España de hoy significaría la equiparación de los nacionalismos históricos y los de flamante cuño, no satisfacen ni poco ni mucho, como es lógico, a los guías de los primeros. Reconocer su diferencia constituye la premisa básica para cualquier diálogo o negociación. Lo cual no supone, en principio, ningún atentado para la solidaridad peninsular, sino la sanción de su identidad esencial, fraguada en la conjunción inteligente y esforzada de piezas muy singulares y diversas. Aceptado este legado histórico, que Cataluña y el País Vasco no creen plenamente reflejado en la Constitución de 1978 y su Estado de las Autonomías, el desiderátum federal ganaría probablemente más adhesiones, en especial, si se incorporase a dichos territorios la Galicia de A. Brañas, Castelao y... Manuel Fraga. Sólo así cabría suprimir el espejismo de un federalismo europeo como asiento y marco naturales de Cataluña y Euskadi, conforme propugnan velada o clamorosamente buena parte de sus líderes. Aunque el tiempo tendrá seguramente la última palabra, no hay que dejar todo a su obra. Sin deturparlo, hay que actuar sobre él. La pasividad o la réplica no deben ser las únicas actitudes de la clase gobernante y de los partidos de ámbito estatal. •