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De un ensayo de autocritica
Claudio Rodríguez
Con motivo de la concesión del Premio Nacional de las Letras a Carlos Bousoño, el poeta y académico Claudio Rodríguez escribió para el diario ABC las líneas aquí reproducidas.
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Claudio Rodríguez, “De un ensayo de autocritica,” accessed November 22, 2024, http://repositorio.fundacionunir.net/items/show/595.
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Title
De un ensayo de autocritica
Subject
Pliego literario
Description
Con motivo de la concesión del Premio Nacional de las Letras a Carlos Bousoño, el poeta y académico Claudio Rodríguez escribió para el diario ABC las líneas aquí reproducidas.
Creator
Claudio Rodríguez
Carlos Bousoño
Source
Nueva Revista 032 de Política, Cultura y Arte, ISSN: 1130-0426
Publisher
Difusiones y Promociones Editoriales, S.L.
Rights
Nueva Revista de Política, Cultura y Arte, All rights reserved
Format
document/pdf
Language
es
Type
text
Document Item Type Metadata
Text
En su libro Poesía Poscontemporánea (Madrid. Ediciones Júcar, 1984) Carlos Bousoño publicó un Ensayo de Autocrítica (pp.141 a 225) en el que expone y analiza lo que podría llamarse su Poética. Hay que advertir que los libros Metáfora del desafuero (1988), Elegía de los tres tiempos (1990) y El ojo de la aguja (1993) son posteriores al Ensayo de autocrítica al que pertenecen los pasajes que se reproducen a continuación. DE UN ENSAYO DE AUTOCRITICA Por Carlos Bousoño l poeta, aunque en ciertas zonas de la creación artística deba actuar con plena lucidez, obra en las más movido por un oscuro instinto, que es el que sin duda le aporta sus logros más Ereconfortantes. Es el crítico o el teórico de la literatura el encargado de aclararnos después el sentido y el porqué de la expresividad de eso que el poeta antes elaboró acaso ciegamente, aunque guiado, eso sí, por una sensibilidad que, en el mejor de los casos, se hallaría alerta para el rechazo de los materiales muertos, inexpresivos. El núcleo cosmovisionario que, encerrado en las fórmulas primavera de la muerte o la nada siendo, centra y da sentido a toda mi poesía, admite varios enfoques posibles, de entre los que recojo dos como acaso los más importantes o esenciales: Io. El cántico de la realidad (yo, tú, el mundo) en cuanto contemplada desde la nada o muerte en que esa realidad habrá de desvanecerse (tal es la vista fundamental que toma el libro Noche del Sentido), y 2o., el cántico de esa misma realidad, pero mirada ahora en el instante actual en el que justamente tal realidad se produce en todo el despliegue de su posible gracia o seducción (tal es lo que Invasión de la realidad, sobre todo, nos hace conocer). Entre esas dos contrarias posibilidades, que dándose, respectivamente, con cierta pureza, según acabo de señalar, en los libros Noche del sentido e Invasión de la realidad, desbordan al mismo tiempo los estrictos límites de éstos, caben todos los matices intermedios, bastantes de los cuales se reflejaron, de hecho, en mi obra. (...) La mutación estilística de Oda en la Ceniza y de Las monedas contra la losa Una vez que el poeta hubo llegado, en Invasión de la realidad, al reconocimiento del mundo y de sus contenidos como hondo valor y aun como encendida y coloreada dádiva, como hermosura de incesante e impensada recomposición y por tanto de incesante sorpresa y maravilla (frente a la cual se imponía el entusiasmo, aunque trágico o patético, según dijimos, a causa del otro plano socavador, que no se nos ocultaba); una vez alcanzada esta cota de esplendideces, nada más natural que ir, en los nuevos libros, hacia un estilo renovado que reflejase las peculiaridades de brillantez y sorpresa halladas, de este modo, en la realidad que se procuraba cantar. La honradez me lleva a declarar de entrada que nada de esto fue consciente en mí ni en el comienzo ni en el final de la redacción de los libros Oda en la ceniza y Las monedas contra la losa, que fueron frutos inmediatos de la remoción estilística de que hablo. Al contrario. La gran transformación poemática que en mí se produjo me cogió, por completo, desprevenido. Yo era un tipo de poeta, y de pronto me convertí en otro tipo totalmente distinto, y hasta, en cierto modo, opuesto al primero. Mi caso, claro está, anda lejos de ser único. Existen basantes escritores, y también pintores, etc., especialmente en el siglo XX, en los que tal hecho de transfiguración se ha producido, en grado máximo. No es el hecho en sí, por tanto, del cambio, lo que me mueve a interrogarlo, sino las circunstancias y modos de su aparición. Y es que normalmente, cuando una modificación de esa naturaleza esencial se ha presentado en un estilo, se debe a que la visión del mundo que le subyace ha sufrido una modificación equivalente. Tal, por ejemplo, lo que les pasó (salvando todas las distancias) a Juan Ramón Jiménez y a ValleInclán. En mi poesía, se ha dado, al revés, una notable mutación, sin que se haya modificado paralelamente el esquema de mi visión del mundo, que persevera en lo esencial inalterable. Por tanto, el hecho de la transformación estilística y de estructura estética pide una explicación. De la metamorfosis no cabe dudar. Aparecía yo en mis cuatro libros iniciales como un poeta estrófico, en quien predominaba el verso tradicional (consonante o asonante), de estructura por lo general relativamente sencilla; la actitud del protagonista poemático se definía como pensativa y emocional: pero el pensamiento en cuestión era lineal y claro, y lo mismo le pasaba a la emoción, cuya complejidad, cuando existía, no pasaba de la unión de contrarios que antes indiqué. La palabra no buscaba nunca o casi nunca la brillantez, la sorpresa lingüística o sintáctica e imaginativa. Me podía caracterizar acaso la emoción, pues era eso lo que yo pretendía conseguir. En suma: mi estilo lo formaba, al menos en mi pretensión estética, la unión de un tema radicalmente humano y un sentimiento que se deseaba verdadero. El esplendor del lenguaje quedaba fuera, en conclusión, de mis pretensiones fundamentales. ¿Qué pasó con este esquema al llegar Oda en la ceniza y sobre todo Las monedas contra la losa? Lo que pasó fue esto: un buen día (tenía yo entonces unos cuarenta años) me encontré súbitamente y sin buscarlo escribiendo de otra manera. En este caso, lo que sucesivamente me venía a la pluma, se hallaba estilísticamente remoto de cuanto yo hasta entonces había realizado en poesía. Puedo decir con toda verdad que mi nuevo estilo me sorprendió. Lo que de él me resultaba más inesperado era la complejidad extrema de las expresiones y de las significaciones, su incesante cruce y entrecruce, y la continua sorpresa verbal y de representación en que consistían, tan ajeno todo ello a mi anterior manera literaria. Nada de esto había entrado de antemano en mis cálculos: todo me era imprevisto. Y no sólo se me modificaba la entidad poemática, sino incluso mi manera de llegar a ella. Hasta entonces, los poemas me habían nacido, en la mayoría de los casos, como fruto de una determinada emoción encarnada en un ritmo, un ritmo sin palabras se originaba de otro modo: aparecía el verso movido en mí desde una noción capaz, en algún sentido, de producir sorpresa, una noción a veces especialmente paradójica, que podía ser una simple idea, pero que las más de las veces consistía en una metáfora o en un símbolo. Y no un símbolo, metáfora o idea paradójicos o sorprendentes cualesquiera: para seducirme e inducirme a escribir, era preciso que esas expresiones ostentasen capacidad de estallido, de desarrollo, de proliferación. (...) VER A LA MUERTE Si es que pudiéramos ver a la muerte, algo sabríamos. Algo nuestro ojo vería en el retorno del alba, en todo lo que se salva al filo de la mañana, en el Everest que triunfa sobre el hombre que lo escala. Quizá en el adolescente primavera sólo habría, primavera de la muerte llena de notas y luces, de acordes que suenan, suben sus esbeltas juventudes. ¡Hacia arriba alegre rama con flores blancas y azules! (Del libro Primavera de la muerte, 1946) COSAS Vosotras, cosas, duras y reales, escándalo en la luz y permanencia sutil. Profunda es vuestra ciencia de estancia lenta en frescos manantiales. Porque brotáis de chorros virginales y la honda vida recibís de herencia, ¡manad, manad, callados inmortales, manad y dadme ser, amor, presencia! ¡Manad, callada piedra, azul montaña, súbita cresta del amor, hondura de luz enorme! ¡Dadme ser, entraña donde pueda beber la honda bravura: realidad que subleva su maraña total, contra la enorme noche oscura! (Del libro Invasión de la realidad, 1962) INTRODUCCION A LA NOCHE I Con la honda mirada Saltas sobre los ríos, un día contemplaste subes desde los valles, tu honda pasión de ser cantas desde las cumbres, en vida perdurable. vives, existes, ardes. Hoy contemplas acaso Contemplas la llanura con mirada más grave crepuscular; renaces el parpadeo puro como los campos vivos de la noche sin márgenes; que en la aurora son arces, cañadas y caminos, el sollozo inoíble prados, riberas, cauces de un arroyo alejándose de amor, donde quisieras en la sobra; la mole vivirte y olvidarte. de la noche indudable. II III Y sin embargo, eres. Y aquí estás. Aquí pones Y sin embargo naces tus dos manos tenaces. como las hierbas verdes Te agarras a las cosas: y los nudosos árboles. maderas, piedras, carnes. Compruebas con delicia Te aferras a la vida que existen matorrales, como el río a su cauce, y tus manos apresan cual la raíz de un hondo piedras de aristas grandes. vegetal insaciable. (Del libro Noche del sentido, 1957) PRECIO DE LA VERDAD En el desván antiguo de raída memoria, detrás de la cuchara de palo con carcoma, tras el vestuario viejo ha de encontrarse, o junto al muro desconchado, en el polvo de siglos. Ha de encontrarse acaso más allá del pálido gesto de una mano vieja de algún mendigo, o en la ruina del alma cuando ha cesado todo. Yo me pregunto si es preciso el camino polvoriento de la duda tenaz, el desaliento súbito en la llanura estéril, bajo el sol de justicia, la ruina de toda esperanza, el raído harapo del miedo, la desazón invencible a mitad del sendero que conduce al torreón derruido. Yo me pregunto si es preciso dejar el camino real y tomar a la izquierda por el atajo y la trocha, como si nada hubiera quedado atrás en la casa desierta. Me pregunto si es preciso ir sin vacilación al horror de la noche, penetrar el abismo, la boca de lobo, caminar hacia atrás, de espaldas hacia la negación, o invertir la verdad, en el desolado camino. O si más bien es preciso el sollozo de polvo en la confusión de un verano terrible, o en el trastornado amanecer del alcohol con trompetas de sueño saberse de pronto absolutamente desiertos, o mejor, es quizá necesario haberse perdido en el sucio trato del amor, haber contratado en la sombra un ensueño, comprado por precio una reminiscencia de luz, un encanto de amanecer tras la colina, hacia el río. Admito la posibilidad de que sea absolutamente preciso haber descendido, al menos alguna vez, hasta el fondo del edificio oscuro, haber bajado a tientas el peligro de la desvencijada escalera, que amenaza ceder a cada paso nuestro, y haber penetrado al fin con valentía en la indignidad, en el sótano socuro. Haber visitado el lugar de la sombra, el territorio de la ceniza, donde toda vileza reposa junto a la telaraña paciente. Haberse avecindado en el polvo haberlo masticado con tenacidad en largas horas de sed o de sueño. Haber respondido con valor o temeridad al silencio o la pregunta postrera, y haberse allí percatado y rehecho. Es necesario haberse entendido con la malhechora verdad que nos asalta en plena noche y nos desvela de pronto y nos roba hasta el último céntimo. Haber mendigado después largos días por los barrios más bajos de uno mismo, sin esperanza de recuperar lo perdido, y al fin, desposeídos, haber continuado el camino sincero y entrado en la noche absoluta con valor todavía. (Del libro Oda en la ceniza, 1967) MIENTRAS EN TU OFICINA RESPIRAS Mientras en tu oficina respiras, bostezas, te abandonas, o dictas en tu clase una lección ante extraños alumnos que fijamente te contemplan, con sueño aún en la temprana hora; mientras hablas, mientras gesticulas en el café, o inmóvil te concentras en la meditación de tu escritorio, o echado en el hondo diván repasas lentamente recuerdos de tu vida; mientras quieto te abismas en la visión de la llanura interminable, o mientras escribes una lenta palabra y te recreas en su dulce sonido, en su amorosa realidad; caes, estás cayendo hacia atrás por una quebrada del monte, estás rodando entre piedras y cardos por la abrupta pendiente hacia un barranco en el que corre un río, rápido como el viento un río corre, estás herido en la boca, en las manos, el pecho, sangras por un oído, te despeñas por el farallón cabeza abajo, con las piernas en abierto compás, hacia el fondo, ya con los huesos rotos, crispadas mano y boca, hacia el abismo, abajo, súbitamente próximo, escribes la palabra lentamente, te concentras, murmuras, en el café discutes, muy despacio sonríes, adelantas una noble razón, aduces un adorno, un tejido, un recamado oro, hablando en la tarima de tu clase diserta, donde todos están cabeza abajo. (Del libro Las monedas contra la losa, 1973) PALABRAS DICHAS EN VOZ BAJA PARA FORMAR UNA DEDICATORIA I No es vino exactamente lo que tú y yo apuramos con tanta lentitud en esta hora pulcra de la verdad. No es vino, es el amor. No se trata, por tanto, de una celebración esperada, una fiesta ruidosa, alzada en oros. No es montañoso cántico. Es sólo silbo, flor, menos que eso: susurro, levedad. II Y esto empezó hace mucho. Unimos nuestras manos muy apretadamente para quedarnos solos, juntos y solos por la senda infinita interminablemente. Y así avanzamos juntos por la senda tenaz. La misma senda, el mismo instante de oro, y sin embargo, tú marchabas sin duda siempre muy lejos, atrás, perdida en la distancia luminosa, diminuta y queriéndome en otra estación más florida, en otro tiempo y en otro espacio puro. Y desde el retirado calvero, desde la indignidad arenosa del madurado atardecer, en que yo contemplaba tu tempranero afán, te veía despacio, una vez y otra vez, sin levantar cabeza en tu jardín remoto, atareada y obstinadamente, ¡Ytan injustamente!, coger alegremente las rosas para mí. (Del libro Metáfora del desafuero, 1988) EL INVESTIGADOR El pequenito observa, atento, esto qué es. Cajita toda ella de hondísimo interés. De un interés profundo la cajita está llena. Si no la mueve calla, mas si la agita, suena. Le da vueltas, sonríe, la sopesa, la toca. Es mucha si la acerca, y si la aleja, es poca. La caja en su figura quieta no quiere estar. Cambia del todo cuando la muda de lugar. Lo que ha visto, ¿no vale? ¿No hay fijeza ni norma? En cataclismo entra, al moverse, la forma. De pie o echada, a un lado, él la puede poner. Pero lo sorprendente es que pueda caer. Una cajita da muchísimo quehacer. El profesor lo sabe: se ha de apresurar, o a la cajita nunca llegará a averiguar. Le arroja encima un trapo. El desastre ha surgido: la cajita de pronto ha desaparecido. (Del libro Metáfora del desafuero, 1988) FINAL Y por fin alcanzar, con el esfuerzo todo de acumulados años de paciente labor, la gran serenidad en que existir con fuerza en el extremo máximo del hilo perentorio es arte de entrar sin compasión, poco a poco, en el fondo amargo de la noche, para apurar allí, hasta el último poso, el vaso que te tiende finalmente la vida. Deliberada poción que, en ella, desde siempre te aguarda, cual madre despiadada de licores sin nombre, y, entonces, inmóvil la cabeza inalterable y alta, escuchar el concierto descompasado, agrio, creciente, gigantesco, de estruendos y sartenes, cuál malévola sombra, que ríe, como en burla. (Del libro El ojo de la aguja, ed. Tusquets, 1993)