Nueva Revista 135 > La unidad de la lengua española
La unidad de la lengua española
Francisco A. Marcos Marín
La lengua, más que de los expertos, es patrimonio de los hablantes
y no de las instituciones. Por ello, quienes están más
interesados en la unidad de la lengua no son los organismos,
sino quienes la utilizan como medio indispensable de su trabajo,
ya sea comercial, político o financiero. En cualquier caso,
conviene subrayar que la unidad del español no obedece solo
a razones económicas: es ante todo una unidad literaria y
cultural.
File: NR 65-76.pdf
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Referencia
Francisco A. Marcos Marín, “La unidad de la lengua española,” accessed November 22, 2024, http://repositorio.fundacionunir.net/items/show/3617.
Dublin Core
Title
La unidad de la lengua española
Subject
De imperio a emporio
Description
La lengua, más que de los expertos, es patrimonio de los hablantes
y no de las instituciones. Por ello, quienes están más
interesados en la unidad de la lengua no son los organismos,
sino quienes la utilizan como medio indispensable de su trabajo,
ya sea comercial, político o financiero. En cualquier caso,
conviene subrayar que la unidad del español no obedece solo
a razones económicas: es ante todo una unidad literaria y
cultural.
y no de las instituciones. Por ello, quienes están más
interesados en la unidad de la lengua no son los organismos,
sino quienes la utilizan como medio indispensable de su trabajo,
ya sea comercial, político o financiero. En cualquier caso,
conviene subrayar que la unidad del español no obedece solo
a razones económicas: es ante todo una unidad literaria y
cultural.
Creator
Francisco A. Marcos Marín
Source
Nueva Revista 135 de Política, Cultura y Arte, ISSN: 1130-0426
Publisher
Difusiones y Promociones Editoriales, S.L.
Rights
Nueva Revista de Política, Cultura y Arte, All rights reserved
Language
es
Type
text
Document Item Type Metadata
Text
El yo y los otros, la unidad y las diferencias son factores
constantes en la experiencia humana. Cuando nos fijamos
en nuestro entorno, percibimos lo que nos resulta cómodo
y lo que nos hace sentirnos incómodos. Pocas personas se
sienten a gusto, en un contacto inicial, con las diferencias.
Al encontrarnos con alguien por primera vez hacemos
siempre un reconocimiento que nos permita responder a la pregunta: «¿Cómo es Fulanito?». Es la pregunta que
nos formulará, seguro, cualquiera que no lo conozca todavía.
La respuesta tampoco será la misma si Fulanito es
Fulanita, ni el modo de ver será igual si el que mira es un
hombre o una mujer.
Uno de los detalles que formará parte de la descripción
es el habla de ese nuevo conocido, siempre que tenga alguna
diferencia: un acento extranjero o de otra región, un
defecto elocutivo, incluso una imagen general de cultura
o de zafiedad, derivada de sus usos de la sintaxis y el léxico.
Parece que al ser humano le llama la atención lo diferente,
tanto si lo considera positivo, como si no y, desde
luego, ante lo que rompe con lo habitual no solemos quedarnos
impávidos. La discusión entre la unidad y el cambio
como factores fundamentales de la estructura del universo
se remonta, en la cultura occidental, a los griegos, así que
no faltan argumentos de todo tipo en favor de la unidad
ni de la diversidad. La lengua, como rasgo o componente
específicamente humano, cae dentro de esta discusión:
se habla de la unidad o de la variación en las lenguas.
Tampoco está ausente del debate la síntesis, la unidad en
la variedad, cuyo exponente más poderoso fue don Manuel
Alvar, entre los estudiosos del español.
La lengua es más que un asunto exclusiva o predominantemente
filológico o de los lingüistas, es cosa de todos.
Los hablantes no se dejan arrebatar ese dominio, aunque
estén atentos a las marcas lingüísticas socioculturales, como
a cualquier otro índice de ese tipo. La normalización, la estandarización,
si se quiere, es un proceso que favorece el
intercambio, la convivencia, con disminución de esfuerzo. Si vamos a comprar un tornillo del 7 o papel A4 para
la impresora, sabemos que no tendremos que ir midiendo
cada objeto que nos propongan, obedecerán a un estándar.
Esas normas no se limitan a los objetos materiales. En la
historia de las comunidades surgen diversas instituciones
a las que los hablantes recurren para convalidar sus propios
rasgos. En el caso de los lingüísticos, la primera institución,
la primera máquina cultural, por usar el término
de Beatriz Sarlo, es la escuela. La lengua española cuenta,
desde el siglo XVIII, con la institución a la que los hablantes
se remiten como garante final de una interpretación
lingüística, sea una apuesta o incluso un juicio: la Real
Academia Española. Cuando entré a trabajar en el Seminario
de Lexicografía de la docta casa, hace muchos años,
una de las primeras cosas de las que me advirtió Manuel
Seco fue de que tuviera cuidado con las llamadas telefónicas
y no contestara nunca a las preguntas sobre la lengua
que me hicieran por ese medio. «La gente hace apuestas
—me dijo— y llama a la Academia para confirmar quién
gana». Hoy, por supuesto, hay un servicio de consultas por
Internet, en varias academias (no para apuestas, quede claro).
Años después, cuando he sido llamado por los tribunales
como perito lingüista para litigios, como los de marcas
o rótulos, que incluyen necesariamente ese aspecto, he
comprobado que lo que dice la Real Academia es lo que se
impone en la argumentación, especialmente las definiciones
del Diccionario de la RAE; pero a veces también deciden
cuestiones gramaticales, como los significados o valores
de las preposiciones. Ocurre en tribunales de España y
de América, es un claro indicio de unidad de la lengua.
Desde hace ya más de medio siglo existe una Asociación
de Academias de la Lengua Española, en la que se
integran las academias de los distintos países hispanohablantes,
incluidos los Estados Unidos y las Filipinas, con
la sola excepción de Guinea Ecuatorial. La Asociación
hace un magnífico trabajo; pero en la conciencia del hablante
de cualquier lugar de la lengua hispana, en la mentalidad
popular, lo que cuenta es la Academia Española.
Como dice la Milonga lunfarda, «la Real Academia, que
de parla sabe mucho». Es sorprendente tras tantos años de
independencia, tras tantos también de tener academias
propias; pero en la conciencia popular la lengua es una y
la Academia, una también. No se escapa a nadie que esto
tiene un enorme valor social, cultural y económico y que,
por supuesto, desata las iras de los que se oponen a ese
modelo de sociedad y de los antisistema. Una lengua internacional
va vestida para salir a la calle, una lengua local
está en pijama, muy cómoda en casa, pero sin posibilidad
de salir. El espíritu de campanario elimina sin dudar
las variedades de las lenguas locales, resumidas en una
solución de obligado cumplimiento, como ocurre en el vascuence
unificado, batua. La unidad de una lengua internacional,
empero, es una cuestión mucho más debatida,
porque son muchos más los intervinientes y muchos más
los afectados. Una lengua internacional, por definición,
es muy visible, se reparte entre muchos hablantes en muchos
lugares y no puede ser la propiedad de un grupo
solo.
Los mitos sobre la lengua española son muchos y algunos
están firmemente establecidos en la conciencia de hablantes de diversos grados de cultura. El más extendido
es que en algunos sitios se habla mejor que en otros, hay
ciudades con ese prestigio gratuito, como Valladolid o Bogotá.
No hay ninguna razón para ello. Mi buen amigo y
colega en la universidad de la ciudad castellana, Santiago
de los Mozos, decía siempre que en Valladolid se habla el
mejor vallisoletano, pero no el mejor español. Los de esa
zona son leístas, tienen usos peculiares de verbos como
«quedar» y cometen solecismos varios. En realidad, la
gente quiere decir con lo de que se habla bien que se tiene
un acento, una fonética, que se considera prestigioso.
La percepción normal que el hablante tiene de su lengua
es predominantemente fonética y léxica. Mucha gente se
sorprende cuando se le dice que todos, sin excepción, tenemos
acento.
Otro mito es que la expansión del castellano y su conversión
en la lengua española común se produjeron por
opresión política y militar. No hay nada de eso: fue por comodidad.
El castellano era una lengua integradora, en la
que cabían las variantes de los dialectos románicos hispanos,
tomaba del vasco, del árabe, del catalán o del gallego
con la misma liberalidad que del francés o el occitano.
Distintos hablantes se sentían a gusto y la lengua se fue
consolidando en un proceso que duró al menos quinientos
años. En 1492 era una lengua bastante estable y entonces
se encontró con enormes posibilidades de expansión
en Europa, África y la América recién descubierta,
las Indias. Hay que deshacer ese otro mito de la opresión
contrarreformista, porque la expansión político-cultural
de la lengua española fue por caminos separados de la actividad religiosa. La Contrarreforma incrementó esa tendencia
al limitar las traducciones de la Biblia y mantener
el latín como lengua litúrgica. En América, la religión cristina,
católica, se difundió en latín y en las lenguas indígenas,
según un esquema fundamentalmente paulista.
La estructura política, en la reconquista y en América,
siguió el esquema romano clásico, separado de lo religioso:
reparto de tierras, creación de ciudades, un ejército
fuerte. Tierra, ciudad, ejército serán los tres pilares del
poder, de la capacidad de mando, que es lo que significa
imperio. El español americano era la lengua de los nuevos
señores de la tierra, de los que manejaban el comercio y
el intercambio en las ciudades y también la lengua de los
soldados, la lengua militar.
Con la independencia, en la vieja España y en las nuevas
naciones la estructura militar quedó separada; pero siguió
teniendo el español como lengua común en cada país.
Los dueños de la tierra y los gestores del comercio seguían
siendo hispanohablantes. La independencia no fue una revolución
campesina, sino de propietarios. Movida por los
ideales de la Ilustración, Libertad, Fraternidad y, especialmente,
Igualdad, construyó un modelo de educación igual
para todos los ciudadanos, en el que se partía de una lengua
única. A lo largo del siglo XVIII se había incrementado
la presión por el español; pero, en el momento de la independencia,
no más de un tercio de los hispanoamericanos
eran hispanohablantes. Durante el XIX la situación se invirtió
y en el XX se consolidó el predominio del español.
En ese mismo siglo XX se produjo también un cambio en
el poder. Las redes del poder militar, que llevaron a dictaduras que no podían consolidarse, cedieron terreno, progresivamente,
a las redes comerciales. La red comercial se
basa en la libertad, por lo que se desarrolla mejor en democracia.
También se sustenta en el equilibro de la distribución
económica, para el cual el uso de la misma lengua es
garantía de igualdad. A una red comercial fuerte le interesa
una lengua unida, que abarata costos. El cambio de modelo,
el paso del centro del poder de lo militar a lo comercial,
es viejo conocido de la Historia, es, frente al modelo latino
de imperio, el modelo griego de emporía, la alianza de centros
comerciales, que da origen al término emporio.
Se equivocan, por un erróneo análisis de la historia, los
que piensan que, en un modelo de emporio, una parte del
mismo se puede beneficiar explotando a las otras. Es contradictorio
pensar que España defienda un modelo económico
y comercial y que, al mismo tiempo, esté sosteniendo
el comercio en español, en su beneficio, con sus
instituciones políticas y culturales, como la AECI, el Instituto
Cervantes o la Real Academia Española. Ocurre al
contrario, es la red comercial la que está interesada en
apoyar la cooperación y en sostener a las instituciones garantes
de la unidad de la lengua, del mismo modo que la
emporía hizo del griego la lengua del Mediterráneo oriental.
El comercio se basa en la libertad; pero le conviene la
igualdad para el equilibrio de las transacciones y no hay
mayor garantía de igualdad que una escuela con una lengua
común. En el hemisferio occidental la cuestión se
plantea en los viejos términos de Rubén Darío: «¿Tantos
millones de hombres hablaremos inglés?». La respuesta está
en un emporio comercial en español.
Precisamente por eso es fundamental lo que ocurra en
los Estados Unidos de América, porque la pérdida del gran
centro económico del español en Norteamérica sería un
duro golpe para la unidad de la lengua. Los Estados Unidos
se encuentran entre los grandes beneficiados del emporio,
tanto en español como en inglés. Disfrutan de una
posición privilegiada que se sustenta en el incremento de
una masa trabajadora sobre todo hispana. Esa masa tiene
su propio mercado, diferenciado (aunque no diferente), al
que se accede en buena medida en español. Provoca la
existencia de una serie de servicios, entre ellos los informativos
y de entretenimiento, imprescindibles para la
unidad lingüística. El centro económico hispano en los
EUA es uno de los pilares del emporio comercial en español.
Su pérdida sería un duro golpe para la unidad de la
lengua y tendría repercusiones en toda la red. Es cierto
que son uno de los grandes beneficiados de ese emporio;
pero, por definición, una red comercial tiende a estar repartida
y a beneficiar a todos sus componentes, dentro de
un modelo económico que da más quien más tenga y, en
consecuencia, más contribuya.
La lengua es más que un vínculo comercial. Es el
vehículo del viaje a lo imaginario. La unidad del español
es, además de una unidad lingüística militar o comercial,
una unidad literaria y cultural. En este último sentido se
incluye también lo deportivo, con la trascendencia de los
deportes de masas. La radiotransmisión del fútbol en catalán,
por ejemplo, hizo muchísimo en favor del reconocimiento
por los hablantes catalanes de su identidad lingüística.
En América ese vínculo se define dentro de la palabra raza, un concepto mucho más cultural (lingüístico)
que étnico. Cuando se ve un partido de fútbol de España
en alguno de los canales deportivos de los Estados Unidos,
llama poderosamente la atención el hecho de que los locutores
lleven un cuidadoso registro de los logros de los jugadores
latinoamericanos y que hablen de «uno de los nuestros
» como una caracterización común a gentes procedentes
de muchos países, con fenotipos muy distintos.
La unidad del español tiene claramente una dimensión
americana. Ese es el presente. Las Academias americanas,
empezando por la Mexicana y la Argentina, tienen
una clara conciencia de ello y no se conforman con el papel
de corifeos que se les quiera asignar. La preferencia
por los modelos unificados, los estándares del mundo moderno,
aparece ya en los fundamentos de la sociedad judeocristina.
En el libro bíblico de la ley, Levítico, 1:7-9,
hay un modo de comportarse, en moral, en ética y en liturgia.
Todavía hoy la mayor parte de la gente piensa que
hay una manera de hacer las cosas y, por tanto, de hablar
bien, frente a otras maneras (plurales) de hacerlo mal. En
la estructura de redes comerciales del emporio, también
es esperable que haya una competencia por el estándar
lingüístico. Quien lo defina lo incorporará a su «marca»
comercial. Si se habla de «la marca España», está claro que
se hablará de la marca «español de tal o tal sitio» como
marca de prestigio o desprestigio. Recordemos la afirmación
de Gustav Stickley (en The Craftsman, octubre de
1907): «Things are of no moment in themselves. Only their
influence upon our lives is important. They are means to
an end, and that end is richness of life». Una lengua en sí es como cualquiera de las otras; pero pocas cosas tienen
tanta influencia sobre nuestras vidas como la lengua. Es
también convincente su papel como medio para ese final
que consiste en la riqueza de nuestra vida.
La estructura de los países hispanohablantes como redes
comerciales libres, iguales y fraternas cumple con los
principios de la Ilustración que llevaron a sus independencias
y a su reorganización, con España, en un mundo
global. Octavio Paz, en su caracterización de la literatura
y el arte mexicanos, señaló una tendencia que conviene
tener en cuenta y evitar: el ensimismamiento, ir de lo universal
a lo particular. Son cada vez más los grupos sociales
que tienden a mirarse el ombligo y, extasiados en su contemplación,
se olvidan de que, para empezar, en el origen
de nuestra especie, Adán, creado del barro, no pudo tenerlo.
La fuerza del mito, en este caso, es que sentirnos
hijos del mismo padre o, si se prefiere, partícipes de la
misma especie, nos hace valorar más lo que nos pueda
mantener unidos.
constantes en la experiencia humana. Cuando nos fijamos
en nuestro entorno, percibimos lo que nos resulta cómodo
y lo que nos hace sentirnos incómodos. Pocas personas se
sienten a gusto, en un contacto inicial, con las diferencias.
Al encontrarnos con alguien por primera vez hacemos
siempre un reconocimiento que nos permita responder a la pregunta: «¿Cómo es Fulanito?». Es la pregunta que
nos formulará, seguro, cualquiera que no lo conozca todavía.
La respuesta tampoco será la misma si Fulanito es
Fulanita, ni el modo de ver será igual si el que mira es un
hombre o una mujer.
Uno de los detalles que formará parte de la descripción
es el habla de ese nuevo conocido, siempre que tenga alguna
diferencia: un acento extranjero o de otra región, un
defecto elocutivo, incluso una imagen general de cultura
o de zafiedad, derivada de sus usos de la sintaxis y el léxico.
Parece que al ser humano le llama la atención lo diferente,
tanto si lo considera positivo, como si no y, desde
luego, ante lo que rompe con lo habitual no solemos quedarnos
impávidos. La discusión entre la unidad y el cambio
como factores fundamentales de la estructura del universo
se remonta, en la cultura occidental, a los griegos, así que
no faltan argumentos de todo tipo en favor de la unidad
ni de la diversidad. La lengua, como rasgo o componente
específicamente humano, cae dentro de esta discusión:
se habla de la unidad o de la variación en las lenguas.
Tampoco está ausente del debate la síntesis, la unidad en
la variedad, cuyo exponente más poderoso fue don Manuel
Alvar, entre los estudiosos del español.
La lengua es más que un asunto exclusiva o predominantemente
filológico o de los lingüistas, es cosa de todos.
Los hablantes no se dejan arrebatar ese dominio, aunque
estén atentos a las marcas lingüísticas socioculturales, como
a cualquier otro índice de ese tipo. La normalización, la estandarización,
si se quiere, es un proceso que favorece el
intercambio, la convivencia, con disminución de esfuerzo. Si vamos a comprar un tornillo del 7 o papel A4 para
la impresora, sabemos que no tendremos que ir midiendo
cada objeto que nos propongan, obedecerán a un estándar.
Esas normas no se limitan a los objetos materiales. En la
historia de las comunidades surgen diversas instituciones
a las que los hablantes recurren para convalidar sus propios
rasgos. En el caso de los lingüísticos, la primera institución,
la primera máquina cultural, por usar el término
de Beatriz Sarlo, es la escuela. La lengua española cuenta,
desde el siglo XVIII, con la institución a la que los hablantes
se remiten como garante final de una interpretación
lingüística, sea una apuesta o incluso un juicio: la Real
Academia Española. Cuando entré a trabajar en el Seminario
de Lexicografía de la docta casa, hace muchos años,
una de las primeras cosas de las que me advirtió Manuel
Seco fue de que tuviera cuidado con las llamadas telefónicas
y no contestara nunca a las preguntas sobre la lengua
que me hicieran por ese medio. «La gente hace apuestas
—me dijo— y llama a la Academia para confirmar quién
gana». Hoy, por supuesto, hay un servicio de consultas por
Internet, en varias academias (no para apuestas, quede claro).
Años después, cuando he sido llamado por los tribunales
como perito lingüista para litigios, como los de marcas
o rótulos, que incluyen necesariamente ese aspecto, he
comprobado que lo que dice la Real Academia es lo que se
impone en la argumentación, especialmente las definiciones
del Diccionario de la RAE; pero a veces también deciden
cuestiones gramaticales, como los significados o valores
de las preposiciones. Ocurre en tribunales de España y
de América, es un claro indicio de unidad de la lengua.
Desde hace ya más de medio siglo existe una Asociación
de Academias de la Lengua Española, en la que se
integran las academias de los distintos países hispanohablantes,
incluidos los Estados Unidos y las Filipinas, con
la sola excepción de Guinea Ecuatorial. La Asociación
hace un magnífico trabajo; pero en la conciencia del hablante
de cualquier lugar de la lengua hispana, en la mentalidad
popular, lo que cuenta es la Academia Española.
Como dice la Milonga lunfarda, «la Real Academia, que
de parla sabe mucho». Es sorprendente tras tantos años de
independencia, tras tantos también de tener academias
propias; pero en la conciencia popular la lengua es una y
la Academia, una también. No se escapa a nadie que esto
tiene un enorme valor social, cultural y económico y que,
por supuesto, desata las iras de los que se oponen a ese
modelo de sociedad y de los antisistema. Una lengua internacional
va vestida para salir a la calle, una lengua local
está en pijama, muy cómoda en casa, pero sin posibilidad
de salir. El espíritu de campanario elimina sin dudar
las variedades de las lenguas locales, resumidas en una
solución de obligado cumplimiento, como ocurre en el vascuence
unificado, batua. La unidad de una lengua internacional,
empero, es una cuestión mucho más debatida,
porque son muchos más los intervinientes y muchos más
los afectados. Una lengua internacional, por definición,
es muy visible, se reparte entre muchos hablantes en muchos
lugares y no puede ser la propiedad de un grupo
solo.
Los mitos sobre la lengua española son muchos y algunos
están firmemente establecidos en la conciencia de hablantes de diversos grados de cultura. El más extendido
es que en algunos sitios se habla mejor que en otros, hay
ciudades con ese prestigio gratuito, como Valladolid o Bogotá.
No hay ninguna razón para ello. Mi buen amigo y
colega en la universidad de la ciudad castellana, Santiago
de los Mozos, decía siempre que en Valladolid se habla el
mejor vallisoletano, pero no el mejor español. Los de esa
zona son leístas, tienen usos peculiares de verbos como
«quedar» y cometen solecismos varios. En realidad, la
gente quiere decir con lo de que se habla bien que se tiene
un acento, una fonética, que se considera prestigioso.
La percepción normal que el hablante tiene de su lengua
es predominantemente fonética y léxica. Mucha gente se
sorprende cuando se le dice que todos, sin excepción, tenemos
acento.
Otro mito es que la expansión del castellano y su conversión
en la lengua española común se produjeron por
opresión política y militar. No hay nada de eso: fue por comodidad.
El castellano era una lengua integradora, en la
que cabían las variantes de los dialectos románicos hispanos,
tomaba del vasco, del árabe, del catalán o del gallego
con la misma liberalidad que del francés o el occitano.
Distintos hablantes se sentían a gusto y la lengua se fue
consolidando en un proceso que duró al menos quinientos
años. En 1492 era una lengua bastante estable y entonces
se encontró con enormes posibilidades de expansión
en Europa, África y la América recién descubierta,
las Indias. Hay que deshacer ese otro mito de la opresión
contrarreformista, porque la expansión político-cultural
de la lengua española fue por caminos separados de la actividad religiosa. La Contrarreforma incrementó esa tendencia
al limitar las traducciones de la Biblia y mantener
el latín como lengua litúrgica. En América, la religión cristina,
católica, se difundió en latín y en las lenguas indígenas,
según un esquema fundamentalmente paulista.
La estructura política, en la reconquista y en América,
siguió el esquema romano clásico, separado de lo religioso:
reparto de tierras, creación de ciudades, un ejército
fuerte. Tierra, ciudad, ejército serán los tres pilares del
poder, de la capacidad de mando, que es lo que significa
imperio. El español americano era la lengua de los nuevos
señores de la tierra, de los que manejaban el comercio y
el intercambio en las ciudades y también la lengua de los
soldados, la lengua militar.
Con la independencia, en la vieja España y en las nuevas
naciones la estructura militar quedó separada; pero siguió
teniendo el español como lengua común en cada país.
Los dueños de la tierra y los gestores del comercio seguían
siendo hispanohablantes. La independencia no fue una revolución
campesina, sino de propietarios. Movida por los
ideales de la Ilustración, Libertad, Fraternidad y, especialmente,
Igualdad, construyó un modelo de educación igual
para todos los ciudadanos, en el que se partía de una lengua
única. A lo largo del siglo XVIII se había incrementado
la presión por el español; pero, en el momento de la independencia,
no más de un tercio de los hispanoamericanos
eran hispanohablantes. Durante el XIX la situación se invirtió
y en el XX se consolidó el predominio del español.
En ese mismo siglo XX se produjo también un cambio en
el poder. Las redes del poder militar, que llevaron a dictaduras que no podían consolidarse, cedieron terreno, progresivamente,
a las redes comerciales. La red comercial se
basa en la libertad, por lo que se desarrolla mejor en democracia.
También se sustenta en el equilibro de la distribución
económica, para el cual el uso de la misma lengua es
garantía de igualdad. A una red comercial fuerte le interesa
una lengua unida, que abarata costos. El cambio de modelo,
el paso del centro del poder de lo militar a lo comercial,
es viejo conocido de la Historia, es, frente al modelo latino
de imperio, el modelo griego de emporía, la alianza de centros
comerciales, que da origen al término emporio.
Se equivocan, por un erróneo análisis de la historia, los
que piensan que, en un modelo de emporio, una parte del
mismo se puede beneficiar explotando a las otras. Es contradictorio
pensar que España defienda un modelo económico
y comercial y que, al mismo tiempo, esté sosteniendo
el comercio en español, en su beneficio, con sus
instituciones políticas y culturales, como la AECI, el Instituto
Cervantes o la Real Academia Española. Ocurre al
contrario, es la red comercial la que está interesada en
apoyar la cooperación y en sostener a las instituciones garantes
de la unidad de la lengua, del mismo modo que la
emporía hizo del griego la lengua del Mediterráneo oriental.
El comercio se basa en la libertad; pero le conviene la
igualdad para el equilibrio de las transacciones y no hay
mayor garantía de igualdad que una escuela con una lengua
común. En el hemisferio occidental la cuestión se
plantea en los viejos términos de Rubén Darío: «¿Tantos
millones de hombres hablaremos inglés?». La respuesta está
en un emporio comercial en español.
Precisamente por eso es fundamental lo que ocurra en
los Estados Unidos de América, porque la pérdida del gran
centro económico del español en Norteamérica sería un
duro golpe para la unidad de la lengua. Los Estados Unidos
se encuentran entre los grandes beneficiados del emporio,
tanto en español como en inglés. Disfrutan de una
posición privilegiada que se sustenta en el incremento de
una masa trabajadora sobre todo hispana. Esa masa tiene
su propio mercado, diferenciado (aunque no diferente), al
que se accede en buena medida en español. Provoca la
existencia de una serie de servicios, entre ellos los informativos
y de entretenimiento, imprescindibles para la
unidad lingüística. El centro económico hispano en los
EUA es uno de los pilares del emporio comercial en español.
Su pérdida sería un duro golpe para la unidad de la
lengua y tendría repercusiones en toda la red. Es cierto
que son uno de los grandes beneficiados de ese emporio;
pero, por definición, una red comercial tiende a estar repartida
y a beneficiar a todos sus componentes, dentro de
un modelo económico que da más quien más tenga y, en
consecuencia, más contribuya.
La lengua es más que un vínculo comercial. Es el
vehículo del viaje a lo imaginario. La unidad del español
es, además de una unidad lingüística militar o comercial,
una unidad literaria y cultural. En este último sentido se
incluye también lo deportivo, con la trascendencia de los
deportes de masas. La radiotransmisión del fútbol en catalán,
por ejemplo, hizo muchísimo en favor del reconocimiento
por los hablantes catalanes de su identidad lingüística.
En América ese vínculo se define dentro de la palabra raza, un concepto mucho más cultural (lingüístico)
que étnico. Cuando se ve un partido de fútbol de España
en alguno de los canales deportivos de los Estados Unidos,
llama poderosamente la atención el hecho de que los locutores
lleven un cuidadoso registro de los logros de los jugadores
latinoamericanos y que hablen de «uno de los nuestros
» como una caracterización común a gentes procedentes
de muchos países, con fenotipos muy distintos.
La unidad del español tiene claramente una dimensión
americana. Ese es el presente. Las Academias americanas,
empezando por la Mexicana y la Argentina, tienen
una clara conciencia de ello y no se conforman con el papel
de corifeos que se les quiera asignar. La preferencia
por los modelos unificados, los estándares del mundo moderno,
aparece ya en los fundamentos de la sociedad judeocristina.
En el libro bíblico de la ley, Levítico, 1:7-9,
hay un modo de comportarse, en moral, en ética y en liturgia.
Todavía hoy la mayor parte de la gente piensa que
hay una manera de hacer las cosas y, por tanto, de hablar
bien, frente a otras maneras (plurales) de hacerlo mal. En
la estructura de redes comerciales del emporio, también
es esperable que haya una competencia por el estándar
lingüístico. Quien lo defina lo incorporará a su «marca»
comercial. Si se habla de «la marca España», está claro que
se hablará de la marca «español de tal o tal sitio» como
marca de prestigio o desprestigio. Recordemos la afirmación
de Gustav Stickley (en The Craftsman, octubre de
1907): «Things are of no moment in themselves. Only their
influence upon our lives is important. They are means to
an end, and that end is richness of life». Una lengua en sí es como cualquiera de las otras; pero pocas cosas tienen
tanta influencia sobre nuestras vidas como la lengua. Es
también convincente su papel como medio para ese final
que consiste en la riqueza de nuestra vida.
La estructura de los países hispanohablantes como redes
comerciales libres, iguales y fraternas cumple con los
principios de la Ilustración que llevaron a sus independencias
y a su reorganización, con España, en un mundo
global. Octavio Paz, en su caracterización de la literatura
y el arte mexicanos, señaló una tendencia que conviene
tener en cuenta y evitar: el ensimismamiento, ir de lo universal
a lo particular. Son cada vez más los grupos sociales
que tienden a mirarse el ombligo y, extasiados en su contemplación,
se olvidan de que, para empezar, en el origen
de nuestra especie, Adán, creado del barro, no pudo tenerlo.
La fuerza del mito, en este caso, es que sentirnos
hijos del mismo padre o, si se prefiere, partícipes de la
misma especie, nos hace valorar más lo que nos pueda
mantener unidos.