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Olvido de la familia y venganza de la realidad

Rafael Alvira

Muchos analistas han coincidido en apuntar que la actual situación
económica es fruto de una importante crisis de valores. En
este sentido, parece que el individualismo y el consumismo no
han fomentado la responsabilidad de los ciudadanos. En este
artículo se pone de manifiesto la relevancia de la familia y de la
educación en valores para garantizar el desarrollo de un contexto
social justo y responsable.

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Referencia

Rafael Alvira, “Olvido de la familia y venganza de la realidad,” accessed November 22, 2024, http://repositorio.fundacionunir.net/items/show/3616.

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Title

Olvido de la familia y venganza de la realidad

Subject

Valores

Description

Muchos analistas han coincidido en apuntar que la actual situación
económica es fruto de una importante crisis de valores. En
este sentido, parece que el individualismo y el consumismo no
han fomentado la responsabilidad de los ciudadanos. En este
artículo se pone de manifiesto la relevancia de la familia y de la
educación en valores para garantizar el desarrollo de un contexto
social justo y responsable.

Creator

Rafael Alvira

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Nueva Revista 135 de Política, Cultura y Arte, ISSN: 1130-0426

Publisher

Difusiones y Promociones Editoriales, S.L.

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Nueva Revista de Política, Cultura y Arte, All rights reserved

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Con la acostumbrada agudeza italiana, sentenciaba un
simpático humorista de ese país que nos es tan cercano:
«Esta no es una sociedad de responsabilidad limitada; esta
es una sociedad de irresponsabilidad ilimitada». Sin duda
una de las principales razones de esta crisis, que lo es tanto
como para hablarse de ella sin necesidad de adjetivarla,
está muy bien recogida en esta sentencia. Una sociedad,
lo mismo que una persona, con sentido de responsabilidad,
suele propiciar pocos desastres; y si, por errores nunca
evitables del todo, se produce alguno, la sociedad suele responder bien ante la probada buena voluntad de quien
se equivocó.
Tradicionalmente, se daba por supuesto el valor del soldado,
así como la honradez del comerciante. Pero ya apenas
quedan soldados —solo mercenarios—, ni apenas comerciantes
—solo buscadores de ganancias—. No se puede
confiar igual en quien ofrece su vida por la patria que en
quien cobra un sueldo por defender al Estado; no se puede
confiar lo mismo en quien hace empresa o comercio
porque eso es lo que sabe hacer y le gusta, que en quien
lo hace por la finalidad primordial de ganar dinero.
Cada uno se siente obligado ante alguien o algo que
ama de verdad, y, justo por ello, experimenta la necesidad
interior de responder, de ser responsable con aquello
que le obliga. Una ley o un contrato obligan de verdad
solo al que se los toma en serio porque tiene un alto sentido
de la persona y la sociedad. Pero la ley y el contrato,
en cuanto instrumentos, son pura exterioridad. De por sí
no nos empujan a cumplir. Si no nos interesan, intentaremos
no cumplirlos, no responderemos a sus requerimientos.
Ser responsables en la sociedad implica, por tanto, tomarse
en serio la sociedad, con profundo respeto y actitud
positiva existencial. Pero, ¿por qué habríamos de hacerlo?
El tiempo de vida no es muy largo, tras la muerte ya no
estaremos aquí, en este mundo hay mucha variedad de
personas y circunstancias, no sabemos bien qué sucederá
mañana, etc. Consecuencia: hay que actuar con astucia
para flotar siempre particularmente bien en un mar tan
proceloso como es nuestra vida.
Este modo de pensar se oculta por razones obvias,
pero es el dominante en una sociedad individualista. El
peligro de enfrentamiento y disolución que lleva consigo
se intenta paliar en nuestra sociedad mediante dos recursos:
el dinero y el Estado. La propuesta «liberal» se apoya
esencialmente en la fuerza del dinero comprendido como
riqueza: si todos van teniendo una riqueza suficiente, no
habrá problemas, habrá libertad y suficiente paz. La propuesta
«socialista» se apoya esencialmente en la fuerza
del Estado: si todo está repartido no habrá problemas, habrá
paz y suficiente libertad.
Es bien patente que ni las riquezas ni el Estado son
capaces de generar un verdadero sentido de responsabilidad.
No tienen una superioridad sobre la persona que les
permita exigirle una respuesta; la persona humana no depende
esencialmente de ellos. Nos basta con tener medios
para un digno vivir (eso no son riquezas) y con un orden
social suficiente (eso no es el Estado soberano). Estamos,
por contra, obligados interiormente a responder a aquello
de lo que dependemos esencialmente para ser personas
humanas: Dios, la familia y la naturaleza.
Lo característico del ser humano es su trascendencia
sobre el mundo natural en el que vivimos y del que, sin embargo,
estamos necesitados. Por eso solo somos personas
humanas si nuestra trascendencia sobre este mundo material-
sensible es real (por la realidad de la razón) y existencial
(por su carácter concreto), es decir, si existe Dios;
y, al mismo tiempo, si concebimos este mundo como algo
que nos condiciona, pero no nos domina, o sea, si lo entendemos
como algo que hemos de cuidar.
El enlace entre la condición trascendente del ser humano
y su condición de cuidador de la naturaleza se hace
a través de la familia. Puesto que ella es el lugar por excelencia
en el que cada persona es aceptada por sí misma,
ha sido considerada desde antiguo como una institución
religiosa. Y, de otra parte, en la familia, precisamente por
el valor absoluto que se le concede a la persona, a cada
persona, por apreciarse lo que significa el regalo de la
vida humana, se desea cuidar el mundo en el que la vida
de las personas se desarrolla.
Dicho en otros términos, solo en la familia o a través
de la existencia de ella, es posible aprender qué significa
responsabilidad. Riquezas y Estado son pseudomorfismos,
modos de sustitución engañosa de la familia. Se pretende
que el dinero me pueda proporcionar libertad y seguridad,
la felicidad que la familia me puede dar. Pero no es capaz
de ello. Se imagina, por la parte contraria, que el Estado
me puede proporcionar seguridad y libertad, la felicidad
que la familia me puede dar. Pero es totalmente incapaz
de ello, porque, además, una cosa es el gobierno político de
la comunidad —siempre necesario— y otra el moderno
Estado soberano.
No pueden servir a Dios y a las riquezas quienes convierten
las riquezas en su fin principal, es decir, quienes
convierten a las riquezas en Dios. Se puede perfectamente
servir a Dios y usar de forma adecuada los bienes de
este mundo. Pero hay otro falso Dios posible para los humanos:
el Estado moderno. Hegel lo supo ver bien: ese
Estado, dice, es el Dios objetivo en este mundo (hay muchas
pruebas de ello, en las que hoy no se repara).
La verdad, sin embargo, es que Dios no se hace presente
a través de las riquezas o el Estado, sino a través de
la familia. Por eso, sin ella no solo es imposible aprender
un auténtico sentido de la responsabilidad, sino que tampoco
podemos percibir a Dios a través del camino principal
para ello: la fe. Si falta la vivencia de la paternidadmaternidad,
no es posible captar el significado de la fe.
Por eso, a la «modernidad» que quiere instaurar la absoluta
igualdad entre «hermanos», sin sentido de paternidad,
se le oscurece necesariamente la presencia de Dios. Una
sociedad en la que —como hoy— la familia es, en todos
los sentidos, marginal, necesariamente ha de ser una sociedad
de la ausencia de Dios.
Múltiples fuerzas, de modo más o menos conscientemente
según los casos, vienen desde hace años empujando
a la sociedad española hacia la marginación de la familia.
Los resultados están a la vista: falta de población,
falta de educación, falta de unidad, falta de felicidad. La
sociedad española cada vez está más desunida —en todos
los planos— y más triste. Está, además, cada vez más pobre.
Investigaciones recientes muestran con datos impresionantes
—desde que los poseemos con cierta seguridad,
a partir del siglo XIX— cómo las llamadas «familias numerosas
» son, en la historia de España, responsables de la
mayor parte de nuestro crecimiento económico. Y ello, a
pesar de haber sido vampirizadas por quienes solo se ocupan
de su riqueza personal, bien en el ámbito privado del
mercado, bien a través del manejo de los impuestos indirectos
(que gravan sobre todo a las familias) e incluso de
los directos.
El penoso espectáculo de la sociedad española actual,
que vive en y del conflicto permanente: en lo familiar
—tasa de divorcios—, en lo económico —intraempresarial
y de mercado—, político —unas regiones contra otras,
unos partidos contra otros—, moral —izquierda o derecha—,
religioso —cristianismo o laicismo estatalizante—,
debería encontrar término lo antes posible. Es la unidad,
por el contrario, la que potencia todas las acciones y la que
nos hace felices. La ceguera ante ella es la ceguera ante
Dios.
Ni siquiera parecen darse cuenta de lo más evidente:
una verdadera unidad, que solo se da en el respeto de la
justa diversidad, es el único camino inteligente y favorable
para todos y cada uno. Pero el problema es más grave
todavía: la mayor parte de los pocos que se dan cuenta, no
saben cómo engendrar la unidad. Lo intentan con leyes y
con campañas mediáticas. Imposible. Solo la institución
familiar es capaz de educar en ese espíritu, y, por tanto, solo ella puede engendrarla y de garantizarla.