Nueva Revista 135 > Consenso, compromiso y democracia
Consenso, compromiso y democracia
Manuel Álvarez Tardío
Ante un escenario protagonizado por la crisis social y económica,
de nuevo se reabre el debate sobre la posibilidad de alcanzar
un consenso en las sociedades democráticas. Frente a quienes
creen que el consenso es imposible o que este se logra suprimiendo
las diferencias, Manuel Álvarez Tardío explica que el
consenso tiene que ver con el compromiso sobre principios
fundamentales y que es compatible con el pluralismo.
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Manuel Álvarez Tardío, “Consenso, compromiso y democracia,” accessed November 22, 2024, http://repositorio.fundacionunir.net/items/show/3613.
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Title
Consenso, compromiso y democracia
Subject
Valores
Description
Ante un escenario protagonizado por la crisis social y económica,
de nuevo se reabre el debate sobre la posibilidad de alcanzar
un consenso en las sociedades democráticas. Frente a quienes
creen que el consenso es imposible o que este se logra suprimiendo
las diferencias, Manuel Álvarez Tardío explica que el
consenso tiene que ver con el compromiso sobre principios
fundamentales y que es compatible con el pluralismo.
de nuevo se reabre el debate sobre la posibilidad de alcanzar
un consenso en las sociedades democráticas. Frente a quienes
creen que el consenso es imposible o que este se logra suprimiendo
las diferencias, Manuel Álvarez Tardío explica que el
consenso tiene que ver con el compromiso sobre principios
fundamentales y que es compatible con el pluralismo.
Creator
Manuel Álvarez Tardío
Source
Nueva Revista 135 de Política, Cultura y Arte, ISSN: 1130-0426
Publisher
Difusiones y Promociones Editoriales, S.L.
Rights
Nueva Revista de Política, Cultura y Arte, All rights reserved
Format
document/pdf
Language
es
Type
text
Document Item Type Metadata
Text
La democracia representativa, de tipo liberal, es decir, la
que garantiza constitucionalmente el pluralismo ideológico
y de valores, es la forma de organización política a la
que se han aproximado casi todos los países libres del mundo.
Durante la segunda mitad del siglo XX experimentó un
auge sin precedentes.
El fuerte desarrollo económico vivido por los países democráticos
occidentales entre 1945 y 1970, acompañado
de una generalizada expansión del Welfare State, fortaleció la idea de que la técnica de la representación democrática
era la fórmula indiscutida para conciliar la libertad, el crecimiento
económico y la seguridad.
Pero esta asociación entre democracia liberal y representativa,
de un lado, y desarrollo económico y bienestar,
de otro, no fue indiscutida. Si algo caracterizó la vida política
europea de entreguerras, fue un debate generalizado
sobre la crisis de la representación democrática. Entonces
se puso en duda que un Estado socavado por las divisiones
partidistas pudiera defender el interés de la nación.
Además, con el impacto de la crisis económica de los
años 1929 a 1932, la confianza en la democracia parlamentaria
se erosionó más y más. El auge de los totalitarismos
no fue resultado del desempleo pero, en condiciones de
emergencia nacional, tampoco fue fácil mantener en vigor
la idea de que el parlamento servía para representar las
diferencias y canalizar pacíficamente los conflictos. Ante
la demanda de un Estado que interviniera más y un poder
que resultara más fuerte y eficaz, un parlamento fragmentado
y lento en su quehacer legislativo no era un buen
activo.
La institución parlamentaria y el modelo constitucional
tenían que estar bien cimentados para resistir tiempos
como aquellos; ese fue el caso del Reino Unido o de Estados
Unidos. Pero en otros países no ocurrió lo mismo.
Al criticar a los parlamentos se ponía en cuestión la esencia
misma de la democracia liberal: el pluralismo. Este no
era bueno porque se identificaba con la división de opiniones
y la fragmentación partidista. Hacía falta unidad y
autoridad. Lo demandado no era el acuerdo basado en la transigencia de unos y otros, sino una salida política que
terminara con el conflicto sobre la base de la imposición
de unos sobre otros.
En la Europa continental, solo en el caso de los países
nórdicos se siguió un camino diferente. Llama la atención
que los principales partidos y agentes sociales de Suecia
alcanzaran en 1938 un acuerdo (el pacto de Saltsjöbaden)
para la regulación del mercado de trabajo que en otros países
fue imposible. Finlandia o Suecia afianzaron sus sistemas
de democracia representativa sobre la base de compromisos
firmes entre los principales partidos políticos,
compromisos cuya máxima virtud era que servían como
vacunas contra una polarización social y política en torno
a cuestiones básicas que a medio y largo plazo dinamitaban
la convivencia. En estos países hubo conflictos sociales
y hasta cierto grado de violencia (Finlandia de hecho,
pasó por una guerra civil), pero el compromiso en lo básico
pesó lo suficiente para limitar el grado de confrontación
extrema.
Hoy, mucho tiempo después, el debate sobre la debilidad
de las democracias parlamentarias frente a situaciones
de tensión social y económica ha reaparecido, aunque en
un contexto bien diferente. En España, debido primero a
las tensiones que ha provocado el Estado autonómico (especialmente
a raíz del desafío planteado por el Estatuto
de Cataluña, aprobado sin el apoyo del Partido Popular), y
segundo a una crisis económica de grandes proporciones,
se ha debatido sobre la ineficacia de un sistema en el que
los partidos parecen incapaces de ponerse de acuerdo en
cuestiones esenciales. En paralelo se ha despertado así una especie de nostalgia del consenso, en tanto que se
identifica con la unidad y no con la división partidista.
El debate planteado en la ciencia política sobre el sentido
del consenso es largo y complejo. En algunos casos
se ha llegado a afirmar que el consenso es imposible si no
hay una superación total de las diferencias. De este modo,
se dice, cuando se utiliza el término, por ejemplo para la
Transición, se trataría de un falso consenso; solo se oculta
el disentimiento, pero no se supera.
Esta es una manifestación de un análisis que parte de
una premisa equivocada: equipara el consenso con la supresión
de las diferencias, incluso de la diversidad de opiniones.
De tal manera que el único consenso viable sería
el que estuviera basado en la presencia de un punto de
vista único y homogéneo. Pero el consenso en una democracia
liberal no es eso. Lo fundamental en este caso tiene
más que ver con la aproximación y el pragmatismo que
con la homogeneidad.
Buena parte de la confusión, y por tanto del modo en
que se suele contaminar el debate en la política española
sobre el consenso que necesitamos y no tenemos, tiene que
ver con dos aspectos: de un lado, el sentido que se atribuye
al término y, de otro, las expectativas que genera.
Debiera quedar claro, en primer lugar, que la democracia
representativa no es un sistema diseñado para alcanzar la sociedad
perfecta ni para suprimir las diferencias de opinión.
Todo lo contrario. El pluralismo es su razón de ser. No hay
democracia liberal para intentar que superemos el pluralismo
sino para tratarlo como una garantía de nuestra libertad,
es decir, como un bien especialmente protegido. Y ese pluralismo implica no solo las diferencias de ideas políticas sino
también las que se manifiestan en terrenos tan complejos e
inexpugnables como el religioso o el de los valores.
Sin embargo, la democracia representativa sí requiere
que todos los participantes acepten unas reglas comunes.
El consenso que interesa, por tanto, es un acuerdo de mínimos
sobre aspectos procedimentales. No se refiere a la
eliminación de la diversidad de opiniones sino a la aproximación
en torno a principios fundamentales. El respeto
escrupuloso de las formas es, como demostró la experiencia
de la Europa de entreguerras, crucial para la supervivencia
de la libertad.
Ahora bien, la democracia representativa es también
un sistema basado en el ejercicio fascinante de la competición
partidista. Para que esta sea pacífica y el perdedor
acepte la derrota es decisivo ese consenso procedimental
previo. Sin embargo, también se reclama a menudo que
el consenso presida la elaboración de aquellas políticas
que se consideran de interés nacional. Así, en la España
actual muchos desearían que las grandes leyes educativas
fueran «consensuadas».
Ciertamente, uno de los aspectos más llamativos de la
política española democrática ha sido la falta de acuerdo
entre los dos grandes partidos en algunas líneas de acción
legislativa que, como la educación o la legislación laboral,
habrían requerido de una mayor estabilidad. Sin embargo,
para no convertir el consenso en una pócima mágica que
todo lo cura, algunas precisiones son necesarias.
El consenso sobre las reglas del juego es indispensable.
Si se producen modificaciones en esos aspectos sin que una parte sustancial de los representantes las acepten, se
pone en peligro la confianza sobre la que se renueva diariamente
la legitimidad democrática. En ese sentido, la España
de la segunda década del siglo XXI es una nave con
inquietantes agujeros en su casco. La tarea de una nueva
mayoría de gobierno será, en ese sentido, ingente.
Por otro lado, la aceptación del carácter competitivo
de la democracia representativa tiene implicaciones que
a veces se olvidan. Las mayorías parlamentarias se construyen
mediante procesos competitivos que terminan el
día de las votaciones pero cuyo recorrido es extraordinariamente
largo. Antes se ha impulsado una movilización
social y se ha diseñado una acción ideológica para convencer
al electorado de que una determinada propuesta
de gobierno es la mejor. Por lo tanto, la democracia exige
paciencia y constancia, a la vez que aceptación de la legitimidad
del adversario para gobernar. En ese sentido, el
consenso, tan necesario en el terreno de las reglas del juego,
no puede ser una panacea que sirva para disimular un
fracaso electoral. La democracia no existe para suprimir
el conflicto sino para canalizarlo en un modelo de «disenso
pluralista», como ha explicado Sartori.
Si se acepta que el pluralismo es la razón de ser de la
democracia liberal, hay que aceptar también que los grandes
acuerdos sobre determinadas políticas deben ser el resultado
de una paciente y laboriosa labor de movilización
social y pedagogía política. En España, sin embargo, existe
una tendencia peligrosa a considerar que los consensos
pendientes se pueden lograr simplemente con la firma de
un documento entre los dos grandes partidos. Este punto de vista es insuficiente. Puesto que los partidos no existen
para suprimir la diversidad, sino para asegurarla, su
labor debe ir más allá de la firma de un papel conjunto
que se traduzca en una ley. Por referirme a la educación,
es evidente que España no necesita seguir produciendo
leyes orgánicas, sino una estrategia a medio plazo que
permita mejorar la calidad sin necesidad de ahogar la diversidad
de opciones. Si el Partido Popular y el Partido
Socialista tuvieran una misma idea sobre cómo debe ser
la educación en España es evidente que no serían dos
partidos diferentes. Y eso mismo se puede aplicar a otros
terrenos. La diferencia no se puede anular apelando al
consenso. Cuando uno de los dos partidos pierde unas
elecciones no puede llamar al consenso para ocultar su fracaso.
Sin embargo, el partido ganador sí puede utilizar la
legitimidad que le da su victoria para ampliar el apoyo social
a sus nuevas políticas. Y él sí debe liderar los acuerdos
que aseguren a las nuevas leyes un periodo prolongado de
aplicación; esa es su responsabilidad y ahí es donde el
Partido Socialista ha fracasado en los últimos años. No debería
idealizarse el «consenso», pues no se trata de suprimir
las diferencias. Pero sí hacen falta «compromisos», es
decir, la suficiente inteligencia para comprender que las
mayorías democráticas son coyunturales y que ciertas acciones
legislativas requieren de todo lo contrario.
que garantiza constitucionalmente el pluralismo ideológico
y de valores, es la forma de organización política a la
que se han aproximado casi todos los países libres del mundo.
Durante la segunda mitad del siglo XX experimentó un
auge sin precedentes.
El fuerte desarrollo económico vivido por los países democráticos
occidentales entre 1945 y 1970, acompañado
de una generalizada expansión del Welfare State, fortaleció la idea de que la técnica de la representación democrática
era la fórmula indiscutida para conciliar la libertad, el crecimiento
económico y la seguridad.
Pero esta asociación entre democracia liberal y representativa,
de un lado, y desarrollo económico y bienestar,
de otro, no fue indiscutida. Si algo caracterizó la vida política
europea de entreguerras, fue un debate generalizado
sobre la crisis de la representación democrática. Entonces
se puso en duda que un Estado socavado por las divisiones
partidistas pudiera defender el interés de la nación.
Además, con el impacto de la crisis económica de los
años 1929 a 1932, la confianza en la democracia parlamentaria
se erosionó más y más. El auge de los totalitarismos
no fue resultado del desempleo pero, en condiciones de
emergencia nacional, tampoco fue fácil mantener en vigor
la idea de que el parlamento servía para representar las
diferencias y canalizar pacíficamente los conflictos. Ante
la demanda de un Estado que interviniera más y un poder
que resultara más fuerte y eficaz, un parlamento fragmentado
y lento en su quehacer legislativo no era un buen
activo.
La institución parlamentaria y el modelo constitucional
tenían que estar bien cimentados para resistir tiempos
como aquellos; ese fue el caso del Reino Unido o de Estados
Unidos. Pero en otros países no ocurrió lo mismo.
Al criticar a los parlamentos se ponía en cuestión la esencia
misma de la democracia liberal: el pluralismo. Este no
era bueno porque se identificaba con la división de opiniones
y la fragmentación partidista. Hacía falta unidad y
autoridad. Lo demandado no era el acuerdo basado en la transigencia de unos y otros, sino una salida política que
terminara con el conflicto sobre la base de la imposición
de unos sobre otros.
En la Europa continental, solo en el caso de los países
nórdicos se siguió un camino diferente. Llama la atención
que los principales partidos y agentes sociales de Suecia
alcanzaran en 1938 un acuerdo (el pacto de Saltsjöbaden)
para la regulación del mercado de trabajo que en otros países
fue imposible. Finlandia o Suecia afianzaron sus sistemas
de democracia representativa sobre la base de compromisos
firmes entre los principales partidos políticos,
compromisos cuya máxima virtud era que servían como
vacunas contra una polarización social y política en torno
a cuestiones básicas que a medio y largo plazo dinamitaban
la convivencia. En estos países hubo conflictos sociales
y hasta cierto grado de violencia (Finlandia de hecho,
pasó por una guerra civil), pero el compromiso en lo básico
pesó lo suficiente para limitar el grado de confrontación
extrema.
Hoy, mucho tiempo después, el debate sobre la debilidad
de las democracias parlamentarias frente a situaciones
de tensión social y económica ha reaparecido, aunque en
un contexto bien diferente. En España, debido primero a
las tensiones que ha provocado el Estado autonómico (especialmente
a raíz del desafío planteado por el Estatuto
de Cataluña, aprobado sin el apoyo del Partido Popular), y
segundo a una crisis económica de grandes proporciones,
se ha debatido sobre la ineficacia de un sistema en el que
los partidos parecen incapaces de ponerse de acuerdo en
cuestiones esenciales. En paralelo se ha despertado así una especie de nostalgia del consenso, en tanto que se
identifica con la unidad y no con la división partidista.
El debate planteado en la ciencia política sobre el sentido
del consenso es largo y complejo. En algunos casos
se ha llegado a afirmar que el consenso es imposible si no
hay una superación total de las diferencias. De este modo,
se dice, cuando se utiliza el término, por ejemplo para la
Transición, se trataría de un falso consenso; solo se oculta
el disentimiento, pero no se supera.
Esta es una manifestación de un análisis que parte de
una premisa equivocada: equipara el consenso con la supresión
de las diferencias, incluso de la diversidad de opiniones.
De tal manera que el único consenso viable sería
el que estuviera basado en la presencia de un punto de
vista único y homogéneo. Pero el consenso en una democracia
liberal no es eso. Lo fundamental en este caso tiene
más que ver con la aproximación y el pragmatismo que
con la homogeneidad.
Buena parte de la confusión, y por tanto del modo en
que se suele contaminar el debate en la política española
sobre el consenso que necesitamos y no tenemos, tiene que
ver con dos aspectos: de un lado, el sentido que se atribuye
al término y, de otro, las expectativas que genera.
Debiera quedar claro, en primer lugar, que la democracia
representativa no es un sistema diseñado para alcanzar la sociedad
perfecta ni para suprimir las diferencias de opinión.
Todo lo contrario. El pluralismo es su razón de ser. No hay
democracia liberal para intentar que superemos el pluralismo
sino para tratarlo como una garantía de nuestra libertad,
es decir, como un bien especialmente protegido. Y ese pluralismo implica no solo las diferencias de ideas políticas sino
también las que se manifiestan en terrenos tan complejos e
inexpugnables como el religioso o el de los valores.
Sin embargo, la democracia representativa sí requiere
que todos los participantes acepten unas reglas comunes.
El consenso que interesa, por tanto, es un acuerdo de mínimos
sobre aspectos procedimentales. No se refiere a la
eliminación de la diversidad de opiniones sino a la aproximación
en torno a principios fundamentales. El respeto
escrupuloso de las formas es, como demostró la experiencia
de la Europa de entreguerras, crucial para la supervivencia
de la libertad.
Ahora bien, la democracia representativa es también
un sistema basado en el ejercicio fascinante de la competición
partidista. Para que esta sea pacífica y el perdedor
acepte la derrota es decisivo ese consenso procedimental
previo. Sin embargo, también se reclama a menudo que
el consenso presida la elaboración de aquellas políticas
que se consideran de interés nacional. Así, en la España
actual muchos desearían que las grandes leyes educativas
fueran «consensuadas».
Ciertamente, uno de los aspectos más llamativos de la
política española democrática ha sido la falta de acuerdo
entre los dos grandes partidos en algunas líneas de acción
legislativa que, como la educación o la legislación laboral,
habrían requerido de una mayor estabilidad. Sin embargo,
para no convertir el consenso en una pócima mágica que
todo lo cura, algunas precisiones son necesarias.
El consenso sobre las reglas del juego es indispensable.
Si se producen modificaciones en esos aspectos sin que una parte sustancial de los representantes las acepten, se
pone en peligro la confianza sobre la que se renueva diariamente
la legitimidad democrática. En ese sentido, la España
de la segunda década del siglo XXI es una nave con
inquietantes agujeros en su casco. La tarea de una nueva
mayoría de gobierno será, en ese sentido, ingente.
Por otro lado, la aceptación del carácter competitivo
de la democracia representativa tiene implicaciones que
a veces se olvidan. Las mayorías parlamentarias se construyen
mediante procesos competitivos que terminan el
día de las votaciones pero cuyo recorrido es extraordinariamente
largo. Antes se ha impulsado una movilización
social y se ha diseñado una acción ideológica para convencer
al electorado de que una determinada propuesta
de gobierno es la mejor. Por lo tanto, la democracia exige
paciencia y constancia, a la vez que aceptación de la legitimidad
del adversario para gobernar. En ese sentido, el
consenso, tan necesario en el terreno de las reglas del juego,
no puede ser una panacea que sirva para disimular un
fracaso electoral. La democracia no existe para suprimir
el conflicto sino para canalizarlo en un modelo de «disenso
pluralista», como ha explicado Sartori.
Si se acepta que el pluralismo es la razón de ser de la
democracia liberal, hay que aceptar también que los grandes
acuerdos sobre determinadas políticas deben ser el resultado
de una paciente y laboriosa labor de movilización
social y pedagogía política. En España, sin embargo, existe
una tendencia peligrosa a considerar que los consensos
pendientes se pueden lograr simplemente con la firma de
un documento entre los dos grandes partidos. Este punto de vista es insuficiente. Puesto que los partidos no existen
para suprimir la diversidad, sino para asegurarla, su
labor debe ir más allá de la firma de un papel conjunto
que se traduzca en una ley. Por referirme a la educación,
es evidente que España no necesita seguir produciendo
leyes orgánicas, sino una estrategia a medio plazo que
permita mejorar la calidad sin necesidad de ahogar la diversidad
de opciones. Si el Partido Popular y el Partido
Socialista tuvieran una misma idea sobre cómo debe ser
la educación en España es evidente que no serían dos
partidos diferentes. Y eso mismo se puede aplicar a otros
terrenos. La diferencia no se puede anular apelando al
consenso. Cuando uno de los dos partidos pierde unas
elecciones no puede llamar al consenso para ocultar su fracaso.
Sin embargo, el partido ganador sí puede utilizar la
legitimidad que le da su victoria para ampliar el apoyo social
a sus nuevas políticas. Y él sí debe liderar los acuerdos
que aseguren a las nuevas leyes un periodo prolongado de
aplicación; esa es su responsabilidad y ahí es donde el
Partido Socialista ha fracasado en los últimos años. No debería
idealizarse el «consenso», pues no se trata de suprimir
las diferencias. Pero sí hacen falta «compromisos», es
decir, la suficiente inteligencia para comprender que las
mayorías democráticas son coyunturales y que ciertas acciones
legislativas requieren de todo lo contrario.