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De la revolución social a la disolución cultural

Héctor Ghiretti

Los grandes pensadores se preguntan cuáles son las causas de la revolución, entendida ésta como cambio violento y acelerado de estructuras sociales.

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Héctor Ghiretti, “De la revolución social a la disolución cultural,” accessed November 22, 2024, http://repositorio.fundacionunir.net/items/show/311.

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Title

De la revolución social a la disolución cultural

Subject

Un programa para la izquierda del s.XXI

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Los grandes pensadores se preguntan cuáles son las causas de la revolución, entendida ésta como cambio violento y acelerado de estructuras sociales.

Creator

Héctor Ghiretti

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Nueva Revista 097 de Política, Cultura y Arte, ISSN: 1130-0426

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Difusiones y Promociones Editoriales, S.L.

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Nueva Revista de Política, Cultura y Arte, All rights reserved

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UN PROGRAMA PARA LA IZQUIERDA DEL SIGLO XXI De la revolución social a la disolución cultural HÉCTOR GHIRETTI DOCTOR EN FILOSOFIA esde hace un siglo y medio, la pregunta que no ha dejado de marDtillar las cabezas de los pensadores políticos, desde Karl Marx a Hannah Arendt, desde Hilaire Belloc a Theda Skocpol, es: ¿cuáles son las verdaderas causas de una revolución? La respuesta, evidentemente, no es sencilla; pero si hacemos un repaso general a los diversos intentos realizados, encontramos que las explicaciones puramente objetivistas —la conjunción de determinadas «condiciones reales» produce, sin que medie voluntad política ni acción deliberada ninguna, el estallido revolucionario— han perdido terreno frente a la respuesta ideológica: aquella que cuenta, entre las causas principales de la revolución, con la presencia de un sistema de ideas que concibe un orden político, social y económico alternativo, y que se conoce usualmente como ideología. La ideología, de ese modo, ha devenido inspiradora de la acción política revolucionaria. Si es cierto que no hay revolución sin un mínimo de condiciones «objetivas», también lo es que no hay revolución sin «sujeto revolucionario» —sin personas o grupos que deliberadamente operan en el sentido de una transformación revolucionaria—. CRÍTICA Y REVOLUCIÓN Pero si toda revolución, entendida como cambio violento y acelerado de estructuras sociales, necesita de la ideología, no es menos cierto que toda ideología necesita de la crítica. En efecto, si no se sometiera el orden político y social vigente a un profundo y radical enjuiciamiento, no habría posibilidad de formular una idea de orden alternativo. En su deslumbrante estudio sobre la Ilustración francesa, Paul Hazard explicó la revisión crítica a la que fue sometido el Antiguo Régimen como un gigantesco proceso judicial en el que comparecieron todas las ideas, creencias, instituciones, leyes, costumbres y tradiciones del orden establecido. Parece imposible desentrañar la identidad de la izquierda (que es, como se sabe, la que más acabadamente refleja y sintetiza la modernidad política) prescindiendo de estos tres conceptos fundamentales: revolución, ideología, crítica. En estos tiempos en que las revoluciones parecen cosa del pasado, quizá haya quien no reconozca la componente revolucionaria de la izquierda. Sin embargo, es claro que la idea de la transformación radical de las estructuras está más presente en el imaginario de los militantes de izquierda de lo que ellos estarían dispuestos a reconocer. Aunque también debe reconocerse que el inhibidor principal del impulso revolucionario es que ya no se niega (ni se está dispuesto a asumir como coste) el carácter violento de esa transformación. VIDA Y MUERTE DE LA REVOLUCIÓN Si se observa el itinerario crítico y el itinerario revolucionario de la izquierda en sus dos siglos de existencia, se advierte que se trata de dos recorridos dispares, que sólo guardan un curso paralelo en los primeros tiempos. La revolución siempre tiene un carácter integral, totalizador: si no fuese así, no sería una auténtica revolución. Sin embargo, es posible señalar rasgos dominantes en los procesos revolucionarios. Así, si la Revolución Francesa fue predominantemente política, la Revolución Rusa lo fue socioeconómica. Es posible trazar un crescendo progresivo e incesante desde 1789 hasta 1917. La empresa revolucionaria se fija metas cada vez más ambiciosas y las va cumpliendo, casi inexorablemente. La burguesía triunfante del 89 cede las posiciones de vanguardia al proletariado, que se convierte en la nueva amenaza al orden existente. Crítica y revolución van de la mano (al menos tanto como lo permite toda relación entre idea y realidad), hasta que al fin, Stalin muestra la verdadera cara del nuevo régimen. Puede decirse que, a partir del triunfo del marxismoleninismo en Rusia, la izquierda comienza a desembarazarse progresivamente del socialismo, y también de la revolución. Crítica y revolución no son lo mismo, o lo que es igual: es posible hacer una crítica de la revolución. La izquierda advierte que la revolución en los hechos traiciona invariablemente a la revolución en teoría, que las transformaciones nunca son todo lo radicales que ella quisiera, que la organización partidaria reproduce a escala las formas de dominación del Estado. En definitiva: que no es posible acabar con las jerarquías y los límites restrictivos del orden social. Desde la consolidación de los bolcheviques en el poder hasta fines de la década de los sesenta, la izquierda buscará desesperada y obstinadamente conciliar otra vez la crítica con la revolución. Serán cincuenta años de intentos inútiles, que terminan con un estallido de insatisfacción e impotencia —mayo de 1968—. Este estallido marca un punto de inflexión decisivo en la historia de la izquierda occidental. Se produce el divorcio definitivo: la crítica liquida definitivamente a la revolución como praxis trans formadora. El 68 es, a la vez, cúspide y declinación del sueño prometeico de la modernidad. La revolución como praxis política suprema y el orden social al que aspiraba —el socialismo como supresión definitiva de conflictos— había sucumbido al propio embate destructivo de la crítica. LA DUREZA DE LO REAL La influencia del 68 fue efímera, casi imperceptible, en las principales organizaciones partidarias de la izquierda europea. Ya a principios de los setenta, la crisis del Estado de bienestar obligaba a los partidos socialdemócratas a renunciar definitivamente a la vía democrática y reformista al socialismo. El socialismo francés pudo mantener en alto las banderas de la propiedad colectiva durante una década más, sólo porque no se enfrentó antes a la realidad del poder. El gobierno de François Mitterrand depararía a la izquierda francesa la más amarga de las decepciones. A principios de la década de los ochenta estaba bastante claro que el capitalismo poseía una capacidad de adaptación infinitamente mayor que la que le asignaban los teóricos marxistas, y que no habría un futuro socialista. La abstrusa expresión «socialismo realmente existente» para referirse al sistema soviético, ocultaba la auténtica realidad de un «capitalismo monopolista de Estado». El posicionamiento de la mayoría de los intelectuales orgánicos y de los pensadores relacionados con los partidos era categórico: en el plano económico, la socialdemocracia debía aspirar a una economía de mercado que tolerara algún tipo de regulación estatal, y que sirviera de sustento a los sistemas de redistribución y asistencia conocidos como Estado de bienestar. La realidad del sistema capitalista había mostrado su materialidad contundente frente a los etéreos y nebulosos sueños de la sociedad sin clases y la propiedad colectiva: no habría economía moderna posible fuera del capitalismo. Los partidarios de !a democracia radica! tardarían algunos años más en reconocer que su proyecto tenía tan pocas oportunidades corno el socialismo. Después de soñar con una revolución tecnológica que traería los medios materiales aptos para convertir a los países enteros en Una reflexión sobre la izquierda española José Luií González Quirós Héctor Ghiretti ha dedicado un esfuerzo sostenido a estudiar la naturaleza conceptual de las ideas de izquierda, fruto del cual ha resultado un respetable número de páginas en libros y revistas especializadas. En esta ocasión, nuestro autor se fija en las peculiaridades que estas ideas han adquirido en la reflexión de autores españoles, tanto apologistas como críticos. El lector descubre o confirma en este libro la impresión de que, pese a la autoproclamación de la izquierda como opción racionalista y crítica, son llamativamente escasos los intentos de análisis conceptual que los pensadores de izquierda han hecho sobre lo que ellos mismos piensan. Al parecer basta con proclamarlo, sin que sean necesarias mayores precisiones. Esta constatación, y la prueba de que hay tantas izquierdas como personas que se proclamen izquierdistas, es uno de los dones que procura la lectura de este ensayo de Ghiretti. asambleas deliberativas y legislativas virtuales, de concebir ámbitos ideales de comunicación libres de dominio, de imaginar una reconciliación entre los poderes separados por el liberalismo y de esperanzarse en la democracia como vía natural hacia al socialismo, tuvieron que rendirse ante la evidencia de que no habría democracia moderna posible que no fuera liberal. De este modo, el orden político y económico mostraba su elasticidad máxima al ímpetu transformador de la izquierda. Democracia liberal y capitalismo marcaban dos límites infranqueables, reforzados por una firme solidaridad recíproca que provenía, tal como mostró Joseph Schumpeter, de responder a lógicas similares. Es claro que la izquierda no había estado ausente en la génesis de los sistemas políticos y económicos del mundo moderno; después de todo, ni el capitalismo ni la democracia liberal fueron obra del Antiguo Régimen, de la aristocracia o de los pensadores contrarrevolucionarios, sino de la primera izquierda El primer capítulo expositivo lo dedica el autor a analizar la contraposición entre el supuesto racionalismo de la izquierda y el tradicionalismo mítico de la derecha, tal como aparece en boca de algunos intelectuales o en los escritos de la tilósofa Esperanza Guisan y, sobre todo, del periodista José Antonio Gómez Marín, mostrándonos cómo se trata de una contraposición que tiene mucho más de retórica que de lugar ideal para la distinción con la derecha. En un segundo capítulo, el más extenso del libro, HÉCTOR GHIRFTTI se analiza detenidamente la posición de Gustavo SINIESTRA. EN TORNO Bueno que ha dedicado a esta cuestión una serie de A LA IZQUIERDA POÜTICA escritos, mundanos pero bastante académicos, espe£N ESPAÑA cialmente a partir de 1994 Las distintas posiciones Eunsa, Pamplona, 2004 que ha adoptado Bueno al respecto le parecen interesantes y significativas a Ghiretti aunque se distancia política de la historia —la burguesía—. Sin embargo, ta] como explicó JeanChristian Petirfils, la cristalización del nuevo orden había transformado a las viejas izquierdas en las nuevos derechas. LA CRÍTICA COMO PRAXIS SUSTITUTIVA Apenas diez años después, muchos intelectuales de izquierda europeos se preguntaban qué había quedado de las esperanzas del 68. El reclamo era muy comprensible, porque si el espíritu de la revuelta estudiantil se mantenía vivo en algún sitio, era entre los espíritus ilustrados, en los claustros universitarios y en el mundo de la cultura en general. Pero el divorcio entre crítica y praxis era casi radical, definitivo. El proceso había comenzado mucho antes, con el conflicto entre marxistas y anarquistas. Años más tarde, la polémica entre Lenin y Rosa Luxemburgo mostraba las líneas fundamentales del enfrentamiento: del tono laudatorio que el filósofo asturiano ha obtenido en ciertos medios de la derecha para apreciar en su obra, sobre todo, el mérito de haberse planteado seriamente cuestiones que los más dan por favorablemente resueltas. Ghiretti estudia también las aportaciones del politólogo Víctor Pérez Díaz acerca de la contraposición entre izquierda y derecha y se detiene en la cuestión de la «crisis de identidad» de la izquierda en España a consecuencia del abandono del marxismo y del baño de poder político real que supuso el gobierno socialista en 1982, tal como es analizada por Mercedes Cabrera, Ramón Cotarelo, Ludolfo Paramio, Miguel Ángel Quintan illa y Ramón Vargas Machuca, en un libro colectivo de 1993. Estas lecciones de !a experiencia no sólo se tradujeron en la continua reideologización puesta en pie por los peritos del PSOE sino que, en un plano más académico que político, han dado lugar a una reflexión sobre la me i ancolia de la izquierda (Serra Gímenez y García Selgas) que le parece a Ghiretti uno de los planteamientos más sugestivos sobre la evolución reciente de estas cuestiones, o las ideas sobre la «tercera izquierda» de Mendiluce {que no han sido acogidas con entusiasmo entre al izquierda, digamos, de siempre). praxis revolucionaria versus crítica ideológica. En 1931, Walter Benjamin componía un breve pero magnífico escrito sobre la melancolía de la izquierda: un estado anímico abúlico, abismado en una invencible e interminable cavilación, motivada por una experiencia de pérdida irreparable (y mayormente imaginaria), que nacía de no poder obrar la transformación radical de la realidad que se había propuesto como meta. El alma oscurecida del izquierdista melancólico se desbordaba en negros ríos de tinta, en críticas acerbas a la realidad en su conjunto, al orden existente y a las miserias de la revolución en la práctica. Contemporáneamente, un brillante ideólogo marxista italiano concebía una forma alternativa de praxis política: Antonio Gramsci mostraba la vía cultural de revolución social. El red esc ubr im iento de Gramsci por parte de la izquierda tendría que esperar no sólo a la muerte de Stalin, sino también a la liquidación de su herencia ideológica. Por su parte, tos izquierdistas radicales franceses de la década Nuestro autor dedica un amplio espacio a analizar el pensamiento de Dalmacio Negro y a su caracterización de cierta derecha moderna como una izquierda envejecida: la derecha actual es una izquierda que se rebeló contra el orden establecido y que ha dado lugar a un orden nuevo al que ya no se opone y al que pretende atenerse. De esta manera se abre paso a la idea de Ghiretti de que la izquierda es menos una doctrina específica que una identidad política, un modo de comprender la política y de actuar en ella. La izquierda puede por ello renunciar a su vocación revolucionaria sin que se altere grandemente su significado, porque es perfectamente capaz de sustituir la revolución violenta contra el orden establecido por una democratización radical de toda la sociedad (aunque sea, habría que añadir, al no pequeño precio de rendirse ante el capitalismo, eso sí, para tratar de controlarlo desde el Estado yo desde el partido). La izquierda es en realidad una cosmovisión peculiar según la cual no hay un orden propio en la realidad, y el que hay debería ser depuesto. Sólo el desierto y la anarquía se liberarían en tal caso del beneficio de la acción política de la izquierda. de los cincuenta, con Henri Lefebvre a la cabeza, creaban la Internacional situadonista e inauguraban eí movimiento de critica de (a vida cotidiana. Tanto el gramscismo como el situacionismo francés —movimientos de izquierda política de orientación cultural— aún mantenían como punto de fuga la ansiada revolución social. Pero el derrumbamiento del ideal revolucionario tiene un efecto verdaderamente liberador en la izquierda. Ya no está obligada a concebir un orden social alternativo ni a definir una praxis política transformadora. Se desembaraza definitivamente del comercio con la realidad. Liberada del confinamiento de la acción política, la crítica sigue hacia arriba (o hacia abajo, según se mire), en su espiral destructiva y desenmascaradora. DESDE LA CULTURA CONTRA TODO ORDEN Se inaugura así una nueva fase de ia izquierda. A partir de este momento, su praxis se desarrolla en el plano de las ideas, tos símbolos, las creencias y las tradiciones: la cultura. Cubre ühiretti sostiene, pese a esa universalidad negativa de la izquierda, que existen variaciones nacionales en la forma de ser de izquierdas y compara brevemente el caso español con el francés y el italiano La izquierda española es menos compleja y más militante que la francesa y más genérica que la italiana, que se define más en términos igualitarios. El libro es de 2004 pero puede parecer ya antiguo si nos fijamos en el comien10del último capítulo*. Consolidadoel régimen institucional democrático, en marcha ya un proceso de desarrollo económico cada vez más pujante y habiendo encaminado una política exterior exitosa, no sólo en términos de aumento de la influencia internacional, sino también en capacidad de integración regional y mundial, las sombras espectrales que amenazaban hasta unas décadas a la nación española parecen remitir y desaparecer definitivamente». No obstante el optimismo del diagnóstico, que me temo ha sido desmentido por los hechos recientes, Ghiretti dedica el último capítulo de este libro a analizar la siempre sorprendente alianza de la izquierda con los nacionalismos fragmentarios. Su análisis es, en realidad, un espectro de propósitos que va desde el desengaño y la denuncia respecto de la situación insuperable del oprimido —la «conciencia de las cadenas», como ha explicado BernardHenri Lévy— a la corrosión por vía crítica de toda institución, costumbre, ley o jerarquía que implique cualquier forma de sumisión, exclusión, obediencia o desigualdad. En una palabra, el orden social en general: familia, Estado, empresa, iglesia, sociedades intermedias, etc. La acción de la izquierda cultural contemporánea opera sobre un presupuesto implícito que está en el origen de la izquierda histórica, pero que sólo actualmente ha sido llevado hasta sus últimas consecuencias. Sólo después de comprobar que todo orden alternativo al dominante, por muy promisorio que sea y bien concebido que esté, es ante todo y fundamentalmente orden —y por ello perpetúa formas de opresión y sumisión— la izquierda mantiene sus ideales libertarios e igualitarios luchando contra la idea misma de orden, de cristalización de un sistema rígido de relaciones sociales compuesto por instituciones, hábitos y jerarquías. una discusión de las ideas expuestas en el conocido libro de César Alonso de los Ríos sobre la izquierda y la nación. Dado el punto de vista de Ghirettt, su diagnóstico ha de ser muy distinto al de Alonso de los Ríos: la izquierda se suma al nacionalismo porque éste supone una objeción al orden dominante, mientras que la continuidad de España como nación soberana es la expresión suprema de ese orden. Desgraciadamente para nosotros es posible que Ghiretti tenga algo de razón y que esa sea una desdichada peculiaridad de la izquierda española, un problema del que carecen en ottos pagos de mayor fortuna o seso. Pese a tratarse de un estudio muy pormenorizado y riguroso, el libro se lee con la facilidad de un ensayo más general. En su favor hay que apuntar que las numerosas notas estén a disposición del lector a pie de página; en su contra, que los editores no hayan hecho e! esfuerzo de dotarle de un índice onomástico que habría sido de gran utilidad para quienes se adentren en sus páginas. JÓSE LUIS GONZALEZ QUIROS La izquierda del siglo XXI se ha hecho fuerte en los ámbitos propiamente culturales: instituciones educativas (colegios y universidades) y medios de comunicación y prensa. No exagera Kenneth Whitehead cuando explica que vivimos en una cultura hegemónica de izquierdas. Ha abandonado la idea de partido, movimiento o sindicato, la formación de organizaciones fuertes y disciplinadas que luchan contra un sistema poderoso y opresivo. El compromiso que se exige a la militancia es cada vez más lábil, provisional y flexible, y se expresa mejor en términos de disolución que de activismo. Instalada en el poder, la izquierda contemporánea practica un intervencionismo estatal no socialista, ni siquiera redistributivo. El Estado benefactor puede mantener, e incluso incrementa moderadamente, sus prestaciones y servicios. Pero la acción del Estado como vector de reforma social se orienta fundamentalmente a asumir como sustituto, con las consecuencias que cabe esperar, las diversas formas de mediación social que realizan las instituciones erosionadas o debilitadas por la crítica cultural. LOS COMPAÑEROS DE RUTA A principios de la década de los noventa, con el colapso de los regímenes soviéticos de Europa oriental, una derecha occidental eufórica se jactaba de haber derrotado de una vez por todas a su enemigo —la izquierda—. El capitalismo había vencido al socialismo, y la democracia liberal había hecho lo propio con la dictadura del partido único. Las apariencias, sin embargo, eran engañosas. Interpretando mejor el proceso, Jürgen Habermas explicaba que la izquierda occidental no debía asumir una derrota que no era suya. Mientras los partidos de derecha en el poder se han recostado indolentemente en las realidades, consolidadas y venturosas, aparentemente indestructibles, de la democracia liberal y el sistema capitalista, la izquierda cultural no se ha detenido un solo día en su labor metódica de zapa de las instituciones, las tradiciones, las creencias y las costumbres. Un análisis atendible, pero más bien superficial, podría concluir que la izquierda está socavando las bases culturales que sustentan la democracia liberal y el capitalismo. Esto es cierto, pero no es toda la verdad. Capitalismo y democracia liberal constituyen, respectivamente, órdenes bien definidos de la vida económica y política, y han constituido un freno eficaz y decisivo al embate revolucionario del colectivismo y el totalitarismo. Pero su configuración es esencialmente dinámica. No sólo eso: como se ha visto en los últimos dos siglos, se trata de sistemas expansivos por naturaleza, que tienden a la totalidad y que han avanzado incesante e inexorablemente sobre los diferentes «mundos de la vida». Se ha hablado mucho sobre las consecuencias culturales del sistema capitalista. Todo parece indicar que en el futuro se hablará cada vez más de ello. Basta pensar en los procesos de disolución cultural motivados por el consumismo creciente, en los que el tan humano e imprescindible hábito de cuidar se sustituye por el de usar y tirar. La velocidad en aumento de los cambios dificulta cada vez más las relaciones humanas, el crecimiento normal de las personas y la educación. Afecta decisivamente a los vínculos interpersonales basados en la confianza que, como se sabe, reposa sobre la permanencia y no sobre la ruptura. Los procesos simultáneos de fragmentación e integración en la sociedad actual hacen perder las referencias más elementales a sus integrantes. Se afirma que la base del capitalismo es la propiedad privada. Es hora de revisar ese postulado, al menos en parte. La conversión fundamental de la propiedad inmueble en propiedad mueble, hito fundamental en la formación del surgimiento del capitalismo, no ha dejado de avanzar, hasta el punto de que ha sumido a la institución de la propiedad en una profunda crisis, que se puede observar en la imposibilidad de determinar la propiedad efectiva de las grandes empresas o en el incesante acoso de los poderes públicos sobre la propiedad de los particulares. La consigna, tan común en los siglos XVIII y XIX, de la lucha contra la propiedad privada, parece no haber surtido el efecto deseado; pero la erosión de la propiedad es causada actualmente por quienes en su día se erigieron como sus más decididos defensores. El resultado no es el comunismo de bienes ni la sociedad sin clases: la decadencia de la institución de la propiedad se resuelve en la desaparición de su función social correspondiente,,que se ha considerado (con razón) como imprescindible. La democracia liberal es asimismo arrastrada por una similar corriente de transformación y aceleración, plena de incertidumbres. Los más lúcidos observadores han señalado que el precario (y milagroso) equilibrio entre democracia y liberalismo se inclina resueltamente hacia el lado democrático, incluso en países políticamente tan balanceados como los Estados Unidos. Como podría haber explicado Alexis de Tocqueville, el espíritu democrático avanza arrollador sobre las fuentes de autoridad tradicionalmente reconocidas y sobre las instituciones regidas por formas no democráticas —impone su ley a las diversas formas de mediación social—. El horizonte de esta democratización invasiva no es, sin embargo, ni la añorada democracia directa de los ideólogos soñadores, ni la tiranía de las mayorías de los pensadores reaccionarios, sino el dramático descenso de la gobernabilidad de las sociedades modernas. Quizá sea exagerado calificar a este vertiginoso proceso como una revolución. Por otra parte, se han explicado formas alternativas de revolución tales como las que identificó Jules Monnerot: es el caso de las revoluciones en flujo. También es interesante recordar las afirmaciones de dos famosos discípulos del pensador marxista Gyórgy Lukács: Agnes Heller y Ferenc Fehér han sostenido que en los regímenes democráticos, la praxis revolucionaria no solamente deja de tener sentido, sino que incluso se transforma en reacción, puesto que la dinámica política y social es inmanente al sistema. Si no es una revolución, se le parece mucho. Este panorama obliga a ser muy cauto respecto de la decadencia de algunas de las categorías más caracterizadas de la modernidad política. Mientras que las formas de racionalización económica y política de la vida social van arrollando a su paso las instituciones, costumbres, ideas, creencias, leyes y tradiciones que podrían contener (o moderar) tal avance, la izquierda obra a su vez una lenta labor de corrosión y debilitamiento. Ha encontrado, en los enemigos que odia, unos formidables e insospechados compañeros de ruta, HÉCTOR GHIRETTI