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A la búsqueda de la normalidad democrática

Luis Rubio

De como en México es prácticamente imposible separar el nuevo régimen del viejo, y esa imposibilidad crea un entorno de conflicto y disputa que tardará tiempo en verse resuelto.

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Referencia

Luis Rubio, “A la búsqueda de la normalidad democrática,” accessed April 19, 2024, http://repositorio.fundacionunir.net/items/show/2800.

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Title

A la búsqueda de la normalidad democrática

Subject

Ciudadanía y partidos políticos

Description

De como en México es prácticamente imposible separar el nuevo régimen del viejo, y esa imposibilidad crea un entorno de conflicto y disputa que tardará tiempo en verse resuelto.

Creator

Luis Rubio

Source

Nueva Revista 081 de Política, Cultura y Arte, ISSN: 1130-0426

Publisher

Difusiones y Promociones Editoriales, S.L.

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Nueva Revista de Política, Cultura y Arte, All rights reserved

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es

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CIUDADANÍA Y PARTIDOS POLÍTICOS A la búsqueda de la normalidad democrática La transición política mexicana nació truncada por la ausencia de tradición democrática; por la inexistencia de un polo de atracción, como fue la Unión Europea para España; y truncada también por la naturaleza histórica del PRI como entidad orientada al control y a la mediatización de la vida política y social. A diferencia de otras transiciones, y en particular de la española, en México es prácticamente imposible separar el nuevo régimen del viejo, y esa imposibilidad crea un entorno de conflicto y disputa que, como augura Luis Rubio, tardará tiempo en verse resuelto. as palabras con las que frecuentemente queda caracterizada la tranJL sición política en la que se halla México son «revanchismo», «conflicto», «democracia sin demócratas», partidos «personalistas», etc. Se trata de un proceso tortuoso de ajuste a realidades nuevas, en el que no han desaparecido del todo las viejas formas de hacer política ni las instituciones que les daban vida. Mientras naciones como España, Portugal o Chile pueden diferenciar con claridad los regímenes que quedaron en el pasado, todos fuertemente asociados a una persona concreta, en México es imposible proceder de ese modo. Ciertamente, la ausencia del PRI en la presidencia de la República lo cambia todo, aunque a muchos les parece que lo único que ha cambiado ha sido el color del partido en el poder. Y lo que es peor, muchos, sobre todo en el PAN y en el Gobierno, se sienten acosados por la presencia de miembros del PRI y antiguos funcionarios públicos, sobre todo en los segundos mandos del Ejecutivo. Por supuesto que con el cambio de partido en el Gobierno todo ha cambiado, pero eso no hace fácil distinguir, en la vida cotidiana, una y otra era. El triunfo de Fox en las elecciones de 2000 ha transformado México para siempre, sin duda. Hasta entonces, la presidencia y el PRI eran una y la misma cosa. Con el PRI a sus pies, el presidente podía imponer cualquier decisión a la sociedad mexicana. Los tentáculos del partido, que llegaban hasta las comunidades y entidades más recónditas del territorio, servían de medios de control y aseguraban no sólo la estabilidad del país, sino también la permanencia del sistema priísta y del poder del presidente. Por su parte, los miembros del PRI, aunque disciplinados, no eran inocentemente sumisos. Intercambiaban su apoyo y lealtad por beneficios diversos. Esto es, los priístas recibían amplia compensación por su participación y disciplina en la forma de acceso al poder y a la corrupción. Justamente, el principal cambio, consecuencia del resultado electoral del 2000, fue la separación de estas dos figuras: la del presidente y la del partido. Por más que los cambios institucionales que eventualmente condujeron a Fox a la presidencia de la República se hubieran negociado y adoptado en el periodo en el que el PRI todavía gobernaba, de permanecer este partido en el poder la democracia jamás hubiera podido florecer. No es que los priístas sean menos capaces de vivir en democracia que el resto de los mexicanos, sino que el sistema estaba estructurado para controlar y obedecer y no para negociar, pactar y convivir. De esta manera, la derrota del PRI abre la puerta a la democracia. Se trata, si embargo, de una condición necesaria para avanzar en la dirección deseada, pero no de una condición suficiente, pues las instituciones y reglas de interacción política siguen ancladas en el pasado. Las viejas estructuras institucionales, los partidos y otros poderes públicos, lo mismo que diversas entidades políticas, son hijos del viejo sistema. Aunque la palabra democracia ha sido parte del léxico y de la retórica partidista desde hace tiempo, su concepto de democracia poco o nada tiene que ver con la democracia liberal europea o norteamericana. Los políticos emplean el vocablo más como adjetivo que como sustantivo, señalando las limitaciones de su alcance. Ciertamente, las elecciones se han convertido en la forma más usual de acceder a la vida pública y éstas ya no son el principal tema de disputa política. Pero la interacción política en la actualidad tiene muy poco o nada de democrática. LIMITADO PODER DEL CIUDADANO El voto, ese primer escalón del proceso democrático, es en realidad el único instrumento con que cuentan los ciudadanos para ejercer su soberanía. Transcurrido el día de la elección, el ciudadano pasa a un plano de irrelevancia, en el que es ignorado por los supuestos representantes populares y por los partidos políticos. Aunque formalmente representantes de la población, los legisladores han fungido como representantes o contrapartes del poder Ejecutivo. Ahora que el viejo sistema priísta ha desaparecido, los legisladores han quedado huérfanos: en la práctica no representan a la población y ya no guardan una relación privilegiada con el presidente. En la realidad actual, los diputados y senadores se han convertido en agentes de los liderazgos partidistas, cuando no meros exponentes de sus propios intereses e ideología. El punto importante es que la política mexicana se había estructurado en torno a un conjunto de instituciones que empataban perfectamente la realidad del poder. El poder legislativo estaba subordinado al Ejecutivo, pero ambos tenían incentivos para interactuar, lo que permitía un funcionamiento eficiente de la vida pública. Por su parte, el poder judicial, el más subdesarrollado de los poderes públicos, quedó históricamente marginado, sin papel relevante que interpretar. Tal vez no sea casualidad que, en el nuevo entorno político, la Suprema Corte de Justicia haya encontrado una función medular que desempeñar, en tanto que el Congreso sigue atrapado entre dos mundos: ya no es parte del viejo sistema, pero todavía no logra desarrollar sus propias formas ni se encuentra sujeto a la rendición de cuentas, como sucedería en cualquier país democrático. JUEGO DE PARTIDOS En este drama, los partidos políticos son actores centrales, pero no fundamentales. Aunque en apariencia resulte contradictorio, este planteamiento refleja nítidamente la realidad. Los partidos, pieza clave de cualquier proceso democrático, siguen aletargados, viviendo más los últimos tiempos del viejo sistema que haciendo suyas las oportunidades del nuevo entorno. Ante todo, a los partidos les ha sido difícil encontrar su nuevo lugar en la democracia mexicana. El PRI, el partido más importante por su tamaño y experiencia, ha intentado renovarse, pero no tiene una brújula democrática que lo guíe. Sus puntos de referencia más obvios, sobre todo los antiguos partidos comunistas del este de Europa, han experimentado una transición similar, aunque por distintas razones. Unos, como en Polonia, se renovaron y lograron volver al poder; otros, como en la República Checa, prácticamente desaparecieron del mapa. Pero el modelo más interesante —del que poder aprender de sus errores— es quizá el del antiguo Partido Comunista de la URSS, porque decidió no enfrentarse a sus problemas, paralizándose como el mayor partido de la Duma rusa, pero sin mayor perspectiva de modernización. Los priístas siguen viendo el pasado como punto de referencia, aunque ese pasado no siempre les satisfaga: de él aprecian el control, el poder y la centralidad, pero no la subordinación y disciplina a que estaban sometidos. De esta forma, sus intentos de renovación, como su reciente elección interna, han sido ejercicios apenas conducentes a su transformación. El PAN, hijo de una tradición más cercana a la democracia, se ha enfrentado a problemas muy distintos de los del PRI, pero no por ello menos complicados. Por su objetivo de origen —contrapuntear al PRI— los panistas crecieron y se desarrollaron como si el poder fuese algo abstracto y distante. Lo anterior les llevó a desarrollar una ética partidista que, por loable que fuera, se ha convertido en un serio problema de funcionamiento, ahora que han llegado al poder. Los panistas temen ensuciarse las manos con las decisiones que normalmente afronta un gobernante, lo que ha llevado a que prevalezca una artificial distancia entre el partido y su Gobierno. Su transformación en partido gobernante ha sido difícil incluso de conceptualizar, y aún más de realizar. El resultado es un Gobierno aislado y un partido que no se siente responsable. El PRD es quizá el partido menos institucionalizado, el que experimenta mayores divergencias y corrientes internas y el que más dificultades ha tenido para avanzar hacia lo que podría llamarse la normalidad democrática. Si algo une a los perredistas es la creencia ferviente de que la democracia mexicana sólo se consumará el día que ellos asciendan al poder. Su concepción de la democracia sigue siendo excluyente y su propensión a negar la legitimidad de sus contrincantes es ubicua. A diferencia de los otros dos partidos grandes, su realidad interna tiende a alejarlos del poder y, por lo tanto, del reconocimiento de la necesidad de reforma interna. Lo que todos los partidos padecen es la ausencia del electorado. Aunque sean la pieza central de una política democrática, la distancia entre los partidos y la población es tan grande que ningún intento de renovación o transformación fructificará mientras los partidos no se vean a sí mismos como responsables ante la población, mientras no vean a la ciudadanía como su razón de ser. En este sentido, quizá el gran problema de la democracia mexicana resida no tanto en lo que los partidos y sus miembros comprenden o reconocen que es necesario hacer, como en las estructuras e instituciones que distancian a los partidos de la ciudadanía. El hecho palpable es que los partidos políticos mexicanos están dominados por sus propios intereses y organizaciones y no se conciben como mecanismos de movilización o representación, como sería normal en una democracia. En el fondo, la transición política mexicana se ha estancado porque, más allá del voto, no existe una vinculación entre la ciudadanía y los políticos. Cada uno vive en su mundo. En ausencia de instituciones que los acerquen, como podría ser la reelección de los miembros del poder legislativo, los políticos se ven a sí mismos como independientes y no como representantes de la población. De esta manera, en lugar de atender las demandas, preferencias y necesidades de los electores, los partidos se dedican a cultivarse a sí mismos, con poco éxito hasta el momento. Todo esto sugiere que la transición a la democracia va a continuar siendo tortuosa, difícil y lenta. En lugar de caracterizarse por acciones que demarquen líneas claras entre el pasado y el presente, la política mexicana persiste en su historia de grises en la que se confunde lo que existía con lo que hace falta. Los partidos y los poderes públicos son, en este sentido, hijos de una tradición que no va a dar facilidades para que la entierren. Aunque existe en México una tradición liberal, ésta no goza, como en España, del privilegio de verse acompañada por una diversidad de instituciones y actores con vocación democrática. Por ello pasará tiempo hasta que los mexicanos encuentren su propio camino hacia la democracia, o* LUIS RUBIO