Nueva Revista 090 > Glorias intactas, vidas rotas

Glorias intactas, vidas rotas

José Luis González Quirós

Reseña del libro "El rompimiento de Gloria" de Marqués de Tamarón.

File: Glorias intacas, vidas rotas.pdf

Referencia

José Luis González Quirós, “Glorias intactas, vidas rotas,” accessed March 29, 2024, http://repositorio.fundacionunir.net/items/show/237.

Dublin Core

Title

Glorias intactas, vidas rotas

Subject

Una novela Rara

Description

Reseña del libro "El rompimiento de Gloria" de Marqués de Tamarón.

Creator

José Luis González Quirós

Source

Nueva Revista 090 de Política, Cultura y Arte, ISSN: 1130-0426

Publisher

Difusiones y Promociones Editoriales, S.L.

Rights

Nueva Revista de Política, Cultura y Arte, All rights reserved

Format

document/pdf

Language

es

Type

text

Document Item Type Metadata

Text

Glorias intactas, vidas rotas por JOSÉ LUtS GONZALEZ QUIRÓS amaron ha escrito una novela rara (pese a que se lee con facilidad y Tgusto, observación que quizá no termine de agradarle); se trata de un texto que se sigue con intriga intelectual creciente porque el autor ha puesto su condición de excelente prosista al servicio de una narración aparentemente lineal, pero que constituye, en todo momento, un reto a las ideas convencionales del lector, de cualquiera. No es fácil deduEL ROMPIMIENTO DE GLORIA cir cuál es el significado preciso de una serie de episodios cuya interpretación MARQUÉS DE TAMARÓN suscita numerosas perplejidades. El libro Editaría! PreTextos Valencia, 2003. 248 páginas no se deja olvidar porque hace que prendan en eí ánimo del lector un buen número de preguntas inusuales y, por tanto, incómodas. Lo que nos entrega Tamarón es, evidentemente, un testimonio, un relato turbador e inquietante que surge al hilo de los recuerdos de un personaje que se parece mucho a su autor {por ejemplo: traductor del Pied Beauty de Hopkins, montañero y erudito minucioso, destinado en Londres) aunque, por otros rasgos, la obra no es verosímilmente autobiográfica. El tono testimonial es especialmente adecuado a lo que se nos cuenta: un descubrimiento capaz de dar sentido a la vida, pero también de hacerla fracasar. Esta vida que fracasa no es la de alguien singular, es más bien toda una raza que ya no existe, una saga un tanto mitológica cuyos últimos (o penúltimos) representantes terrenales son los protagonistas principales de la revelación y del ocaso. Elena y Miguel Cienfuegos son una extraña parej a de hermanos («Los dos hermanos miraban el mundo con esa alternancia rápida de curiosidad y de indiferencia propia de los animales, quizá porque, como éstos, se ayudaban mucho de los demás sentidos»), más cercanos a los viejos dioses del Olimpo que a los mortales comunes. Los hermanos mueren de manera desesperadamente heroica (el texto recuerda constantemente la atmósfera romántica del Goethe de Las afinidades electivas), combatiendo brava y desmesuradamente a las tropas milicianas en el frente de la sierra madrileña, lo que hace que el narrador, un Saturnino apenas sin apellidos, quede perdido para siempre, sin haber podido completar la triple tarea de sus «diversos destinos contradictorios: aprendiz, galán y revolucionario». Luego acaba én Londres y vuelve a España y se enriquece como editor y hombre de negocios, holgada situación que le permite dedicarse a acariciar los recuerdos que le han impedido llevar una vida normal (algo que a Tamarón parece resultarle bastante indeseable). La parte central de la narración se destina al aprendizaje de Saturnino, porque, de una manera que resulta inquietante pero no arbitraria, los hermanos se las saben todas. No son redichos, desde luego, ni tampoco cosmopolitas, sino «catetos en varios idiomas». Saturnino los admira por su belleza, por su nobleza, por su sabiduría, pero los va viendo peligrosamente ajenos a cualquier identificación, puede juntarse con ellos pero cualquier otra efusión estará siempre de más. Sátur, como cariñosamente le llaman los hermanos, desea su compañía y sus enseñanzas y acepta las singulares reglas por las que se rige ese peculiar triángulo, pero va comprendiendo poco a poco que, a su muy extraña manera, su reino tampoco es de este mundo. Las conversaciones de tan ejemplar trío, a las que en ocasiones se añade algún personaje de reparto, son, en el recuerdo de Saturnino, verdaderas escuelas de luz, rompimientos de una bruma mesetaria y progresista que queda convenientemente ridiculizada con el paciente consenso del buen Sátur. A su través descubre nuestro narrador la existencia de un mundo de cultura tan sólido como el de la naturaleza y tan duro como ésta, tan cruel con frecuencia. Es un mundo en el que «todos los oficiales de caballería son iguales», y en el que no hay diferencia de naciones ni de riqueza, en el que, como en el mundo antiguo presocrático y precristiano, no hay distinción alguna entre carne y espíritu, un cosmos diverso y evocador en el que la naturaleza es la única escuela de dignidad. En esta escuela Saturnino aprende a no quitar nada de la vista, a no perder ni los detalles ni las perspectivas (porque «en la vida lo más difícil es ver a la vez la hoja, el árbol y el bosque»), de modo que también se aprende a morir con alegría. El segundo gran tema de conversación de nuestros protagonistas versa, como podrá imaginar cualquier lector de Tamarón, sobre las palabras mismas, sobre las distintas lenguas y temas similares. Tamarón desliza una buena serie de puyazos a los malos traductores (aunque en su lectura de Et in Arcadia ego ya le da la razón hasta la Enciclopedia Encarta) y deja caer muestras divertidas de las arbitrariedades y los giros del lenguaje («¿Y por qué las vacas son avileñas y Santa Teresa es abulense?», pregunta Adam, un militar destinado en Madrid que es retrato al carboncillo de la Alemania de preguerra), casos que patentizan el carácter más natural y rebelde del habla, su resistencia a la doma gramática y culta. Las vicisitudes de los españoles de entonces prestan un telón de fondo muy desvaído al desenvolvimiento del verdadero drama verbal, aunque sirven también para apuntar algunas varias observaciones, tanto sobre nuestro carácter («Los españoles tan sólo tenemos dos maneras de ver a los extranjeros: como gente amenazadora o como seres desvalidos») como sobre personajes de nuestra historia o nuestras letras que circulan, en mención (Unamuno u Ortega) o en persona (Bergamín), a lo largo de un texto que describe distantemente lo que transcurre en la preguerra. La guerra apenas entretiene al narrador y de la posguerra («sórdida de todas formas, llena de imposturas e imposiciones») ni se ocupa. Tamarón ha descrito un mundo viril y visual, un universo de espíritu muy físico, muy corporal, en el que cabe la gesta y el desafío, la excelencia, un escenario lleno de simbolismos e imágenes pero regido férreamente por un principio de sabiduría económica: «No es fácil jadear y pensar al mismo tiempo. Ni en la guerra ni en lo demás», cuya fatal aplicación culmina irremediablemente con la muerte, esa definitiva revelación. Al hacerlo nos ha ofrecido una singular meditación sobre la vida («también para recibir regalos hay que adiestrarse en cierta forma de generosidad»), aupada sobre goznes muy distintos y opuestos a los valores de mayor circulación y mejor mercado. Es una invitación a pensar que se acepta con agrado porque, además, no incurre en el mal gusto de ser enteramente coherente. <©«» JOSÉ LUIS GONZÁLEZ QUIRÓS