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Los finales de don Justo

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“Los finales de don Justo,” accessed April 20, 2024, http://repositorio.fundacionunir.net/items/show/1726.

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Los finales de don Justo

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Nueva Revista 129 de Política, Cultura y Arte, ISSN: 1130-0426

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Difusiones y Promociones Editoriales, S.L.

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RelatosLOS FINALESDE DON JUSTOLorenzo Silvaodas las personas que a lo largo de su vida odiaronen mayor o menor medida a Justo LópezCassina, yTno fueron pocas, cedieron en alguna ocasión a latentación de imaginarle una muerte atroz. Si alguien, ala vez lo bastante ocioso e informado, se hubiera molestadoen recopilar y clasificar todos los acontecimientos provocados por la existencia de don Justo (como le llamaba lamayoría de quienes le trataron), sin duda habría sido estecapítulo, el de los desenlaces que otros desearon para él,uno de los más nutridos e intensos. Sin embargo, y acasodebamos imputarlo a que la Providencia le place desbordarnuestros ciegos pronósticos, ninguno de los que le aborrecieron logró adivinar el fin que efectivamente acabó acaeciéndole a don Justo, y que bien mirado vino a recompensar de la forma más perfecta y exhaustiva a todas sus malasacciones. El primero que quiso ver muerto a don Justo fue AurelioSarabia, compañero de nuestro protagonista en la escuelanueva revista· 129257lorenzo silvaelemental. Justito, como entonces se le llamaba, era elclásico niño organizador y cruel. Aurelio, el gordito que hay entodas las clases para servirle de conveniente desahogo a lasaña de sus condiscípulos. Después de que la partida deenergúmenos capitaneada por Justito le frotara una zonasensible de su orondo cuerpo con un manojo de ortigas,Aurelio soñó que a aquel niño de gélida mirada azul le atravesaban los ojos con sendas agujas de hacer punto calentadas al rojo vivo. Las agujas se hundían en el cráneo hastaque ambas convergían en el centro del cerebro. Andandolos años, Aurelio conseguiría superar su problema de sobrepeso e incluso se convertiría en un diestro alpinista. Perderíala vida a los treinta y cuatro años, en un descuido achacablea la fatiga y a la euforia que le entorpecieron el descenso tras coronar brillantemente el peligrosísimo Naranjo deBulnes.La segunda persona que concibió con pasión y meticulosidad comparables la extinción de don Justo fue ÁguedaSomontes, a quien nuestro hombre conoció en la flor de lajuventud de ambos. Águeda era una de esas muchachas debelleza perturbadora y casi ofensiva, que atravesaban por lavida dejando un reguero de onanistas incontinentes y propensos al suicidio, de un lado, y una legión de ex amigas resentidas, por otro. Aunque parecía lejana y orgullosa, Justo,que ya había desarrollado esa capacidad de calar en el carácter de la gente a la que debería buena parte de su éxitoposterior, percibió con claridad sus carencias, y aprovechando esta ventaja consiguió cobrar la pieza en un tiemporécord. Lo que Águeda no supo, hasta que la caza se hubocumplido, fue que Justo no iba tras ella por amor, sentimiennueva revista· 129258los finales de don justoto del que era naturalmente incapaz, sino por una suciaapuesta con uno de sus compadres de aquella época, queno se privó de difundir los detalles del juego. Tras abofetearla insensible mejilla de Justo, e intentar en vano arañarle,Águeda deseó, y así se lo manifestó en voz alta, que unperrorabioso le arrancara al repulsivo apostador aquello con loque la había mancillado, y que la muerte no le llegara al instante, sino al cabo de meses de agonía, para que sus quejidos postreros los lanzara con voz femenil. Esta forma demuerte, con variantes diversas, la quisieron después paradon Justo una gran cantidad de mujeres, desde las tres quedesposó, hasta todas y cada una de las secretarias que durantetemporadas de duración variable le sirvieron de apoyoy alivio sexual (quedando luego relegadas a oscuros negociados o archivos), amén de un número imprecisable de camareras, administrativas, dependientas, azafatas, recepcionistas, intérpretes, guías, masajistas, empleadas de hogar,pedicuras, telefonistas, enfermeras, profesoras, economistas, ingenieras, abogadas, colegialas, odontólogas, peluqueras y por supuesto prostitutas, a ninguna de las cuales lehizo jamás abrigar la ilusión de suponer para él algo másque un trozo de carne más o menos codiciable, según fuerael caso y el atractivo físico de cada una. Alargaría en excesoeste relato consignar sus nombres y todas las variantes deemasculación imaginadas por ellas para don Justo, así comodejar testimonio de la peripecia vital de cada una. Por esonos limitaremos a apuntar que Águeda, la pionera, se lasarreglaría para olvidar finalmente la afrenta, y tras ganarsela vida durante algunos años como modelo publicitaria, seuniría en matrimonio al heredero de una familia aristocránueva revista· 129259lorenzo silvatica, exento pese a esta condición de taras físicas y psíquicas relevantes, y por completo entregado a la noble misiónde hacerla feliz. Águeda moriría en el parto de su sexto hijo,a la edad de cuarenta y un años.Pero sin duda, el ámbito en el que don Justo consiguióreclutar a un número mayor de soñadores de su fallecimiento, incluidos algunos lo bastante impacientes como para llegar a planear maneras de precipitarlo, fue el de los sucesivos negocios a través de los que labró su impresionantetrayectoria profesional. La lista la abrió Gonzalo Saavedra,con quien compartió despacho cuando ambos eran dosjóvenes ingenieros recién incorporados a una vasta organización multinacional, líder en el sector manufacturero.Un buen día, tras dos años de relación aparentemente cordial, Saavedra descubrió que un error cometido por él, yque había provocado el rechazo en el control de calidad deuna serie de doce mil piezas, con el correspondiente desperdicio del material, la energía y el tiempo consumidospara fabricarlas, había llegado casi instantáneamente a conocimiento de la dirección, merced a la diligenciadelatorade su compañero Justo. Después de aquel incidente, Saavedra hubo de buscarse otro empleo, además de pleiteardurante años para obtener su indemnización por despido,que a la postre le fue negada por sentencia firme en la quese le condenaba aún a abonar una suma a la empresa, porel coste del material perdido que el importe de su finiquitono había alcanzado a resarcir. El día que le notificaron esasentencia, Saavedra no pudo evitar acordarse de Justo, nitampoco maldecirlo. Deseó que una carretilla elevadoralo embistiera y le seccionara ambos tobillos, y que de resulnueva revista· 129260los finales de don justotas del accidente perdiera el sentido y nadie reparase enél hasta que terminara de desangrarse. Por aquel entoncesJusto ya era director de la fábrica, y apenas pisaba la zonade producción, por lo que ese desenlace resultaba altamente improbable. Gonzalo Saavadra, por su parte, después dellevar una vida honrada y laboriosa como mando intermedio, acabaría haciéndose millonario a los cincuenta y ochoaños al ser el único acertante de primera categoría en unsorteo de la Lotería Primitiva con bote. Murió a los sesentay un años, al estrellarse la avioneta privada en la que viajabaen algún punto del archipiélago de las Maldivas.Después de Gonzalo Saavedra fueron innumerables loscompañeros, subordinados y jefes cuyo odio supo ganarseen buena lid el que ya empezaba a ser conocido como donJusto. También hay que contar en la lista a no pocos clientes, proveedores y competidores, como Saúl Ciordia, quepagó un anticipo de dos millones de pesetas a unos sicarioscolombianos a cambio de que lo asesinaran a machetazos,con la especial indicación de que antes de hacerlo se detuvieran a violar en su presencia a la que entonces era sumujer. Los sicarios no llegaron a cumplir el encargo; de camino a la casa de don Justo, el vehículo en el que viajabanfue embestido en un cruce por un camióncisterna que perdió los frenos. Los cadáveres, irreconocibles tras la accióndel fuego, acabaron sepultados en una fosa común. SaúlCiordia interpretó el accidente como una señal, vendió todas sus empresas y se dedicó a la egiptología, que habíasido su pasión de juventud. Murió a los cincuenta y cinco años en un hospital de El Cairo, víctima de una colitisincoercible.nueva revista· 129261lorenzo silvaPuede decirse que la última persona que deseó la muerte de don Justo, a raíz de su trato profesional con él, fue laque estuvo más cerca de salirse con la suya. Manu Carrasquer fue su segundo de a bordo durante sus últimos añosen activo como empresario. En tal condición, y como peajepara poder realizar sus ambiciones de sucederle, fue objetopor parte de don Justo de continuas humillaciones, preferentemente en público y ante personas de menor rango.Muchas noches, Manu Carrasquer lloraba de rabia y vergüenza, sembrando en el cerebro de su desorientada esposala duda acerca de la conveniencia de someterle a algunaclase de psicoterapia. Pero al fin, su sacrificio dio fruto. Comoflamante presidente de la compañía, le cupo el placer inmenso de pronunciar el discurso de despedida de don Justo, y el no menos enorme de hacerle entrega de la placa quele acreditaba como presidente de honor, es decir, comomueble arrumbado en el desván de los trastos viejos. DonJusto partió entonces hacia ese puerto al que tantos habríanquerido despacharlo mucho antes, y su sucesor pudo sentir,ebrio de gozo, que era él quien le fletaba el barco para llegar hasta allí. Sin embargo, travesuras del destino, ManuCarrasquer no viviría para ver cómo don Justo arribaba alotro lado. Lo cosieron a tiros unos sicarios albanokosovares,mientras hacía jogging por las calles de su lujosa urbanización, un día antes de cumplir cincuenta y siete años.Cuando leyó la noticia, el ya casi octogenario don Justono pudo alegrarse como lo habría hecho años atrás. Paraentonces ya había descubierto que en la nómina de los quele detestaban se contaban sin excepción sus siete hijos, aquienes se había ocupado de proporcionar todos los mediosnueva revista· 129262los finales de don justopara llevar una vida cómoda y económicamente desahogada. Dos de ellos, incluso, le habían reconocido sin tapujosque aguardaban con verdadera ansiedad el momento en queterminara de reventar. Sólo tenía tres nietos, que vivían enotro continente y a los que nunca había visto, ni esperabaver. Su hija Lucía, la madre de los niños, había dejado bienclaro a sus hermanos que no pensaba asumir ninguna responsabilidad sobre los últimos días del viejo. Y cuando él lallamaba, siempre se mostraba tan falsamente afectuosacomo pródiga en excusas que le impedían hacer el viajepara ir a visitarle. De las dos ex mujeres que aún le vivían,no podía aguardar nada más que alguna tentativa de envenenamiento, y de las decenas de ex amantes, en el mejor delos casos, nada en absoluto. No era lo bastante rico comopara atraer a una nueva, aunque poseía un considerable patrimonio. Habría hecho falta el doble o el triple para que unamujer, incluso la más falta de escrúpulos, aceptara compartirel destino de un hombre antipático, que apenas podía caminar y que padecía una enfermedad de la piel que le obligaba a vivir embadurnado de pomadas malolientes.Ni siquiera Nicasio, su otrora leal y abnegado chófer,quiso continuar con él. Había cumplido los sesenta y cincoy tenía derecho a una jubilación que prefería gastar consu mujer en la playa de Torrevieja, y no llevando de aquípara allá al oneroso residuo humano en que aquel canallade don Justo se había convertido.Los tres últimos años de su estancia en este mundo, donJusto, que en sus buenos tiempos siempre había tenido apunto una palabra de desprecio para cualquiera cuya oscuUVAo a la práctica deridad de piel no se debiera a los rayos nueva revista· 129263lorenzo silvadeportes náuticos, vivió atendido por enfermeros magrebíesy sudamericanos en situación irregular, los únicos que aceptaban el trabajo de custodiarle. Todos, en cuantotenían ocasión de legalizarse y conseguir algo mejor, ponían tierra depor medio y obligaban a sus hijos a buscar a toda prisa unsustituto. Cualquier cosa antes de quedarse ni un minutocon él. Muchos de aquellos enfermeros, apenas cualificados, le cuidaron de forma inadecuada. Alguno, por maldado resentimiento, lo maltrató o lo tuvo sumido durante semanas en sórdidas condiciones de higiene. De los tres últimos, ni siquiera fue capaz don Justo de aprenderse los nombres,porque su conciencia ya se disgregaba.No pudo así darse demasiada cuenta de la presencia ylas atenciones de Wilson, el último de todos, un inmigranteecuatoriano, prolijo y paciente, que se ocupó de mantenerlolimpio y presentable hasta el día en que su corazón se detuvo, por causas que nadie se detuvo a indagar, después deochenta y un años de bombeo.Muchos, a lo largo de esos ochenta y un años, pensaronen un final degradante para la historia de don Justo. Si hubiéramos pretendido recogerlos a todos, habríamos proporcionado a estas páginas una longitud insoportable. Peroninguno, ni en lo más profundo del rencor, ni en lo más luminoso de la inspiración, alcanzó a concebir algo que al propio don Justo le hubiera vejado tanto como la escena quetuvo lugar en aquel cementerio, una tarde de otoño.Acababan los operarios de cubrir la tumba con una tapade hormigón. Los cuatro hijos que se habían acercado hastaallí, sin sus familias, se habían apresurado a dispersarse después de que el sacerdote rezara la oración fúnebre. Unasolanueva revista· 129264los finales de don justopersona había quedado frente al sepulcro. Se llamaba Wilson, y era un inmigrante ilegal. De sus labios brotaron entonces estas sentidas palabras:—Señor, hazle un huequito en tu reino a este pobre desgraciado.Luego Wilson se persignó y se fue a seguir luchando porsu supervivencia. Nadie volvió a ocuparse nunca de donJusto.PUBLICADO EN NUEVA REVISTA N.º 79 (2002)nueva revista· 129265