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Thomas de Quincey, el visionario
Andrés Barba
Reseña de la vida y obra de Thomas de Quincey, escritor, autor de joyas tan memorables como "Confesiones de un inglés comedor de opio". Fue de los primero que trato, desde el punto de vista literario, la formación de los sueños y las visiones.
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Andrés Barba, “Thomas de Quincey, el visionario,” accessed November 22, 2024, http://repositorio.fundacionunir.net/items/show/1448.
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Title
Thomas de Quincey, el visionario
Subject
Narrativa
Description
Reseña de la vida y obra de Thomas de Quincey, escritor, autor de joyas tan memorables como "Confesiones de un inglés comedor de opio". Fue de los primero que trato, desde el punto de vista literario, la formación de los sueños y las visiones.
Creator
Andrés Barba
Source
Nueva Revista 066 de Política, Cultura y Arte, ISSN: 1130-0426
Publisher
Difusiones y Promociones Editoriales, S.L.
Rights
Nueva Revista de Política, Cultura y Arte, All rights reserved
Format
document/pdf
Language
es
Type
text
Document Item Type Metadata
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Thomas de Quincey, el visionario Si las naturalezas groseras y abotargadas por un trabajo diario sin encanto podían, según un farmacéutico inglésd^inales^del >iglo XVIII, encontrar innumerables consuelos en los efec^^>n»ñldoréSi del opio, ¿cuál sería el efecto de esta droga clarividente ^toos plantea Andrés Barba en este artículo, sobre un espíritu sutil yJJ^trado, sobre una imaginación ardiente y cultivada, máxime si había ikk>r como era el caso prematuramente trabajada por el fertilizante del dolor? i i * ) . i La máquina de soñar plantada en el cerebro humano no se plantó pain naia Thomas de Qiüncey scritor de escritores, como le denominó Borges, Thomas de QuinEcey, autor de joyas tan memorables como Confesiones de un inglés comedor de opio y Suspira de pro fundís, no sólo fúeilfprimero qü^ttatA, desde el punto de vista literario y con plena concitpcia de obra artística, la formación de los sueños y las visiones sino que les dio (y aquí la clarividencia que escapa a su siglo es patente) el podeKde«una nueva forma de conocimiento, quizá la única, para llegar a lo sublimér~~Hij(S<íesú tiempo, encandilado desde su más temprana infancia de niño prodigio con los filósofos alemanes, con Wordsworth y Coleridge (a quienes amó y odió de la única manera que sabía, impetuosamente), con la novela gótica y con las alambicadas frases de Milton y Tito Livio, De Quincey defendió una visión del sueño que poco tenía que ver con lo hecho anteriormente pero que era el vástago inevitable de una inteligencia refinada y opiómana y una época la romántica que hermanaba filosofía y religión con terror y melancolía, alucinaciones a medianoche y pasadizos con sesudas y documentadas exposiciones de psicología y moral. A mediados de 1817 ya le había llegado a nuestro autor el castigo lento y terrible del comedor de opio. Los sueños de la noche empezaron a participar de los sueños del día y todo lo que su mirada evocaba en las tinieblas se reproducía en su sueño con un inquietante e insoportable esplendor. Tumbado, aunque despierto, magníficas procesiones lúgubres desfilaban ante sus ojos; edificios antiguos y solemnes se elevaban interminablemente. Midas transformaba en oro todo cuanto tocaba y se sentía mattirizadíujor este irónico privilegio. De igual forma, De Quincey transK^ab^fn inevitables realidades todos los objetos de sus ensueños y aquella feííjásrnagoría, por muy bella que fuera en apariencia, iba acompañada de una angustia profunda y de una sombría melancolía. Las percepciones de ; espacio y tiempo se expandieron hasta el infinito y las anécdotas más vulgaresríie su niñez, escenas olvidadas desde hacía tiempo, se reprodujeron en pu cerebro cobrando nueva vida. El agua se convirtió en algo obsesivo. Los trasparentes lagos al principio, brillantes como espejos, se convirtieron en mares y océanos y aquellas alucinantes acumulaciones de agua se transforf rtíaron en un terrible tormento sobre el que se manifestó lo que después llamaría la tiranía del rostro humano: « Entonces, sobre las ondulantes aguas del océano empegó alaparecer la cara del hombre; el mar se me mostró Cubierto deK, innumerables cabezas que miraban al cielo; rostros furiosos, ^ ^dj^T^T^^perados, se pusieron a bailar sobre la superficie, a miles, a millares, genenbi^p^ y siglos enteros; mi agitación se hizo infinita y mi espíritu se abalan^íf se echó a rodar como las olas del océano». Llegó, pues,, errnomento en que ya no era el hombre el que evocaba »4a&_imáge«és sino que las imágenes, espontánea y despóticamente, le invadían. Su voluntad, aniquilada por el opio, carecía de fuerza para dominarlas. La memoria poética, antes fuente de placeres, se había convertido en un arsenal inagotable de instrumentos para el suplicio. El tema del miedo siempre atrajo como canto de sirena a la imaginación romántica, pero no es exactamente miedo lo que produce la lectura de las alucinaciones provocadas por el opio en Thomas de Quincey, sino más bien inquietud, desasosiego. Algo que, por otra parte, resulta mucho más acorde con la figura de un hombre que definía su estado habitual como de «profunda melancolía». La mayoría de los objetos de los sueños de De Quincey no son intrínsecamente horrendos (pagodas, anémonas, rosas blancas, mares tropicales) pero aquí son tratados como imágenes de terror precisamente por su lucidez, por su adanismo. Nunca hay placer ni consuelo y a ello contribuye la capacidad del opio para intensificar el sentido de nopasodeltiempo, o ausencia temporal, y para la representación vivísima de imágenes concretas hasta la pura abstracción. Normalmente los sueños no tienen ni tal intensidad ni tal coherencia pero el opio les daba la suficiente como para que pudieran ser empleados como materia de creación artística y De Quincey, que acudió a esta «fflbe^ en^LwjuvejitJié como consuelo a unos desajustes intestinales y a uní úlígtayoypcaááflxlr el hambre y que, penosamente, estuvo toda su vidalntefrf^jaefo zafarse <Í£ aquel hábito en el que recaía frecuentemente por sus^lorés.feo^ty5£¿x5* viviendo en un estado en el que sueño y vigilia se fundííni^ caftfmg^t* Margaret Simpson, su esposa, decía de él que «sus ojos (hjjrNH^y^fíflr ^ si es que dormía, si es que de verdad despertabar eraklosóle alguien que había estado en el infierno. Saltaba del lecho,entre jefwulsiones y exclamaba en voz alta: «¡No! ¡No quiero dormir n¡tás!».Xo qye nos hace suponer, como el mismo De Quincey reconoce en Suspír&de Profundis la segunda parte de sus famosas Confesiones de un inglés comM6fEe^§io^ que el autor escribía sobre sus sueños en estado actualijKslwo y, al mismo tiempo, de vigilia, plenamente consciente. í Un hombre de estas características, que ademárajqfidgra^a el esttíouna forma de arte capaz de proporcionar placer fctét^^te^ sí misnjt¿, debió de verse en más de un aprieto para dar a su ^^^^OfLoyet^nJt cuando era tan ingente y variada la temática que Se^tía^al^i^e^gta . tar. El mismo aclara que los dos objetivos más profundos de su estilo eran hacer, por un lado, inteligible algo que, como la alucinación, ya era de por sí oscuro y difícil y, por otra parte, regenerar el poder primitivo de la imagen tal y como era presentada bajo los efectos del opio, es decir, desnuda, reducida casi a su más esquemática (y terrible) simplicidad. El fruto de su esfuerzo fue una revolución de la prosa de dimensiones semejantes a las de Wordsworth y Coleridge en poesía. Nadie como De Quincey para saltarde un tema a otro sin que el lector se moleste. La frase, considerada como «unidad musical», como «forma de música verbal», de arquitectura casi gótica por sus continuos entrantes y salientes, se adapta con maestría de efectos retóricos, tan pronto a la simpatía como a la seriedad argumentai, al sarcasmo e incluso a la más desgarradora angustia. Y no es que De Quincey tenga una temática muy distinta de la de sus coetáneos. La imagen, por poner un ejemplo, de la ciudad sumergida que trata en los Suspiria y en Savannahlamar aparece también en Shelley (Mariannes Dream), en Tennyson (Sea Dreams) e incluso en Poe (House of Usher). Lo que le distingue es la huella inconfundible de un estilo cuyas fuentes ^absj^ñsi^jjg^IIko Lilio, pasando por los grandes del XVII inglés (Jeremy Tjjl^Ior, s7^j|Phnms^rpWn, Milton) hasta Paul Richter, por quien siempre .^arafy^yuna ádjMsáonn sin límites, pero asumiendo sus cualidades signifi^^tivíT^íei^yeraaren una voz personalísima que fue aclamada, ya en sus días, copt^tfSa^eflas más elocuentes del siglo. ^Quien se acerCfue a los libros de este alucinado inglés buscando la desgarradora voz jde^urráombre que conoció el infierno (y el paraíso) del rOpíe quedará safisfec^o pero no lo quedará menos el que anhele encontrar una jjjfc^da narrativa, digna (con perdón del anacronismo) del ntóo^Boust. Ek sentido de la musicalidad y del ritmo adquieren en la jira^&De Qumcey proporciones monumentales. De hecho no existe ^Wa «¿a aliteración en ninguna de sus páginas. Añádase a esto un Vo^bi^rfo^dç. dimensión enciclopédica, un tono capaz de cabalgar qmrvlf qSgiiiaB^ípinialista más anglosajona, la ironía, la condescen aefiraiífNWiá Uwiw&èwaque hizo deseárselas a más de un coetáneo suyo y se tendrá una idea aproximada de la obra de este genial inglés. J5e hfiLí^zh^y^Sfr Quincey que no era capaz de inventar personajes, que tenía una capácictãd mermada para la ficción. Quienes tal afirman basándose (con, ahora sí, mermada inteligencia) en la opinión de que el poder de la originalidad, o de la invención, radica en la ficcionalidad todavía no han comprendido que los textos de De Quincey se apoyan en una verdad real (un acontecemiento, un personaje) para contarnos otra verdad distinta, la suya, una «verdad sospechosa» lo que, según Alfonso Reyes, es una buena definición de literatura. Por otra parte sería injusto reducir a Thomas de Quincey como al autor de Las confesiones. Algunas obras humorísticas suyas, como El asesinato considerado como una de las bellas artes se leen todavía con grandísimo placer, lo que demuestra que tampoco en este género todo es perdurable ni efímero. Maravillosas son también las Remembranzas de los poetas lakistas, en las que despliega su capacidad de análisis para mostrarnos los verdaderos rostros de Coleridge, a quien acusa de plagiario e insensible a los dolores ajenos, y de un Wordsworth ególatra y despótico, acompañados de sus mujeres a las que, entre otras lindezas, tacha de histéricas de pinta asexuada. Ni unos ni otras son enteramente reales, pero describen bien (y con excelente prosa) los vaivenes de un corazón sensible que peregrinó desde la adoración y casi humillante adulación juvenil hacia ellos hasta la desilusión madura por los entresijos de su panorama cultural y de quienes lo poblaban. También los personajes y acontecimientos históricos (son destacabales Los últimos días de Kant y La rebelión de los tártaros) despertaron la pluma de De Quincey, pero al final siempre retorna sobre el opio, esa sensibilidad que fue para él fuente de una incurable melancolía por la conciencia que le dio del hombre y del mundo. «Puedo mirar a la muerte, ya de frente y sin estremecerme, porque sé qué es la vida humana»: dice al final de los estremecedores Suspiria de profundís. Que lo repita quien pueda, o» ANDRÉS BARBA BIBLIOGRAFÍA DE THOMAS DE QUINCEY EN CASTELLANO AUTOBIOGRAFÍA Confesiones de un inglés comedor de opio, traducción de Miguel Teruel, Cátedra Madrid, 1997 Confesiones de un inglés comedor de opio, traducción de Luis Loaiza, Alianza Editorial, Madrid 1996 Suspiria de profundis, traducción de Luis Loaiza, Alianza Editorial, Madrid 1986 OBRAS HISTÓRICAS La monja alférez, traducción de Luis Loaiza, Seix Barral, Barcelona, 1972 Los últimos días de Kant, traducción de José María Borras, Editorial Premia, México, 1982 La rebelión de los tártaros, traducción de Luis Loaiza, Alianza Editorial, Madrid, 1990 OBRAS HUMORISTICAS El asesinato considerado como una de las bellas artes. El coche correo inglés, traducción de Antonio Dorta, Editorial Optima, Barcelona, 1997 NOVELA GÓTICA Klosterheim o La máscara, traducción de Manuela Romano Mojo, Editorial Valdemar, Madrid, 1997