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Valdemaús

Carlos Villar

Relato corto "Valdemaús" de Carlos Villar.

File: Valdemaús.pdf

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Referencia

Carlos Villar, “Valdemaús,” accessed November 22, 2024, http://repositorio.fundacionunir.net/items/show/1421.

Dublin Core

Title

Valdemaús

Subject

Relatos

Description

Relato corto "Valdemaús" de Carlos Villar.

Creator

Carlos Villar

Source

Nueva Revista 065 de Política, Cultura y Arte, ISSN: 1130-0426

Publisher

Difusiones y Promociones Editoriales, S.L.

Rights

Nueva Revista de Política, Cultura y Arte, All rights reserved

Format

document/pdf

Language

es

Type

text

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Valdemaús CARLOS VILLAR A Enrique Álvarez o en vano, diluviaba. Las nubes ominosas fruncían el ceño sobre el Npueblo entero, reprochándole su indiferencia, su silencio, quizá sus pecados también. Caía la tarde. Un viento frío ampliaba el molesto efecto sobre la nariz empapada de nuestro viajero y sobre sus manos pálidas y estilizadas, a la vez que agitaba pertinazmente las enclenques florecillas expuestas en los balcones de las casas vecinas. En pie, dos maletas entre sus zancudas piernas y el brazo derecho estirado mostrando las excelencias de su pulgar a los conductores, el viajero no conseguía más fruto que un número de humillaciones directamente proporcional al de los escasos automóviles que se atrevían a cruzar aquella carretera comarcal. Vestía pantalón marrón oscuro, de ningún modo reconciliable con el jersey verde botella estampado que lucía bajo su chaquetón, y sus calcetines delataban color granate. Lo único que conjugaba con su vestuario era una mirada desentonada, decepcionada, que quizá añorara una remota lucecita de ilusión. Pero ahora todo parecía un sueño, tal vez una pesadilla. Mientras perseveraba en su mendicación de servicio, nuestro viajero podía intuir cierto espionaje disimulado tras alguna cortina. De vez en cuando se encendería la luz en una ventana superior, para apagarse inmediatamente al ser percibida. Sin duda una vecina encubriendo en la oscuridad su indiscreta pero piadosa vigilancia. ¿Qué importaban ya estas gentes mezquinas y miopes? En cuestión de minutos, quizá de segundos, aquel pueblucho con sus gentes dejaría de existir. Regresaba a casa, a la aldea de sus padres; ya había hablado con ellos ampliamente. Sufrían, pero aceptaban. Un hijo siempre será un hijo. No es que le agradara el regreso, tan lejano estaba su espíritu de aquel entorno rústico y atrasado, pero por el momento no tenía otro sitio adonde ir. Y no podía demorar más la marcha. Por otro lado, se distrajo, ¿qué sería de aquella niña sonrosada y sanota con la que jugó de niño y soñó de adolescente, ahora resignada viuda cincuentona? Quizá aún estuviera de buen ver. De cualquier modo, antes había algunos asuntos que arreglar. —Qué, hombre, ¿pa dónde va? —Esto... Valdemaús. —Ya, ¿y eso pa dónde queda? —A unos treinta kilómetros tras el desvío para Valdeonar. ¿Le coge de camino? —Bueno... Más o menos. Suba. Con una agilidad impensable en tan corpulento personaje, el camionero saltó a tierra para ayudar a subir las maletas chorreantes del viajero. Éste apenas había reparado, tan absorto como estaba, en el torpe camión que se detenía unos metros delante de sí. El camionero tenía un aspecto basto y tosco —era de esperar— pero parecía afable. —¿Viaja usted solo en ese camión?— le preguntó el autoestopista durante el corto trayecto hacia la cabina. La respuesta, sin embargo, tardó unos segundos: —Pues..., sí. Digamos que sí. Los motores de aquel armatoste volvieron a carraspear. Por unos momentos no se oyó otro sonido, combinado inarmónicamente con el repiqueteo de la lluvia y el monótono balanceo del limpiaparabrisas. Transcurrieron eternos los segundos. El viajero miró a su samaritano —o mejor, a su filántropo— porque juzgaba su deber romper el incómodo silencio. Trató de recordar sus conocimientos sociológicos sobre tal tipo de trabajadores, y casi inadvertidamente buscó con la vista algún calendario o póster impudoroso a su espalda. En vano. Sólo vislumbró dos fotografías en el guardabarros, pero no pudo distinguir sus imágenes porque el fornido antebrazo del camionero lo dificultaba. Nadie le podía negar cierto conocimiento de la psicología de estas gentes sencillas (de pueblo, aunque él también lo era, estrictamente hablando). Por eso, tenía la impresión de que el camionero se encontraba incómodo. ¿Se habría arrepentido de recogerle? ¿Qué estaría pensando de él? ¿Imaginaría los motivos por los que un quijotesco personaje emprendía tal viaje, en hora extraña y clima intempestivo? O no, más bien parecía absorto en algo. ¿Culpabilidad (nadie le podía negar cierto conocimiento...) ? Sí, él reconocía ofrecer una innegable aura de misterio... pero ¿acaso este hombretón no tenía la suya? Por ejemplo, ¿por qué había dudado antes, cuando le preguntó si viajaba solo? Con la imaginación empezó a aventurar explicaciones, que alternaban desde la implicación de su benefactor en el narcotráfico, hasta su colaboración en la inmigración ilegal. Pero pocos segundos después se burló interiormente de sus propias elucubraciones, juzgándolas majaderías. Por fortuna, ya se conocía lo suficiente, y era consciente de poseer una imaginación impresionable y exacerbada no exenta de cierta creatividad. De pronto, el rostro rústico del camionero perdió su absorción. Más aún, consiguió romper el silencio. —Qué... ¿tiene usté familia? —Eh, no. Bueno, sí, mis padres viven aún... Y tengo una hermana, casada. —No está casao, ¿eh? —Pues..., no. Aún no. —¿Aún? Pues ya no es ningún chaval... je, je. Como no se dé prisa... —Ya. El primer asalto no fue victorioso para ninguno. Sin duda tras las palabras del camionero latía cierta buena voluntad, de eso estaba seguro el viajero. Además, no se había molestado por el comentario impertinente. Hacía falta mucho más que una gansada de ese calibre para perturbar un espíritu aplomado como el suyo, paciente y articulado a fuerza de años de trato con aldeanos sin modales. A poco que se lo propusiera, seguro que él sí sabría dar con un tema apropiado de conversación, así que apremió a su imaginación con ese fin. Pero no resultaba tan fácil. Todas las ideas que partían de su cerebro morían de inanición en el trayecto hacia los órganos fonadores. Tras mucho ponderarlo, por fin se decidió a exclamar, forzando una sonrisa: —Vaya tiempo de perros, ¿eh? —Pse, los he visto peores— zanjó su interlocutor. El segundo intento por su cuenta fue aún peor. Era lógico. ¿Qué podría tener en común un hombre cultivado, exquisito, racional, con un rudo camionero que se pasa la vida sin más compañía que un ruido ensordecedor, grasa y asfalto? Y sin embargo éste, decididamente más animado que en los primeros minutos de viaje, parecía interesado en asuntos familiares. —Pues yo sí que tengo familia, y bien grande. Y vaya guerra que dan. Bueno, sobre to mi Juana, que es la que tié que aguantarlos más. A ver... Ella los parió ¿eh? Digo yo... ¿no? —Sí, ya —concedió el viajero, cada vez más convencido del insondable foso que separaba su mundo y el de aquel personaje. —Y a pesar de toa la guerra que dan, ella está fuerte como un toro ¿sabe? O gorda como una vaca, jo, jo... ¿Sabe? Como una vaca. Esta vez su compañero no se molestó en asentir. Simple como un ladrillo, pensó. —Pero... ¿y lo bien que guisa? Nos hace a toa la familia unos cocidos que no vea. Y además, ¿sabe usté?, tenemos una pequeña huerta justo alao de casa y mi Juana la gobierna ella sólita. Bueno, la ayudan algunos de los mayores, pero ella es, como yo la llamo, la terrateniente. A ella la hace gracia que la llame así... ...como una mata de habas, pensó el viajero. ¿Habrá este badulaque leído en su vida un solo poema? Ni remotamente se podría emocionar leyendo a Shakespeare, a Goethe, a Rilke... ¿Habrá oído hablar de Kant, de Hegel, de Karl Rahner? «¿En qué equipo juegan?», preguntaría. El viajero rió interiormente al abrigo de su propio humor, que él mismo reconocía malicioso. —El mayor es más bestia que yo. Toavía me acuerdo del disgusto que nos dio un día que vino a casa to sangrando. «Na, el perro del Manuel», se pone el muy bestia, «que me ha mordío». Y se lavó un poco y no dijo más. Y, na, que al día siguiente me viene a casa el Manuel to cabreao que mi hijo le había dejao medio muerto al perro, el mastín con más mala leche del pueblo. Y la gente del pueblo que no, que el mastín del Manuel que era un salvaje, que le fue a morder al mi mayor, y que el otro con las manos desnudas le dio tal somanta palos que el perro casi la palmó. O sea, que está hecho un mulo, vamos. El viajero ya apenas escuchaba. Recordaba con autoironía cómo había llegado a pensar, en los primeros momentos del viaje, que un algo misterioso latía en este sujeto. Ahora entendía dónde radicaba su error de percepción. El hombrón había experimentado uno de esos lapsus que se producen con frecuencia en mentes limitadas, no por actividad cogitativa, sino precisamente fruto de cierto vacío de ideas sólidas, concluyó, reconstruyendo simplificadamente algo que creía haber leído poco tiempo atrás en un manual del eminente profesor JiménezTronk. De cualquier modo, ya no pesaba sobre su conciencia la obligación de provocar un diálogo, y podía desentenderse discretamente de los relatos, ahora profusos, del camionero. A la hazaña de su hijo mayor siguieron las heroicidades de sus otras seis criaturas: el que hacía la mili y había conseguido llegar a Cabo; la que se dedicaba a la costura y ya estaba consiguiendo vender algunos trapos; el más intelectual, que estaba acabando Bachillerato; la siguiente, que era más bruta aún que su madre, pero tenía el mismo toque para el cocido... En fin, una galería de seres rústicos, con vidas enteramente vulgares, anodinas. Como la del mismo camionero. El viaje se prometía aburrido. Menudo sujeto. Pues vaya cabreo que se pilló. Claro que, como parece del tipo de gente educada, pues que se ha bajao muy finamente, sin cara de enfado, sin dar explicaciones. «Gracias, le estoy muy agradecido. Pare aquí mismo. Me bajo». Pero a mí no me la da, no, a Juan el camionero. El tío estaba molesto por lo que dije. No haber preguntado, no te digoPero es que a esa gente así no hay quién carajo la entienda. Primero, ¿qué pinta un tío tan triste haciendo autoestó en un pueblo perdido como ése bajo una lluvia tan puñetera? Si es que me dio una pena... Por eso paré. Yo ya sabes que al típico peludo que te puede sacar la navaja en cuanto te descuides, ni mirar siquiera. Pero un tío así, enclenque, calao hasta los huesos, narigudo... daba pena. De veras. Yo no le pregunté nada, eso es su problema si quiere irse a Valdeleches o se quiere morir de pulmonía esperando. Pero me dio tanta pena que le cogí. Luego, no me interesaba lo más mínimo darle palique, o sea que no me importa que fuéramos callaos todo el viaje o lo que fuera. Es más, a mí eso de tener una conversación sin que ninguno tenga ninguna gana de hablar es que me da dolor de estómago. Yo por ser educao, que dice mi Juana que no cuesta dinero, y ella sabrá lo que cuesta y lo que no, porque pa mantener a las siete bocas más sumándonos a nosotros dos con mi sueldo, pues que bien conocerá ella lo que cuesta y lo que no. Por eso, por ser educao le di algo palique. Bueno, sí, también empecé porque estaba pensando pa mí éste es uno de esos tíos que vive solitario, leyendo libros y esas cosas. Maestro escuela o algo así, seguro. Y lo de si tenía familia también era curiosidad, ¿entiendes?, para ver si lo que me suponía era verdá. Y la curiosidad es malsana, que diría don Julián, que es un santo varón. Y bueno, ya vi que tenía razón lo que pensaba, así que no se me ocurrió otra cosa que preguntar. No le iba a preguntar por los libros que lee, ¿no? O sea, que yo chitón. Que hablara él, si quiere. Ya sabes que yo hasta no tener un poco confianza no digo ni mú. Contigo sí que tengo confianza, por eso le doy a la hebra de esta forma. Luego no le debió gustar que le dijera lo de que ya no era un chaval. O sea que yo ahí igual me pasé, quién me manda con un desconocido... Pero el tío se ve que disimuló bien, y volvió a sacar conversación. Ya cuando empecé yo a darle a la hebra con lo de mi familia, pues se ve que el hombre se interesaba. No sé muy bien por qué. No creo que conozca a nadie. El caso es que cuando cogió un poco confianza y me preguntó eso, pues yo pensé que ya estábamos un poco más... no sé si me entiendes... no amigos pero ya... como rompiendo el hielo, si entiendes lo que quiero decir. Y yo le contesté sinceramente, pues que no sé si se enfadó por eso, pero yo creo que sí, porque si no, no entiendo qué habrá sido. Seguro. Uno de esos que a fuerza de leer de libros va por ahí de angóstico. Igual también lo de que no era un chaval, pero yo eso lo dije con toa la buena voluntad del mundo. Bueno, y lo otro también, claro. Si me pongo a pensarlo, quizá el problema es también un poco tuyo. Sí, creo que algo de eso hay... Si es que a veces tienes cada cosa... No, y luego dirás que esas veces en que... jorobas de lo lindo, es por mi bien y todo eso, pero alguna vez igual podías haber preguntado antes, ¿no? Bueno, esto es medio broma, ya sabes, pero me entiendes a lo que voy, que no me extraña que alguno por ahí... Es como cuando te pegas un corte gordo y la herida te escuece hasta cuando la miras. Pues igual. Hay tíos que en cuanto les rozas una herida, aunque no hagas fuerza, pues les escuece... «Gracias, le estoy muy agradecido. Pare aquí». Al menos el tío dio las gracias, o sea que dentro de lo que cabe, al menos lo agradece. También yo es que me desvié pa hacerle un favor, aunque no se lo dije, me daba tanta pena ver a ese tío narigudo y empapao como una esponja haciendo autoestó. Yo creo que el tío estuvo mosca todo el viaje, bueno, lo poco que duró. Sí, por lo que tardé en contestar al principio y demás. Así que, cuando ya cogió un poco confianza, preguntó. Y preguntó que por qué tardé al principio. Y yo volví a tardar. Pero me puso entre la espada y la paré , o sea que yo tampoco podía mentir porque la mentira es un vicio aburricible , como dice don Julián, que es un santo varón, y si él lo dice será verdad, tú sabrás ¿no? O sea, que le contesté la verdad. Le contesté que no estaba solo. No, porque estoy aquí contigo. Hablándote. Siempre. Y si eso es lo que le molestó, pues yo qué sé. Tú sabrás, ¿no? Ya caía la noche. Juan el camionero encendió los focos mientras seguía abrazando el volante. Curiosamente, la lluvia había despejado. Ante su vista desfilaban pueblos entumecidos, modernos chalets unifamiliares, caserones de piedra vetustos, tabernas y bares con moderada clientela en márgenes y recodos, campanarios. Bosques medio chamuscados, pedregales, la desviación para Valdemaús, donde ya no iría el misterioso viajero. Dos aldeanos que caminaban acompañados de un joven de buena presencia; un anciano sentado en el poyo de su casa, eterno curioso ante el desfile de vehículos; una campesina en delantal; una niña corriendo desgreñada. Una estación de servicio para repostar. Sin embargo, Juan no les prestaba demasiada atención, mientras su mente sencilla trataba de buscar sentido a los hechos de aquella tarde. Y efectivamente, mientras proseguía su ruta entre el loco carraspeo de motores, otro hombre llegaba al término de su viaje pedestre. Sí, la llave estaba donde la había dejado. Y de nuevo una lucecita brillaba en sus ojos mientras, arrodillado en la parroquia pueblerina que pensó no volvería a ver más, renovaba sus ya lejanos propósitos de servir.