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La transición española explicada

Antonio Fontán

Acerca de la conferencia político-cultural celebrada en Varsovia, sobre el tema; tres transiciones pacíficas: España, Polonia, Chile.

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Antonio Fontán, “La transición española explicada,” accessed March 29, 2024, http://repositorio.fundacionunir.net/items/show/1382.

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La transición española explicada

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Ensayos

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Acerca de la conferencia político-cultural celebrada en Varsovia, sobre el tema; tres transiciones pacíficas: España, Polonia, Chile.

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Antonio Fontán

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Nueva Revista 064 de Política, Cultura y Arte, ISSN: 1130-0426

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Difusiones y Promociones Editoriales, S.L.

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Nueva Revista de Política, Cultura y Arte, All rights reserved

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LA TRANSICIÓN ESPAÑOLA EXPLICADA Antonio Fonlún intervino en la conferencia políticocultural celebrada en Varsovia los días 14 y 15 de mayo, sobre el tema: Tres transiciones pacíficas: España, Polonia, Chile, que patrocinaba el diario polaco Gazeta WYBORCZA. Presidió y animó las sesiones Adam Michnik, director y creador del prestigioso diario varsoviano. El texto, preparado para un público extranjero, ha sido revisado para su publicación en NUEVA REVISTA. ntes de entrar en materia, al comenzar mis palabras, expresaba yo mi felicitación a Michnik y a Gaceta por el seminario al que asistíamos y Apor la importante labor política e intelectual que ha realizado en estos años. Casi veinte años —más exactamente, diecinueve— de amistad y frecuente relación con Michnik en su patria, en la mía y en otros lugares, me invitaban a repetirle mi satisfacción por asistir a la celebración de sus éxitos profesionales y políticos. Recordé que en algún viaje a Varsovia no pude verle porque estaba en la cárcel; en otras ocasiones tenía que citarme con él prudentemente y con algunas claves, porque estaba vigilado. Por eso me alegraba tanto el ir del hotel al precioso teatro en donde nos esperaba Adam y tendrían lugar las sesiones, en nuestro autobús de oradores, precedido por un coche de la policía que nos facilitaba el paso. No muchos años antes, la policía de entonces, que era otra y se llamaba «Milicja», si uno estaba con Adam o iba a verlo, venía detrás, siempre buscándole. LA CLAVE La clave de la transición española de la segunda mitad de DE LA los setenta se halla en que Don Juan Carlos de Borbón TRANSICIÓN acertó a cumplir con prudencia, energía y tenacidad su ESPAÑOLA declarado propósito de ser «el Rey de todos los españoles». Y puso la autoridad histórica de la dinastía y su prestigio personal al servicio de la reconciliación nacional y de la igualdad política de los ciudadanos. Lo anunció en el Palacio de las Cortes, al acceder a la Jefatura del Estado el 22 de noviembre de 1975, a los dos días del fallecimiento del general Franco, antes de los funerales en el Valle de los Caídos. La restauración de la monarquía en la persona de Don Juan Carlos se producía en virtud de la «legalidad» entonces vigente, que estaba admitida por todas las instituciones públicas del Estado y de la Administración, de la Iglesia y de la sociedad civil y por aparatos de poder como las Fuerzas Armadas, que le reconocían como Comandante Supremo, además de haber sido asumida pacíficamente por la mayoría de los españoles con su activa o pasiva aceptación. La monarquía de toáos los españoles no era sólo una bella expresión literaria, sino una definición ideológica y política. El régimen de Franco había sido la prolongación política de la llamada España Nacional, vencedora de la guerra civil de 193639, en la que el propio General Franco había sido la cabeza del bando triunfador. Pese al largo tiempo transcurrido desde el 39 al 75 y a la aparición de nuevas promociones ciudadanas ajenas a la experiencia de la guerra civil, incluso en lugares dirigentes y en importantes funciones públicas, la España de Franco había sido hasta el final la España de los vencedores. Así se definía el Estado en sus textos fundamentales, cuyos principios doctrinales y políticos —mencionando o no la victoria— se remitían siempre de algún modo a ella. Principio fundamental del Estado era la unidad del poder, a la que se agregaba en un plano políticamente inferior la coordinación de funciones. Además, el Jefe del Estado había conservado celosamente sus prerrogativas constituyentes, aunque en un par de ocasiones hubiera acudido a recursos plebiscitarios. Nadie pensaba seriamente en noviembre de 1975 que aquel sistema político fuera a encontrar una continuación homogénea con lo que habían sido sus principios ideológicos y sus estructuras de poder. De hecho, con la muerte del General, se extinguía su régimen y, en aplicación de la mecánica sucesoria, todo el aparato de la legalidad del Estado quedaba depositado en manos de Don Juan Carlos, a título de Rey de España. Pero las monarquías tienen sus leyes, y la española, en concreto, una larga historia más que milenaria de monarquía hereditaria. Don Juan Carlos tenía su lugar en la dinastía española como heredero y eventual sucesor de su padre, el Conde de Barcelona, que no sólo era el titular de los derechos históricos a la Corona sino una importantísima referencia política para los monárquicos y para casi todos los españoles, y una personalidad respetada en el escenario político internacional y en la opinión pública de los principales países. El Conde de Barcelona había rechazado en 1969 el unilateral nombramiento que hizo Franco de su hijo, el Príncipe Donjuán Carlos, como sucesor en la Jefatura del Estado a título de Rey. Pero, al mismo tiempo, desde que se produjo esa designación, se había abstenido de toda clase de acciones políticas y de reivindicaciones legitimistas de carácter personal, sin permitir que terceras personas, aunque fueran leales y meritorios partidarios suyos, dieran lugar a disensiones en el seno de la dinastía. Don Juan de Borbón no había sido nunca un conspirador, ni siquiera un pretendiente a nada (como a él mismo le gustaba decir). «Una condición Era un príncipe ilustrado y responsable, a quien su condición de cabeza de para que el Rey pudiera la dinastía había impuesto determiactuar libremente, nadas obligaciones con la historia y propiciando el cambio con el destino de la nación española. político necesario, Había acertado a mantener una pública y manifiesta independencia era que a la legalidad en relación con el régimen de Franco institucional de la Corona o, por así decir, una prudente insumise unieran en su persona sión, sin ocultar su oposición, pero sin la legitimación histórica o ruptura con la verdadera realidad de España y en permanente comunicadinástica de su magistratura ción con sus compatriotas, con el y la legitimación mundo exterior y con las puertas de democrática sus audiencias y de su hogar de Estoril abiertas a sus más diversos conciude la aprobación popular» dadanos. Esta posición le forzaba a vivir en el exilio, pero permitía que la educación española de su hijo Don Juan Carlos y su residencia aquí aseguraran la continuidad de la dinastía y recuperaran para la corona una presencia efectiva en el país, para el que los reyes no serían ni meras figuras de museo ni personajes o cosa del pasado, como suele ocurrir con los monarcas destronados. Todo el mundo sabía que a la hora de los hechos no habría problemas dinásticos entre el padre y el hijo, que era también su heredero natural. Ambos eran patriotas y poseían una acendrada conciencia de sus responsabilidades históricas. Sólo especulaban con presuntos problemas dinásticos algunos monárquicos democráticos que creían que Don Juan Carlos, sucesor oficial de Franco, no podría propiciar los cambios políticos necesarios para que se implantara en España una democracia con libertades públicas, sufragio universal y partidos políticos como las de los Estados modernos de Occidente. También ciertos franquistas acérrimos que soñaban con que no se entendieran los príncipes y tuviera que acudirse a una regencia de signo falangista. Una condición para que el Rey pudiera actuar libremente, propiciando el cambio político necesario, era que a la legalidad institucional de la Corona se unieran en su persona la legitimación histórica o dinástica de su magistratura y la legitimación democrática de la aprobación popular. Con ellas, Don Juan Carlos sería el Rey de la historia y el Rey del pueblo. Apoyado en la primera, podría hablar y actuar no como un sucesor del régimen anterior, que era el de la victoria, sino con la vocación de ser el artífice de la reconciliación nacional, Rey de todos los españoles, y de todos por igual sin excluir a nadie (persona, región, grupo o partido). Con la legitimación democrática, el Estado sería una monarquía moderna, ratificada por el consenso de la nación. Precisamente, la forma de Estado que había propuesto el Conde de Barcelona en 1945 con el llamado Manifiesto de Lausana. Ambas legitimaciones se produjeron de hecho en el tramo inicial de la nueva monarquía, antes de plasmarse en actos jurídicos o en leyes y de ser finalmente ratificadas en la Constitución de 1978. LEGITIMACIÓN Menos conocida y comentada que la legitimación HISTÓRICA democrática ha sido la que he llamado legitimación dinástica, que era precisa para que la condición de Rey de Don Juan Carlos proviniera de siglos de historia española y no de las disposiciones políticas del régimen precedente. Las naciones son su historia y los reyes, eslabones de la cadena de las sucesivas generaciones de los pueblos que encabezan. Con esta legitimación, Don Juan Carlos se sentiría moral y políticamente con plena conciencia de su posición histórica. Formalmente se cumpliría con la abdicación del Conde de Barcelona, en mayo de 1977, cuando ya se había decretado y puesto por obra la más amplia amnistía de la historia nacional, se habían reconocido por igual los derechos ciudadanos de todos los españoles y estaban convocadas unas elecciones en las que todos podrían votar y todos los partidos y coaliciones políticas o asociaciones electorales que lo quisieran podían presentar candidaturas. Pero si la ratificación legal ante la Familia Real, los Presidentes del Gobierno y de las Cortes y el Notario Mayor del Reino se celebró entonces, la decisión del Conde de Barcelona de investir a Donjuán Carlos de la íegitimidad dinástica, entregándole irrevocablemente los derechos históricos de la monarquía —y su comunicación formal al propio Don Juan Carlos—, tuvo lugar año y medio antes, en el mismo mes de noviembre de 1975 en que falleció Franco. Fue a los pocos días de que Don Juan Carlos, el 22 de noviembre del 75, adquiriera ante las instituciones públicas del Estado el solemne compromiso de ofrecer a la nación una monarquía que fuera la de todos los españoles, y de todos por igual sin exclusiones ni privilegios. Eran palabras que años antes había pronunciado su padre e implicaban una promesa que enseguida quedaría ratificada, con la bendición de la Iglesia y la compañía de un numeroso concurso de jefes de Estado y embajadas especiales de Gobiernos y de Casas Reales, el siguiente 24 en las ceremonias civiles y religiosas de aquel día en la capital de España. En ese mismo mes de noviembre, el Conde de Barcelona hizo saber a su hijo, el recién reconocido como Rey, que ponía a su disposición los derechos históricos a la Corona y la jefatura de la dinastía de que le había investido, con su abdicación de 1941, su padre, el último Rey de España, Alfonso XIII; que esta abdicación o renuncia suya se podría hacer pública y ser ratificada legal y constitucionalmente en el momento que Don Juan Carlos estimara más conveniente dentro del proceso del cambio político que en España se iniciaba con la recuperación de la monarquía: «Los papeles —decía Don Juan no sin cierto tono coloquial—, cuando el Rey (así lo llamaba Don Juan) lo considere oportuno». El Conde de Barcelona quería, ante todo, que Don Juan Carlos tuviera la conciencia de que ocupaba el trono de sus mayores y de que era el continuador de pleno derecho de la cadena histórica de las dinastías españolas. Don Juan estaba seguro de que su hijo cumpliría el propósito de nacionalizar la monarquía como Rey de todos e inspirador de la reconciliación nacional, algo que sustancialmente había sido enunciado por el propio Don Juan treinta años y medio antes, cuando estaba a punto de acabar la II Guerra Mundial, desde su residencia de Lausanne. Don Juan acompañaba este mensaje de unas consideraciones que también quería hacer llegar a Don Juan Carlos, que a mi juicio revelan el realismo político y la modernidad de espíritu de quien hasta ese momento había encarnado la titularidad de la monarquía. Los pleitos dinásticos en el siglo XX, decía Don Juan, carecían de toda justificación y nadie en su sano juicio los entendería. La monarquía tiene sentido como instrumento y expresión de la continuidad histórica de un Estado. Se trata de un servicio y no de un derecho y, si no se entiende así, no tiene razón de ser en estos tiempos. La historia, añadía Don Juan, discurre siempre del ayer al mañana, y las coronas de padres a hijos y no al revés. Al entregarle lo que había sido la razón de su vida y su destino personal, Don Juan ponía en manos de Don Juan Carlos el crédito que él había ganado para la Corona dentro y fuera de España. Don Juan era consciente de las dificultades con las que había de encontrarse el proyecto de transición del régimen de Franco a la monarquía de todos. Personas e instituciones, grupos de interés y prejuicios ideológicos tratarían de frenar o desvirtuar el necesario y deseable cambio. Pero todas esas posibles resistencias podrían ser superadas por Don Juan Carlos. Estaba plenamente aceptado por las Fuerzas Armadas como su cabeza natural, era respetado por la Administración y las estructuras burocráticas del Estado, conocido de la gente y querido por el pueblo. Además, añadía Don Juan también en estilo coloquial, a su hijo le dejarían hacer cosas que él difícilmente hubiera podido hacer. Don Juan terminaba su mensaje diciendo que era preciso que Don Juan Carlos supiera que era él —y sólo él— quien tenía todos los derechos y deberes tradicionales de los Reyes, poniendo como ejemplo algo tan específico del Jefe de la Casa Real española desde Carlos V como la facultad de conceder el Toisón de Oro a quien, como Soberano de la Orden, estimara conveniente. Sólo pedía Don Juan al Rey la conformidad para seguir usando él el título de Conde de Barcelona, que propiamente corresponde al Rey de España. LEGITIMACIÓN Es más conocida la legitimación democrática, que se DEMOCRÁTICA puso de manifiesto primero en las calles de Madrid y de aquellas ciudades y regiones que visitaban los Reyes; se confirmó luego en el referéndum de la Ley para la Reforma Política (diciembre de 1976), que establecía legal y formalmente un sistema democrático y parlamentario, y quedó finalmante ratificada en la inauguración de las Cortes Generales en junio de 1977, cuando el Rey recibió un aplauso prácticamente unánime, al encomendar a las Cámaras que elaboraran una Constitución democrática. Al lado de una mayoría de políticos nuevos, de derechas y de izquierdas, había en el hemiciclo monárquicos y republicanos, excombatientes de la España nacional y de la republicana, antiguos ministros de Franco y líderes socialistas y comunistas, nacionalistas vascos y catalanes. Con muy pocas excepciones, estos diputados y senadores de un parlamento democrático, puestos de pie, subrayaron con una larga ovación las palabras del Rey. LOS TRES La Corona fue la clave y la institución a cuyo amparo, GRANDES PACTOS y bajo cuya autoridad, se llevó a cabo una transición NACIONALES que fue obra de mucha gente: partidos, personas e instituciones y, en definitiva, de la mayoría del pueblo español que le prestó su asenso. En un esquema sumario, yo diría que la transición consistió básicamente en que se acordaron y respetaron, mediante la negociación y el compromiso, los que a mí me gusta llamar los tres grandes pactos nacionales. Los tres fueron convenidos y puestos en práctica antes de la Constitución, en la que se integrarían no sólo en forma de preceptos, sino sobre todo como principios inspiradores. Son el pacto político entre derechas e izquierdas, el pacto social entre empleadores y empleados y el pacto autonómico entre el Estado y las regiones. A lo largo de la llamada edad contemporánea, desde principios del siglo XIX, con el final del Antiguo Régimen y la invasión napoleónica, España, al igual que otras naciones europeas, pero quizá de un modo en algunos momentos especialmente agudo, experimentó frecuentes y serios enfrentamientos en torno a esas fracturas que han venido a reparar los tres pactos. Las tensiones crecieron de forma muy considerable con la Segunda República de 1931. La República, decían algunos de sus más caracterizados gobernantes, era de los republicanos, con lo que se daba estado oficial a una división de los españoles en ciudadanos de primera clase —los republicanos— y de segunda —el resto—. Durante la guerra civil, en las dos zonas, se exacerbó la dicotomía hasta términos dramáticos. Después de la contienda nunca dejó del todo de haber vencedores y vencidos, aunque se dictaran en determinadas ocasiones indultos o amnistías. Con la gran amnistía de la Corona y las libertades de opinión e información, se estableció la igualdad ciudadana, que tuvo su culminación con la legalización del Partido Comunista, que tantos clamores de protesta habría de concitar, entre unos por razones ideológicas y entre otros por miedo a la revolución: una legalización que resultó pacífica y enormemente clarificadora. Cuando se aprobó la Constitución, este pacto político había generado ya la laudable costumbre de someter las cuestiones partidistas al veredicto de las urnas y al debate de las asambleas o a las negociaciones entre partes. El pacto político, que consistió en acudir todos a las elecciones, tuvo una de sus más efectivas consecuencias en el acuerdo de un programa común suscrito el 27 de octubre de 1977 por casi todos los partidos parlamentarios, como apéndice a los famosos Pactos de la Moncloa a los que me refiero a continuación. LA FIRMA En los primeros tiempos de la transición, los agentes DEL PACTO SOCIAL sociales, es decir, las organizaciones empresariales y los sindicatos de trabajadores, no estaban realmente establecidos en el país con representación significativa y operatividad suficiente para debatir cuestiones económicas y sociales y hacer llegar la voz y las aspiraciones de empleados y empleadores a las instancias políticas que debían legislar y gestionar o juzgar lo legislado. Por iniciativa parlamentaria, los partidos y grupos políticos con representación en las Cámaras elaboraron y firmaron un acuerdo sobre las líneas básicas de lo que habría de ser la política económica (presupuestaria, fiscal y de control del gasto público), la política de empleo y seguridad social, la educativa y la de los distintos ramos de la actividad económica de la nación. Los partidos suplieron las carencias o ausencias de lo que serían después los agentes sociales. Firmaron ese pacto social, junto con el gobierno y su partido, UCD, el partido conservador, el comunista, los nacionalistas catalanes y vascos y los socialistas, entonces todavía repartidos en varios grupos. La iniciativa fue del gobierno y de los parlamentarios, y de ellos el mérito de lo que se consiguió, que era nada menos que la paz social en un momento de graves problemas económicos y de alta inflación. Pero eso no hubiera sido posible sin el clima de consensos y de concordia cívica que se había creado en torno a la operación de establecimiento de la democracia que animaba y garantizaba la Corona. Si se puede decir que en la guerra civil, en sus grandes números y en las líneas más generales, las derechas estuvieron del lado nacional y las izquierdas del republicano, y que los antiguos sindicatos obreros eran también de los republicanos, mientras que la mayor parte de los empresarios (que entonces no se llamaban así) eran nacionales, algo parecido ocurrió en esa tremenda división de España con las autonomías políticas regionales de la república. El gobierno de la Generalidad de Cataluña, en julio del 36, estaba en manos de la izquierda y, durante toda la contienda, hasta que los nacionales ocuparon toda Cataluña a principios del 39, se alineó con los republicanos. La autonomía del País Vasco fue otorgada por el gobierno republicano después de empezada la guerra, en octubre del 36, cuando ya más de la mitad del territorio de las tres provincias que constituyen Vasconia estaba en poder de los militares sublevados. Pero, formal y oficialmente, el gobierno vasco perteneció al bando de los vencidos. En la transición, se planteaban desde el principio las reivindicaciones autonómicas por la mayoría de los parlamentarios catalanes y vascos, fueran o no nacionalistas. A estas aspiraciones hacían eco las propuestas de otras regiones cuya autonomía acabaría configurando el nuevo mapa político de España. La Generalidad de Cataluña había mantenido la ficción de un gobierno en el exilio, que durante muchos años consistió en el Presidente, que había sido uno de los consejeros o ministros de la Generalidad republicana en los años 36 a 39, el pronto famoso José Tarradellas. Esa Generalidad, más o menos fantasmal, sostenía ya desde hacía años relación con los nuevos políticos nacionalistas de Cataluña y con otros significativos catalanes no nacionalistas, así como con personas de distintos partidos —o más bien gérmenes de partidos democráticos— en tiempos de la dictadura. Tras las negociaciones del gobierno Suárez con Tarradellas y con los parlamentarios catalanes, se acordó por Real Decretoley de 29 de septiembre de 1977 restablecer con carácter provisional la Generalidad de Cataluña y, también por Real Decreto, nombrar Presidente de ella a Tarradellas. Hace veinte años que el pacto territorial resultante de esta distribución del poder entre el gobierno de la nación y los de las distintas autonomías viene funcionando pacíficamente. Antes, España estaba dividida en cincuenta provincias, en las que desempeñaban la autoridad unos funcionarios políticos o técnicos delegados del gobierno de Madrid (hoy, tras la Constitución, las provincias siguen existiendo y tienen no pocas funciones, entre las que sobresale el constituir los distritos electorales para las candidaturas y votación de parlamentarios nacionales y regionales). Siete de las regiones autonómicas son uniprovinciales (una de ellas, Madrid) y todas —más las ciudades de Ceuta y Melilla, en la costa africana—, están regidas por gobiernos designados por los parlamentos o asambleas de la región, que se eligen en el territorio correspondiente por sufragio universal. Si bien hay materias y competencias —las propias de la soberanía nacional y las que afectan a todo el país— que, por su propia naturaleza, son responsabilidad del gobierno nacional. La transición no ha creado en España un Estado federal, porque no se trata de soberanías originales que se asocian como en Suiza o Estados Unidos. Tampoco es exactamente como el Bund alemán ni como las regionalizaciones belga o italiana. Tampoco ha sido un restablecimiento de los antiguos reinos que en el siglo XVI se asociaron en la monarquía española. Ha sido algo distinto, que quizá no había sido diseñado sobre el papel por ningún estudioso y por ningún político. Pero ha sido algo que recoge muchos elementos de la historia y las aspiraciones formuladas en el proceso de la transición. Los tres pactos nacionales —político, social, territorial— han creado un sistema de Estado al que se ha habituado el país. Los porcentajes de asistencia electoral a los comicios nacionales, regionales y locales son más altos que en otras naciones de lo que se llama nuestro entorno, lo cual es un índice de su aceptación. La monarquía ha tenido mucho que ver con todo ello. La Corona es de todos: de los partidos, de las clases, de las regiones, y asegura la unidad. Un filósofo español del siglo XVII, Baltasar Gracián, hablando de la Monarquía española que se extendía entonces por todo el mundo, sin que en ella se pusiera nunca del todo el sol, decía algo que en cierto modo sería aplicable a la España de hoy, aunque su Monarquía se ciña al ámbito peninsular y unas pocas islas: «En la Monarquía de España donde las provincias son muchas, las naciones diferentes, las lenguas varias, las inclinaciones opuestas, los climas encontrados, así como es menester gran capacidad para conservar, así mucha para unir». La monarquía de Don Juan Carlos, clave de la transición española, ha demostrado poseer esa capacidad,