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El Cuento en mil palabras

Jose Luís González

Nos habla acerca del cuento que tal vez sea el género más antiguo del mundo y el más tardío en adquirir forma literaria.

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Referencia

Jose Luís González, “El Cuento en mil palabras,” accessed April 19, 2024, http://repositorio.fundacionunir.net/items/show/1211.

Dublin Core

Title

El Cuento en mil palabras

Subject

Todo a mil

Description

Nos habla acerca del cuento que tal vez sea el género más antiguo del mundo y el más tardío en adquirir forma literaria.

Creator

Jose Luís González

Source

Nueva Revista 057 de Política, Cultura y Arte, ISSN: 1130-0426

Publisher

Difusiones y Promociones Editoriales, S.L.

Rights

Nueva Revista de Política, Cultura y Arte, All rights reserved

Format

document/pdf

Language

es

Type

text

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ÍGÍT Quien no puede decirlo es que no lo sabe. Quien sabe de verdad puede expresarlo en breve espacio, por ejemplo en mil palabras. Más vale quintaesencias que fárragos dijo Baltasar Gracián y así concentró él mismo una gran verdad en cinco voces. « Todo a Mil» es una sección en la que NUEVA REVISTA se propone extraer de los mejores entendimientos españoles la almendra de su dilatado saber. Especialistas en los temas más diversos, notables por sus conocimientos, reciben la proposición de resumir en mil palabras la idea que, en el fondo, han perseguido durante tantos años. En ocasiones una vasta producción ó una larga influencia en un campo de la ciencia de las humanidades esconde el secreto de su más dilecta intención. El Cuento en mil palabras [ JOSELUÍS GONZÁLEZ ] e todas las Pléyades, Mérope fue la única que se casó con un mortal, con Sísifo. Por esa locura, o esa atrevida coincidencia del amor, le correspondió ser en su constelación la estrella Dque con menos brillo destacase. Los astros que representan a sus hermanas, en cambio, destellan con viveza. El cuento, el cuento literario moderno, se parece a Mérope. Comparte su vida con una creación, la prensa, afectada por una aparente muerte periódica y testaruda, y merece más resplandor entre el oscuro concepto de los géneros de la Literatura, ese cielo de fronteras borrosas en este siglo. Puede aventurarse que el cuento, a pesar de los pesares, está conquistando la progresiva atención de editores, público, críticos, estudiosos. Algunos se escadalizan de que se le haya denominado género menor (pero creo que conviene interpretar en todo caso esa pequeñez como la que se aplica a los profetas veterotestamentarios: son menores porque los doce caben en un solo rollo de papiro). Se ha ido desgastando esa imagen acertada de que el cuento es la cenicienta de la literatura, el suburbio de la narrativa, porque un buen número de títulos demuestra con creces que una de las grandezas del cuento está en su sabia y administrada brevedad. El cuento literario el relato, la narración breve se constituye como modalidad literaria específica en las columnas de los diarios y revistas que florecen mediado el XIX, al calor del auge del periodismo. Se publica suelto, exento, con interés y vida en sí mismo. Gana consistencia cuando se reúne en libro. Los primeros maestros Poe, Maupassant, Chejov, O.Henry, Clarín, Pardo Bazán...— acaparan el reinado de esa época. Sin embargo, conviene tener presente que el cuento tal vez sea el género más antiguo del mundo y el más tardío en adquirir forma literaria. En el entramado íntimo de la especie humana pervive la fascinación por el relato, el deseo de contar y de conocer historias. Cualquier civilización se sirve de materias narrativas que tratan lo específico y universal del hombre para transmitir el tesoro de sus reflexiones, para ilustrar algunos modos de comportamiento, reedificar sus mitos, zarandear la emoción, bordear y saborear la belleza o apuntar la línea que lleva a vadear la verdad. O sencillamente cumple esa necesidad tan humana de encontrar puro y simple entretenimiento y ocio. Desde el remoto Oriente, tan proclive al didactismo, hasta los ecos de la Edad Media europea y la curiosa originalidad del Renacimiento, hemos guardado en volúmenes narraciones cortas. Distinguimos cuento tradicional, folclórico, de cuento literario. El cuento folclórico, nacido sin autor concreto conocido, transmitido oralmente en herencia de padres a hijos, admite variantes aunque respeta fórmulas, estructuras y relevantes detalles que facilitan el aprendizaje, y está envuelto en una arcana sencillez. Pero no tiene plasmación literaria fija. Ni siquiera Perrault, los Grimm, Andersen, que ahormaron narraciones traídas del pasado, pudieron sujetar a la letra impresa aquellas historias rescatadas. Al ser con frecuencia los destinatarios iniciales de estas piezas los niños, muchas personas siguen asociando —incluso hoy— el género literario cuento al mundo infantil. Y nuestra lengua cotidiana afea —vivir del cuento, dejarse de cuentos— el sentido de esta palabra que procede de la latina computum, un término de sentido numérico, donde se sugiere el hecho de poner una cosa detrás de otra, construyendo un buscado orden, sea cual sea, lo que en esencia viene a ser el acto de contar. Pero el cuento propiamente literario es de autor que crea y firma su obra original, a quien le interesa que nadie modifique su texto, que todas las palabras, desde las primeras a las últimas, se lean. Esto es lo que convenimos que se consolidó desde el siglo XIX. No resulta fácil redondear una definición de cuento. Su presunto hibridismo —la contagiosa proximidad y el cercano parentesco con otras modalidades literarias, desde el mismísimo poema en prosa, el artículo de costumbres, hasta la novela corta, su relativamente reciente presentación y su gestación continua, el estar en proceso, dificultan una definición certera. Recurriendo a la idea de pacto social que entraña la aceptación por parte del lector de las manifestaciones literarias, admitiremos que el rasgo definitorio del cuento es su estructural brevedad, su noción de límite. No es infrecuente la trampa de recurrir a metáforas y a contrastes con la novela para esbozar la específica personalidad del género. Si la novela gana por puntos, el cuento por K.O. Si el cuento es una foto, la novela una película. Si la novela es como un veneno lento, el cuento como un navajazo. Casi todas esas imágenes coinciden en sugerir los efectos que la lectura produce. Edgar Alian Poe lo intuyó antes que nadie. Aunque bastantes autores han promulgado, con bromas y veras, decálogos para cuentistas, parte de las primeras tablas de la ley del cuento las esculpió Poe en mayo de 1842, cuando reseñó en el Grahams Magazine la tercera edición de los TwiceTold Tales de su compatriota Hawthorne. Poe partía de la corta extensión inherente al género. Pasaba ya en esa zona oscura de la psicología de la creación —se refería (¿petulantemente?) a tener concebido un relato desde antes de deletrear con tinta las primeras líneas— e intuía las teorías de la recepción (un cuento se lee de una sentada y permite llegar a un lector libre de interrupciones y sin riesgos de cansancio: su alma está entonces en manos del escritor) para crear un efecto único, propio de una experiencia artística donde se requiere menos de dos horas de lectura. Es imposible no aprender del magisterio de Poe. Julio Cortázar, su más excelso traductor a nuestro idioma, un cuentista perfecto, recibió de él sus mejores lecciones. El cuento, y más en nuestro país, se ha topado con testarudas dificultades. Sus restringidas vías de difusión —prensa periódica que el lector no conserva, premios, antologías, ediciones en reducidas tiradas, distribuidas deficientemente— y la atonía generalizada que ha sufrido, parecen hoy, por fortuna, pertenencia del pasado. Cuentista con obra firme (suele ser peligroso que un autor sobrepase los cien relatos publicados), cultivadores fieles y un gradual interés por el género —pequeño, pero sin confundir tamaño, grandeza y bulto— hacen, para quien esté deslumhrado por la fascinación del cuento, poseer la certeza de haber descubierto todo un bosque perdido entre los árboles. ^