Nueva Revista 057 > Una reflexión sobre el gnosticismo

Una reflexión sobre el gnosticismo

José Luis Villacañas

Acerca de una reflexión sobre el origen, la esencia y la definición del gnosticismo.

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Referencia

José Luis Villacañas, “Una reflexión sobre el gnosticismo,” accessed March 28, 2024, http://repositorio.fundacionunir.net/items/show/1209.

Dublin Core

Title

Una reflexión sobre el gnosticismo

Subject

Pensamiento

Description

Acerca de una reflexión sobre el origen, la esencia y la definición del gnosticismo.

Creator

José Luis Villacañas

Source

Nueva Revista 057 de Política, Cultura y Arte, ISSN: 1130-0426

Publisher

Difusiones y Promociones Editoriales, S.L.

Rights

Nueva Revista de Política, Cultura y Arte, All rights reserved

Format

document/pdf

Language

es

Type

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Una reflexion sobre el gnosticismo [ JOSÉ LUIS VILLACAÑAS ] Clave de la tradición espiritual de Occidente, el enigma del gnosticismo resulta inaprensible. Sus metamorfosis son fulminantes. Quien quiere aprehenderlo, siempre toma en su nombre otra cosa. Quien lo rehúye, por él queda preso. En el fondo, nosotros, los occidentales, siempre estamos equidistantes de su seducción y de su repulsa. El mito gnóstico es el canto de las sirenas. Por eso, cada época que quiera resistir su asalto, debe decidir si existe mástil firme para atarse al atravesar sus territorios. De lo que no cabe duda es de que siempre resuena el canto gnóstico y su indefectible seducción. lguien ha dicho que el gnosticismo surge de una inmensa decepción ante el mundo, tal y como el clasicismo griego la experimentó al ver desaparecer la visibilidad de sus cosmoi. Pero también procede Ade la forma en que el cristianismo se autointerpretó para comprender la necesidad de su nacimiento y legitimar su lugar respecto al pasado. Un mundo vacío de dioses fue la condición para que el Dios cristiano se autopresentase en su necesidad. La potencia histórica del gnosticismo recrea la necesidad de dioses nuevos. Sin embargo, la repetición alteró algo básico. De un Dios nuevo que necesitaba legitimación, se pasó a una deslegitimación del existente, para así reclamar otro nuevo. Gnósticas son todas las banderas que saludan una nueva fe. Por eso, las decepciones gnósticas abrieron los caminos a todo nuevo mesías, a toda promesa de regeneración. En el fondo, le resulta difícil al hombre pensar que el Mesías solo vino una vez, y que todas las demás generaciones deben anhelarlo. Este asunto se debería pensar hasta el final. El hombre, una vez conocida la experiencia gnóstica, no sabe cómo detenerla. Pero si solo un Mesías puede ser verdadero, el gnosticismo posterior es falso en su totalidad. Si es verdad que un Mesías ha venido, Dios ya no puede abandonar el mundo, ni está permitida la decepción desesperada. Inviables son muchos mesías. El gnosticismo, con su inclinación compulsiva a la repetición, es internamente contradictorio. De esa contradicción vivieron siglos de expectativas excesivas, con las que los hombres confesaban su miedo al futuro, al que pretendían tornar propicio elevándolo a Dios. La esencia del gnosticismo, afín al mundo moderno, es la diferencia entre el Dios nuevo y el viejo. Esta estructura genera su pretensión revolucionaria. El Dios viejo, que domina el mundo, no salva. El Dios nuevo, que salva, no es de este mundo. Finalmente, el mito gnóstico no es posible sin un politeísmo básico, sin aquella elaborada teología epicúrea de los dioses intercósmicos que viajan en una apariencia de átomos sutiles hasta presentarse en los sueños de los hombres. El viejo Dios ilegítimo, dios de la injusticia, del derecho, de la materia, de las almas, de los cuerpos, dios resentido que prescribe una ley imposible para tener un motivo fundado de vengarse de los hombres, sus criaturas, canalizó todo el antijudaísmo del viejo gnosticismo. La consecuencia fue considerar al Mesías como un hombre aparente. La salvación no podía glorificar la tierra, sino raptar a los elegidos hacia un nuevo cielo. La salvación no podía consistir en acción alguna, sino en la gracia por la que el Dios del espíritu depositaba un pneuma de fuego en sus elegidos. Como se ve, se trataba de una concentración sectárea del estoicismo, propia de un mundo que ya no podía creer en la universalidad de la physis. Esta forma de pensar era tan revolucionaria, tan apocalíptica, que no podía prender sino en los márgenes de los cosmoi clásicos, en los desesperados que generaba el mundo romano, en los náufragos de los puertos imperiales, frutos de la degradación general. No podía brotar en los discretos barrios de las ciudades de la diáspora, en los serenos padres de familia de Alejandría o de Éfeso, para los que el mundo aspiraba a reproducrise, ahora fecundado por una nueva potencia, antaño desconocida, por un amor nuevo, que reunía a las familias y a las familias de familias. El gnosticismo, con su radicalidad acósmica, definió una batalla interna entre los adoradores del nuevo Dios de amor, entre aquellas familias de judíos conversos en las que se salvaban los destellos del orden griego, del orden judío y del nuevo orden cristiano, y aquellos individuos ambulantes, raídos, inquietos, formados por la pléyade de los desesperados del mundo. El gnosticismo siempre fue el reto que había de definir todas aquellas actitudes propias de los que vivían por amor al mundo. En el momento de la decepción, no hay camino para la continuidad de los dioses. De haber triunfado el gnosticismo, el mundo romano no habría mantenido ninguno de los elementos de orden que sostenían la tierra. El acosmismo de la gnosis está diseñado para el corto plazo del eschaton. Si el tiempo cumple su esperanza de continuidad, la gnosis se corrompe en un dogma cerrado, o en la proliferación de explicaciones de la demora de la salvación definitiva, o en la violencia que aumenta el mal como provocación técnica de la venida del Mesías, con la esperanza de que los gritos de la tierra despierten al Dios. Pero Roma era la continuidad de la tierra, la confluencia de la naturaleza y la divinidad. Por eso supo que debía sobre todo buscar la duración. Roma siempre apostó por la sustancia del mundo, por lo que permanece. Por eso todo lo cifró en aquella relación en la que la tierra y la divinidad podían compartir orden y esperanza. Y por ello el Dios nuevo fue Hijo de Dios viejo y la ley vieja fue simplificada por la ley nueva, y así Roma supo desde el principio que solo podía pensarse como nueva Jerusalén, heredera de Jerusalén, donde cabían los hijos del pacto antiguo y del pacto nuevo. No hay gnosis sin esa Roma que mantenía intacta la promesa del triunfo mientras exista la tierra. Ahí mismo reside su mayor peligro, sin embargo. Roma, complexio oppositorum, supo que la apuesta por la continuidad del mundo era compleja. ¿Qué excluir de ella? ¿Cómo no dejar que entrara toda la vieja naturaleza? Si Dios no abandona el mundo, lo mundano en su totalidad parece que debe integrarse y sacralizarse. Y así, Roma, que emprendió lo más difícil, dignificar el mundo, acabó hundida en él, y así generó ella también hombres que clamaron desesperados por un dios joven y nuevo. El gesto se repitió cada vez más acelerado, hasta fundar una sospecha universal para todos los dioses, viejos y nuevos, pues éstos envejecían al ritmo frenético de la electrificación. De esta manera, la sospecha se hizo universal, para los órdenes y los desórdenes, para la compleja integración y para la desintegración, para los apocalipsis y las esperanzas. Y en el grito final de ¡Dios ha muerto! parece triunfar.