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Menédez Pelayo, crítico literario

Fernando Rodríguez Lafuente

Texto de la conferencia pronunciada por Fernando Rodríguez Lafuente en el Ateneo de Santander, dentro del Ciclo sobre la Historia de España sobre Menéndez Pelayo.

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Fernando Rodríguez Lafuente, “Menédez Pelayo, crítico literario,” accessed November 22, 2024, http://repositorio.fundacionunir.net/items/show/96.

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Title

Menédez Pelayo, crítico literario

Subject

La vida de un lector

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Texto de la conferencia pronunciada por Fernando Rodríguez Lafuente en el Ateneo de Santander, dentro del Ciclo sobre la Historia de España sobre Menéndez Pelayo.

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Fernando Rodríguez Lafuente

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Nueva Revista 086 de Política, Cultura y Arte, ISSN: 1130-0426

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Difusiones y Promociones Editoriales, S.L.

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Nueva Revista de Política, Cultura y Arte, All rights reserved

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LA VJDA DE UN LECTOR Menéndez Pelayo, crítico literario Texto de la conferencia pronunciada por Fernando Rodríguez Lafuente en el Ateneo de Santander el 13 de febrero de 2003, dentro del Ciclo sobre la Historia de España que dirige en la capital cántabra el profesor José María Lassalle. er lector es algo que nadie puede arrebatarte. Pueden dar o quitarSte la fama, el reconocimiento, el júbilo o el desasosiego, pero la condición de lector es algo que forma parte de cada uno, como de cada uno es la voluntad, el entusiasmo, la reflexión, la curiosidad, los encuentros, los anhelos. Y si hoy, tras ta confusa niebla del tiempo la imponente figura de Marcelino Menéndez Pelayo (18561912) se perfila con nitidez en el intrincado bosque de la letras españolas y en español, es porque nos encontramos ante uno de los más formidables lectores —en tiempo y en esencia— que ha frecuentado la historia. De esa vida de lector surge una obra ingente, apabullante para cualquiera que se dedique a la filología. Lo recordaba Emilio Blanco, a propósito de la espléndida edición de Menéndez Pelayo Digital1: más de 60.000 páginas impresas, 67 volúmenes correspondientes a sus Obras Completas (19401966) por el CSiC, en la llamada Edición Nacional, más otros 23 tomos de su enjundioso Epistolario, editados por la FUE entre 1982 y 1991. Pero es que además de los 90 volúmenes citados, en la nueva edición digital se recoge una muy completa Bibliografía —más de 3000 entradas, entre monografías, estudios de conjunto, reseñas y demás— sobre la tigura y la ohra del gran historiador, filólogo, catedrático y bibliógrafo cántabro7. De ahí, claro, la insistencia en destacar ese lado de la arista deslumbrante del cántabro, como es la dimensión lectora; dimensión extraordinaria en este caso, por cuanto el ejercicio de la lectura compone un formidable caleidoscopio, una geografía, casi sin límites, pero con una notable —no podía ser de otra forma— diversidad de intereses y propuestas filológicas, estéticas, historiográficas y demás. Es decir, una casi inalcanzable, por infinita, pasión por los libros, pasión por la lectura. Vale también para Menéndez Pelayo, en esa primera incursión antes de entrar en la antesala de la crítica literaria, la decisiva apuesta por la edición de textos. No hay filología sin edición. Y vale el ejemplo de su labor con la Nueva Biblioteca de Autores Españoles, idea suya, y donde exhibe con rigor y sin ambages lo que se podría denominar su escuela crítica. Lo cuenta Emilio Blanco: «Faltaba allí casi toda la Edad Media, y en los volúmenes dedicados al Siglo de Oro se omitían géneros completos. La lectura del folleto donde defiende la serie es, todavía hoy, un modelo de amplitud de miras, pero también un testigo del profundo conocimiento que tenía de toda la producción librera española». No es casual que algunos de los textos recuperados por la Nueva Biblioteca de Autores Españoles conserven nítido y granado el valor primero que mostraron cuando su publicación, así, valga uno sólo, pero relevante: la Colección de entremeses, loas, jácaras y mojigangas, cuya edición estuvo a cargo de Emilio Cotarelo y Mori. «Gran parte de las riquezas de nuestra lengua —recordaría Menéndez Pelayo— está contenida en estos libros que nadie lee». Es claro, hoy lo sabemos, que tras el crítico, o mejor, bajo el perfil del crítico literario surge, indefectiblemente, el historiador. Como en otros ámbitos, tampoco en la historia, en la historia de la literatura, las cosas surgen de un rapto de inspiración. Todo lo contrario, sólo de la transpiración surge la inspiración. Sólo del trabajo ponderado, constante, exhaustivo, documentado, plural y abierto se muestra la labor crítica. Lo demás son intuiciones, ocurrencias sin mayor aparato bibliográfico que la mera y efímera chanza. No hay casualidades en la historia, no hay atajos, ni pociones mágicas, de ahí que la formidable pasión lectora de Menéndez Pelayo se cimentara en la sólida y torrencial formación universitaria. Lee su tesis doctoral el mismo año que termina sus estudios, cuenta por aquel 1875 con 19 años. Para que pueda opositar a Cátedras, Historia de la Literatura Española de la entonces Universidad Central de Madrid, se modificó la ley. Y ganó la cátedra, con un apabullante discurso sobre asuntos tan caros a la literatura española como La Celestina, la lírica de los siglos XVI y XVII, es decir la lírica de los siglos de oro, Calderón —una de sus pasiones— y la ya entonces polémica periodización de la literatura española. Y entre las notas la siguiente anotación, relevante para cuanto vendrá después: «Sin crítica no hay historia ni ciencia alguna de provecho». En fin, un centón de asuntos, lo que constituía el programa de la asignatura y que, en opinión del citado Blanco, hoy sigue teniendo un valor modélico. Oigamos a don Marcelino: «Sin erudición y sin investigaciones propias no hay conocimiento serio. Por tal razón debe el maestro recomendar a sus alumnos el estudio directo de las fuentes y de los autores analizados [...]. El crítico tiene que analizar, describir, clasificar y, finalmente, juzgar [...]. El método exclusivamente histórico trae los siguientes males [...]. El profesor encastillado en la alta crítica es un ente atrasadísimo». El poso del crítico está en el historiador, y el de éste en el bibliógrafo. Los trabajos bibliográficos de Menéndez Pelayo son desbordantes. Por sólo remitirme a lo que hoy nos ocupa, la crítica literaria, cabe recordar los extraordinarios diez volúmenes de la Bibliografía HispanoLatina Clásica; o la, hoy no superada, Biblioteca de Traductores Españoles, en cuatro tomos, de manera especial en las referidas a los Siglos de Oro. Lo cierto es que, de acuerdo con Carballo Picazo, tal vez sea la muerte de don Gumersindo Laverde la que señale el cambio de rumbo del joven lector y su trayectoria intelectual abandone, sin remisión, los estudios filosóficos y emprenda la dedicación, in extenso, a los estudios literarios. Laín Entralgo, heredero de cierta impronta alemana a la hora de clasificar las etapas de Menéndez Pelayo, señala las etapas en el itinerario sin retorno de don Marcelino: años de aprendizaje (Instituto de Santander, Ganuza, primeras tertulias literarias y biblioteca en un parador); Barcelona; Llorens, Milá; Rubio; Madrid, encontronazo con el krausismo; Valladolid, Laverde, admiración y estudio de los clásicos griegos, latinos, españoles; años de «ávida y viajera peregrinación, 1876 a 1878, bibliotecas de Portugal, Italia, Francia, Bélgica, Holanda, archivos, colecciones, filosofía, humanidades, historia, teología, variedad de enemigos, krausistas, escolásticos, progresistas, tentación política y los años de magistral y reposada madurez, así concluirá Laín. Es posible. Pero las cosas a menudo son más complicadas. Es la descripción de ese viaje a través de la tela de la vida el sustento de las obras. La descripción más pormenorizada. Las huellas que después el tiempo o los hombres borran, pero que surgen tras la espesa marca de los días. Así, la figura decisiva en la formación del crítico literario, como fue Milá i Fontanals. En 1908, don Marcelino lo recordará con estas palabras: «Recogí de sus labios la mejor parte de la doctrina literaria que durante mi vida de profesor y de crítico he tenido ocasión de aplicar y exponer». Para Carballo Picazo es evidente que de Milá «proceden, indudablemente, el criterio de que, para juzgar un hecho estético, es necesario partir de una experiencia inmediata, personalísima; la distinción entre moral y arte, entre arte cristiano y arte de los pueblos cristianos; el concepto de armonía, vivo en la creación artística; las ideas sobre la épica y la poesía popular; la crítica serena; el afecto por el romanticismo de Walter Scott y el método histórico aplicado con un eclecticismo ejemplar». No es casual, por cierto, respecto a esto último que en su crítica a Krause y los krausistas, Menéndez Pelayo advierta: «Y no digamos nada del pueril empeño en subdividir y encasillar de un modo semicabalístico los géneros poéticos, como si se tratase de dar reglas para el juego de la lotería». No iba descaminado. Mucho después, el propio Unamuno, refiriéndose a la labor docente recordaría ese, a veces, vano empeño que tenemos los profesores en clasificar y definir: «definir es confundir», sentenciaba el vasco, y no digamos nada de la cambiante y alegre lotería que es, en más de un sentido, el concepto, y vaivén, de la literatura y de su historia. No es raro encontrar en el canon literario un juego de bolsa, de alzas y bajas, de tobogán curioso y raro. A los krausistas les recriminará que olviden la necesidad del criterio histórico al lado del estético. Para el cántabro la literatura es «ciencia de la belleza traducida y realizada por medio de palabras», no es la definición precisamente, el colmo de la brillantez pero es útil. «Aquí tenemos que aplicar las dos. El acto de apreciación de la belleza es mixto. Encierra un juicio y un sentimiento. No conviene dar demasiado predominio al elemento afectivo ni al discursivo. El crítico ha de tener, si no facultades artísticas —que las tuvo; por lo menos análogas a las artísticas—; debe penetrar en la génesis de la obra y ponerse, hasta cierto punto, en la situación del autor analizado [...]. El juicio ha de ser formal, propio y espontáneo». Porque la apreciación estética nunca podrá ser un «acto puramente intelectual» (contra Taine). Para Menéndez Pelayo, lo que caracteriza la literatura de un pueblo es su estilo. Escritores de distintas lenguas quedan incluidos —es una de las más audaces direcciones menéndezpelayistas— ya se haya escrito en latín, o en castellano, en gallego o en catalán; la literatura común mediante voces y tonos, diversos. Varias son las imágenes que se proyectan de Menéndez Pelayo a lo largo del convulso siglo XX español. En la introducción ya citada, Xavier Agenjo desmenuza el otro lado de esa proyección y de esa imagen. De la referencia esencial que constituye en el cántabro la huella y presencia de Luis Vives, por ejemplo, o de sus discípulos. Caso del excepcional Asín Palacio. Esto exige una mayor precisión, una mayor finura intelectual a la hora de componer el impreciso mapa de la labor menéndezpelayista en la configuración de la historia intelectual española. De nuevo Laín: «Menéndez Pelayo polemizó contra los polemistas y contra la polémica misma; es decir, contra una situación histórica de España que permitía y aún favorecía aquella escisión irreductible entre los españoles». Para Xavier Agenjo la cuestión debería retomar un enfoque clarificador en cuanto a la utilización —y ocultamiento— de la figura de Menéndez Pelayo en determinadas operaciones casticistas que tienen a la literatura española, es decir, a su crítica, en el centro del propio laberinto histórico: «En mi opinión —escribe— el verdadero valor constituyente de la España castiza, tal y como se ha presentado a generaciones de españoles, no es tanto el de Menéndez Pelayo, amante de la España descentralizada (y de la lengua catalana, por ejemplo) y que consideraba plenamente españoles a musulmanes y hebreos, sino MenéndezPidal, que a pesar de su condición de laico aportó en su obra historiográfica una cosmovisión de la España histórica que poco tuvo que ver con la que podía haber aprendido de don Marcelino, puesto que es diametralmente opuesta. El papel protagonista qiie Menéndez Pidal da a Castilla y al castellano transformado posteriormente en español, tras la absorción de los dialectos romances centrales, estaba muy distante de los postulados del polígrafo cántabro». Las palabras y los términos anteriores comienzan a focalizarse, desde otro plano que, tal vez, se ajuste más a la compleja realidad y menos al canon historiográfico y topístico caído. Es, casi, un comienzo. Un nuevo itinerario. Una dirección y un capítulo de irreversible andadura, aunque las marcas queden y las huellas pretendan borrarse. Es decir, toda la patulea, surgida más de los peligrosísimos exégetas que de la propia realidad de la trayectoria de Menéndez Pelayo como crítico literario, y que derivó en la construcción de un imaginario crítico basado en peregrinas afirmaciones de tal manera que el tipo que predomina en la obra de Menéndez Pelayo obligara a las disciplinas filológicas «a anclar sus investigaciones sobre lengua y creaciones del pasado a unas estructuras sociopolíticas tributarias de la edificación de una identidad nacional» (Yannick Llored). Lo cual, en tan pintoresca opinión, favorecía la imagen mítica de un España guardiana de la pureza del dogma y de su «patrimonio iberorromano» (sic). En resumen, supuestamente, se habría dado a la tarea de extraer de una gran variedad de textos unos fundamentos interpretativos que explicaban la auténtica concepción de la identidad nacional, su esencia y sentido histórico. Perseguían —supuestamente, digamos, Menéndez Pelayo y sus adláteres— la legitimación del valor de modelo inscrito en la tradición, la potencia integradora del concepto de «nacionalidad» y, en fin, la elaboración de la continuidad del sentido de la historia, cuyo asunto era exclusivamente el conjunto de valores relacionados con la inagotable búsqueda de un legado cultural común. Porque, en definitiva, concluirán, la relación con los textos sigue siendo inseparable de la constante y polémica búsqueda historiográfica de un legado cultural. Pero la relación de los textos, anterior a lo que propugnará la escuela creada por Pidal —que nace con vocación de escuela, que impregna los valores de escuela a los discípulos, que genera los mitos suficientes para que los estandartes de la escuela exhiban sus colores historiográficos— es uno de los elementos básicos, esenciales, vertebrales de la labor de esta vida de lector que venimos apenas señalando en brevísimas y deslavazadas pinceladas, no sé si de trazo grueso. Convengamos, ya se advirtió al principio, que resumir cuarenta años de exclusiva y minuciosa dedicación a la crítica literaria, como fue el caso de Marcelino Menéndez Pelayo, no es ya cosa de una tesis doctoral, sino de varias, de todo un departamento universitario exclusivo. Por ello, llegados a este puerto, valga el recorrido de, como señalaría Dámaso Alonso, «nuestro primer crítico». Del inteligente libro de Dámaso Alonso uno descubre esa vastedad bibliográfica, esa capacidad lectora, esa atención a los más diversos ámbitos, esos retratos imborrables —que crecen en su sabiduría y sensibilidad con los años— que marcan a La Celestina o a Juan Ruiz; uno descubre esa vocación ingente por tratar de leerlo todo, y si no de escribirlo. A nadie se le oculta que la Historia de las Ideas Estéticas surge como necesidad ontológica antes de emprender una necesaria Historia de la Literatura Española. Una debía de ser antes de la otra. Qué bien vendría esta sabia y honesta aplicación a los tiempos de ahora en las aulas universitarias. Dámaso dibuja, con trazo firme, sensible, hondo, los perfiles del crítico literario Menéndez Pelayo. Destaca la precisión en el saber desmenuzar las obras mediante la lectura atenta y conmovida; destaca la precisión en encontrar lo referente, lo esencial, lo vertebral, lo decisivo en cada una de esas lecturas que forjan su «obra titánica». Lo que Dámaso Alonso plantea en la descripción pormenorizada de la trayectoria crítica del cántabro es, precisamente, todo lo que tiene de evolución, de cambio, de apertura. Una labor titánica, sí, que se complementa en el vaivén de la obra viva, abierta: «No hay verdadero crítico o historiador de obra normalmente larga, que no tenga que rectificar. Son los marmolillos (y tampoco faltan en nuestras letras) los que ni se menean ni ceden». He ahí, el carácter dudosamente histórico de la obra literaria en cuanto a tal, no en cuanto a objeto histórico; y he ahí, el rasgo decididamente contemporáneo del crítico Menéndez Pelayo. Esa intuición que corrobora el trabajo lector realizado: «El que sueñe —escribe en 1911, año de Heterodoxos— con dar ilimitada permanencia a sus obras y guste de las noticias y juicios estereotipados para siempre, hará bien en dedicar a cualquier otro género de literatura, y no a éste tan penoso, en que cada día trae una rectificación o un nuevo documento [...]. El historiador debe resignarse a ser un estudiante perpetuo y a perseguir la verdad dondequiera que pueda encontrar resquicio de ella sin que le detenga el temor de pasar por inconsecuente». Ya en 1910 había regresado a los Orígenes de la novela, y las escasas veinte páginas de ediciones anteriores se han convertido en 240; es decir, la segunda mirada a una de sus obras mayores se ajusta, pasado el tiempo a lo esencial, «conforme a los descubrimientos e investigaciones de los últimos años y al minucioso estudio». Y, también, y por qué no, al cambio de sensibilidades, al cambio en la manera de acercarse a la obra literaria, al cambio en la sensibilidad del lector contemporáneo frente —como se ha señalado— a la obra clásica. Y también, las ocultaciones y a los descubrimientos. Lo destaca Dámaso, pero vale subrayarlo. Esta confesión constituye la insoslayable geografía intelectual de un crítico literario, el cambio, el descubrimiento, la nueva forma de leer, son los elementos del asunto: «Muchas puertas —dice— llevan a la encantada ciudad de la fantasía; no nos empeñemos en cerrar ninguna de ellas ni en limitar el número de los placeres del espíritu». Al revisar las páginas de Menéndez Pelayo dedicadas a la crítica, uno confirma cómo el centón de aspectos que conforman la agenda de esta por entonces incipiente disciplina —si cabe— aparecen en las notas, reseñas, estudios, monografías del cántabro: los problemas de la autoría, el acceso y delimitación de las fuentes, el género de la obra, las diversas y, a veces, distintas, redacciones; la datación, el lugar, los personajes, el estilo, la configuración de los personajes, las balbucientes retóricas... Para Dámaso: «Los dos literatos, el gran creador (Lope) y el gran historiador (Menéndez Pelayo), se parecen por esa facilidad increíble con que el uno se saca de la manga comedias y poemas, y el otro nutridos volúmenes de historia, en un número, en una abundancia, una continuidad tales que no creo ofrezca muchos paralelos la cultura del mundo». En efecto, no los tiene. Para Dámaso, ambos, Lope y don Marcelino, son dos «monstruos de la naturaleza». Merece el viaje, contado a manera de crónica, el proceso de creación del autor: 1877. Polémicas...de la Ciencia Española. 1880. Historia de los heterodoxos. 2 volúmenes. 1881. Calderón y su teatro. 18821902. Obras de Lope. 12 tomos. 18831891. Historia de la ideas estéticas. Cinco tomos. 18841908. Estudios literarios. 5 tomos. 18901908. Antología de los poetas líricos. 13 tomos. 18931895. Antología de la poesía hispanoamericana. 4 tomos. 19031910. Orígenes de la novela. 3 tomos. Y sigue... Sí, no tiene muchos paralelos en la cultura del mundo y será decisivo en la cultura española, pero qué distinta la mirada que se hace a lo largo del camino de la vida de la que se queda como foto fija de una obra —como vemos— en marcha, de un historiador, de un filólogo, de un crítico atento, casi lupa en mano, a cuantos acontecimientos y hechos requieran un cambio, otro lugar en el invisible anaquel de la historia, en el imaginario edificio de la ficción, en el túmulo magnífico de los clásicos. «Jamás —afirma Dámaso— ni en prosa ni en verso he encontrado una página que se pudiese llamar baladí». Con el tiempo, y esa es la obra que destacamos, la voz, el pulso, la grafía y el trazo de don Marcelino se llena de ponderación en su juicio, de profundidad en el análisis sensible de los textos, de las memorias, de generosidad en la lectura de las cosas de la vida, en los aconteceres, en las andanzas y en las industrias de los personajes, reales o imaginarios que llenan las páginas de la bendita literatura. Nada es casual. Es quien no sabe que traza su propio perfil, cualquiera de nosotros, quien al final fija con pulso la topografía fantasma de su propia vida. Al principio de todo, en una carpeta en la que guardaba sus versos, Menéndez Pelayo había escrito: «En arte soy pagano hasta los huesos... pese a quien pese». Pero, don Marcelino ¿y a quien habría de pesar, si esa línea de sombra acompañaría su obra a lo largo de las décadas de una vida? Claro que no todo iba a ser un camino de rosas, porque Menéndez Pelayo —en la búsqueda de esas ficciones orientadoras de las que ha hablado Edmund S. Morgan—, puesto que ese ideal de clasicismo, de nobleza, de canon clásico que anhelaba para nuestra literatura no cabía buscarlo. No podía ser. La historia de la literatura española es la historia de una anomalía, que aquí hoy, lamentablemente, no tenemos tiempo de desarrollar como requiere y que me limitaré a un aviso telegráfico: «¿Quien tenía un criterio tan cerrado y excluyente podría amar y comprender la literatura española, si en nuestras letras puede afirmarse —señala Dámaso— que el puro culto de la forma clásica no se ha dado nunca de un modo total, y hasta que son pocos los escritores que se han acercado a ese ideal artístico?». El viaje de Menéndez Pelayo, crítico literario, es la historia de una seducción. La creación de un idilio extraño y fascinante. El triunfo de la literatura sobre el resto de los asuntos de la vida. La genial heterodoxia de la literatura española horada, con belleza, con rotundidad, los viejos pilares de un orden ideal. La vida española va, fue, ha ido, por otra parte. Y Menéndez Pelayo ahonda en la búsqueda de esos contornos, en la huella invisible que marca las fronteras entre realidad, ensueño, ficción, nación, memoria.. .Un ejercicio fascinante del que nadie sale ileso, pero todos ganamos. Es el viaje que transforma al exquisito adorador de la forma en el reivindicador de esa tradición literaria llena, repleta de anomalías, de fronteras, de excesos, de heterodoxia. El viaje de aprendizaje, el camino de perfección que le permite convivir con otros credos estéticos. Y el primero, casi, Lope, el anticlásico porque «nos da toda la naturaleza sin selección». Es bueno recordar que el proyecto, que el viaje literario, queda truncado, sus obras fundamentales quedan inconclusas. Pero sirven, y de ahí el desamparo, como muestra de lo que habrían sido. Dámaso recuerda cómo las dos páginas dedicadas a San Juan de la Cruz le parecen «justísimas y la expresión penetrante». Lo que caracteriza su crítica literaria, su labor previa de historiador, es la intuición genial para organizar de manera armónica y sobre una sólida arquitectura documental todo lo que se añade mediante la investigación, mediante ese oficio de leer que da razón y sentido a todo lo demás. «Menéndez Pelayo había comenzado su vida creyendo que la belleza era el fin último —concluye Dámaso— de la literatura, del arte, tal en Horacio. Y entonces le vemos frío, lejano, y en contradicción consigo mismo, sencillamente porque esa fórmula no era ya vital para un hombre de la segunda mitad del siglo XIX: cuando con esa declaración —lo bello y lo feo como objetos de arte, antes de 1890—, hecha sin énfasis ni solemnidad especial, por primera vez admite toda la naturaleza, bella o fea, como capaz de expresión artística, por primera vez también le sentimos íntimo, cercano, humano, nuestro». Y recompone el estilo, o mejor, crea un estilo que reúne, casi con la claridad del agua clara, las intuiciones, las ideas y los sentimientos. ¿Cómo actúa, el crítico Menéndez Pelayo? En primer lugar, con un instinto prodigioso; en segundo, se apodera de la obra, de lo más característico, de lo más intenso —«lo mogollante», Lezama Lima—; en tercer lugar, le presenta al lector una fotografía perfilada de época, de la época, de los modas y las modas literarias, las retóricas, los usos y, al final, ningún de los que haya frecuentado esas páginas, podrá olvidarlas jamás. Lo dijo mejor, infinitamente mejor Dámaso Alonso, Menéndez Pelayo logra, como en la vieja alegoría, «meter el mar en un agujero de la aren». Tan poderoso como ese libro de arena borgiano del que están hechas las historias, los imaginarios, los sueños y la vida. Ese libro de arena poblado de misterios, anhelos y curiosidad. Una labor crítica, que viene de la previa tarea del historiador y que en esta se sustenta, y permite que sea el cántabro quien hoy se reconozca como creador de la historia literaria española. Antes de él era un caos, y era extranjero: Boutewek, Sismondi, Ticknor, y los elogiables intentos (no más allá de historiar la Edad Media) de Amador de los Ríos. Es cierto, Menéndez Pelayo pobló un espacio inmenso antes casi desierto, e hizo más: trazó la cartografía esencial; abrió canales secretos; dibujo las líneas que cruzaban los siglos y marcaban las genealogías... Para Carballo Picazo son varios los tipos de crítica que configuran esa primera y poderosa historia literaria española: bibliográfica, a la manera de Nicolás Antonio; formalista o externa, como se llamó en aquellos años; estética, de estirpe germana y filosófica de huella hegeliana; histórica y analítica, con los ecos de Grimm, Meyer, pero no se cierra en ninguna de las bandas: «Yo he procurado evitar los inconvenientes de todos estos sistemas. Tengo principios estéticos, procuro, además, poner la historia literaria dentro de la historia social, pero no traigo un sistema a priori que me empeñe en aplicar a todo aunque los hechos lo resistan. Sin hechos que juzgar, no se puede hacer juicio [...]. La crítica no es alta ni baja; la crítica es un apero complejo; abraza la crítica externa o bibliográfica, la interna o formal, la trascendental, la histórica; cualquiera de estas partes que falten, el estudio será incompleto». Es hora de concluir; en la Antología comentada que citamos al principio se puede recorrer este fascinante itinerario, remitiéndonos a la filología, a la crítica literaria, motivo de esta tarde. Así lo hace Antonio Santoveña Setién, en su breve y enjundiosa introducción a «La historia considerada como obra artística». La búsqueda de don Marcelino de ese hilo invisible, indeleble que marcará los elementos vertebradores de España y la forma en que se habían manifestado, tal vez persistido, a lo largo de los siglos. No otros son los heterodoxos, por contrario. Para muchos aún hoy Menéndez Pelayo podría sugerirles la figura inquietante de ese Jorge de Burgos de El nombre de la rosa de Umberto Eco, celoso guardián de lo prohibido. Pero hete aquí las paradojas de la historia. Porque don Marcelino abrió, destapó, con generosidad, los vasos comunicantes ocultos de la cultura española. Aunque la historia después se revelará algo más compleja. Pero sin el descubrimiento de los documentos, de los autores, de las huellas —que no borró— otra habría sido la historia que ayudó a construir o, mejor, a escribir. Ahí se encuentra la admiración que Emilio Pardo Bazán le profesa, no sin desencuentros; la admiración a una obra de la que se siente deudora, al tiempo que desea convertirse en la síntesis de los dos hombres de letras que más respeto le provocan: Leopoldo Alas «Clarín y Marcelino Menéndez Pelayo. La síntesis de dos Españas que, sin embargo, hablan en un mismo idioma de sabiduría y curiosidad, como bien presenta José Manuel González Herrán y «La historia oscilante de una admiración», como es el ya conocido caso de la poesía de Heine y el juicio crítico que a lo largo de los años define la biografía intelectual de don Marcelino, lo cuenta Ana Belén Rodríguez de la Robla, en este reciente y ponderado, y ecuánime conjunto de trabajos. Así los estudios cervantinos que recupera Francisco Pérez Gutiérrez y que contienen, en esencia, el pensamiento menéndezpelayista respecto al autor del Quijote y la época, y que abren un sinfín de ventanas no ya al asunto meramente cervantino sino a los debates más actuales respecto al diálogo de libros que, de manera implacable e impecable, marca el devenir de la historia literaria presente. Ahora lo sabemos y ahora justo es reconocerlo. Porque advirtió cómo la literatura sería suma y resumen de un formidable ejercicio de préstamos y conexiones entre los libros plasmada, de manera ejemplar, en la obra de Cervantes. Ahí, también, la delicada presencia de Amos de Escalante en un riguroso recorrido, de memorable valor minimalista, que recuerda Carlos González Echegaray o, como se cierra el volumen, con la dimensión iberoamericana en la exquisita, y a menudo, hermética obra poética de Sor Juana Inés de la Cruz, en la documentada introducción Lourdes Royano Gutiérrez. Concluyo, si cito estos trabajos es como homenaje a una serie de recuperaciones cercanas, inmediatas, recientes del valor y la dimensión de la ingente obra crítica de Menéndez Pelayo. Motivo de este gratísimo, y exagerado por quien les habla, encuentro. Valga el final. Y vale lo escrito por Emilia Pardo Bazán en sus «Crónicas de. España para La Nación de Buenos Aires (Borges y Bioy), el fatídico 30 de junio de 1912: «Morir a los cincuenta y seis años, para un estudioso, es casi malograrse [...]. Él exclamó al saber que se iba: ¡Qué lástima, me quedaba aún tanto que leer!. Y nosotros decimos tristemente: ¡Qué lástima, le quedaba aún tanto bueno que escribir!». Sea. FERNANDO R. LAFUENTE 1 Obra social y cultural de Caja Cantabria. Fundación Histórica Tavera. 2 Ahí se encuentra, por ejemplo, la Bibliografía preparada por Amâncio Labandeira en 1995, y ese viaje a la semilla que tal vez comience con la biografía a cargo de mi antiguo y entrañable profesor de Bibliografía, Simón Díaz (1954), primer paso indispensable; y las conferencias de Gerardo Diego (1931) y de Gómez Baquero, «Andrenio» (1929), y el muy citado artículo de Manuel Olguin (1950), lo de Laín (1952), el prólogo de Mariano Baquero Goyanes a su antología de La novela española vista porMenéndez Pelayo (1954), el inmaculado libro de Dámaso Alonso (1956), la conferencia de Alfredo Carballo Picazo pronunciada en Santander en agosto de 1956 —año del centenario— precisamente titulada, «Menéndez Pelayo y la crítica literaria» —de la que mis palabras son agradecidas y deslumbradas deudoras—; y Alvar (1956), Martínez Cachero (1956), y Pedro Sainz Rodríguez (1956), y Jiménez Rueda (1957) por solo citar, si se me permite, a los clásicos, junto con otros trabajos recientes. Sirvan como muestra de estos últimos Marta Campomar (1984), Ciríaco Morón Arroyo (1994), Antonio Santoveña Setién (1994) o José Alberto Vallejo del Campo (1998); además de los prólogos e introducciones de las nuevas ediciones citadas y de la útilísima Antología Comentada que ha publicado la ejemplar Estudio de Santander y cuya introducción, pulcra y documentada, firma Xavier Agenjo Bullón. Edición ésta que se completa con diversos estudios introductorios según la tipología del texto seleccionado y entre los que destaca —ya los señalaré más adelante— la esclarecedora mirada contemporánea que se lleva a cabo, de manera sumamente efectiva, sobre la obra de Menéndez Pelayo.