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Cincuenta años después, entrevista a Carles Sentís

Alberto Míguez

Nos hace referencia a una entrevista a Carles Sentís, uno de los grandes corresponsales y escritores de periódico de los últimos cincuenta años de Cataluña y España.

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Alberto Míguez, “Cincuenta años después, entrevista a Carles Sentís,” accessed November 22, 2024, http://repositorio.fundacionunir.net/items/show/795.

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Cincuenta años después, entrevista a Carles Sentís

Subject

Conversaciones

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Nos hace referencia a una entrevista a Carles Sentís, uno de los grandes corresponsales y escritores de periódico de los últimos cincuenta años de Cataluña y España.

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Alberto Míguez

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Nueva Revista 042 de Política, Cultura y Arte, ISSN: 1130-0426

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Difusiones y Promociones Editoriales, S.L.

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Nueva Revista de Política, Cultura y Arte, All rights reserved

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es

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Entrevista a Caries Sentís CINCUENTA AÑOS DESPUÉS... Alberto Miguez unque se muy bien que la palabra maestro y mucho mas maestro de periodistas está desacreditada, no se me ocuArre otra para calificar a Caries Sentís, uno de los grandes corresponsales y escritores de periódico de los últimos cincuenta años de Cataluña y de España. Sentís ha hecho de todo en el mundo de la prensa, desde que se inició en los años treinta en La Publicitai de Barcelona hasta hoy, cuando preside el modernísimo Centro Internacional de Prensa de la Ciudad Condal. Fue uno de los pocos corresponsales de guerra españoles que vivió en el bando aliado la lenta derrota de Alemania e Italia, que asistió al juicio de Nuremberg, que vió cómo la ONU daba sus primeros pasos en Nueva York. Fue también un privilegiado espectador de las primeros tientos hacia una Europa unida, en París y Bruselas, como corresponsal de los grandes diarios españoles de la época. Presidió la Agencia EFE y la Asociación de la Prensa de Barcelona, fue uno de los actores de la primera transición y Conseller con Josep Tarradellas. Pero sobre todo ha sido y sigue siendo, en plena veteranía creadora uno de los observadores más sagaces del mundo internacional, de nuestras vecindades y nuestras trifulcas familiares. Fruto de su experiencia, sagacidad y amplísimos conocimientos son los artículos que todas las semanas publica en Avui y La Vanguardia, pruebas concluyentes pero no del todo gratuitas en estos tiempos de que es posible, e incluso necesario, reflejar en catalán y castellano, sin menoscabo de nadie y para beneficio de todos, ideas, reflexiones, puntos de vista y análisis sobre lo que pasa en el mundo y lo que nos pasa a nosotros. Todos hemos aprendido mucho de Caries Sentís, yo el primero. Por eso fue un gozo y un privilegio esta larga conversación en su casa de Calella de Palafrugell, mientras soplaba el ardiente garbi, una tarde de agosto. Alberto Míguez (A.M.).— Hace cincuenta años que concluyó la Segunda Guerra Mundial. Usted ha sido testigo excepcional de aquel final y de cuanto sucedió después. ¿Qué recuerdos tiene de aquella época? ¿Tuvo la impresión entonces de que el mundo entraba en una nueva era? Caries Sentís (C.S.).— Sí, por supuesto. La rendición sin condiciones que habían exigido los aliados, especialmente Churchill, acabó en poco más de cuatro mil días con los mil años de los que Hitler hablaba. La caída final fue especialmente ignominiosa: coincidió con los descubrimientos de los campos de concentración nazis, lo que dió a la victoria aliada un suplemento de razón. El 8 de mayo de 1945 visité el campo de concentración de Dachau por la mañana y por la tarde viajé a Londres. Pude ver, pues, la derrota y la victoria en un solo día. Fui uno de los primeros periodistas en entrar en Dachau, donde los supervivientes no habían sido todavía evacuados, para prevenir enfermedades, seguramente y porque, probablemente, las autoridades aliadas tampoco sabían qué hacer con todas aquellas gentes. A.M.— Los medios de comunicación españoles fueron durante la contienda mayoritariamente pronazis. Hubo alguna excepción y usted fue una de ellas... C.S.— Felipe Fernández Armesto (Augusto Assía) y yo fuimos de los pocos que pudimos narrar lo que ocurría en el campo aliado. Yo estuve primero en Brazzaville (Congo) y posteriormente en Argelia, con las tropas francesas de De Gaulle. Desde Brazzaville envié múltiples crónicas sobre la situación. Ninguna de ellas se publicó. Cuando llegué a Argel, el representante oficioso de Franco, Sangroniz, que ejercía de Cónsul, me lo advirtió, pero añadió a continuación que a partir de entonces todas mis crónicas se publicarían. Las cosas habían cambiado y el régimen de Franco, tras los efectos un poco retardados de El Alamein y de la batalla de Stalingrado, estaba variando de rumbo. Así fue. Cuando regresé a España, todo fueron facilidades: me ofrecieron un pasaporte librado por el ministerio de Asuntos Extenores, facilidades para obtener divisas y gracias a los francesesviajar, etc. Esto me permitió, tras la victoria, ser testigo de aquella postguerra en la que muchos, en efecto, creían ver el nacimiento de una nueva era. Asistí, por ejemplo, al juicio de Nuremberg y posteriormente estuve en Nueva York, cuando se ponía en marcha la ONU en un colegio de enseñanza media próximo a Nueva York.. A.M.— ¿Fue el juicio de Nuremberg el fin de la vieja era? C.S.— Allí estaban, en efecto, veintidós personas, las que hasta hacía algunos meses habían sido los dueños del mundo, convertidas en reos. Faltaban Hitler, Goebbels y Himmler, naturalmente. El ambiente era tenso, la sala muy pequeña y la expectación enorme. No había muchos periodistas, prácticamente solo estaban los que habían sido corresponsales de guerra del lado aliado, es decir, que se había hecho una criba total. Poco a poco el juicio fue perdiendo interés y yo les sugerí a Godó (Carlos Godo, conde de Godó, propietario de La Vanguardia) y a Luca de Tena (Juan Ignacio Luca de Tena, propietario de ABC), a los que me había dirigido personalmente y no a sus directores cuando les ofrecí anteriormente la expedición a Brazzaville, que tal vez había que cambiar de disco porque el juicio podía durar varios meses, como así fue: no concluyó hasta abril de 1946. Desde Nuremberg me fui a Nueva York para asistir a los primeros pasos de la ONU. Se cerraba un ciclo y comenzaba otro. Desde luego, 1945 fue para mí el año más lleno, desde todos los puntos de vista. A.M.— Las esperanzas que entonces se generaron ¿fueron satisfechas? C.S.— Algunas sí y otras no. Un ejemplo: la ONU. Aunque ahora atraviese su momento tal vez más bajo, sirvió durante todos aquellos años para que los países, sus líderes, hablaran, incluso disputaran entre sí: pero evitó una tercera Guerra Mundial. Tal vez las esperanzas depositadas en la Organización se han visto defraudadas parcialmente, sobre todo cuando, a partir de 1946, los soviéticos empezaron a vetar resoluciones mientras mostraban su inequívoca voluntad de apoderarse de Europa Central y Oriental, como así fue. Cuando cayó el muro de Berlín se dijo que tal vez había llegado el momento de que la ONU se convirtiera en un instrumento efectivo y útil para la comunidad internacional. Pero tampoco: las cosas siguen sin funcionar, los acuerdos no se cumplen en realidad no se han cumplido nunca y lo único que parece servir es la fuerza, siempre y cuando se esté dispuesto a utilizarla: si la bomba atómica no hubiera sido lanzada sobre Hiroshima no hubiera servido para nada, y no hubiera evitado la tercera Guerra Mundial. La bomba generó el terror porque alguien decidió utilizarla. A.M.— Hace cincuenta años, cuando concluía la guerra ¿ imaginaba que lo que se estaba produciendo en la Unión Soviética desde la revolución bolchevique era tan terrible como después se supo? C.S.— Había muy poca información, pero quienes habían estudiado a fondo la revolución, conocían a sus dirigentes, habían viajado a Rusia y sabían de los Procesos de Moscú, estaban seguros de que el terror y el horror se habían instalado al Este de Europa desde el principio. Se conocía la existencia de campos de concentración para disidentes o enemigos del pueblo, se sabía que en Katyn los soviéticos habían masacrado a la oficialidad polaca (aunque intentaron echarle la culpa a los nazis). Todo eso se sabía. Que quienes lo sabían o lo sospechaban se arriesgasen a decirlo o a denunciarlo es otra cosa. De modo que la sorpresa por lo que después y sobre todo en los últimos cinco años se descubrió no fue mucha. Lo que no sospechábamos era el volumen y la ferocidad de la represión. Tampoco de los nazis se conocía el volumen del holocausto judío o las dimensiones de los campos de concentración. A.M.— Pero el paralelismo entre el régimen soviético y el nazi es cosa muy reciente. Al menos por parte de los historiadores. Pienso en la última obra de François Furet, por ejemplo. C.S.— Y sin embargo este paralelismo, esta... semejanza en muchos aspectos era una realidad. La guerra de España fue una secuela de esta situación. Los que la hicimos no la provocamos y los que la provocaron, en muchos casos, no la hicieron. A.M.— El año 45 marca también en España el fin de una época, o, al menos, el fin de una etapa en el franquismo. C.S.— Tras el desembarco de Normandia yo volví a España y, en efecto, las cosas habían cambiado considerablemente, aunque el franquismo, secuela casi inevitable de la Guerra Civil, perduró después de la Guerra Mundial, paradójicamente como efecto de la irrupción europea de Stalin. En Washington y Londres prefirieron el mantenimiento de una especia de statu quo en la península ibérica a todo otro cambio, del que desconfiaban. A.M.— ¿En qué sentido? C.S.— El franquismo fue la continuación de la guerra por otros medios. El que ganó la guerra seguía ejerciendo el poder: unos eran los vencidos y los otros los vencedores. Además, el franquismo fue el castigo que España recibió por haber caído en la Guerra Civil, un verdadero pecado capital. El castigo de la guerra fue Franco, un sargento que se impuso para penalizar a los españoles. Yo todo esto lo vi a través de un observatorio extraordinario, porque fui secretario de Sánchez Mazas, cuando era ministro, aunque nunca fui falangista. Iba vestido con el uniforme de regulares. Sánchez Mazas era un intelectual, un espíritu puro, había sido uno de los fundadores de Falange, pero era incapaz de matar una mosca. Nos dedicábamos más que nada a ayudar a la gente que se dirigía a nosotros. A.M.— Usted vivió durante el franquismo una buena parte fuera de España, como corresponsal en el extranjero. La visión de España desde fuera debía ser distinta. C.S.— Fui corresponsal en París once años, y dos más en Bruselas. La percepción de España desde el exterior era distinta a la que se tenía en el interior. Pero tras aquellos años fuera, volví e intervine en la vida española como periodista. Fui director de la Agencia EFE, de Radio Barcelona, estuve muy vinculado al diario TeleExpress y cuando llegó el primer gobierno de la Monarquía, a petición del entonces ministro de Información, Adolfo Martín Gamero, me ocupé de asuntos relacionados con los medios de comunicación. Martín Gamero, que era un prestigioso embajador, me pidió que me relacionara con los medios de comunicación durante esta primera etapa de transición, pero no como censor o como represor, sino como un compañero más. Yo utilizaba el teléfono que hasta entonces había sido un instrumento de ordeno y mando para pedirles moderación. Por esa época se consiguió, por ejemplo, el permiso para la edición de Avui, algo que enfureció a los sectores más duros del ejército. A.M.— Imagino que Arias Navarro, Presidente del gobierno, se alineó con ellos. ¿Cuál fue su trato con Arias? C.S.— En realidad tuve poco trato con él; lo vi solo dos veces en aquellos meses. Martín Gamero quiso que tuviera con él una entrevista personal para que le hablara en lenguaje profesional y real de la situación de la prensa. Había dejado, para ir al Ministerio, la presidencia de la Asociación de la Prensa de Barcelona. En la prensa salen muchas cosas que no debían salir. Y usted está en ese cargo para evitarlo, me dijo. Yo le respondí: lo siento, pero no puedo evitarlo, no puedo hacer eso. Pero cómo es posible dijo Arias, Esto es como si un capitán me dijera que sus soldados no le obedecen. Pero es que yo no soy un capitán dije. No podemos aplicar la Ley Fraga porque todo el mundo está en contra. Lo mejor es dejar las cosas como están. En realidad los medios se están portando bastante bien. Pero eso no convenció al Presidente del gobierno. Todos los días le venían sus próximos diciendo, por ejemplo, que la revista Destino había publicado una entrevista con el rojoseparatista Tarradellas. Yo intentaba explicar que Tarradellas no era ni rojo ni separatista, pero todo era inútil. Duré once meses y después me fui a casa, aunque el nuevo ministro me pidió que me quedara. A.M.— Por cierto, usted conoció muy bien a Josep Tarradellas... C.S.— Sí, lo conocí en los años treinta. Yo era secretario de un Conseller de la Generalitat y viví con él, por ejemplo, la rebelión de octubre del 34. A Tarradellas lo tuteaba, algo que nadie hacía porque era una persona muy tradicional en el trato y en la vestimenta: no le gustaban las mujeres con pantalones ni los hombres sin corbata. A.M.— También le acompañó en la primera visita del Honorable a Adolfo Suárez, cuando vino a Madrid, antes de regresar definitivamente a Barcelona. C.S.— Sí, sobre aquella entrevista se escribió mucho y fue importante. Allí demostró Tarradellas su talla como hombre de Estado. Fuimos directamente desde Barajas a La Moncloa y tras la entrevista con Suárez, Tarradellas hizo unas declaraciones a los periodistas diciéndoles que todo había ido muy bien. Pero cuando nos metimos en el coche de la policía camino de Barajas, me dijo: La entrevista salió francamente mal. Suárez ha rechazado cuanto le propuse y yo hice lo mismo con él. Nos volvemos a París. Suárez le había propuesto que volviera a Barcelona como un ciudadano más, pero no como Presidente de la Generalidad.No podemos cambiar la legislación, yo no lo puedo nombrar a usted Presidente, le dijo Suárez. Tarradellas le respondió: no, yo no quiero que me nombre usted nada. Yo ya soy Presidente. Yo iré a Barcelona como Presidente de la Generalidad o no iré. Al final fue como Presidente. Martín Villa desempeñó un papel importante cuando las relaciones parecían rotas. Tras la entrevista con Suárez se hizo un comunicado en el que se decía que el Honorable Tarradellas se había entrevistado con el Presidente del gobierno. Llamarle Honorable era ya un modo de reconocer, por lo menos para la comprensión de los catalanes, que era Presidente de la Generalidad. A.M.— ¿En qué medida Tarradellas ayudó en el proceso de transición hacia la democracia? C.S.— Tuvo un papel importante, histórico incluso, y lo desempeño con gran inteligencia y dignidad. Lo más importante que hizo Tarradellas fue evitar que las cosas se salieran de madre, que no hubiera violencia, cristales rotos, trencadissa, como decía él. Su proyecto era sosegar Cataluña y, por tanto, España. Cataluña ha sido decisiva en los momentos cruciales de España, no sé si para bien o para mal. A.M.— ¿Por qué para mal? C.S.— Porque a Cataluña se la entiende mal en el resto de España. A.M.— ¿Todavía hoy? C.S.— Hoy, sobre todo. A.M.— ¿Qué razones explican este malentendido? C.S.— Es un tema aparentemente insoluble, como dijo Ortega y Gasset cuando se discutía en las Cortes de la República el Estatuto. Han pasado más de sesenta años y la situación no es mejor que entonces. A.M.— Los españoles han visto en Cataluña, en el pasado, un faro de modernidad, un puente hacia Europa. La impresión que uno tiene es que se ha producido cierto retroceso y la percepción ahora no es la misma. Pero puede tratarse de algo coyuntural. ¿ Qué opina usted? C.S.— Bueno, Cataluña sigue siendo un país europeo, un puente hacia Europa para el resto de España: su producción es la más importante en una proporción que nada tiene que ver con su extensión o su número de habitantes; siempre hemos sido la ventana de España hacia Europa y el país más europeísta de España. Nuestros dirigentes políticos son, sin duda, los más preparados para Europa. Tanto Durán Lleida como Jordi Pujol son personalidades internacionales que hablan idiomas y tienen un buen conocimiento de las realidades exteriores. Narcís Serra se destacó como Vicepresidente del gobierno. Los catalanes han tenido a la largo de su historia la posibilidad de dejar de ser españoles y nunca han jugado esa carta. En la Guerra de la Independencia, Napoleón intentó convertir a Cataluña en un departamento francés pero los catalanes lucharon con vigor y eficacia contra los franceses para seguir siendo españoles. Las guerras carlistas no tuvieron motivaciones locales, sino dinásticas. Cuando Companys se levanta durante la República, lo hace porque los asturianos habían hecho lo mismo, para apoyarlos: hubiera podido decir, arréglenselas entre ustedes, ese es un tema entre españoles y a mí no me afecta. El proyecto de España es inviable sin Cataluña y mal puede entenderse lo que es España sin Cataluña. A.M.— Son palabras éstas que no suelen oírse, sobre todo en estos momentos, debido tal vez al calor de la disputa política... C.S.— Solo cuando se producen hechos que superan ciertos límites pueden producirse reacciones separatistas. Pero el separatismo como tal, en Cataluña, ha sido siempre un fenómeno limitado, minoritario y poco arriesgado, como lo prueban los resultados electorales de los partidos que proponen eso o algo parecido, porque, por ejemplo, yo tengo mis dudas de que Esquerra Republicana sea repúblicana (en España no hay tradición alguna de republicanismo) o separatista. A.M.— ¿ Qué explica el prejuicio anticatalán , en caso de que exista? C.S.— Sí, existe. Es una evidencia. En primer lugar, el idioma. Es un idioma que los castellanoparlantes no entienden, se nos reprocha que hablemos nuestro propio idioma. Hay un factor generalizado de anticatalanismo que vence incluso a aquellos dispuestos a entender a los catalanes y a Cataluña. Estas personas terminan aceptando los prejuicios anticatalanes para no ser impopulares, para no perder votos, etc. Yo me pregunto: ¿aceptaría el resto de los españoles un gobierno presidido por Jordi Pujol? A.M.— ¿No cree que, pese a todo, las nuevas generaciones españolas han superado estos prejuicios? C.S.— Desgraciadamente creo que no. Yo creía que los nuevos españoles como les llaman algunas publicaciones francesas habían olvidado los prejuicios anticatalanes, pero cuando uno ve a unos jovenzuelos gritando a las puertas de un partido político en Madrid cosas como ¡Pujol enano, aprende castellano!, pierde la esperanza de que así sea. A.M.— Puede tratarse tal vez de una crítica, grosera sin duda, a la acción política del dirigente de ciu, no un ataque a Cataluña...convendría no generalizar lo que es apenas un exabrupto. C.S.— No, desgraciadamente no es así. Pujol es un dirigente político que, como todos, puede equivocarse y es susceptible de crítica. No es infalible y comete errores como todo el mundo. Estos errores pueden y deben criticarse. Pero primero se empezó criticando a Pujol, después a la Generalidad y finalmente a todos los catalanes. Y lo curioso es que algunas de las personas que atacan a Cataluña ahora son gente honesta, moderada, gente que conozco, algunos incluso amigos. Pero me resulta muy difícil entender esta saña. A.M.— ¿Cómo se resuelve esto? C.S.— ¿Y cómo va a resolverse, si cada día altos responsables políticos, periodistas de prestigio, tertulianos radiofónicos, siguen echando leña al fuego? Tal vez habrá que esperar a otra generación... Desgraciadamente, más de un siglo después siguen vivas las palabras del general Prim sobre los catalanes y los españoles. Y Prim no era un peligroso extremista ni un separatista avant la lettre. Por eso no me resisto a leérselas: ¿son los catalanes españoles? Pues devolvedles las garantías que les habéis arrebatado, igualadlos con los demás españoles; si no los quereís como españoles, levantad de allá vuestros reales, dejadlos, que para nada os necesitan. Pero si siendo españoles los quereis esclavos, si quereis continuar la política de Felipe V, de penosa memoria, sea en buena hora y por completo, encerradlos en un círculo de bronce y, si esto no basta, sea Cataluña talada y destruida. A.M.— ¿Se considera usted, pues, un ciudadano de segunda por el hecho de ser catalán? C.S.— Yo personalmente no. Pero hay muchos compatriotas que sí se sienten así por el mero hecho de ser catalanes. Es una sensación incómoda y, a la larga, insostenible. •