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La reforma de la comisión europea
José María de Areilza Carvajal
La actuación de los países en la Conferencia de 1996 supondrá que los gobiernos nacionales puedan sanar el déficit democrático de la Comisión Europea y poder restaurar el poder comunitario de un modo inteligible.
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Número
Referencia
José María de Areilza Carvajal, “La reforma de la comisión europea,” accessed November 22, 2024, http://repositorio.fundacionunir.net/items/show/778.
Dublin Core
Title
La reforma de la comisión europea
Subject
Política y sociedad
Description
La actuación de los países en la Conferencia de 1996 supondrá que los gobiernos nacionales puedan sanar el déficit democrático de la Comisión Europea y poder restaurar el poder comunitario de un modo inteligible.
Creator
José María de Areilza Carvajal
Source
Nueva Revista 041 de Política, Cultura y Arte, ISSN: 1130-0426
Publisher
Difusiones y Promociones Editoriales, S.L.
Rights
Nueva Revista de Política, Cultura y Arte, All rights reserved
Format
document/pdf
Language
es
Type
text
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LA REFORMA DE LA COMISIÓN EUROPEA »»»¡iiifi»^^ José María de Areilza Carvajal Lo más original de la trama institucional europea es la intensa opacidad con la que las diversas instituciones comparten los distintos poderes: en la Conferencia de 1996, los gobiernos nacionales tienen la oportunidad de sanar el déficit democrático de la Comisión, y de restaurar los pesos y contrapesos del poder comunitario de un modo inteligible. I have given you my Law, and you set up commissions... T.S. Eliot, Choruses from The Rock na de las cosas que ayudaría a entender mejor cómo funciona la Unión Europea sería dejar de referirse a la Comisión EuroUpea como el ejecutivo comunitario. Por supuesto que la Comisión tiene importantes funciones propias de un Poder Ejecutivo. Pero su responsabilidad política y su legitimidad no son las mismas que las de un Ejecutivo en el plano nacional. Además, los Tratados atribuyen a la Comisión funciones legislativas y judiciales que casi nunca posee un Poder Ejecutivo, y otorgan poderes ejecutivos esenciales a otras instituciones distintas de la Comisión. Pues bien, dada la preferencia comunitaria por un entramado de procesos Ejecutivo, Legislativo y Judicial en vez de por un esquema más clásico de separación de poderes, podríamos caer en la tentación de exaltar la originalidad del aparato comunitario y su naturaleza evolutiva, y con ello blindar a la Comisión y a las otras instituciones europeas frente a comparaciones desfavorables con instituciones nacionales. Se ha hecho muchas veces: insistir en ello creo que sería un error. A estas alturas del proceso de integración europea, el no criticar a la Unión Europea utilizando como listón las prácticas habituales y los mecanismos de reparto y administración del poder típicos de las democracias nacionales es un acto de pereza mental más que de fe ciega o de adhesión inquebrantable. Otra cosa es pensar que la Unión, si no se parece cada vez más a un Estado, al menos se debería parecer; otra cosa es llamar por ese motivo a la Comisión el ejecutivo comunitario como quien formula un deseo, como quien observa en una noche de verano una estrella fugaz. En la última década la Comisión ha ganado en visibilidad y supuestamente en independencia, y quizá por eso ha sido percibida o desenmascarada a lo largo de la crisis postMaastricht como una institución hambrienta de poder. El aumento de peso político de la Comisión A mi entender, hay al menos cuatro factores que han llevado a que hoy se ponga en la palestra a la Comisión más que a ninguna otra institución. El primero es que, a medida que la Unión aumentaba en número de miembros, el papel arbitral de la Comisión en busca del interés europeo (o del suyo propio) se ha hecho más importante. Igualmente, el crecimiento imparable y durante mucho tiempo silencioso de las competencias comunitarias ha reforzado el papel de la Comisión. No es lo mismo proponer medidas únicamente sobre el mercado del carbón y el acero que sobre medio ambiente, o para la protección del consumidor, negociaciones colectivas entre trabajadores y empresarios, sanciones económicas en caso de guerra, educación, pesca o política industrial por poner sólo unos cuantos ejemplos. El tercer factor consiste en que muchas de las nuevas materias de las que poco a poco se ha ido ocupando la Comunidad pertenecen a áreas muy complicadas de regulación económica (por ejemplo, telecomunicaciones, reglas de origen para las importaciones o normas de standarización), en las que se confía enormemente en las propuestas de los expertos de los servicios de la Comisión eso sí, asesorados por lobbies adinerados y por funcionarios nacionales. El cuarto y último factor es, sin duda, el más importante de los que han permitido que la Comisión sea en nuestros días a ojos de la opinión pública el bueno o el malo de la película, pero casi nunca un actor secundario. Sólo a partir de mediados de los ochenta, empiezan a tomarse por mayoría la mayor parte de las decisiones en el Consejo. Hasta entonces, una interpretación extensiva del Compromiso de Luxemburgo de 1966 había hecho que la unanimidad fuera la regla dominante, a pesar de que la letra de los tratados preveía lo contrario. Tras la aprobación del Acta Unica Europea en 1986, los Estados miembros abandonaron en menos de un año su extenso poder de veto en el Consejo, lo que también desbloqueó a todos sus comités subordinados. Al pasarse, por la vía de los hechos, de la toma de decisiones por unanimidad a la decisión por mayoría en el Consejo, la Comisión adquirió muchísimo más poder, al ser la iniciadora exclusiva de acciones comunitarias. No necesitaba consensuar sus propuestas con todos y cada uno de los gobiernos nacionales representados en el Consejo. La Comunidad empezó a legislar mucho más deprisa, y los borradores de reglamentos o directivas presentados por la Comisión se aprobaron en buena parte respetando su contenido original, al no existir ya necesidad de acomodar todos los puntos de vista de todos los gobiernos nacionales representados en el Consejo. De este modo, en la segunda mitad de los ochenta y bajo el firme liderazgo de Delors, la Comisión dejó de ser comparable con un secretariado técnico de una organización internacional y pasó a tener un protagonismo político propio muy considerable. El déficit democrático comunitario se agravó al perder el Consejo la capacidad de poder decidir por unanimidad siempre que un Estado lo pidiese, y al reforzarse a cambio a la Comisión, una institución pequeña y tecnocrática, poco transparente en sus trabajos, muy abierta a la influencia de lo que en América se llaman intereses especiales, y cuyos responsables no eran elegidos ni controlados democráticamente. Para remediar esta situación, la Comisión empezó a responder tímidamente ante el Parlamento Europeo, al que se otorgaron en esta época ciertos poderes legislativos que iban más allá del poder de consulta. La trama de los poderes Sin embargo, cabe afirmar que, si bien en la última década la Comisión ha ganado poder e independencia, en cierta medida ha seguido estando controlada por el Consejo, ya no mediante la regla de la unanimidad, sino por otras vías menos evidentes y eficaces. El nombramiento de comisarios y su relación con ellos es hoy en día clave para muchos gobiernos de los Estados miembros, así como la designación de los puestos de altos funcionarios de la Comisión según un sistema férreo de cuotas nacionales, en contra de la idea original de los Tratados de crear una verdadera función pública europea. Esta nacionalización encubierta de la Comisión vuelve a demostrar que lo más original del entramado institucional comunitario es la manera, la intensidad y la opacidad con la que distintas instituciones comparten distintos poderes. Por ello, no se puede estudiar el papel que juega la Comisión en la construcción europea sin analizar su interacción continua y estrecha en el Consejo (y, en menor medida, con el Parlamento y el Tribunal de Justicia). La Comisión no ha podido ser en los últimos años el motor de la integración europea o la causante de todos los males que aquejan a la Unión Europea (depende cómo se mire) sin la colaboración diaria de estos otros actores. Lo mismo ocurrirá en el futuro. En los trabajos de preparación de la Conferencia Intergubernamental que comenzará en 1996 no se está prestando excesiva atención a la reforma de la Comisión Europea. No obstante, nadie pone en duda que en el Consejo debe mantenerse la regla de toma de decisiones por mayoría, al menos en los ámbitos en los que ya existe y que, por lo tanto, la Comisión seguirá jugando un papel principal en el desarrollo de la Unión. La vuelta a la toma de decisiones por unanimidad equivaldría casi al bloqueo permanente, ya que hay quince Estados representados en el Consejo y habrá veinte en menos de una década. De hecho, este fenómeno de bloqueo general se ha dado en los dos últimos años de actividad de la Unión Europea en los llamados segundo y tercer pilar (política exterior y de defensa y asuntos de interior). Entonces, ¿por qué la Comisión no está siendo el principal objeto del debate sobre reforma institucional? En parte se debe a que entre los Estados miembros nadie quiere ser el primero en enseñar sus cartas. Pero también se debe a que la mayoría de los Estados miembros prefieren no resolver por ahora los problemas de falta de legitimidad y control político de la Comisión, para así mantener su influencia por vías de hecho sobre esta institución aunque probablemente influyan menos de lo que piensan. Mientras tanto, la visibilidad de esta institución crece cada día. Basta recordar el espacio que dedicó la prensa a la elección del actual presidente Santer y compararlo con el que recibió Delors en su primera elección, en la que la Comisión casi tuvo que pagar un anuncio por palabras. Merece la pena, por lo tanto, entretenerse en esbozar las tres grandes opciones que existen para reformar la Comisión y disminuir su creciente déficit democrático. Opciones para reformar la Comisión La primera de esas tres posibilidades es transformar buena parte de la Comisión en agencias reguladoras independientes. Hay ciertas áreas que invitan a ello defensa de la competencia, comercio exterior, política monetaria, dada la necesaria independencia y la especialización técnica de sus funcionarios y por tratarse de materias en las que muchas veces se actua ya en la práctica como si se fuese una agencia independiente. El control de estas agencias no se realizaría desde fuera más que a través de la supervisión judicial y del nombramiento de su presidente respectivo por las instituciones políticas. Los controles serían sobre todo internos, a través de sus reglas de funcionamiento, la profesionalidad exigida a sus empleados y la competencia entre sus unidades internas. Al contrario de lo que mucha gente afirma, no se estaría despolitizando a la Comisión, sino que se habría optado por una manera concreta de politizarla, que consiste en fiarse de las decisiones de los especialistas, todas ellas con consecuencias políticas. La segunda gran opción para reformar la Comisión sería lograr su plena responsabilidad política ante el Parlamento. En Maastricht se avanzó en esta dirección. Los nuevos poderes legislativos y de control político otorgados al Parlamento han hecho que la Comisión tenga que dedicar mayor atención a la Cámara. No obstante, el Parlamento es todavía un órgano poco articulado, ya que tiene que actuar por mayoría absoluta para conseguir de verdad protagonismo legislativo y codecidir, como se dice en el argot comunitario. Carece todavía de poderes reales en muchas áreas claves como la agricultura, no controla el desarrollo legislativo por el sistema de comitología y no tiene capacidad de iniciativa legislativa. Además, en las decisiones importantes, las delegaciones parlamentarias funcionan atendiendo más a intereses nacionales que a razones ideológicas. Eso sí, el Parlamento es una institución emergente, y su supervisión de la Comisión será más eficaz a medida que la Cámara se acerque a la mayoría de edad. Pero para ello no sólo tiene que ganar credibilidad y legitimidad ante la opinión pública europea (si es que ésta existe), sino que los Estados miembros han de permitirle que continue su cada vez más incómodo crecimiento. Nadie cree en que, a corto plazo, países como el Reino Unido o Francia estén dispuestos a que el Parlamento Europeo tenga poderes al menos equivalentes a los del Consejo. Así, la tercera posibilidad de reforma de la Comisión es la más probable, pues supondría conseguir que ésta respondiera políticamente ante el Consejo. Habría que hacerlo sin necesidad de volver a la regla de la unanimidad universal, y reduciendo la influencia de los gobiernos en la Comisión por la vía de los hechos. Para ello, a su vez, el Consejo y sus comités subordinados deberían ser reformados, de modo que se termine con el hiriente secretismo con el que se negocia y legisla, y de manera que esta institución se asemeje más a una cámara de representación territorial capaz de controlar, debatir y orientar públicamente la labor de la Comisión. Por supuesto, es posible y deseable que la reforma de la Comisión tenga lugar siguiendo no sólo una de estas avenidas, sino las tres, dependiendo de las áreas en las que se necesite dotar a la Comisión de mayor o menor independencia y de la futura evolución del Parlamento y del Consejo. Y hay otras medidas que son necesarias para mejorar el trabajo de la Comisión, independientemente del modelo por el que se opte; por ejemplo, aquellas que permitan crear una función pública europea o controlar el fenómeno de representación de intereses. Lo que hoy en día descorazona al estudioso del fenómeno comunitario es que se diga que la mejor clave para entender el presente de la Comisión es preguntarse si la buena relación entre Jacques Santer y Helmut Kohl tiene o no naturaleza feudal, y que entre los euroentusiastas se llegue incluso a echar de menos el doble mandato de Delors, porque era un presidente de la Comisión con ideas propias, sin entrar a analizar cuáles eran éstas y cómo contribuyeron a agravar el déficit democrático. Por fortuna, en la Conferencia de 1996 los gobiernos nacionales tienen la oportunidad de reformar la Comisión para que ésta cumpla la importante función que le asignan los Tratados; para que encuentre sus límites y los pesos y contrapesos del ejercicio del poder comunitario queden restaurados de un modo inteligible.