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Los modelos socio-económicos y el desempleo

Rafael Termes

De cómo el desempleo no es un mal espontáneo, sino el efecto sintomático de una enfermedad más profunda, la del modelo socioeconómico.

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Rafael Termes, “Los modelos socio-económicos y el desempleo,” accessed November 22, 2024, http://repositorio.fundacionunir.net/items/show/766.

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Los modelos socio-económicos y el desempleo

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De cómo el desempleo no es un mal espontáneo, sino el efecto sintomático de una enfermedad más profunda, la del modelo socioeconómico.

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Rafael Termes

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Nueva Revista 040 de Política, Cultura y Arte, ISSN: 1130-0426

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Difusiones y Promociones Editoriales, S.L.

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LOS MODELOS SOCIOECONÓMICOS Y EL DESEMPLEO Rafael Termes El desempleo no es un mal espontáneo, sino el efecto sintomático de una enfermedad más profunda, la del modelo socioeconómico: de esta tesis se ocupa el autor en este texto, extractado de su disertación en la reunión ordinaria de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, celebrada el pasado 7 de febrero de 1995. 1 principal mal de España es el desempleo. Esta es la afirmación más repetida y aceptada, a lo largo de los años, cuando se trata . • de opinar sobre el estado de la nación. Muchas veces he replicado que la afirmación es falsa, porque el desempleo no es, propiamente hablando, un mal que se produce y aparece espontáneamente; el desempleo es el efecto, la consecuencia perversa de un profundo mal que aqueja la economía española desde hace lustros, como lo prueba el hecho que incluso en épocas de crecimiento económico el desempleo no ha descendido de niveles claramente inaceptables. El desempleo es una manifestación, un síntoma, sin duda molesto, doloroso, como lo es la fiebre en relación con el tifus, la hemoptisis en relación con la tuberculosis o las convulsiones en relación con la epilepsia. El desempleo no es más que la consecuencia de los desequilibrios internos y externos que, desde hace años, persistentemente nos acompañan, y que, a pesar de que en períodos de auge pasen más ocultos, constituyen el verdadero gran mal de la economía española. Sin embargo, aunque el desempleo sea la manifestación de un mal que no cabe, a mi juicio, tratar con terapias sintomáticas, sino que hay que erradicar directamente, no por ello deja de ser un efecto altamente preocupante, sin duda el más lacerante, porque afecta a la vida misma de un gran número de nuestros conciudadanos. El desempleado que de verdad quiere trabajar y realmente no encuentra trabajo es una persona que va viendo reducidas sus capacidades y, aunque gracias a los otros pueda seguir manteniendo un cierto nivel de vida, acaba perdiendo, con la esperanza, la propia estimación. Si, además, la persona que no encuentra trabajo es joven, su proyecto vital, que debería ser ilusionante, queda truncado y se inicia la pendiente hacia la degradación. Aun dejando aparte todos los efectos indeseables que el paro laboral ocasiona al conjunto del país, tales como, entre otros, los costes monetarios, fiscales, de producción, sociales y políticos, el desempleo, pensando en la dignidad de la persona que lo padece, es un flagelo de la sociedad que hay que desterrar. No basta convivir con el paro, tratando de hacerlo soportable para las personas que lo experimentan, otorgándoles ayudas y subsidios: el desempleo hay que combatirlo destruyendo sus raíces, sus causas, no paliando sus efectos. £1 propósito de la disertación: Europa versus Estados Unidos Entre 1973 y 1994, la tasa de desempleo en Europa pasó del 3,5% al 11,6%, mientras que, salvo un pico del 8,5% en 1975 y otro cercano al 10% en 1982 y 1983, la tasa de desempleo en los Estados Unidos, partiendo del 4,75% en 1973, se mantuvo generalmente, sobre todo desde 1984, entre el 5,5% y el 6,5%, para acabar en el 6,1% en 1994; lo que equivale al mero paro friccionai, es decir el que se produce entre la pérdida de un empleo y el hallazgo de otro. Esta tasa, en EE.UU. no en Europa coincide casi con el pleno empleo o, por lo menos, con el nivel de paro (NAWRU) por debajo del cual empieza a aparecer la presión inflacionista sobre los salarios. Como se ve en el gráfico, hasta 1978 el desempleo en EE.UU. fue notablemente superior al europeo, pero, después de casi igualarse durante algunos años, a partir de 1983 la situación se ha invertido: el desempleo en EE.UU. tiende consistentemente a la baja y en Europa al alza, de forma que la distancia, sobre todo en los últimos años, se agranda, hasta marcar una diferencia de 5,5 puntos porcentuales. De hecho, en 1994, el desempleo europeo dobla el norteamericano. El resultado es todavía peor si comparamos EE.UU. con la CE, ya que en estos países el desempleo medio ha discurrido por una senda casi siempre superior en unpunto al del conjunto de todos los países europeos de la OCDE. TASAS DE DESEMPLEO, 1973 A 1994 EE.UU. OCDE, Europa Fuente: OECD Working under diffarant rulas. Naw York. 1994 Parece, pues, que hay razones suficientes para preguntarse qué estamos haciendo mal en Europa para que, al revés de lo que antes sucedió, nuestra situación de desempleo, comparada con los EE.UU. resulte tan desfavorable. Esta gran diferencia en el nivel cuantitativo de desempleo entre EE.UU. y Europa está, además, afectada por algunas características que marcan diferencias cualitativas. Por un lado, el paro juvenil, es decir, el que afecta a las personas de menos de 25 años, es en Norteamérica del orden del 12%, mientras que alcanza el 17% en la media de Europa, donde España ocupa desgraciadamente el lugar más destacado, con un 45%. Por otro lado, la duración del paro en las personas sin empleo es mucho menor en EE.UU. que en Europa. En efecto; la duración promedia del desempleo es de 2,5 meses en EE.UU., frente a 23,5 meses en la media simple de los principales países de la CE, excluidos el Reino Unido y España. En el Reino Unido, que cito aparte porque su modelo tiende a distanciarse del europeo, la duración media del paro es de 8 meses y medio. En España, a la cola de Europa, dice la OCDE que la duración media del desempleo es de 42 meses y medio. Mirando el problema de la duración del desempleo desde dentro, es decir, según el porcentaje de los parados, vemos que en Europa el 44% de los parados permanece más de un año sin empleo. En España esta relación rebasa el 50%, y el 18% de los parados lleva 3 años sin empleo. En Estados Unidos, en cambio, el 80% de los parados se mantienen en esta situación menos de 6 meses y tan sólo un 12 % llega a superar el año sin ocupación. Estos tres elementos nivel de desempleo total, paro juvenil, duración del desempleo describen dos panoramas tan diferentes que, a primera vista por lo menos, inducen a calificar como envidiable, visto desde aquí, el cuadro del empleo en EE.UU.. Ciertamente que en el mismo campo del empleo hay cosas, no dichas hasta ahora, que no son tan favorables a Norteamérica. Pero estas cosas ya las iremos encontrando al intentar buscar las causas de las dos distintas situaciones descritas. Luego vendrá el trabajo de ponderar los pros y contras. Análisis de la diferencia Entre las explicaciones de este fenómeno que habitualmente se aportan, aparece, en primer lugar, la evidencia de que la mayor tasa de desempleo europea, expresada en tanto por ciento de la población activa, no es debida tanto al crecimiento de la población activa como a la falta de creación de empleo. Según los datos de la OCDE, entre 1974 y 1991, se crearon en Europa tan sólo 8 millones de empleos, frente a los 35 millones de puestos de trabajo creados en la economía norteamericana; no siendo irrelevante, a mi juicio, que, en EE.UU., en torno al 14% de los nuevos puestos fueron creados en el sector público, mientras que, en la CE, el porcentaje asciende, aproximadamente, al 63 %. En algunos países europeos esta falta de creación de empleos se convierte en destrucción neta de empleo. Tal es el caso de España, como lo prueba que, entre 1971, cuando teníamos apenas 200.000 parados, y 1994, nuestra población activa ha aumentado en unos 2.200.000 personas y no solamente no se han creado empleos para acomodarse al aumento de la demanda, sino que ahora tenemos, en cifras redondas, 1.300.000 puestos de trabajo menos que en 1971. Así se explican los 3.700.000 parados actuales; siempre, insisto, según la EPA. En Norteamérica, como consecuencia del crecimiento de la población, de la inmigración y del aumento de la tasa de participación, el aumento de la población activa en los últimos años ha sido mucho mayor que en Europa, tanto en términos relativos como absolutos, pero este crecimiento ha sido más que cubierto con la creación neta de puestos de trabajo. Pero la oferta de empleo norteamericana es mayor si se ajusta por las horas trabajadas. En la mayoría de los países europeos, las horas anuales trabajadas decayeron en los años 70 y en los 80, en parte porque los europeos empezaron a disfrutar de más largas vacaciones y, en parte, porque redujeron las horas semanales de trabajo. Por contra, en los EE.UU. la tendencia hacia menos trabajo y más ocio se acabó precisamente en aquellos años. En 1970, los americanos trabajaban menos horas al año que los alemanes o los franceses. En 1992 los americanos trabajaron el equivalente de un mes más por año que los alemanes, franceses y otros europeos. Teniendo en cuenta este hecho, la tasa de actividad de la economía americana, comparada con la europea, es todavía mayor de la que aparece si no se ajusta por las horas trabajadas, y la diferencia se ha ido agrandando al paso de los años. Es cierto que la disminución de las horas de trabajo y el aumento del ocio puede ser considerado como un efecto benéfico del progreso tecnológico, pero cuando las economías europeas, a mi entender erróneamente, pretenden ensayar sistemas de reparto de la escasa demanda de trabajo, resulta impresionante ver como la economía norteamericana es capaz de demandar trabajo en una cuantía que exige, o permite, la prolongación de las horas de trabajo, naturalmente remuneradas. En relación con la creación neta de puestos de trabajo, también parece interesante observar, como hace notar el McKinsey Global Institute en un reciente trabajo de investigación1 que seguiré en alguna parte de mi texto que incluso en las épocas de expansión, la destrucción bruta de empleo, por cierres de empresas y reducción de plantillas, ha sido mayor en EE.UU. que en Europa y, desde luego, mucho mayor que en España. Pero la creación bruta de empleo, por apertura de empresas y ampliación de plantillas, ha sido también mayor en EE.UU., y notablemente superior a la destrucción bruta que tuvo lugar en aquel país. Esto parece un claro reflejo de la naturaleza más dinámica del modelo capitalista norteamericano, en el que el desarrollo se logra pasando por el nacimientomuertenacimiento de empresas, al revés de lo que sucede en el modelo socialista, o socialdemócrata, imperante en Europa, en el que el intervencionismo y la pretendida protección estatal prolonga artificialmente la vida de empresas caducas, impidiendo la aparición de otras más prometedoras de crecimiento. Buscando las causas de la diferencia La explicación del menor desempleo en los EE.UU. que acabo de hacer es, sin duda, una explicación del medio a través del cual se logra: creación neta de puestos de trabajo al ritmo de crecimiento de la población activa. Pero no es una explicación de las causas. ¿Por qué en EE.UU. la creación neta de empleo se acomoda mejor que en Europa al crecimiento de la población activa? Una de las primeras razones siempre aducidas es que los salarios, más elevados y rígidos aquí que allá, son los que causan el desempleo, ya que está generalmente admitido que, a lo largo de los años 70 y de los 80, los países con rápido crecimiento de los salarios reales tuvieron menor crecimiento del empleo que los países con menor crecimiento de los salarios reales. En orden a la relación de causalidad entre estos dos hechos, la aportación académica es que, en todas las investigaciones, se detecta una elasticidad significativa del empleo en relación a las variaciones de los salarios reales, de forma que puede lícitamente concluirse que las modificaciones de los salarios reales tienen una influencia indudable sobre el nivel de ocupación, aunque tal influencia tienda a manifestarse con un notable retraso temporal. Los datos históricos parecen confirmar esta conclusión. A lo largo de los 16 años que van de 1977 a 1993, el crecimiento anual de las remuneraciones por empleado se ha ido atemperando, tanto en EE.UU. como en Europa, al compás de la disminución de la inflación, pero siempre, hasta 1993, el crecimiento anual de los salarios nominales ha sido superior en Europa. En EE.UU. los salarios nominales crecieron, prácticamente, al mismo ritmo que la inflación, mientras que en Europa crecieron, como media, a un ritmo superior en un punto y medio anual al crecimiento de la inflación. De esta forma los salarios reales crecieron, desde 1977 hasta 1993, en todo el período, tan sólo un 3,9% en EE.UU., frente a un 24,6% en Europa. Ahora bien, el efecto del crecimiento de los salarios sobre el empleo, a través de la variable producción, dependiente de los salarios, se produce, probablemente, tanto por la vía de la creación de puestos de trabajo, como por la de su destrucción. Es posible que salarios más bajos y flexibles induzcan a la contratación, pero es seguro que salarios excesivos e inflexibles conducen al despido. Que los salarios americanos hayan crecido menos no quiere decir, naturalmente, que sean inferiores a los europeos; podrían llegar a serlo si las menores tasas de crecimiento se mantuvieran permanentemente en la línea histórica. No parece que sea así, ya que según datos de la OCDE2 la remuneración horaria en EE.UU. en 1991 era, en términos de paridad de poder de compra, un 16% superior a la media simple de Francia, Inglaterra, Austria, Dinamarca, Noruega, España, Suecia y Suiza. Tan sólo las remuneraciones de Alemania, Bélgica y Holanda superaban en un 12%, en media, a las americanas. Sin duda que los que miran con menos buenos ojos a los EE.UU. dirán que la comparación entre salarios medios europeos y americanos, aunque hayan sido ajustados por la paridad del poder de compra (PPC), no es correcta. Y tendrán toda la razón. Ayuda a establecer una más correcta comparación saber que, en EE.UU., con datos de 1990, el salario más bajo era igual al 38% del salario medio, mientras que el salario más alto era 2,14 veces el medio. En Europa la relación era de 0,68 a 1,78. Que la relación entre el salario más bajo y el más alto sea de 1 a 5,6 en EE.UU. y de 1 a 2,6 en Europa es algo que algunos tendrán por un rasgo muy indeseable de la economía norteamericana en orden a la eliminación de las desigualdades sociales. Sin embargo, la duda está en saber si la prima que América concede a los primeros puestos del escalafón entra en el campo de las desigualdades inaceptables o, por contra, puede considerarse como un adecuado estímulo hacia la mejora profesional por la vía de la emulación. Las restricciones en el mercado laboral Dicho esto, no parece que necesite demostración afirmar que el distinto comportamiento de las empresas europeas y norteamericanas en relación con el crecimiento de los salarios no responde a decisiones autónomas de estas empresas. Los datos de 1994 y las previsiones para 1995 y 1996 muestran que, en relación con el crecimiento de los salarios, la realidad ha forzado a la baja en Europa y ha permitido un movimiento al alza en EE.UU.; de forma que, a partir de ahora, el signo de la diferencia cambia: la remuneración por asalariado en EE.UU. empieza a crecer por encima de la media de Europa. Si en el pasado los comportamientos han sido contrarios a lo que la realidad económica demandaba, ha sido, sin duda, porque elementos extraños a ella, es decir, los gobiernos y los sindicatos, los provocaron. Un resultado de la conjunción de ambas instituciones es la figura del salario mínimo interprofesional. Esta restricción legal, con fuerte vigencia en Europa, tiene poca fuerza en Norteamérica, donde, en poder adquisitivo, se halla en el mínimo de los últimos cuarenta años. De ahí que el salario mínimo legal sea uno de los principales elementos integrantes de la segunda causa generalmente aducida para explicar el mayor desempleo europeo, es decir, la intervención gubernamental en el mercado de trabajo. Es evidente que la existencia o no de un nivel mínimo legal tiene influencia sobre el nivel medio de los salarios y su crecimiento. Ahora bien, deducir de ello que el salario mínimo tenga siempre un efecto negativo sobre el empleo es cosa que no todos aceptan. Tal efecto parece indiscutible en términos conceptuales. Si no existe salario mínimo legal, el salario al que la gente esté dispuesta a trabajar determinará el nivel de paro voluntario. Teóricamente, este salario puede descender hasta que se logre el empleo de toda la población activa o, por lo menos, el nivel de desempleo por debajo del cual empieza la inflación salarial, determinando el nivel de paro natural o no inflacionario. Si, para evitar que la gente acepte o se vea forzada a trabajar por una remuneración pretendidamente indigna, se establece un salario mínimo obligatorio, el nivel de empleo, teóricamente, disminuirá y cuanto más alto sea el nivel del salario mínimo, distanciándose más, por arriba, de aquel nivel de salario al que se está dispuesto a trabajar, mayor será el paro involuntario inducido. Pero las cosas en la práctica no son tan simples, y existe una polémica innegable entre economistas en relación con los efectos del salario mínimo sobre el empleo. Sin embargo, aun los que más defienden su inocuidad e incluso, en pocos casos, su bondad para crear empleo, aceptan, sin lugar a dudas, que el efecto destructivo sí existe en relación, por lo menos, con el empleo de las personas menores de 25 años. Si esto es así, y puesto que el paro juvenil representa, ante el futuro, la cara más desagradable e indeseable del desempleo, parece razonable concluir que, en orden a la creación de empleo, son inadecuadas las regulaciones sobre el salario mínimo. Si el salario mínimo legal no existe; y el que pierde su empleo, el joven o el trabajador no cualificado, en ausencia de limitaciones legales, está dispuesto a aceptar cualquier salario, muy probablemente encontrará empleo en breve plazo. Es posible que este empleo, además de poco remunerado, sea de poca duración; pero, al perderlo, encontrará de nuevo otro en similares condiciones. De ahí la gran rotación que, junto a la corta duración, caracteriza el desempleo estadounidense. Ahora bien, el salario por el que una persona en paro está dispuesta a trabajar depende de si tiene o no alternativas mejores. Una alternativa mejor puede ser la proporcionada por el subsidio de desempleo. Cuanto más generoso y de más larga cobertura sea este subsidio, tanto más se elevará el nivel del salario al que la gente estará dispuesta a trabajar y mayor será el paro voluntario subsidiado que se producirá, en añadidura al paro involuntario debido al salario mínimo legal. Layard, Nickell y Jackman, de la London School of Economics y de la Universidad de Oxford3 aseguran que el subsidio incondicional e indefinido de desempleo es, con toda claridad, la mayor causa del alto desempleo europeo. Y recuerdan que este efecto perverso del Estado de Bienestar no estuvo nunca en las intenciones de sus fundadores. El propio Lord Beveridge, en 1942, había dicho que el subsidio de desempleo debe continuar... mientras dure el desempleo, pero normalmente ha de estar sujeto a la condición de acudir a un centro de trabajo o formación después de un cierto período. El arquitecto del moderno Estado de Bienestar pensaba que el período normal de subsidio incondicionado no debía exceder los seis meses. Esto es lo que sucede en EE.UU.. En la CE, en cambio, el pensamiento de Beveridge ha sido traicionado y, salvo raras excepciones, el subsidio, cuando no es indefinido, se acerca a los tres años. En estos razonamientos y en estos datos de experiencia se basa la postura de los que opinan que para contribuir a la solución del alto paro europeo habría que suprimir el salario mínimo legal y reducir la generosidad del subsidio de desempleo y, sobre todo, su duración, aspecto éste al que se atribuye más culpabilidad. Evidentemente, tanto por razones técnicas como morales, se puede no estar de acuerdo con esta postura y pensar que el salario mínimo es una necesaria protección contra los abusos del mercado y que el subsidio de desempleo no es la causa del paro, sino su remedio, y que no puede hurtarse a una situación que responde a otros determinantes. Para los que sostienen esta tesis, la razón última del paro son las crisis económicas: la caída de la rentabilidad de las inversiones, al tiempo que la inflación aumenta, y la consiguiente exigua creación de capital fijo. En síntesis, el escaso crecimiento económico. Sin embargo, si se observa en paralelo la evolución del PIB y de la tasa de paro en Europa, puede comprobarse que a lo largo de todos los años ochenta, a pesar de que el crecimiento real del PIB iba en aumento, la tasa de paro se mantuvo alta, para dispararse, desde luego, a partir del momento en que, ya en los años 90, el PIB cayó en picado. Estos hechos provocan en muchos un desánimo, conducente a afirmar que nada podemos contra el paro y que lo único que cabe hacer es convivir con él, paliando sus efectos, mediante la instrumentación de la solidaridad con cargo al presupuesto, para que los que tienen trabajo cada día menos paguen, vía cotizaciones e impuestos, el subsidio de los que no lo tienen. Dejando aparte que esta solución tiende, por su propia naturaleza, a quebrarse, no parece que sea la manera más adecuada de afrontar el problema, pues no intenta ir a las causas. Y para ir a las causas, parece que una postura racional, sin negar la importancia del crecimiento económico en orden al empleo ¡cómo íbamos a negarla! debe partir del reconocimiento, como algunos están haciendo precisamente en estos días, de que el crecimiento no basta para resolver el paro. El paro europeo tiene causas estructurales que no dependen de la coyuntura. Otras restricciones del mercado de trabajo en Europa, que corrientemente se dice que operan como barreras para la creación de empleo, son: las cargas sociales sobre el salario; la protección del puesto de trabajo; la inmovilidad funcional y geográfica; y la negociación sindical de los salarios. Las cargas sobre los salarios para atender al desempleo, a las pensiones y a los demás beneficios llamados sociales suponen un encarecimiento de los costes laborales, determinando la brecha entre lo que la empresa paga y lo que los trabajadores se llevan a casa. Para que un trabajador europeo, en igualdad de horas de trabajo, se lleve a casa lo mismo que un americano de la misma cualificación, se require que la empresa le pague más. Este encarecimiento social del factor trabajo, discrimina contra el empleo, a través del efecto desplazamiento hacia la inversión en bienes de capital. La protección del puesto de trabajo, mediante expedientes de difícil tramitación e indemnizaciones de despido exageradas, discrimina directamente contra la contratación, por lo menos la de duración indefinida. La inmovilidad funcional y geográfica es una barrera indiscutible contra la reducción del desempleo, al impedir el acoplamiento entre demanda y oferta de puestos de trabajo, como lo prueba que, en determinadas actividades, niveles de cualificación y áreas geográficas, existen vacantes por cubrir, mientras que en otras hay paro. La fijación de los salarios mediante la negociación sindical constituye un cauce donde la presión de los insiders los obreros con trabajo, en ausencia de la competencia que sería la libre contratación, fuerza los salarios de convenio; lo cual opera contra los outsiders los obreros sin trabajo, que estarían dispuestos a trabajar con salarios por debajo de convenio. Las barreras del mercado de capitales y del mercado de productos Los empresarios europeos encuestados afirman, con excepción de los británicos, que el impacto del conjunto de estas rigideces como factor determinante del mayor desempleo europeo es importante. Sin embargo, en el McKinsey Institute, en las conclusiones de la investigación a que me referí, se afirma que ha encontrado poca evidencia de que estas barreras hayan constituido una fuerte atadura o un poderoso inhibidor para contratar personal durante los años ochenta. La razón, según los autores de la investigación, es que los empresarios han sido capaces de superar los inconvenientes de estas medidas protectoras del empleo, porque los costes implícitos, aun siendo en sí mismos altos, tienen un peso relativamente pequeño dentro de los costes laborales totales. Bien es verdad que esta afirmación, basada principalmente en estudios realizados en Alemania, tal vez no sea ampliable a España, en la medida que en la misma investigación se comprueba que el coste del despido justificado español es más del triple que el del alemán. En cualquier caso, el informe McKinsey asegura que, pudiendo ser importantes las barreras del mercado laboral en orden a la creación de empleo, son mayores las que provienen de las restricciones legales en el mercado de bienes y servicios, sin olvidar las que proceden de un poco eficaz mercado de capitales. Los inconvenientes a la creación de empleo procedentes del mercado de capitales tal como éste funciona en Europa, comparado con el de Norteamérica, serían, en síntesis, los siguientes: que en Europa las compañías carecen del incentivo a expansionarse en áreas de nuevos productos porque, al revés de lo que sucede en América, sus propietarios, los accionistas, no presionan a los directivos para obtener la mayor rentabilidad posible para los capitales que tienen invertidos en la firma. Además, que la proliferación de empresas propiedad del Estado o sostenidas por él, si bien a corto plazo parece que favorece el mantenimiento del empleo, lo hace a expensas de la eficiencia, lo cual, a la larga, conduce a la destrucción de empleo vía cierres o regulaciones. Y, por último, que en un mercado financiero global los capitales europeos tienden a desplazarse a EE.UU. y a otros países no europeos para financiar expansiones de negocios en los que la rentabilidad y seguridad es mayor que en Europa. Una de las objeciones o reservas que algunos oponen al hecho de la masiva creación de empleo por el mercado norteamericano consiste en que los empleos creados allí son, como dicen, puestos basura en el sector servicios, de escasa duración y baja remuneración. Los hechos no parecen confirmar esta crítica. Es cierto que la creación de empleo en EE.UU., y también en los otros mercados tiene lugar en el sector de servicios, y así parece que seguirá en el futuro, a expensas no sólo de la agricultura, sino también de empresas pertenecientes a actividades maduras del sector industrial. Pero esto no es más que la natural consecuencia de la evolución de la economía, que se traduce en un cambio estructural. A medida que las economías crecen y se diversifican, la oferta y el consumo se desvían desde los bienes tradicionales hacia los que resultan de la innovación. Esto obliga a una continua reasignación de puestos de trabajo, ocasionando la creación bruta de empleo en unas empresas y su destrucción en otras. Esa transformación estructural se manifiesta no sólo en la transferencia de empleo desde la industria hacia los servicios, sino que viene acompañada de un desplazamiento del empleo desde los puestos de baja cualificación hacia los de alta especialización, y se completa con un observable mayor crecimiento de empleo en las empresas medianas y pequeñas, tal vez más capaces de adaptarse a los cambios. Este desplazamiento de la economía hacia el sector terciario es un hecho que no se puede ignorar en orPIB Y PARO EN EUROPA Países de la OCDE Afioc —m— PIB (tu de crecimiento real rctpecto >1 año anterior) Paro (en % de h pofabciún actm) Fuente: OECD Economic Outlook, diciembre 1994. den a la instrumentación de las políticas de empleo, pero además se trata de un cambio que no cabe considerar como negativo en sí mismo, para oponerse a él mediante intervenciones contra mercado, ya que es resultado del aumento de la productividad, y fruto de la tecnología y de la innovación. Decíamos que algunos desacreditan el crecimiento del empleo americano pretendiendo que los puestos creados pertenecen al sector servicios, de baja cualificación y pobre salario. Es cierto que es el sector servicios donde, de acuerdo con la tendencia general, se ha creado más empleo, como acabamos de ver, pero no es cierto en cambio que sean de baja cualificación ni de menor retribución que en el sector industrial, de donde proviene el empleo allí perdido. En EE.UU., prescindiendo del sector agrícola, los 59 nuevos puestos netos por cada 1000 activos, creados entre 1980 y 1990, son el resultado de la destrucción de 16 puestos de baja cualificación y la creación de 48 puestos de alta cualificación y de 27 de media cualificación. En una muestra de Alemania y Francia, se han creado 23 puestos de alta y media calificación, por 1000 activos, pero la destrucción de puestos de baja cualificación cuellos azules ha sido mucho mayor: 35 empleos netos perdidos por cada 1000 activos. De esta forma, el 70% de la diferencia en creación de empleo entre EE.UU. por una parte, y de Alemania y Francia, por otra, se explica por la mayor creación de puestos de alta cualificación. En cuanto a la remuneración en el sector de servicios en los EE.UU., basta con ver, por un lado, que desde 1972 la diferencia entre el salario medio semanal de los servicios y el de las manufacturas se ha ido estrechando hasta llegar en 1992 a un salario medio de 481 dólares por semana en servicios, contra los 500 dólares en la industria manufacturera. Esta pequeña diferencia es debida principalmente al subsector distribución y cafeterías donde, efectivamente, se dan los menores salarios del sector servicios. Por otro lado, la distribución de frecuencias de los salarios semanales por intervalos de 25 dólares, presenta un perfil prácticamente idéntico en el sector servicios y en el sector manufacturas. No parece pues que la crítica a la clase de trabajo creada en los EE.UU. en la década de los ochenta responda a la realidad. La relación que pueda existir entre el empleo y las restricciones en el mercado de bienes y servicios es un aspecto del problema poco explorado, tal vez porque esta relación no es tan obvia como la que todo el mundo, por mera intuición, supone que existe entre empleo o desempleo y las regulaciones que afectan directamente a uno y otro. Sin embargo, es conceptualmente evidente que la demanda de trabajadores en la economía se deriva de la capacidad de las empresas para producir y vender su producto. Por lo tanto, todas las restricciones que impidan o dificulten la creación o expansión de nuevas plantas, nuevos productos o nuevos servicios producirán importantes efectos sobre la demanda y, consiguientemente, sobre el empleo. Por contra, donde estas restricciones no existan y el mercado de bienes y servicios se pueda mover en condiciones de intensa competencia, la economía estará mejor preparada para producir y vender, ajustando adecuadamente precios y salarios. En los países europeos existen restricciones al comercio para proteger las pequeñas tiendas individuales contra las grandes cadenas y supermercados, en la forma de regulación de horarios, precios de venta, prohibición de apertura de nuevos establecimientos, etc. En algunas partes estos propósitos, aparentemente encaminados a preservar el viejo empleo, han fracasado, pero donde han triunfado ha sido a expensas de la atrofia del crecimiento del total valor añadido por el sector de la distribución, con estancamiento o reducción del empleo. Existen también restricciones que, aunque pretendidamente encaminadas a la preservación del ambiente, han supuesto la protección de intereses creados, ocasionando la subida del precio del suelo para fines residenciales y comerciales, inflando los precios de la construcción y reduciendo el empleo en el sector. Existen, además, monopolios históricos que, frenando la competencia, operan en contra de la creación de empleo. Y regulaciones, en fin, que han dificultado y reducido, cuando no impedido, la creación de nuevos puestos de trabajo en los sectores emergentes de la economía. En cambio, en los EE.UU., la creación de empleo ha sido estimulada no sólo por la pequeña cantidad de restricciones en el mercado de bienes y servicios, sino además por las disposiciones positivas en favor del mercado, encaminadas a facilitar la creación de empresas y el desarrollo de actividades con fuerte dinamismo en el empleo, estableciendo marcos de transparencia informativa, seguridad jurídica, claridad en las reglas de defensa de la competencia, etc. De ahí que, tanto si el peso de las restricciones en el mercado de bienes y servicios, en orden al empleo, es mayor, igual o menor que el de las restricciones en el mercado laboral, parece claro que en la lucha europea contra el desempleo ambas clases de restricciones deberían suprimirse o por lo menos reducirse. Siendo así que atacar el mercado de trabajo resulta más difícil, por razones obvias, que desregularizar el mercado de bienes y, sobre todo, de servicios, parece claro que esta última acción no debería demorarse. Los pros y los contras de ambos modelos A lo largo del recorrido que hemos hecho para contemplar la situación del empleo en las dos áreas gobernadas por dos modelos socioeconómicos, en gran parte contrapuestos, hemos podido detectar características que abogan, por así decir, en pro o en contra de uno y otro modelo, pero como si fueran las dos caras de una moneda. Así, el modelo americano, comparado con el europeo, disfruta de menor desempleo, menor desempleo juvenil y mayor rapidez de rotación en el entrar y salir del desempleo, y, en consecuencia, de menor duración del tiempo de permanencia en el paro; todo ello a cambio de menor protección del puesto de trabajo, menor generosidad en el subsidio de paro y menor duración del tiempo al que el subsidio se extiende. El modelo americano, comparado con el europeo, presenta mayor crecimiento de la población activa y mayor creación de puestos de trabajo; de forma que, aun con mayor destrucción de puestos de trabajo, el crecimiento neto del empleo iguala, y hasta supera, el crecimiento de la población activa: todo ello a cambio de menor crecimiento de los salarios reales, menores pensiones oficiales de jubilación y otros beneficios sociales, peor remuneración de los trabajadores menos cualificados y mejor remuneración de los trabajadores más cualificados. Todo lo cual, finalmente, se traduce en mayor diferencia entre los salarios más bajos y los más altos, es decir, mayor desigualdad social. Ante estas contraposiciones parece que, a la luz de lo sucedido a lo largo de décadas, la decisión de si se prefiere uno u otro modelo adopta la forma de un trueque entre lo bueno y lo malo, de acuerdo con el valor que cada uno atribuya a lo bueno y a lo malo. ¿Preferimos un modelo en el que los parados sean pocos y lo estén por poco tiempo, aunque los que lo están sufran más las consecuencias del paro o preferimos un modelo en el que hay muchos parados de larga duración, con gran proporción de jóvenes, pero en el que todos ellos se benefician de un generoso y largo subsidio de paro? Estas preguntas nos llevarían a formular la alternativa de otra forma: ¿preferimos un modelo que prima la libertad de iniciativa individual y fomenta la aparición de oportunidades arriesgadas para todos o preferimos un modelo que busca la seguridad igualitaria, la protección del presente y el futuro de todos, recortando, mediante la intervención del Estado, la libertad individual? El Contrato con América4, el programa con el que los republicanos estadounidenses ganaron las últimas elecciones, supone el compromiso de aprobar en los primeros 100 días de su gobierno diez leyes que, según ellos, representan el primer paso sustancioso en el camino hacia un Estado más pequeño, con menos impuestos y menos regulaciones. Parece claro que los votantes no han querido el avance del Estado de Bienestar en la línea preconizada por la administración demócrata y han optado por su reducción. Otra cosa es saber si en Europa la gente piensa igual. Me temo que no. En primer lugar, a este lado del Atlántico, la generación presente, crecida bajo el Estado de Bienestar universal, se ha acostumbrado tanto a depender del Estado que le parece inimaginable cualquier otra situación. En segundo lugar, aquí parece que somos menos conscientes que en EE.UU., de que todos los despilfarras y errores del Estado de Bienestar no son gratis: los pagan los contribuyentes. Los políticos españoles, los de todos los partidos, no sólo son conscientes de que nuestro electorado es proclive a la dependencia estatal, sino que, desgraciadamente, no están dispuestos a hacer el mínimo esfuerzo para intentar explicarle las razones por las cuales esta postura no puede mantenerse en el futuro. Prueba de ello es el lamentable documento sobre los problemas estructurales de la Seguridad Social y las pensiones, conocido como Pacto de Toledo, y que, en aras del consenso, acaban de suscribir todos los partidos después de un año de elaboración. En mi opinión, el invocado consenso nada tiene que ver con la democracia. Democracia es, esencialmente, el sistema imaginado para poner límites pacíficos al ejercicio desmesurado del poder. Si mediante el consenso se logra que las cosas sigan igual en este caso, la injerencia del Estado en la vida individual sin ofrecer a los ciudadanos ninguna vía alternativa, se ha traicionado a la democracia. Me atrevería a decir que consenso es a la democracia lo que el cártel es al mercado. El papel del mundo pensante ¿Quiere todo esto decir que, en Europa y concretamente en España, no es posible imaginar un retroceso en las políticas que fomentan la dependencia, cada vez mayor, de los individuos respecto del Estado? ¿Que no es posible presentar a los españoles un modelo distinto del Estado de Bienestar universal y burocratizado, tal como lo conocemos? ¿Un modelo que, con menos protección o, mejor dicho, con una protección más racionalmente concebida, asegure más empleo? Pienso que es posible, máxime si se tiene en cuenta que el retorno del Estado de Bienestar a lo que debe ser, y fue en sus principios, no supone el abandono de los incapaces de valerse por sí mismos. Precisamente ésta es la tarea, y la sola tarea, del Estado, en aplicación del principio de subsidiariedad: lo que puede hacer el individuo y la sociedad no tiene que hacerlo el Estado; sólo es competencia del Estado aquello que ni el individuo ni la sociedad pueden hacer. Este criterio es aplicable a todas las esferas del bienestar social: desempleo, jubilación, sanidad, enseñanza. De aquí que sea posible imaginar una reforma del Estado de Bienestar de manera que no promueva o estimule la pereza, la comodidad, el fraude, la falta de compromiso o de implicación de las personas con su futuro, sin caer en la marginación de aquellos que, aun queriendo, no pueden salir adelante. Esto supone, ciertamente, discriminar entre los que de verdad quieren trabajar para ganarse la vida y no pueden, y los que, de hecho, no quieren trabajar ya que no aceptan ni un contrato temporal, ni desplazarse de su residencia, ni cambiar de función, ni rebajar el nivel de su última remuneración. Esto supone, también, no dar subsidios de desempleo sin contraprestación de trabajo en actividades de utilidad pública, combinado con gestiones para encontrar empleo privado. Esto supone, entre otros muchos aspectos que podríamos citar, que, en el campo de las pensiones, se distinga entre las pensiones asistenciales, cubiertas por el presupuesto del Estado, para los que no pueden crearse las suyas, y las pensiones que la generalidad de los ciudadanos deben capitalizar a su medida y con su propio ahorro, y que deben ser administradas, no por el Estado, sino por compañías privadas solventes, puestas en condiciones de competencia. Se ha dicho que las ideas gobiernan el mundo. Pero, en democracia, en orden a la configuración del Estado, sólo cuenta, a efectos prácticos, lo que está en la mente de los políticos y de los votantes. Por eso, la misión de los componentes del mundo académico consiste, en mi opinión, en encontrar la manera de que las ideas con las que cada uno se encuentra comprometido pasen a informar la mente de ciudadanos y gobernantes. Es, precisamente, lo que aquí he intentado hacer. • 1) Employment Performance, McKinsey Global Institute (Washington, D.C., Nov. 1994). 2) Cfr. Working under different rules (Nueva York, 1994). 3) Unemployment. Macroeconomic performance and the Labour Market, de Richard Layard, Stephen Nickell y Richard Jackman, Oxford University Press (Oxford, 1994). 4) Contract with America, Times Books (Nueva York, 1994).