Nueva Revista 085 > La modificación inexorable de los hábitos de socialización infantil

La modificación inexorable de los hábitos de socialización infantil

Luis Núñez Ladevéze

De como la rivalidad por ganar audiencia es la causa principal del cambio de mentalidad que se está produciendo en la industria televisiva española.
La competencia entre las cadenas ha contribuido a aumentar la oferta, reforzar la industria audiovisual y vigorizar la producción.
El control de los padres sobre la televisión que ven sus hijos.

File: La modificación inexorable de los hábitos de socailización infantil.pdf

Referencia

Luis Núñez Ladevéze, “La modificación inexorable de los hábitos de socialización infantil,” accessed March 29, 2024, http://repositorio.fundacionunir.net/items/show/63.

Dublin Core

Title

La modificación inexorable de los hábitos de socialización infantil

Subject

Televisión y procesos de aprendizaje

Description

De como la rivalidad por ganar audiencia es la causa principal del cambio de mentalidad que se está produciendo en la industria televisiva española.
La competencia entre las cadenas ha contribuido a aumentar la oferta, reforzar la industria audiovisual y vigorizar la producción.
El control de los padres sobre la televisión que ven sus hijos.

Creator

Luis Núñez Ladevéze

Source

Nueva Revista 085 de Política, Cultura y Arte, ISSN: 1130-0426

Publisher

Difusiones y Promociones Editoriales, S.L.

Rights

Nueva Revista de Política, Cultura y Arte, All rights reserved

Format

document/pdf

Language

es

Type

text

Document Item Type Metadata

Text

TELEVISIÓN Y PROCESOS DE APRENDIZAJE La modificación inexorable de los hábitos de socialización infantil por LUIS NÚÑEZ LADEVÉZE a rivalidad por ganar audiencia es la causa principal del cambio de mentalidad que se está produciendo en la industria televisiva espaLñola, un proceso conocido pero de efectos equívocos. Porque, si por un lado, la competencia entre las cadenas ha contribuido a aumentar la oferta, reforzar la industria audiovisual y vigorizar la producción, se trata, por otro, de una oferta tan homogénea y anodina, incapaz de ofrecer apenas variaciones. Los programas son miméticos, sus fórmulas se repiten como variantes de un único patrón, las series se copian unas a otras, los concursos devienen en espectáculos amorfos y reiterativos. El triunfo de esa variedad televisiva que podría denominarse prefabricación de la realidad, y cuyo primer éxito importante —toda una innovación en temporadas pasadas— fue Gran Hermano, ha quedado ya arrinconado por el de Operación Triunfo, que ha sabido dar una nueva dimensión a la fórmula. Hay que investigar por qué este género de programas atraen obsesivamente la curiosidad de tanta gente, y por qué resultan luego sin embargo fácilmente desplazados al producirse una alteración en ellos, que la audiencia recibe sorpresivamente como más atractiva. Los productores y programadores no siempre conocen bien, por intuición o por costumbre, esas actitudes que caracterizan a lo que se ha llamado el público objetivo de la televisión. Otro tanto cabe decir de esas tertulias preelaboradas dedicadas a la exhibición de la intimidad, tales como Tómbola, que siguen ganando audiencia en televisiones públicas, autonómicas y privadas. Al extenderse su difusión y consolidarse la industria de producción, la televisión se convierte en una fábrica de realidades preelaboradas, en las que la apariencia de ficción se confunde con la apariencia de realidad, y el comentario más insustancial sobre circunstancias de la vida particular de personas populares en motivo de atracción para millones de telespectadores. CUALIDAD O CANTIDAD Como quiera que sea, la televisión sigue siendo el gran fenómeno social del entretenimiento masivo. Para estudiar las motivaciones y gustos de la audiencia ha florecido una industria de la medición, sobre cuyas posibilidades y limitaciones quiere versar este comentario. No está de más retener los datos globales sobre la evolución del consumo de televisión. En los últimos veinticinco años se ha producido un aumento paulatino del mismo, hasta llegar a estancarse en el último quinquenio. Antes de la aparición de la televisión privada, en 1978, el 90% de los españoles que veían entonces la televisión le dedicaban algo más de dos horas y media. En 1990 había ascendido a tres horas y cuarto. Actualmente es algo mayor, aunque todo parece indicar que se ha estabilizado definitivamente. El promedio ha pasado a tres horas y algo más de veinticinco minutos, aunque el informe del último Anuario GECA ofrece un descenso del año 2000 y una pequeña variación en 2001 y en 2002. Pero el planteamiento de estos informes audimétricos es resultado de una actitud positivista y acrítica. Por positivismo entiendo aquí algo bastante elemental: que se acepte como único criterio de calidad o de idealidad la propia respuesta de la audiencia, es decir, que el número de los que ven un programa sea sinónimo de gusto, de garantía de calidad. En realidad, ese es un modo muy interesado de satisfacer los intereses de la propia industria: identificando estética y eficacia, o pretendiendo que el aumento de audiencia sea la única o principal razón de industrias tan poderosas e influyentes como las de la producción y la programación televisivas. La elaboración de datos que utilizan gabinetes como Sofres, es imprescindible para profundizar en la investigación, pero ésta ha de orientarse hacia otros fines menos instrumentales. Lo principal, a mi entender, es llegar a conocer la conducta familiar efectiva, relativa por ejemplo a los horarios, preferencias y motivaciones de la audiencia infantil, los criterios de los padres sobre lo que ven los hijos, los motivos que cuentan a la hora de elegir uno u otro programa o entre los de la oferta disponible. La finalidad de investigaciones más cualitativas ha de inspirarse en las recomendaciones del Libro verde sobre protección de los menores, referidas a los «contenidos perjudiciales para su desarrollo», presentado por la Comisión de la UE en octubre de 1996. Al margen de los variados estudios académicos que están en avanzada fase de elaboración, contamos también con diversas aportaciones del Centro de Investigaciones Sociológicas. En 1998 se realizó una encuesta genérica sobre hábitos televisivos, a partir de cuyos resultados se elaboró una segunda encuesta más específica sobre «La televisión y los niños: hábitos y comportamientos». En el mes de mayo del año pasado, se realizaron 1.800 entrevistas, que están todavía por comentar. La encuesta recogía importante información sobre la conducta real de los niños y de la relación entre los padres (o tutores, en su caso) y los hijos menores y adolescentes en lo relativo a la televisión. Aunque no falta bibliografía sobre estos temas, en especial sobre la violencia y la pornografía, no abundan en España los estudios empíricos. GRATUIDAD, ASIDUIDAD, COMODIDAD Los rasgos que explican la generalizada dependencia de la televisión son su gratuidad, la asiduidad y la comodidad. En cuanto a la difusión de la televisión gratuita, puede decirse que no hay hogar español que carezca de televisor. Si en 1975 el 90% de los hogares contaban con, al menos, un televisor, en la actualidad sólo falta en el 1% de los hogares españoles. La encuesta del CIS indica que la media es de más de dos televisores por domicilio y que el 40% de los entrevistados destina un aparato para uso exclusivo de los hijos menores de dieciséis años. MÁS PASIÓN QUE ACCIÓN El rasgo que explica que su difusión sea tan generalizada y su uso tan asiduo es, junto a la gratuidad, el de la comodidad. La televisión es cómoda porque ahorra el trabajo de salir del entorno más próximo, no modifica nuestra vida habitual, se adapta a ella, convierte lo más lejano en mundo cercano, nos lo muestra desde el reducto cotidiano, sin necesidad de tener que salir del domicilio o del lugar en el que estamos. Para verla no sólo no hace falta hacer esfuerzo alguno sino que suprimimos el que habría que hacer si hubiéramos de observar directamente lo que conocemos por mediación de la pantalla. Nos permite estar pasivamente presentes en los sitios más distantes. La supresión del esfuerzo físico unifica la diversidad de actividades. No es lo mismo ir al teatro que verlo por televisión, como tampoco ir al estadio o ver las olimpiadas frente al televisor. Ver cine, teatro, olimpiadas, recitales son actividades distintas. Al presenciarlos a través de la televisión transformamos esa pluralidad de iniciativas en una misma y uniforme actividad. En rigor, ver la televisión no es una actividad. Habría que utilizar la palabra pasividad para referirse al hecho de verla o recurrir al oxímoron: es una actividad pasiva. Incluso puede insistirse más en esta idea. Está muy bien dicho eso de ver la televisión, porque, en efecto, primero y principalmente se ve la televisión y, luego, secundariamente, se ve algo a través de ella. La encuesta del CIS de enero de 1998 sobre «Hábitos de comportamiento ante la televisión» ofrecía, entre otros muchos datos, las siguientes respuestas a la pregunta sobre la actitud del espectador a la hora de encender el televisor. HABITUAL A VECES NUNCA En su casa se selecciona el programa que se va a ver antes de encender la TV 25,5 34,2 40,3 En su casa se enciende la TV y según lo que haya se elige un programa u otro 1,3 2,6 6,1 En su casa se enciende la TV por costumbre aunque no se esté pendiente de ella 27,8 33.6 38,6 Estos datos permiten subrayar una diferencia importante entre ver la televisión y cualquier otra forma de ocio, una diferencia que tiene que ver con la comodidad. Hablando con propiedad, la tendencia predominante no consiste en ir a ver algo por la televisión sino en encenderla y mirar lo que se ve en ella. Y cuando uno se interesa positivamente en ver algo, la televisión actúa entonces como sustituto de lo que realmente interesa, como un intermediario que suministra, a quien no puede estar en un acontecimiento, la sensación de estar presente, sin estarlo. La actividad de ir a ver algo requiere alguna iniciativa por parte de quien se decide a ir a verlo, y proporciona al espectador participación en el espectáculo que ve. Salir del propio ambiente o del entorno habitual e ir a un ambiente específico —el propio del espectáculo o del lugar que se desea visitar— son actividades, formas de participación. No sólo hay que decidir; hay, además, que actuar, moverse, prescindir de lo acostumbrado, cambiar de entorno. Pero esta actividad queda reducida al mínimo, cuando el espectador se limita a mirar a través de la pantalla. Y la participación se reduce en la misma proporción. Lo que se pierde en participación suele resultar compensado por esa comodidad que ofrece la pantalla, que nos permite prescindir del esfuerzo de participar. Más que una forma activa de ocio, se trata, como muy bien se dice ahora, de una participación virtual: el espectador no está física o directamente presente en el lugar de la representación. UNA CON EL HOGAR Hay otra aspecto que conviene añadir a los enumerados y que, con relación al asunto que interesa estudiar, no es menos interesante. Por decirlo de una manera gráfica: se nace con la televisión puesta. No es que se aprenda a ver la televisión, sino que el verla forma parte del proceso espontáneo de socialización. . De acuerdo con los datos de la última encuesta del CIS de mayo del año 2000, el 90% de los niños ve la televisión a partir de los cuatro años y el 97% antes de haber aprendido a leer. El 60% de los niños ve la televisión a partir de las nueve de la noche y más de la mitad la ven solos de modo habitual. Eso no quiere decir que la televisión actúe como un disgregador familiar. La tendencia a verla en familia, al menos un rato, es tan habitual como la contraria. A mi entender, significa más bien que el niño se habitúa a correlacionar su criterio de normalidad con lo que ve por televisión. No se trata de una normalidad simple. Naturalmente que va aprendiendo a la vez a oponer realidad y ficción, pero también se habitúa a considerar normal la expresión de la ficción y lo que su aceptación de lo ficticio supone de contrapartida hacia lo que no lo es. Ver la televisión es, pues, algo normal en su vida de aprendizaje. En realidad, lo que ve por televisión es tan normal en su vida como ir al colegio o salir con amigos o tener juguetes. Y a través de ese hábito se va estableciendo el contraste entre ilusión y realidad. Hay que tener en cuenta que, según la encuesta, casi el 40% de los hogares tiene una televisión para uso del niño y que el 90%, de ese cuarenta por ciento de niños con televisión a su disposición, tiene mando a distancia. Es decir, que dentro de ese ambiente de normalidad que la televisión tiene en la vida de niños y adolescentes hay que considerar que, en una buena proporción, la estiman como algo personal incorporado al espacio más ligado a lo propio. Para ellos, ver la televisión forma parte tanto de la normalidad familiar como de la personal. Lo que ve es la expresión de lo nómico en el propio hogar. EN LA CADENA DE GRATIFICACIONES Otro aspecto relacionado con el anterior es la estrecha vinculación de la televisión y el descanso del niño y su entorno de gratificaciones, una vinculación que, durante los días festivos y los fines de semana, aumenta en paralelo al tiempo que se pasa frente al televisor. Ver la televisión puede ser un premio y no verla puede ser un castigo. El 86,4% de los niños ve la televisión porque le divierte. Si en los días de entre semana sólo un 7,7% de los niños ve la televisión entre tres y cuatro horas, y un 2,9% entre cuatro y cinco horas, esas cifras aumentan en los días de descanso al 19,4% y al 11,2%, respectivamente. El 40% de los niños ve durante los fines de semana más de tres horas diarias de televisión, mientras que los días de colegio sólo lo hacen el 12%. Como es de esperar también se prolonga el tiempo nocturno. El niño ve la televisión hasta más tarde cuando no tiene que estudiar. Si no hay colegio, cualquier hora es buena para verla para más del 65% de los encuestados. Y si los días laborables casi el 50% de los padres ponen algún límite de tiempo para que sus hijos vean la televisión, durante las vacaciones escolares el número de los que señalan límites se reduce a menos de la mitad. HIATO ENTRE CRITERIOS NORMATIVOS Y PRAXIS Independientemente de estos aspectos que reflejan el modo como la televisión forma parte de los procesos espontáneos de contrastar realidad e ilusión, y del sistema de gratificaciones a que no menos espontáneamente se adapta el niño, se puede hacer alguna observación complementaria y especialmente significativa a partir de los datos de la última éncuesta que comentamos. Se trata del contraste entre los criterios normativos que los padres expresan y la conducta efectiva que los niños ven. Que haya disonancia entre criterio y conducta es algo normal. Justamente por eso las normas no se cumplen siempre. Pero no se refiere esta observación sólo a las normas impuestas, como las de tráfico o las tributarias. Tampoco las ideas normativas de las personas coinciden con sus comportamientos efectivos. Se puede considerar que conducir a demasiada velocidad o tras haber bebido algunas copas de más es temerario y, no obstante, muchos de quienes lo consideran así contradicen con su praxis su convicción. Se manifiesta, por decirlo de este modo, una disonancia de tipo pragmático que puede asociarse a la diferencia entre disponer de una norma de conducta y aplicarla. Pues bien, en el caso de la televisión esa disonancia ha sido observada con frecuencia pero interpretada de forma muy superficial, como si se tratara de un asunto de hipocresía social o algo por el estilo. Si las conductas efectivas coincidieran con los gustos expresados, los programas informativos, documentales y de divulgación científica o artística tendrían más audiencia que los de entretenimiento. Pero el asunto tiene más interés porque su consideración puede servir de base empírica para contraponer los criterios de cuantificación y de cualificación de las audiencias. Basándose en la audiometria, los programadores tienden a identificar el valor de los programas —su calidad— con su aceptación. Como el negocio consiste en vender audiencia a la publicidad, la rentabilidad comercial se funda en la cuantificación de la audiencia y la eficacia o el éxito de un programa depende —concluyen— de ese criterio. De ahí a considerar la cantidad como fundamento de un juicio de valor de calidad, no se precisa de ningún paso adicional. Y como la audiencia ve lo que quiere libremente y, porque le gusta, prefiere verlo a no verlo, el argumento resulta difícilmente rebatible. Incluso cabe pensar que, por tratarse de una elección, es una decisión democrática, tanto como una electoral. Sin embargo, adoptar una conducta ante el televisor y expresar un criterio político o un gusto estético son cosas distintas. Una papeleta electoral sintetiza un conjunto de valores emotivos, intelectuales y de expectativas o creencias acerca de lo que puede ser más conveniente para la comunidad, pero es independiente de la conducta particular que, sobre esos juicios, valores y sentimientos adoptará el individuo que la deposite en la urna. Alguien puede considerar que es preferible que aumenten los impuestos y vote por ello, pero eso no garantiza que, si no hubiera inspección, contribuyera libremente al erario. No hay inspección que obligue a las audiencias de televisión a aplicar sus propios criterios normativos sobre el gusto de la programación. Lo que dicen que piensan o prefieren los televidentes es distinto de lo que hacen. Es decir, las decisiones que mide el audímetro no se refieren a criterios normativos estéticos o morales, no reflejan gustos o preferencias culturales, sino conductas y, como cualquier otro tipo de conducta, la del teleespectador puede expresar la transgresión de los propios criterios. De hecho, los padres no ven mucho la televisión con sus hijos, pero afirman en grado significativo que si ven con ellos algún programa que considera inadecuado su reacción es cambiar de programa, en caso de no conseguir convencerlos para que lo hagan por ellos mismos. Casi las tres cuartas partes de los padres consideran que es una obligación suya controlar, los programas que ven sus hijos, pero no llegan a la mitad los que comentan habitualmente con sus hijos los programas que ven. Si más del 40% de los niños tiene a su disposición un televisor, la posibilidad de que sean efectivamente controlados por los padres que declaran que es obligación suya controlarlos, resulta más que dudosa. Además, tampoco los niños ven los programas porque les gusten. Los niños los ven porque se los ponen. Y los padres, por muchos motivos de difícil conocimiento. Es un aspecto entre otros en que la última encuesta del CIS permite distinguir entre criterio y conducta. Hay otros aún más concluyentes. Solo me referiré aquí a algunos. El 86% de los padres, por ejemplo, consideran que «los niños adquieren muchas veces malos hábitos porque los ven en televisión», lo que no impide que el 70% de los niños encuestados aseguren que «ven la televisión el tiempo que quieren» y sólo un 6% que, si no la ve cuando quiere, es «porque en casa sólo me dejan ver algunos programas». Se observa, pues, una clara inconsecuencia entre criterio y conducta, lo cual no es sino un caso particular de una regla general. No es sin embargo un asunto menor, pues su consideración puede variar algunas ideas rígidas y prejuicios que, sobre el sentido de las audiencias, suelen compartir programadores, empresarios, publicitarios y guionistas. Algo digno de reflexión y comentario. Los audímetros miden conductas o reacciones de las motivaciones o incitaciones a que son sometidas por los programadores y guionistas. Pero la afirmación de que, de esta manera, se obtiene información pertinente sobre criterios y gustos estéticos, y la creencia de que, puesto que la audiencia reacciona de cierta manera ante determinados estímulos, los contenidos que los expresan reflejan preferencias y gustos de la audiencia, no tiene fundamento suficiente. Este es un asunto que merece una investigación más seria y provista de un instrumental analítico más complejo, de aquél del que se suelen servir las interesadas simplificaciones de quienes aceptan las mediciones de la audiometria como resultado de la libre interacción de gustos y preferencias estéticas, normativas o morales de los telespectadores. LUIS NÚÑEZ LADEVÉZE