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La hemorragia argelina

Alberto Míguez

Sobre la Guerra Civil argelina, la situación es insostenible desde hace años y no tiene intención de solucionar los problemas de su nación.

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Alberto Míguez, “La hemorragia argelina,” accessed December 4, 2024, http://repositorio.fundacionunir.net/items/show/603.

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La hemorragia argelina

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Panorama

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Sobre la Guerra Civil argelina, la situación es insostenible desde hace años y no tiene intención de solucionar los problemas de su nación.

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Alberto Míguez

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Nueva Revista 033 de Política, Cultura y Arte, ISSN: 1130-0426

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Difusiones y Promociones Editoriales, S.L.

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Nueva Revista de Política, Cultura y Arte, All rights reserved

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Un país sin alternativas La hemorragia argelina Por Alberto Miguez a opinión pública europea empieza a acostumbrarse. Cada día y con destaque decreciente los medios de comunicación informan sobre la muerte de varias personas, civiles o Lmilitares, en Argelia. Son campesinos, funcionarios, policías, intelectuales, soldados, generales, profesores, amas de casa, cooperantes o comerciantes extranjeros. Algunos encontraron la muerte en enfrentamientos armados, otros murieron por una bala perdida, los más fueron inicuamente asesinados, degollados, dinamitados, asfixiados, fusilados. Según la condición nacionalidad o sexo, las víctimas merecen mas o menos atención. La situación es insostenible, declaró recientemente el ministro de Asuntos Exteriores francés, Alain Juppé. Pero este tipo de situaciones insostenibles suelen durar hasta límites irracionales: los ejemplos de Angola, Bosnia, Somalia, Georgia o Sri Lanka, son apenas un botón de muestra pero hay muchos más, aunque no obtengan la notoriedad internacional que se merecen. Una guerra civil permanente Argelia arde en guerra civil desde hace años. Resulta simplificador e inexacto decir que esta guerra empezó en enero de 1992 cuando el poder militar decidió suspender las elecciones que los islamistas del FIS (Frente Islámico de Salvación) se aprestaban a ganar tras haber triunfado meses antes en otras, municipales. El conflicto actual se inició en octubre de 1988 cuando las fuerzas armadas dispararon a los manifestantes que protestaban conta el coste de la vida, la falta de trabajo, la corrupción de la clase política y de la nomenklatura del Estado. Entonces se abrió una herida que sigue supurando y cuya cauterización resulta, por el momento, ilusoria. Entre 1954 y 1962 los argelinos lucharon contra el poder colonial francés y también entre sí para conseguir una independencia tan anhelada como problemática. La guerra de liberación logró, en efecto, que se sacudieran el yugo colonial pero mantuvo intactas las otras razones del conflicto. El país se emancipó sin haber resuelto sus hondos problemas de identidad, tanto en el terreno político como en el cultural y étnico. Los vencedores es decir, el ejército y su cobertura política, el Frente de Liberación Nacional impusieron muy pronto a toda la población unas pautas de conducta irreductibles. Entre 1962 y 1965, el carismático y autoritario Ahmed Ben Bella fue incapaz de unir voluntades y generar el consenso necesario para construir una nación moderna, un proyecto económico y social coherente y una cultura democrática participativa. La ruina del petróleo Tras varios años de política económica errática y represión policíaca, el pequeño Ahmed fué derrocado por el coronel Huari Bumedien, que ya controlaba el poder político desde el Estado Mayor de las fuerzas armadas. Bumedien implantó un régimen policial, reprimió con dureza cualquier veleidad cultural diferenciada (y especialmente, la lengua y la cultura kabil o bereber), acabó con la feraz agricultura, impuso una industrialización descabellada y costosísima, toleró la progresiva corrupción de la clase política y militar, rehuyó cualquier proyecto de control demográfico y quiso imponer una economía planificada al socaire de la crisis energética y el aumento de los precios del crudo y el gas natural. Argelia se convirtió pronto en un país despilfarrador y totalitario, donde las diferencias sociales eran máximas y las inversiones sociales (en vivienda, educación, sanidad, etc) poco reflexivas o inconsistentes. Mientras tanto, su activa diplomacia intentó ganarse un puesto en el escenario internacional como líder del Tercer Mundo, de los países noalineados o del socialismo autogestionario. En realidad, como sucedió en Venezuela, la riqueza del petróleo arruinó a la nación argelina mientras el aparentemente austero y gélido coronel Bumedien presenciaba sin inmutarse el desastre anunciado. Trece años después de haber tomado el poder manu militari, Bumedien murió sin haber resuelto el problema de su sucesión y debieron ser las fuerzas armadas quienes se encargasen de nombrar al nuevo presidente, en la persona del general Chadli Benjedid, un alto oficial de improbable moral que intentó liberalizar un régimen irreformable. La rana y el escorpión Chadli intentó hacer una tortilla sin huevos: no quiso o no supo enfrentarse a los grandes grupos de intereses mañosos formados por la gente del aparato, los militares de alta graduación y los negociantes próximos al partido único. Hubo ciertas reformas cosméticas y las inexistentes libertades se ampliaron una pizca, pero las herencias desastrosas de Ben Bella y Bumedien siguieron pesando en el rumbo económico y social del país. La caída de la emigración hacia Europa (salida de urgencia para un país con una tasa demográfica disparatada) y la crisis agraria concentraron en los centros urbanos a millones de jóvenes sin oficio, trabajo, hogar y perspectivas de futuro. Los tímidos intentos liberalizadores (fin de las subvenciones a los productos básicos) desencadenaron los violentos disturbios de octubre de 1988, aquella revuelta del pan y de la sémola, ahogados en sangre por las fuerzas armadas y la policía. Tras este primer shock el poder incidió en su política de reformas políticas y el partido único fué suprimido sobre el papel. Del vacío surgieron decenas de pequeños partidos, muchos de ellos telecomandados por los aparatchiks del FLN, y, sobre todo, el movimiento islamista estructurado en el FIS, heredero en cierta medida del partido único. La carencia de una cultura democrática facilitó la extraña alianza entre el denostado aparato de poder anterior y los islamistas, un pacto entre la rana y el escorpión que condujo a la doble victoria electoral de estos últimos y al golpe de Estado de 1992 en el que, una vez más, el ejército asumió el poder y no sabe ahora cómo soltarlo ni cuándo. Mientras los islamistas, aprovechando la ciega complicidad del poder, establecían una base firme en las zonas más desfavorecidas de la sociedad argelina, se sucedían los primeros ministros con el objetivo de reformar el tejido económico, lastrado por una inmensa deuda externa (26.000 millones de dólares), un sector público ineficiente y una iniciativa privada maleada por el sistema de prebendas pretérito. Pero el proceso de liberalización estuvo sometido desde el principio inevitablemente a los altibajos políticos y a la inestabilidad permanente. El ejército terminó destituyendo a Chadli e instaló una presidencia colegiada bajo la dirección de una personalidad histórica reconocida, Mohamed Budiaf, un líder histórico de la independencia, de moral intachable y acendrado patriotismo que había pasado 28 años exiliado en Marruecos donde lo traté y aprecié. Pero Budiaf fue asesinado en junio de 1992, cinco meses después de regresar a su patria. Los instigadores del crimen no su autor material nunca fueron descubiertos ni castigados pero no hace falta ser un lince para imaginar que formaban parte de la extraña entente nomenklaturaislamistas, interesada en reducir al mínimo las perspectivas de futuro y llevar al país a un callejón sin salida. La dialéctica acciónrepresión La detención, juicio y condena de los principales líderes civiles integristas, así como la detención en campos de concentración de miles de militantes y simpatizantes del FIS ordenada por la dirección política colegiada que gobierna Argelia desde 1992, no sirvió precisamente para moderar el ímpetu de los fanáticos y el resentimiento de los desfavorecidos. Es difícil saber quién empezó antes, si la violencia asesina de los grupúsculos integristas o la represión, a veces ciega, de las fuerzas armadas y la policía. El caso es que a finales de 1992, la suerte estaba echada: el país entró en una guerra civil larvada de la que ahora difícilmente puede salir. La ¡legalización del HS, los excesos de la represión, la crisis económica y social galopante, la corrupción y el lujo irritante en que viven todavía ciertas minorías privilegiadas y la impronta ideológica de algunos regímenes como el iraní o el sudanés sobre los simpatizantes del integrismo, han sido factores coadyuvantes en el estallido de la violencia. La dialéctica acciónrepresiónacción no pudo pararse hasta ahora por falta de voluntad política: ambos bandos creen que sólo la aniquilación del contrario generará la paz. Entre los dos extremos, la inmensa mayoría de la población sufre las consecuencias de esta guerra fratricida e inconfesada. Es más que dudoso que la dirección del FIS en el interior o en el exterior, cautiva o en libertad, controla a los grupúsculos militares que bajo diferentes etiquetas cometen actos terroristas ciegos y de una crueldad prehistórica. Ello explicaría, tal vez, por qué los integristas han exigido condiciones imposibles al poder militar para sentarse a negociar y por qué, también, sus llamamientos para que no se sacrifique a inocentes, extranjeros o nacionales, fueron desoídos. El movimiento integrista carece de líderes indiscutibles, de un proyecto político global y coherente, de portavoces fiables... Curiosamente algo parecido le sucede al poder militar: el impulso político, social y económico que debería sacar a Argelia de la crisis, parece diluido en la algarabía de la sangre y la irracionalidad. El apéndice político de este poder, es decir, el gobierno, intenta ofrecer alternativas pero la inmensa mayoría de la población, sea o no favorable a los integristas (cuyo apoyo social ha disminuido considerablemente en los últimos meses) desconfía. El proceso de reformas sufrió en los últimos meses bandazos e indefiniciones que explican el pesimismo generalizado de la población. Del primer ministro liberal Ahmed Ghozali se pasó al dirigista Abdessalam Belaid y ahora, al modernista Reda Malek. Acabar con el terrorismo, iniciar un diálogo nacional, abrir la economía argelina al mundo, son los tópicos que todos cuantos llegan al gobierno en Argelia parecen dispuestos a realizar. Pero la realidad se encarga de reducir sus esperanzas. Las fuerzas armadas, por su parte, desearían desentenderse de su protagonismo político y regresar a sus cuarteles antes de que el virus integrista las alcance. Vana ilusión, porque hoy como ayer el único poder viable, el único valladar contra la desintegración generalizada de la nación son los militares. Es la herencia de la guerra de liberación de Ben Bella, Bumedien y, en menor medida, de Chadli Benjedid. Estado de sitio permanente Los partidos políticos democráticos, las organizaciones profesionales o sindicales, podrían haberse convertido en el amortiguador de esta crisis. Pero irreflexivamente los dirigentes militares han cegado esta posibilidad. El lider del frente de fuerzas socialistas (el partido más importante del país), Ait Ahmed, me decía recientemente en Madrid que los militares han frenado cualquier intento de los partidos políticos por crear un régimen democrático porque no quieren que las cosas cambien.. Ait Ahmed me recordaba que el FIS fue legalizado sin ningún tipo de problemas mientras que su Frente tardó años en lograrlo. El Frente de Ait Ahmed como la Agrupación por la Cultura y la democracia de Said Saadi representan a esa otra Argelia alejada del fanatismo religioso, culta, moderna, ilustrada y tolerante que la brutalidad terrorista o la violencia institucional quieren ocultar a los ojos del mundo. Esa otra Argelia secuestrada se encuentra ahora ante la alternativa de, o bien tirar la toalla y escoger el exilio, o bien luchar con las reducidas armas que el poder le autoriza. Ait Ahmed teme que el fantasma del peligro islámico se utilice para producir una fractura entre Occidente y Argelia y el país se convierta en un caso irremediable a los ojos del mundo. Los países occidentales han sido bastante solidarios con el proceso argelino desde que el presidente Chadli inició el proceso de transición hacia la democracia y la economía de mercado. Estados Unidos, Japón y Francia otorgaron créditos importantes al país para renovar la industria del gas natural. El FMI facilitó créditos y favoreció la renegociación de la deuda. Lo mismo puede decirse de España que ha invertido grandes recursos en el gaseoducto MagrebEuropa a través de Marruecos y el estrecho de Gibraltar. Aunque bien poco es lo que los países europeos y Estados Unidos pueden hacer ahora para restañar la herida argelina y parar la hemorragia, lo cierto es que se encuentran en una situación incómoda. El régimen militar cercenó la primera experiencia democrática más o menos libertaria de cuantas se produjeron en Argelia tras la independencia: encarceló a disidentes, cometio excesos reseñados meticulosamente por Amnistía Internacional acabó con las escasas libertades políticas y sometió al país a un estado de sitio permanente que todavía no ha concluido. Cualquier apoyo explícito a este régimen, sean cuales sean las razones de su implantación, parece poco coherente con los principios que Occidente defiende o dice defender. Pero cualquier crítica, por leve que fuese, podría interpretarse como un apoyo indirecto a la barbarie integrista. De modo que se prefirió el silencio o el disimulo mientras se aconsejaba a las partes la negociación y el entendimiento. Estampida de ciudadanos Claro que tras esta circunspección se ocultan intereses reales y temores en absoluto imaginarios. Hace meses, antes de que asumiese la cartera de Interior en Francia, Charles Pasqua me dijo en París que si los integristas llegasen al poder en Argelia provocarían inevitablemente la estampida de medio millón o más de ciudadanos cuya vida y trabajo se vería amenazada. Y la mayoría de ellos vendría a Francia. Nosotros no podríamos acogerlos, añadió. Aunque en menor medida este éxodo afectaría también a España, cuyas relaciones económicas y comerciales con Argelia son importantes y podrían verse amenazadas, sobre todo en el terreno energético pese a que varios diplomáticos enviados especialmente a Argelia pudieron hablar con el líder integrista Madani antes de ser encarcelado y éste les aseguró que si el FIS llegase al poder los abastecimientos de gas y petróleo a España no peligrarían en absoluto. Los funcionarios transmitieron el recado con encomiable candor a sus superiores. Parar la hemorragia Siempre que se habla del drama argelino se cae en la tentación de mencionar el eventual contagio o transmisión del virus integrista a los países vecinos, especialmente Túnez y Marruecos. Sin que esta eventualidad sea descartable a priori lo cierto es que resulta un tanto remota porque las condiciones sociales, culturales, económicas, políticas y geoestratégicas de estos dos países difieren considerablemente de las argelinas. El efecto dominó del que tanto se habló cuando los ayatollahs llegaron al poder en Irán, parece poco probable en el Norte de Africa, pero qué duda cabe que un triunfo del FIS o de sus parientes introduciría un elemento distorsionador en una región que no se caracteriza precisamente por su estabilidad. Antes, sin embargo, de que esta hipótesis se verifique tendrá que correr mucha sangre por la geografía argelina y lo que parece urgente es parar la hemorragia. Pero ¿cómo?. Occidente no puede interferir porque sería peor una internacionalización del conflicto. Los militares argelinos difícilmente pueden eliminar a sus oponentes sin producir miles y miles de muertes inocentes. Los integristas moderados tampoco alcanzarán el poder eliminando a sus adversarios, civiles o militares: no tienen la fuerza ni seguramente la voluntad. En cuanto a los terroristas islámicos, saben muy bien que la via militar está cegada y la política les resulta inalcanzable. De modo que la situación es, seguramente insostenible, como dice Juppé, pero se sostiene porque cualquier alternativa sería francamente peor. •