Nueva Revista 032 > El reparto del trabajo y otras falsas soluciones

El reparto del trabajo y otras falsas soluciones

Gabriel Elorriaga Pisarik

Sobre la regulación económica en España. La alarmante situación de paro en España.

File: El reparto del trabajo y otras falsas soluciones.pdf

Referencia

Gabriel Elorriaga Pisarik, “El reparto del trabajo y otras falsas soluciones,” accessed April 20, 2024, http://repositorio.fundacionunir.net/items/show/591.

Dublin Core

Title

El reparto del trabajo y otras falsas soluciones

Subject

Economía y Presupuestos

Description

Sobre la regulación económica en España. La alarmante situación de paro en España.

Creator

Gabriel Elorriaga Pisarik

Source

Nueva Revista 032 de Política, Cultura y Arte, ISSN: 1130-0426

Publisher

Difusiones y Promociones Editoriales, S.L.

Rights

Nueva Revista de Política, Cultura y Arte, All rights reserved

Format

document/pdf

Language

es

Type

text

Document Item Type Metadata

Text

Efectos perniciosos de la regulación El reparto dei trabajo y otras falsas soluciones Por Gabriel Elorriaga Pisarik ice el refrán que de buenas intenciones está el Infierno lleno. Y desde luego en el campo de la regulación de la actividad económica no puede ser más cierto. Ante distintos problemas económicos, cualquiera que sea la cuestión, la Dsolución mágica parece que nos viene siempre del mismo lugar, la regulación de la actividad afectada. Lo mismo da que hablemos del arrendamiento de viviendas, de los horarios comerciales o del mercado de trabajo. No importa que las repetidas experiencias nos hayan mostrado la ineficacia e injusticia de las medidas, no importa que muchas de las propuestas no soporten un mínimo análisis científico, inevitablemente se cae una y otra vez en el mismo error: tratar de dirigir la actividad del mercado, casi siempre con buena intención, hacia un lugar distinto del que racionalmente puede alcanzar. Y los resultados no pueden ser más preocupantes. El caso de los arrendamientos urbanos en España es un buen ejemplo de lo afirmado. Una legislación pretendidamente orientada a la protección del arrendatario condenó a éste casi a la extinción. Sucesivas medidas proteccionistas, básicamente el reconocimiento del derecho unilateral del arrendatario a prorrogar indefinidamente su contrato y los límites a la actualización de los precios, provocaron que del 51,26% de viviendas ocupadas en régimen de arrendamiento en 1950, se pasase a un 18,77% en 1980. La razón económica del fenómeno es evidente, las penalidades impuestas al arrendador hicieron al inversor descartar esta alternativa a la hora de rentabilizar su ahorro. Más recientemente las reformas de 1985, orientadas a desregular la actividad a partir de ese momento, nos han llevado a un mercado fragmentado en el cual, mientras unos ocupan grandes viviendas a costes irrisorios, otros apenas pueden hacer frente con sus rentas al pago de los alquileres. Por supuesto, nada garantiza que la situación económica o familiar de los primeros sea peor que la de los últimos. Con la libertad de horarios comerciales la cuestión que ahora se plantea tiene rasgos comunes con la anterior. La eficacia de algunos empresarios que han sido capaces de detectar y satisfacer una necesidad de los consumidores (comprar en días no laborables, a precios inferiores) parece que genera problemas a otros comerciantes menos emprendedores. Sin embargo, en vez de plantearse la posibilidad de competir por la mejor satisfacción de la necesidad pública existente (adaptando sus propios horarios de apertura, asociándose para realizar compras conjuntas que abaraten sus costes, etc.), la capacidad de presión de éstos últimos se ha dirigido a forzar una regulación de la actividad que impida, al menos parcialmente, coordinar eficazmente oferta y demanda, tratando así de garantizar legalmente su posición en el mercado. Los argumentos esgrimidos, una vez más, parten de la necesidad de utilizar las normas jurídicas en defensa de los que parecen más débiles, aunque eso suponga ignorar la función social que cumple el mercado espontáneamente, asignando de la forma más eficaz los recursos existentes a la satisfacción de las demandas de los consumidores. Por fortuna, sus intentos están abocados al fracaso, no porque la defensa de los intereses de la mayoría vaya a guiar la actuación de nuestros representantes políticos, sino porque las crecientes alternativas que la tecnología ofrece, acabarán obviando la cuestión (salvo que legalmente nos impidan rellenar y enviar los días festivos nuestras compras por catálogo o utilizar medios informáticos para realizar pedidos). Características del mercado de trabajo en España Sin duda alguna, en el campo de las relaciones laborales, tan importante para todas las naciones por su trascendencia social, es donde en mayor medida se ha recurrido a la regulación pública de una actividad económica. Desde finales del siglo XIX se ha venido imponiendo una línea de pensamiento que hace descansar en el ordenamiento jurídico la responsabilidad de garantizar el bienestar de los asalariados. A partir de ese planteamiento se ha desarrollado una regulación creciente que afecta al importe mínimo de las retribuciones, las modalidades de contratación, las causas y consecuencias del despido, los modos en que se han de asociar y representar los trabajadores, etc. Desde un punto de vista económico, la regulación tiene sentido en la medida en que contribuye a facilitar las transacciones. La existencia de unas normas adecuadas, puede suponer un beneficio para las partes que, recurriendo a su contenido, evitan tener que negociar en todo intercambio económico todos y cada uno de sus contenidos ciertos o teóricamente posibles. Sin embargo, estas regulaciones pueden constituir un problema en la medida en que, siendo de aplicación obligatoria para las partes, dificulten la correcta asignación de recursos por el mercado. La incapacidad de generar empleo suficiente, demostrada por nuestra economía en épocas de crecimiento económico, así como la enorme facilidad en su destrucción en momentos de recesión, son la dramática demostración de la ineficacia de las normas que regulan nuestro mercado de trabajo. Una legislación excesiva, fragmentadora del mercado, limitadora de la movilidad de los trabajadores, protectora de unos y despreocupada de otros, está en el origen del problema. El mercado de trabajo en España se caracteriza por una baja tasa de actividad y un alto índice de paro. La tasa de actividad refleja la parte de la población que, encontrándose en edad laboral (entre 16 y 65 años en España), tiene un puesto de trabajo o lo busca efectivamente. En nuestro país esta tasa se sitúa en torno al 50%, siendo la media del conjunto de países de la OCDE algo superior al 70% (hay países europeos, como Dinamarca, que superan ampliamente el 80%). Las causas de este fenómeno son diversas (actitud de parte de la población femenina frente a su incorporación al mercado de trabajo, inadecuación de la formación para afrontar las demandas actuales o renuncia al intento de trabajar ante las expectativas existentes, entre otras), pero en todo caso el dato refleja el gran volumen de recursos humanos no utilizados que existe en nuestra economía, dando muestra de una insuficiente capacidad para asignar los recursos disponibles. La importancia de las tasas de paro alcanzadas no requiere muchas explicaciones. La dimensión económica y social del fenómeno es, desgraciadamente, una realidad palpable por todos en España. Los últimos datos de la Encuesta de Población Activa, correspondientes al segundo trimestre del año, nos hablan ya de tres millones cuatrocientos mil parados, un 22,3% de la población activa, con una tendencia claramente creciente. Hay, sin embargo, otros datos menos conocidos pero igualmente significativos. El número de trabajadores asalariados es hoy idéntico, en cifras absolutas, al existente en 1976 (8.6000.000 trabajadores); pero entre éstos, los que trabajan para el sector público han pasado de ser un 15% en esa fecha a representar un 25% en la actualidad. Entre ambos momentos, no ha transcurrido un solo año sin que haya crecido el número de trabajadores públicos. Es también ilustrativo repasar los datos referidos al volumen de trabajadores asalariados con contratos de carácter temporal. A finales del 2 trimestre de 1993 representaban el 32% de los asalariados, habiendo descendido su número absoluto casi un 9% en el último año. Su debilidad relativa frente a los trabajadores con contratos de carácter indefinido les ha hecho víctimas fáciles de todos los procesos de ajuste. No deja de resultar sorprendente como, ante hechos como la crisis de SEAT, se acepta sin discusión que la primera medida adoptada sea la no renovación de los contratos temporales y, sin embargo, se abra un amplísimo debate para estudiar los cambios que puedan afectar a trabajadores fijos. ¿Qué diferencia a los unos de los otros?. No la calidad de su trabajo, ni el coste que representan para la empresa, ni su mejor o peor preparación para desarrollar los trabajos subsistentes, ni tan siquiera sus distintas situaciones familiares, la única diferencia está en la fecha de su contratación. Pero este hecho parece más que suficiente para darles un trato privilegiado frente a los demás trabajadores. Sin duda, existe una gran cantidad de tópicos, equívocos y falsedades en el debate público sobre la estabilidad en los puestos de trabajo. En realidad, lo que diferencia en nuestro país a un trabajador fijo de uno temporal es el blindaje que le ofrece el alto coste que su despido ocasiona a su empleador. Lógicamente los ajustes parciales de plantilla que sea necesario realizar recaerán siempre sobre aquellos trabajadores cuyo despido, en virtud de la normativa laboral vigente, sea más barato. Teniendo en cuenta que las relaciones de trabajo estables son la inmensa mayoría en el sector público, no es difícil adivinar que el peso de la crisis está recayendo esencialmente en aquellos trabajadores con contrato temporal empleados por el sector privado, o lo que es lo mismo, en la mayor parte de los casos, por los más jóvenes. El debate sobre el reparto del empleo La alarmante situación alcanzada en lo que a niveles de paro se refiere, ha hecho renacer algunas imaginativas soluciones como la de repartir el volumen de trabajo existente entre un número mayor de trabajadores. Ignoran los defensores de esta tesis, algunas cuestiones elementales sobre el funcionamiento del mercado de trabajo. La demanda de empleo en una economía depende esencialmente de los costes laborales (salarios y cotizaciones sociales), la regulación existente en el ámbito laboral (y las rigideces que generalmente implica), así como de las expectativas económicas existentes. Con idéntico coste salarial, en principio es indiferente el número de trabajadores que se empleen para realizar una función concreta en una empresa. Sin embargo, para el empleador, incorporar un nuevo trabajador para realizar entre dos lo que antes hacía sólo uno plantea algunos problemas añadidos. Es claro que los trabajadores a partir de un mínimo nivel de cualificación no son perfectamente sustituibles; la experiencia acumulada en el desarrollo del puesto y las cantidades invertidas en formación tienen un valor para el empresario, valor que pierde parcialmente al incorporar a otro. Por otro lado, incrementar el número de trabajadores supone aumentar los costes de gestión de la plantilla. Y por pequeño que fuese este incremento implicaría en alguna medida un descenso en la demanda total de empleo. Aun suponiendo que el reparto del trabajo no ocasionase mayores costes para el empresario, difícilmente el coste económico de la operación sería bajo. Salvo que esta operación supusiese una división de las prestaciones sociales a percibir (cosa poco probable), se verían multiplicados los costes sanitarios, por incapacidades laborales, desempleo o pensiones. La tendencia más reciente, impuesta por la aguda crisis presupuestaria, es precisamente la contraria. La solución no está en el reparto sino en el aumento del volumen de trabajo total demandado por nuestro sector empresarial. Este aumento sólo se producirá ante un crecimiento del beneficio esperado por la utilización de la mano de obra (debido a mejoras en su cualificación o a cambios tecnológicos) o ante una disminución de los costes laborales (salarios o cotizaciones sociales). Desde luego, es también imprescindible que se reduzca la regulación para que el mercado pueda ser el cauce natural de colocación de todos aquellos que quieran trabajar, cualesquiera que sean las condiciones en las que estén dispuestos a hacerlo. Cualquier otra alternativa, lo único que conseguirá será crear nuevas ineficiências en nuestra actividad productiva. Y cuando estas se producen en el mercado de trabajo ya conocemos las consecuencias: más paro. No quiere decir esto, sin embargo, que no exista lugar para la solidaridad en el momento actual. Como hemos comentado, la fragmentación del mercado de trabajo está discriminando a unos trabajadores en relación a otros, sin que esta diferencia de trato pueda encontrar apoyo en ningún planteamiento de justicia. Homogeneizar la regulación de las relaciones laborales, tanto en el sector público como en el privado, igualando los costes de despido para todas las modalidades de contratación, es la mejor contribución posible para mejorar la situación existente, aunque sin duda implica renuncias para algunos. Mientras la defensa del poder adquisitivo de los salarios siga siendo la protección de los intereses de los que tienen un puesto de trabajo, aunque implique alejar aun más a quien no lo tiene de la posibilidad de obtenerlo; mientras la lucha por la estabilidad en el empleo ignore a los que están en condiciones de mayor precariedad y a los que simplemente carecen de él, estaremos sin duda muy lejos de un planteamiento solidario de esta delicada cuestión. En la medida en la que seamos capaces de abolir privilegios estaremos caminando hacia una mayor cohesión social. No hace mucho tiempo, una ilustre representante de un importante partido político afirmaba que su modelo de mercado laboral descansaba en la existencia de puestos de trabajo estables y altas retribuciones. La ingenuidad (o malicia) de la propuesta, ante una situación económica como la actual, sólo es comparable a la de otro grupo político que en las últimas elecciones generales pretendía reducir los abultados gastos sanitarios mediante la mejora generalizada de la salud de los españoles (que se derivaba de su planteamiento vital, más integrado en la naturaleza). Las cuestiones difíciles, lamentablemente para todos, no siempre admiten soluciones rápidas y sencillas. Por eso es necesario resistirse a la atracción de algunas propuestas que, como la del reparto del empleo, en su aparente simplicidad, pueden acarrear nuevos y más graves problemas. •