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El rescate de las ideas liberales
Álvaro Vargas Llosa
Sobre las ideologías de liberalismo y capitalismo, de cómo defender el Estado de Bienestar de una sociedad liberal. La crisis de credibilidad de los políticos es la mejor ocasión para ofrecer a los ciudadanos una alternativa radical y nueva.
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Álvaro Vargas Llosa, “El rescate de las ideas liberales,” accessed November 22, 2024, http://repositorio.fundacionunir.net/items/show/566.
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Title
El rescate de las ideas liberales
Subject
Ensayos
Description
Sobre las ideologías de liberalismo y capitalismo, de cómo defender el Estado de Bienestar de una sociedad liberal. La crisis de credibilidad de los políticos es la mejor ocasión para ofrecer a los ciudadanos una alternativa radical y nueva.
Creator
Álvaro Vargas Llosa
Source
Nueva Revista 031 de Política, Cultura y Arte, ISSN: 1130-0426
Publisher
Difusiones y Promociones Editoriales, S.L.
Rights
Nueva Revista de Política, Cultura y Arte, All rights reserved
Format
document/pdf
Language
es
Type
text
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Está de moda decir que han fracasado todas las ideologías y que ha sucedido a la guerra fría, teatro de batalla que enfrentó al socialismo y el capitalismo, un vacío. Sin embargo, el liberalismo y el capitalismo no se ha ensayado a fondo en ninguna parte. EL RESCATE DE LAS IDEAS LIBERALES Por Alvaro Vargas Llosa ^^ stá de moda decir que vivimos en la era del fin de las ideologías. Que han fracasado todas las ideologías y que ha suceBB dido a la guerra fría, teatro de batalla que enfrentó al sociaH lismo y el capitalismo, un vacío. Que el muro de Berlín aplastó a los dos enemigos y que entre los escombros políticos de este fin de siglo alucinante yacen los restos mortales de todas las grandes concepciones políticas. Esta es una afirmación que, ahora que han sido puestos en evidencia, hacen los estatistas, siguiendo una vieja táctica prestada del mundo del hampa, para tratar de impedir que su derrota histórica signifique la victoria del enemigo. Pero a ella no han contestado con suficiente contundencia, y ni siquiera convicción, los destinatarios directos de la afirmación que hacen los estatistas, es decir los supuestos defensores del capitalismo. De tal modo que, una vez más, una idea falsa amenaza con entronizarse en el Olimpo de las verdades inamovibles no por mérito de sus portavoces sino por ausencia de contestación. No. La lección de este fin de siglo no es que la humanidad ha sido desprovista de sus dos grandes polos ideológicos y que la verdad, siguiendo el viejo precepto aristotélico del justo medio, hay que encontrarla en algún punto equidistante de ambas opciones. La lección de este fin de siglo es otra: por un lado, que el sistema capitalista no sólo es mejor que todos los otros, sino que es el único sistema justo; por el otro, que en todos estos años, a pesar de la propaganda, quienes se han enfrentado en el campo de batalla no han sido el socialismo y el capitalismo sino distintas variantes de la filosofía estatista, que iban desde el comunismo y el fascismo hasta la economía mixta y el Estado del Bienestar. El capitalismo o liberalismo son todavía opciones no jugadas a fondo en ninguna parte. Ni siquiera en los Estados Unidos, donde el poder político ha ido estropeando, a lo largo del siglo XX, muchas de las virtudes de un sistema que durante el siglo XIX convirtió a esa nación en una gran sociedad capitalista. Es bueno recordar, ya que pocos lo hacen hoy a pesar de que es tan obvio, que el capitalismo acabó con el feudalismo y la Edad Media, que gracias a él sucumbieron la servidumbre y la esclavitud, que nunca gozó Europa de tanta paz como durante el siglo XIX, siglo capitalista por excelencia, que este sistema es el que puso a los Estados Unidos, de la noche a la mañana, a la vanguardia de la humanidad, y que, allí donde se le permitió entrar, aunque fuera a poquitos, la libertad ha demostrado ser capaz de desarrollar a las diferentes culturas. Pero el capitalismo tiene tres particularidades que permiten explicar el que aun hoy, a pesar de su apabullante verdad, siga despertando tantos odios y enconos. Es un sistema reciente. Es un sistema que, a diferencia de los otros, no ha contado con una base moral o filosófica que lo sustentara a lo largo de los años, sobre todo durante el siglo pasado, en que la naciente Economía Política entronizó el colectivismo como visión de la sociedad. Y es un sistema que por haber carecido de una sustentación filosófica o ideológica adecuada ha s¡La ausencia de una ideología liberal que estuviera a la altura de las ideologías rivales ha permitido que se atribuya al capitalismo los defectos del estatismo do fácilmente prostituido hasta convertirse en esa caricatura de capitalismo que es la sociedad occidental contemporánea y que los enemigos de la libertad denuncian como una opción fracasada. La ausencia de una ideología liberal que estuviera a la altura de las ideologías rivales (algunos liberales piensan que el liberalismo no es una ideología, pero si no lo es a lo mejor conviene que lo sea) ha permitido que se atribuya al capitalismo los defectos del estatismo. El hombre persigue, desde muy antiguo, la sociedad perfecta. Aunque las raíces de la visión colectivista y estatista de nuestro tiempo se asocian comunmente con el racionalismo constructivista de la Ilustración, esta perversión intelectual tiene una larga historia. La idea del pueblo, la nación, el Estado o la raza como entidades políticas organizadoras de la vida en sociedad nace, en verdad, con esa obsesión de los griegos por objetivizar en la realidad aquellas concepciones generadas en la conciencia. A la atribución de rasgos personales a las abstracciones de la mente la llamaban hipostatización. Los romanos, por su parte, incorporando esas mismas creaciones mentales, dieron derecho de ciudad a las ficciones jurídicas, muy útiles para el tráfico diario de transacciones legales y políticas. La distorsión de esas concepciones de grupo y la degeneración de un principio más moderno, el de soberanía, crearon el marco intelectual para un avasallador asalto filosófico a la libertad. (La idea de soberanía colocó al monarca absoluto por encima de la ley, y Rousseau se las arregló para desplazar la soberanía de la persona del rey hacia el pueblo). Hijas directas de esas aberraciones son la dictadura del proletariado, la supremacía de la raza aria, el imperialismo colonial y el Estado paternalista. Depositar en una abstracción mental la soberanía de todos los individuos de una sociedad ha sido la manera como, a lo largo de Es hora de defender a la sociedad libre oponiendo argumentos morales y filosóficos, no solamente prácticos, a los enemigos de la libertad los siglos, la libertad individual, la única que existe, ha sido pisoteada. El rescate filosófico del capitalismo, en consecuencia, debe empezar por un regreso al individuo como fin último del sistema político. Las sociedades no existen. Lo que existen son los individuos. Todos los sistemas del pasado se arrogaron, en nombre de abstracciones, la capacidad de decidir por los demás: los faraones egipcios, el gobierno ilimitado de la mayoría en Grecia, el Estado del Bienestar de los romanos, la Inquisición medieval, la monarquía absoluta prusiana, Hitler, Stalin, etc. El capitalismo es un sistema de derechos individuales, entre ellos, fundamentalmente, la propiedad. Sin propiedad, de cualquier tipo, el hombre no es libre. En una sociedad libre toda propiedad es privada y ningún ente superior puede primar sobre el derecho del individuo a su propiedad: ni el rey, ni la mayoría, ni el pueblo, ni el Estado. I Justificación del capitalismo La justificación moral del capitalismo está en el hecho de que es el único sistema compatible con la naturaleza racional del hombre, pues la existencia del hombre depende de su capacidad racional para suministrar su propio sustento. La tarea de la supervivencia de la especie depende del uso de la razón, a diferencia de lo que ocurre con todas las otras especies. Y sólo la libertad permite al individuo la puesta en práctica de su capacidad de razonar. El capitalismo, que es el único sistema basado en la libertad, es por tanto el único sistema fiel a la naturaleza del hombre. Ayn Rand ha dividido en tres las distintas teorías de lo que es el bien en una sociedad1. La intrínseca cree que el bien está en ciertas cosas y que el Estado debe simplemente aplicarlas por su valor inmanente. La subjetiva cree que el valor está en la percepción que se tenga de determinado hecho, lo que da al Estado la última palabra sobre el lugar donde reside el bien común. La objetiva, en cambio, cree que el bien es algo más flexible, que depende de la evaluación que haga la conciencia de los hechos de la realidad de acuerdo con ciertas pautas racionales. El bien, por tanto, es plural. La sociedad libre está fundada sobre esta última teoría del valor, mientras que todas las dictaduras y los sistemas mixtos parten de las otras. Es hora de defender a la sociedad libre, oponiendo argumentos morales y filosóficos, no solamente prácticos, a los enemigos de la libertad. Los defensores del capitalismo han hecho un flaco favor a este sistema, circunscribiendo su retórica procapitalista a los beneficios prácticos del sistema. Han puesto el énfasis, por ejemplo, en que el mercado es un mejor asignador de recursos, hecho estrictamente cierto, pero que parte del error de suponer que existen determinados recursos de los que es posible disponer. Esos recursos no existen, ni siquiera los recursos naturales, pues también éstos deben pasar por la mano creativa y el esfuerzo del hombre antes de volverse servibles. Se ha dicho mucho que el mercado beneficia a los consumidores. Pero su grandeza mayor no está allí: está en que beneficia a los productores, que son potencialmente todos los individuos del planeta, pues la producción es la condición previa del consumo. Con pocas excepciones, los intelectuales y políticos no han defendido este sistema desde sus verdades esenciales. El capitalismo nació espontáneamente, por accidente, y algunos estudiosos lo abordaron como un producto parcial e incompleto de algunas ideas aristotélicas. Pero, con pocas excepciones ilustres, no tuvo una contrapartida filosófica. En consecuencia, no pudo hacer frente a la avalancha misticista del siglo XIX, a pesar de que ese siglo ofreció ejemplos maravillosos de libertad encarnados, por ejemplo, en el libre comercio de los ingleses o el nacimiento de los Estados Unidos como gran nación capitalista. El siglo XIX estuvo dominado, en Occidente, por economías mixtas y no por economías totalmente libres, en buena parte por la influencia política de los distintos pensadores colectivistas. No olvidemos que la versión moderna del Estado del Bienestar que hoy llega a su crisis nació en Alemania a fines del siglo pasado (el famoso Wohlfahrtstaat) y alcanzó las costas de Inglaterra con la legislación laboral de 1906. También a Estados Unidos llegó la onda intervencionista con las célebres barbaridades del Sherman Act de 1890, en teoría una ley antimonopolios, y en la práctica una espada de Damocles sobre la iniciativa privada, y con la introducción, ya en este siglo, del impuesto a la renta (income tax). Poco a poco se fue perdiendo esa desconfianza hacia el gobierno y el poder que había marcado las constituciones del siglo XVIII y comienzos del XIX, textos que esquivaban por lo general la vida económica y se preocupaban por los derechos de propiedad. I El Estado del Bienestar Al compás del nacionalismo, el estatismo fue cobrando vigor hasta apoderarse, a partir del fin de la primera guerra mundial, del cuerpo político occidental. A todos aquellos, de izquierdas y derechas, que hoy hablan de pactos sociales o concertaciones u otras formas de compromiso entre los agentes de la sociedad para obtener determinados resultados políticos o económicos, habría que recordarles que eso fue precisamente la malhadada República de Weimar, gran plataforma de lanzamiento del nazismo, o que el new deal norteamericano tenía inspiración semejante. Pero fue sobre todo a partir del final de la Segunda Guerra Mundial cuando el Estado del Bienestar occidental alcanzó su apogeo cuantitativo, en nombre de determinados servicios (educación, salud, pensiones), de determinadas ayudas a la producción (subsidios, aranceles, regulaciones) y, por supuesto, de una tabla de valeres morales según la cual había que hacer pagar más a quien más riqueza creara (la escala progresiva de impuestos). El resultado ha sido un pavoroso intervencionismo que ha entrampado a la sociedad y le impide respirar con total libertad, anestesiando en muchos casos su iniciativa, reduciendo el espacio de sus oportunidades y socavando su moral; y unos servicios paupérrimos que avergüenzan a todos menos, al parecer, a su proveedor, el Estado. Medrando al amparo de esta realidad pulula una ingente y todopoderosa burocracia que se ha convertido en legisladora de facto (a veces también de jure) y que los teóricos del public choice definen como un grupo de interés gremial motivado por el afán de lucro en abierta competencia, desde una posición de poder, con los demás. En tiempos recientes, este cuadro del Estado del Bienestar alcanza, con la Comunidad Europea, dimensiones supranacionales que han llevado a muchos ciudadanos a denunciar que la integración económica e incluso política de Europa se va convirtiendo en una cesión, a la burocracia comunitaria, de las cada vez más limitadas prerrogativas que al interior de las fronteras nacionales aun quedaban en manos del individuo. Casi un siglo de Estado del Bienestar ha hecho crisis definitiva. Es un Estado que crearon socialistas, socialdemócratas, democratacristianos y conservadores, separados por muchas cosas pero unidos en lo esencial: la idea de que el Estado debe corregir, morigerar, enderezar, atemperar o complementar al mercado. A la Europa del socialismo fabiano de todos estos años, han contribuido no sólo los socialistas sino la mayor parte de aquellas fuerzas que decían combatir la visión colectivista de la historia. Entre ellos, por supuesto, los conservadores, con excepciones notables como las de Margaret Thatcher o Ronald Reagan. El resultado es que hoy en las democracias punta, la mitad de la riqueza que producen los ciudadanos es birlada por el Estado, a través de los impuestos, que es la manera democrática de hacer lo que con otros métodos hacían el comunismo y el fascismo. En Estados Unidos el Estado se traga un cuarenta por ciento de lo que produce el ciudadano, mientras que hace treinta años el porcentaje era el veinticinco por ciento. En Alemania las cifras son parecidas a las norteamericanas y en Francia superiores. Aunque el comunismo y el fascismo se diferenciaban en que el primero expropiaba los medios de producción y el segundo los controlaba sin expropiarlos, en el fondo ambas constituían un similar asalto al principio esencial de la propiedad privada. ¿Y qué es el Estado del Bienestar, que usurpa la propiedad de la mitad de la riqueza de los ciudadanos, si no una forma hipócrita del comunismo o del fascismo? ¿Qué es el principio de la tributación progresiva si no una manera de castigar el éxito?. Tenemos una expresión muy reciente de este fenómeno en Estados Unidos, donde el gobierno ha justificado la reciente subida de impuestos con el argumento de que hay que hacer pagar a quienes disfrutaron del boom de los ochenta. | El peligro de legislar Toda legislación tiene un costo. La legislación no es el instrumento benéfico que creen los estatistas. Es una de las cosas más peligrosas del mundo. Toda la legislación social que en uno u otro momento han adoptado los Estados del Bienestar ha tenido costos terribles. Los salarios mínimos o pactados trasladan los costos a los consumidores y a los productores marginales que se quedan sin empleo, al igual que ocurre con las regulaciones que dicen proteger el empleo del trabajador. Los controles de alquileres inciden en el aumento del déficit de vivienda. La progresividad del impuesto sobre la renta frena o hace cesar o huir la formación de capital, cosa que se empieza a notar el día en que los capitales foráneos, que antes tapaban ese agujero, pierden la confianza y deciden emigrar. Los controles de precios hacen desaparecer los productos del mercado. El proteccionismo de subsidios, cuotas, y aranceles perjudica al consumidor y aletarga la creatividad y el esfuerzo del productor, cosa de la que la Europa comunitaria de hoy ofrece abundantes ejemplos. Las regulaciones burocráticas elevan el costo de acceder a la legalidad y empujan, por tanto, a mucha gente a la economía sumergida. Los impuestos ocultos múltiples, como los controles de cambios, hacen a un país menos competitivo en el mercado mundial. Los impuestos a la importación los pagan los exportadores porque se exporta para importar. La rigidez y tarLa rigidez y tardanza de las decisiones judiciales desalientan el mucho menos costoso arbitraje voluntario y tientan a otros a hacerse justicia por sus propias manos danza de las decisiones judiciales desalientan el mucho menos costoso arbitraje voluntario y tientan a otros a hacerse justicia por sus propias manos. Los monopolios del Estado, que abundan en las democracias más desarrolladas, son una de las más criminales agresiones a los ciudadanos. Y lo paradójico es que sus creadores suelen arremeter contra los monopolios privados, que no existen. Los monopolios sólo los puede crear el Estado. La prostitución del capitalismo, perpetrada por el sistema de economía mixta, ha llevado a las democracias modernas a convertirse en una fábrica de lobbies o grupos de presión que pugnan por conseguir que la legislación refleje sus intereses. Esta interacción de lobbies es en apariencia una gran virtud democrática. Pero en el fondo es lo contrario: el fin de la legislación abstracta, sucinta y general que debe regir una economía de mercado, y su reemplazo por una legislación que interviene específica y directamente en mil y una esferas de la actividad privada. GJ. Stigler ha mostrado contundentemente que los gobiernos no se guían, a la hora de reglamentar la actividad industrial, por ejemplo, por la eficacia sino por las presiones políticas2. Y esta concatenación de intereses económicos y legislación política que se ha dado en llamar mercantilismo, es la gran fuente de corrupción, como lo atestiguan tantas democracias occidentales en estos días. El problema parte de un doble error: la idea de que el Estado encarna algo así como el bien común o el interés público, y la degeneración del concepto de derechos. El Estado no encarna ningún bien común o interés público. Es simplemente una institución que El ciudadano tiene derecho a buscar trabajo, pero no tiene ningún derecho natural al trabajo porque el trabajo es un producto del hombre ejerce el monopolio de lo fuerza para proteger los derechos de los ciudadanos. Por ello las funciones del Estado son sólo las que ejercen la policía, las fuerzas armadas y los jueces. La policía y las fuerzas armadas protegen a los ciudadanos contra agresiones internas o externas, y los tribunales dirimen las querellas. Todo lo que se añada a estas funciones, inevitablemente significará un recorte, por pequeño que sea, de la libertad de alguien. El otro asunto, el de los derechos, es clave. El Estado del Bienestar ha entronizado la idea de los derechos económicos, emparentándolos con los derechos políticos. Este es un monumental contrabando. Los derechos económicos suponen que la alimentación, o la salud, o la vivienda, o la educación, son recursos naturales ya existentes que hay que repartir. Ninguna de estas riquezas existe: son creación del hombre. La riqueza hay que producirla. Legislar en función de derechos económicos, por lo tanto, sólo puede significar coacción, obligar a alguien a hacer algo, despojar a alguien de una parte de su riqueza, infligir a los ciudadanos un costo o, para decirlo más claramente, un castigo. El ciudadano tiene derecho a buscar trabajo, pero no tiene ningún derecho natural al trabajo porque el trabajo, es un producto del hombre. Como muchas de estas ideas colectivistas llevan tanto tiempo entre nosotros, se ha vuelto casi imposible discutirlas porque es impolítico hacerlo. El problema es que este sistema mixto ha llegado a su fin. Ya no hay posibilidad alguna de que levante cabeza o de que sea salvado. Ahora bien: junto con la crisis del Estado del Bienestar ha llegado la crisis de las instituciones políticas y de la función política en sí. Creo que, con todos sus desventajas, ésta es una excelente ocasión para que los liberales lancemos una gran ofensiva ideológica que ponga de cabeza buena parte de los supuestos filosóficos y políticos sobre los que se han construido las sociedades modernas, amparados en una realidad que ofrece, todos los días, en todas partes del mundo, ejemplos poderosos de lo que decimos. La crisis de credibidilidad de los políticos es la mejor ocasión para ofrecer a los ciudadanos una alternativa radical y nueva, una ruptura con lo establecido. Porque la crisis de los políticos es simultánea y sinónima con la crisis del Estado del Bienestar. Ofrecer libertad es no sólo ofrecer el mejor sistema: también una nueva forma de hacer política.! 1 lAyri Rand, Capitalism: The Unknown Ideal, Signet, 1967. 2)Citado por Cento Veljanovski en The Economics of Law, The Institute of Economic Affairs, 1990.