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El rompecabezas guinenano
Alberto Míguez
Sobre la independencia de Guinea Ecuatorial y lo que supone para España. El balance roza la catástrofe, la situación es muy negativa en todos los aspectos.
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Alberto Míguez, “El rompecabezas guinenano,” accessed December 6, 2024, http://repositorio.fundacionunir.net/items/show/561.
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Title
El rompecabezas guinenano
Subject
Panorama
Description
Sobre la independencia de Guinea Ecuatorial y lo que supone para España. El balance roza la catástrofe, la situación es muy negativa en todos los aspectos.
Creator
Alberto Míguez
Source
Nueva Revista 031 de Política, Cultura y Arte, ISSN: 1130-0426
Publisher
Difusiones y Promociones Editoriales, S.L.
Rights
Nueva Revista de Política, Cultura y Arte, All rights reserved
Format
document/pdf
Language
es
Type
text
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Política exterior El rompecabezas guineano Por Alberto Miguez esde que en los años sesenta Guinea Ecuatorial alcanzó chapuceramente la independencia, este pobre y lejano país ha sido para España una condena además de un desafío. Condena, porque pese a lo exigüo de su población, las poDtenciales riquezas de su suelo y de su mar y las excelentes condiciones económicas y sociales en que se hallaba cuando el entonces ministro de Información y Turismo, Manuel Fraga, fue testigo de cómo se arriaba la bandera española, el país ha ido dando tumbos hasta alcanzar la situación límite en que se encuentra. Los bienintencionados y periódicos esfuerzos de la exmetrópoli por mejorar la suerte de los guineanos, olvidados por la Madre Patria según se cansan todavía de repetir algunos, para poco han servido. El balance a estas alturas roza la catástrofe: nunca la situación había sido peor en todos los terrenos, nunca la dictadura había sido más arbitraria y salvaje, nunca tampoco los esfuerzos de cooperación y la ayuda humanitaria españolas habían sido peor recibidos por el clan tribal que controla el país desde la emancipación. Y nunca tampoco las relaciones entre España y su única hija africana se parecieron tanto a un trágico carnaval. Lo que mal empieza, mal acaba, dice el refrán.Y esta historia de Guinea empezó rematadamente mal y puede terminar peor. La independencia concedida a aquel pedazo de España en Africa como escribía la prensa franquista, se otorgó en las peores condiciones imaginables, tras una batalla grotesca entre el almirante Carrero Blanco (que se oponía con todas sus fuerzas a la emancipación de la colonia o de cualquier otra cosa) y el ministerio de Asuntos Exteriores que en aquellos momentos dirigía Fernando María Castiella. La batalla, finalmente, la ganaron las Naciones Unidas y el Palacio de Santa Cruz pero ¡a qué precio!. Tras la huella del tigre Tras haber promovido a toda prisa un sistema de partidos y de libertades (algo a lo que los españoles no tenían derecho pero los guiñéanos sí) se arbitró un referéndum de autodeterminación y unas elecciones presidenciales tan ortodoxas como surrealistas. Como era de esperar, el ganador fue el peor enemigo que la metrópoli tenía entre los políticos improvisados de la colonia. Eso se supo pronto, antes incluso de arriar la bandera y retirar a la Guardia Civil. Lo que pocos sabían, en cambio, era que Francisco Macías Nguema estaba loco y que, además, su poder estaba sometido al consejo de ancianos del clan essangui de su etnia (fang). Macías hizo lo que cabía esperar de un demente semianalfabeto: asesinó a sus adversarios reales o supuestos, prohibió cosas tan pintorescas como el pan (alimento típicamente colonialista) o el teléfono, hundió la reducida flota pesquera para que nadie pudiera huir de la isla de Fernando Poo (rebautizada Isla Macías), expulsó a todos los finqueros españoles que aportaban al país las escasas divisas procedentes del cacao y el café, llamó a cubanos y norcoreanos para que cuidaran su salud política y física, construyó un inmenso y eostosísimo palacio en la entonces ya miserable ciudad de Bata (donde no había luz eléctrica) y terminó paseándose en un tanque ruso el único de su flamante ejército por la selva para evitar atentados. Previamente se autoproclamó el único milagro de Guinea Ecuatorial. Mientras duraba aquella tragicomedia africana, los sucesivos gobiernos españoles del franquismo y de la democracia, cerraban o abrían el grifo de la ayuda a fondo perdido, según el dictador apretase o abriese la mano: cuanto más apretaba, más dinero, alimentos o medicinas se enviaban para evitar una catástrofe, para que el pueblo guineano no pagase los excesos del dictador, etc. Papá Macías pasaba la mitad del tiempo rondando por las espesuras de Mongomo (su pueblo natal) haciendo magia para convencer a sus aterrorizados compatriotas que era inmortal y que podría, si llegaba el caso, convertirse en tigre. Algunos lo creyeron, otros no. Entre quienes dudaban sobre las capacidades sobrenaturales del dictador estaba su sobrino y colaborador el sargento Teodoro, Teodoro Obiang Nguema, jefe militar de la isla Bioco (exFernando Poo) y cómplice, cuando no inspirador, de muchos excesos ordenados por su pariente. El sargento escuchó los sabios consejos de los ancianos de Mongomo, seriamente preocupados por el delirio paranoico de Macías y tras advertir al Gobierno español que iba a derrocar a su tío (y pedirle, al mismo tiempo, que mandase a la Guardia Civil) desencadenó el llamado golpe de la libertad, otra aviesa mascarada que concluyó con el fusilamiento del dictador derrocado y algunos de sus colaboradores, que no supieron ponerse al lado del sargento con la celeridad necesaria. El palo y la zanahoria El golpe (agosto 1979) desencadenó la euforia en la exmetrópoli y empezaron a llegar aviones y barcos repletos de alimentos, medicinas, jeeps, tractores, máquinas de escribir, fusiles y catecismos en un generoso e irreflexivo esfuerzo del gobierno de Madrid. Los Reyes viajaron a Guinea y lo mismo hizo posteriormente el presidente Calvo Sotelo. Todos celebraban la reconciliación entre la hija díscola africana y la generosa y lejana madre patria, mas generosa que nunca y mas ajena también que nunca. Obiang fue suficientemente astuto para convencer al gobierno de Madrid que ahora sf, la democracia, las libertades, la prosperidad y la paz civil iban a llegar al país. Algunos exiliados volvieron, otros prefirieron esperar acontecimientos inspirados, por la desconfianza ancestral de los que siempre llevan las bofetadas. Por supuesto, tenían perfectamente razón. Obiang se convirtió poco a poco en una versión clónica de su tio, el tigre de Mongomo. Los ancianos del clan essangui siguieron dirigiendo el cotarro desde sus tenidas nocturnas en la selva, los polizontes y la soldadesca que sirvió al primer dictador siguió sirviendo a su epígono, los disidentes fueron detenidos, torturados y expulsados del país, las fincas expropiadas a los españoles se repartieron como botín de guerra entre los amigos del presidente y siguieron inexplotadas mientras la selva las devoraba, etc.. El país siguió viviendo de los subsidios de la madre patria, convertida en pánfila madrina, y de las limosnas de algunas organizaciones humanitarias o internacionales. En 1989, diez años después del golpe de la libertad la situación en Guinea Ecuatorial era la siguiente: un partido único, un presidente vitalicio e infalible, una Constitución donde se consagraban ambas cosas, una economía en bancarrota, corrupción generalizada, desnutrición, ignorancia, y represión. Por supuesto, ni una sóla libertad recobrada, ni el más mínimo amago de elecciones o libertad de expresión. Obiang ganaba tiempo mientras ponía la mano. Los planes integrales de cooperación, las ayudas de urgencia, los préstamos a fondo perdido permitían y permiten al dictador seguir haciendo a su antojo y conveniencia. En trece años, la bromita le costó a España unos cincuenta mil millones de pesetas, cantidad suficiente para regalar a cada familia guineana un automóvil o un tractor si para algo les sirvieran. El problema es que ese dinero, como las ilusiones de los donantes, se esfumó en las cuentas secretas del dictador o las francachelas de sus colaboradores. Fiel a la técnica del palo y la zanahoria (que la diplomacia española, pobrecilla, creía haber aplicado en Guinea según se acaba de descubrir tras la publicación de unos documentos del ministerio de Exteriores), Obiang mareó la perdiz hasta límites surrealistas, antagonizando a España con Francia, la potencia neocolonial hegemónica en la región. La anémica moneda nacional el ekuele se convirtió en franco CFA, al ministerio de Exteriores se le añadió el apellido y de la Francofonía y el presidente se compró un lujoso apartamento en Paris a donde envió sus hijos a estudiar. Naturalmente ni Obiang, ni su ministro de Exteriores ni el 99,9% de los guineanos hablan una palabra de francés y, además, les tiene sin cuidado la francofonía, pero la maniobra exitosa gracias también, hay que decirlo, a la insólita conducta francesa tenía y tiene un objetivo claro: amenazar a España con un cambio de alianzas para que, de nuevo, el hada madrina se rasque el bolsillo. Para rematar la faena, en diciembre de 1991, el sargento Teodoro quiso convertir la primera visita del presidente Felipe González a Guinea en un nuevo espectáculo de ilusionismo. Tras haber paseado al jefe del Gobierno español por los exóticos paisajes guineanos, haberle agasajado con cantos y danzas en el más puro estilo de las minas del rey Salomón, anunció finalmente que su régimen iba a intentar la misión imposible de democratizarse y para ello solicitaba los buenos oficios de España. Obviamente, una maniobra de estas características necesitaba además de consejos, alguna liquidez para ciertos dispendios. Fue otro sablazo memorable que concluyó con la guinda de que se nombrase a Adolfo Suarez asesor como experto en transiciones difíciles. En cuanto el expresidente centrista olfateó lo que Obiang estaba tramando, saludó muy amablemente y regresó a Madrid. En realidad, el sargento Teodoro (hoy convertido en general Teodoro) quería repetir la famosa aspiración de todo dictador que se precie, es decir, que algo cambie para que todo siga igual. Habría, sí dijo, elecciones pero con una ley electoral hecha a medida y un censo electoral amañado para beneficio del presidente y su partido semiúnico. Habría, sí, partidos políticos diversos, pero siempre que tuviesen un comportamiento patriótico, lo que quiere decir que deberían servir de comparsa para el gran fraude. Habría, sí, libertad de expresión y reunión, siempre y cuando no se criticase al presidente, ni a sus amigos, ni al gobierno, ni a los amigos de los amigos del presidente. La televisión que paga y mantiene España para ser permanentemente denigrada sólo podría ser utilizada por el presidente y sus amigos, o los amigos de sus amigos, etc, etc. ¿Qué hacer? Ante el rotundo rechazo de estas elecciones por la Plataforma de la Oposición Conjunta, que alberga a los partidos democráticos, y la seria advertencia española de que unos comicios en tales condiciones no podían celebrarse en la fecha anunciada (12 de septiembre), Obiang cedió y aplazó la convocatoria. Pero al mismo tiempo (el palo y la zanahoria ¿recuerdan?) inició una campaña contra el gobierno español, a quien acusó de conspirar para derrocarlo al tiempo que acusaba a un pobre carpintero de Valencia de formar parte de un comando de ETA encargado de asesinarlo. El tono ha ido subiendo y en un momento dado, el gobierno español no tuvo más remedio que recordar al guineano que su obligación primera era respetar la vida y bienes de los españoles allí residentes (setecientos diez o tres mil, depende de quién haga el cómputo) y que si la existencia o hacienda de cualquier español se viese amenazada podría arder Troya. A buen entendedor... Naturalmente, las negociaciones entre Obiang y los partidos políticos guineanos han terminado a palos. Mejor dicho, con un asesinato: el de Pedro Motú, un exmilitar, que vivió exiliado mucho tiempo y que tuvo la mala idea de regresar a su país porque creyó en las promesas del dictador. Motú fue detenido, interrogado, abierto en canal y parte de sus visceras fueron devoradas por sus sayones, un grupo de asesinos que sustituye a la guardia marroquí que hasta hace unas semanas se encargaba de la seguridad del presidente y que fue retirada por Hasan II previa presión de Estados Unidos. Los ninjas, como el pueblo conoce a estos individuos, se dice que fueron entrenados por cooperantes franceses. Tal vez ha llegado el momento de que el Gobierno español le pregunte muy finamente al francés a qué juega en la lejana y miserable excolonia. Entre países amigos, socios y aliados no debería haber secretillos ni malentendidos, aunque se produzcan en tierras africanas. La próxima cita es en noviembre. A finales está previsto que se celebren las elecciones o lo que sea. Porque será, más bien, lo que sea. No hay condiciones de libertad, limpieza, y seriedad para que los resultados sean fidedignos. Obiang quiere seguir a toda costa con la esperanza puesta en que se produzca un milagro (¿el petróleo, tal vez?) como hacen Fidel Castro, Kim II Sung y demás compadres. En estas tierras africanas ha naufragado estrepitosamente la diplomacia española ayer, hoy y, si Dios no lo remedia, tal vez mañana. ¿Qué hacer?, se han preguntado todos los ministros de Exteriores que desde Castiella han sido. Y casi siempre han hecho lo contrario de lo que creían que debían hacer. No, no es un acertijo ni una charada, es sencillamente una realidad. Todos los gobiernos españoles de los setenta y de los ochenta, tomaron en un momento dado la firme decisión de abandonar Guinea a su suerte, de no soltar un céntimo más en este pozo sin fondo, de olvidarse, en suma, de la excolonia. Pero todos ellos, por consideraciones humanitarias, por inexperiencia en cuestiones africanas, por ínfulas de expotencia colonial, por torpeza irreprimible, por soberbia o por lo que sea, han terminado sosteniendo con el dinero de los contribuyentes a dos de las dictaduras mas zafias y salvajes de las que hay historia en Africa, lo que ya es decir. Cuando se habló de cortar el grifo de la cooperación al mínimo, siempre surgía una voz compasiva y seguramente razonable que advertía sobre las consecuencias que eso tendría para el pueblo guineano. Felipe González ha dicho y repetido que se mantendrá la ayuda humanitaria como sea. Allí están y allí se quedarán aunque España decida desentenderse de Guinea varias docenas de religiosos y religiosas españoles que hacen en aquella tierra ingrata una labor ejemplar. Y allí está, también, un símbolo de nuestra impotencia histórica ¿o será, tal vez, histérica? para ordenar este maldito rompezabezas, es decir, para encaminar hacia una vida civilizada y decente a trescientas mil personas que fueron antaño españoles, al mismo tiempo que africanos. La situación es mala pero puede empeorar.