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La España que nos queda

Antonio Fontán

Sobre la octava legislatura que no ha sido el período político más glorioso y el recién elegido gobierno del cuál no se esperan grandes cambios.

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Referencia

Antonio Fontán, “La España que nos queda,” accessed March 28, 2024, http://repositorio.fundacionunir.net/items/show/486.

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Title

La España que nos queda

Subject

Elecciones generales 2008

Description

Sobre la octava legislatura que no ha sido el período político más glorioso y el recién elegido gobierno del cuál no se esperan grandes cambios.

Creator

Antonio Fontán

Source

Nueva Revista 115 de Política, Cultura y Arte, ISSN: 1130-0426

Publisher

Difusiones y Promociones Editoriales, S.L.

Rights

Nueva Revista de Política, Cultura y Arte, All rights reserved

Format

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Language

es

Type

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UNA ELECCIÓN INMINENTE La España que nos queda ANTONIO FONTÁN a octava legislatura que en estos días ha terminado su vida no ha Lsido ciertamente el período político más glorioso ni el más brillante de este último tercio de siglo español. En marzo de 2004, con la derrota electoral del partido que había gobernado España durante los ocho años anteriores, se constituyó en torno a los socialistas una mayoría parlamentaria prendida con alfileres que, ante determinados asuntos, resultaban punzantes. Era el tripartito del PSOE con los republicanos separatistas de Cataluña y los antiguos comunistas, teñidos de «verde» en algunas regiones. Unos y otros perseguían objetivos políticos distintos y sólo les unía compartir en mayor o menor grado parcelas de poder y el propósito de «liberar por fin a España de las ataduras históricas que mantenían atenazado al país durante los últimos regímenes: la monarquía de Sagunto, la dictadura de Primo, el sistema franquista y los casi treinta años de la transición». A unos —ERC e IU— les gustaría acabar con todo ello pronto y de una vez. Los socialistas, con más pies de plomo, aspiraban a un gobierno más duradero y «progresista» que el del presidente González. Esa misma fórmula de «tres en uno» era independentista en las regiones más nacionalistas y simplemente satélite del PSOE en otros sitios, dando lugar a flagrantes contradicciones que toda España recuerda. Hubo tripartito también para el Gobierno de la Generalitat, con presidencia del PSOE, pero también con el singular episodio del acuerdo del presidente del Gobierno con CIU, a espaldas de los republicanos de Esquerra, y de sus propios compañeros del PSC, para luego romper con esos nuevos amigos y dar lugar al referéndum estatutario de más alta abstención que han conocido las votaciones españolas del siglo XX. En estos cuatro años han fracasado ruidosamente —nunca mejor dicho— lo que se llamó el «proceso de paz» y los soñados acuerdos con los terroristas, el borroso —y utópico— proyecto con que soñaban algunos gubernamentales de sustituir la unidad de la nación española que dice la Constitución, por una mal hilvanada «confederación» de entidades territoriales que, más que formar un Estado a la altura de los tiempos actuales en el mundo desarrollado, degeneraría en un puzzle de piezas imposibles de encajar entre sí. Oficialmente no ha habido cambios en la Constitución de 1978. Unos dicen que fue por falta de consenso y otros porque no hacían falta. Pero varios de sus artículos han resultado erosionados por leyes aprobadas en el parlamento por la mayoría tripartita gubernamental que sostenía al Gobierno. Si se llegaran a poner en práctica algunos de estos nuevos preceptos habrían dejado de ser respetadas las sabias previsiones de los artículos 148 y 149 de la Constitución del 78 en que se enumeran las competencias políticas y administrativas que pueden ser asumidas por las comunidades autónomas y las que están reservadas al Estado. Si bien hay que hacer constar que en algún caso, por razones de «política menor», ha habido reformas estatutarias e incluso nuevos estatutos autonómicos que contaron con el apoyo o la tolerancia del principal partido de la oposición, que, para ser fiel a sus principios, tendría que impulsar o imponer verdaderas rectificaciones. Menciono estos asuntos porque la unidad nacional, a todos los efectos, es más necesaria, e incluso más urgente, que cuando se aprobó la Constitución del 78. España pertenece a la Unión Europea y al Consejo de Europa, es miembro de la OTAN y de la OCDE, nuestra moneda es el euro y el Banco Central Europeo resulta tan próximo a los intereses de la economía nacional —o más — que el propio Banco de España. Es indispensable que en todas esas instancias el Estado español hable con una sola voz sin que desde algunas de las comunidades autónomas se escuchen o se planteen disidencias. Además, en estos cuatro años se han aprobado leyes como la que otorgaba con toda solemnidad el título y la consideración jurídica de matrimonio a una clase de asociaciones humanas que no son tal cosa, que se salen de la Constitución y del léxico y los usos de la lengua española. El artículo 32.1 de la Constitución dice que «el hombre y la mujer tienen derecho a contraer matrimonio con igualdad jurídica», que es, más o menos lo que dice el artículo 23 del Pacto Internacional de Derechos civiles y políticos de Nueva York, ratificado por España en abril de 1977. El convenio, que han hecho suyo casi todas las naciones del mundo, es un poco más preciso porque empieza diciendo que «la familia es el elemento natural y fundamental de la sociedad y tiene derecho a la protección de la sociedad y del Estado» y prevé que en caso de disolución se debe asegurar «la protección necesaria a los hijos». La mera mención de estos derechos refuerza lo que, antes de esa inútil ley que lesiona conciencias y desvaloriza ese «elemento natural y fundamental de la sociedad», se entendía por matrimonio en los códigos españoles. No todo lo que ha hecho el Gobierno que ahora termina en sus cuatro años de mandato ha sido negativo. Encontró una España políticamente pacificada, aunque estuviera afectada por la peste del terrorismo, que no está ausente de otros países civilizados y de primer orden del mundo. No sólo la Corona, sino el Gobierno y la nación española eran escuchados y respetados en todas partes. Disfrutaba España en 2004 de una situación económica sana, que sustancialmente se ha mantenido, incluso con ciertos puntos de crecimiento, a lo que ha contribuido la generalizada prosperidad económica de las naciones desarrolladas. Se han mantenido —y en algunos puntos mejorado— los niveles de empleo, y se ha progresado de manera estimable en buena parte de nuestras infraestructuras. Pero España necesita seguir avanzando económica, social y políticamente en el concierto de las naciones. Ha de recuperarse el nivel de relación con los Estados Unidos, que no es cuestión de simpatías o antipatías personales, sino de conjuntar políticas, económicas y culturales entre las dos sociedades. En la Unión Europea se oye a España pero no se la atiende, quizá por el escaso prestigio de su Gobierno reflejado en que el débil sí de los escasos votantes españoles en los referendums de la frustrada Constitución, no llegó siEspaña necesita recobrar el quiera a los oídos de nadie, a difeespíritu de la Transición, que rencia del no de los holandeses. No no era un punto final, sino un es razonable —ni siquiera posible— punto de partida de millones mantener la tensión con la Iglesia de ciudadanos aleccionados católica y soportar que los portavocpor la historia. ces del principal partido del Gobierno quieran polemizar ellos personalmente con el Papa. Pero es en el orden interior en donde son precisos los «golpes de timón» que, como ha recordado Miguel Angel Gozalo, no fue una expresión original de Tarradellas, sino que ya la había utilizado Ortega. España necesita recobrar el espíritu de la Transición, que no era un punto final, sino un punto de partida de unos millones de ciudadanos aleccionados por la historia. La «memoria histórica» de la que tanto se ha hablado y hasta se han hecho leyes, además de un «oxímoron» es querer llevar a una nación mirando hacia atrás, cuando la misma conciencia del pasado debería ser un estímulo para caminar hacia delante en un contexto mundial que tiene bastante poco que ver con el de los primeros años del siglo anterior. En el orden cultural nuestro país necesita una educación progresiva al nivel de la tecnología de los tiempos presentes, en la que se cultiven valores, se respeten los derechos de las familias, de la Iglesia y no se intenten las ideologizaciones, en ocasiones sectarias de algunos de los presuntos manuales que se postulan cerca de maestros y escolares bajo el ampuloso epígrafe de Educación para la ciudadanía. Pero la tarea más urgente que deberá abordar el nuevo parlamento de 2008, es la de armonizar el gobierno de España: hacer que se respeten las normas que distribuyen las competencias entre los diversos poderes. Que el cambio de residencia de un ciudadano español no afecte a sus derechos, ni a sus impuestos, ni a su lengua, ni a la escuela de sus hijos, a quienes se quiere enseñar la geografía regional, ignorando la de toda la Península y, por supuesto, la del continente o la del globo terráqueo. ANTONIO FONTÁN