Nueva Revista 103 > Norteamérica dividida

Norteamérica dividida

Marciano Escutia

De cómo los estadounidenses de dividirían no entre creyentes y no creyentes, una división quizá más europea, sino entre dos grupos que discrepan respecto al papel de la religión en la vida pública.

File: Norteamérica dividida.pdf

Referencia

Marciano Escutia, “Norteamérica dividida,” accessed March 29, 2024, http://repositorio.fundacionunir.net/items/show/379.

Dublin Core

Title

Norteamérica dividida

Subject

Norteamérica dividida

Description

De cómo los estadounidenses de dividirían no entre creyentes y no creyentes, una división quizá más europea, sino entre dos grupos que discrepan respecto al papel de la religión en la vida pública.

Creator

Marciano Escutia

Source

Nueva Revista 103 de Política, Cultura y Arte, ISSN: 1130-0426

Publisher

Difusiones y Promociones Editoriales, S.L.

Rights

Nueva Revista de Política, Cultura y Arte, All rights reserved

Format

document/pdf

Language

es

Type

text

Document Item Type Metadata

Text

SIN PERDER LA FE Norteamérica dividida MARCIANO ESCUTIA PROFESOR DE FILOLOGÍA INGLESA oah Feldman, que se describe a sí mismo como «una persona que ha Ncrecido y se ha educado en un medio judío ortodoxo», es profesor de la Facultad de Derecho de la Universidad de Nueva York y fue escogido como experto para ayudar a elaborar la Constitución de Iraq, tanto por su conocimiento del árabe como por ser el autor de After Jihad, donde argumenta que la democracia y el Islam son perfectamente compatibles. En el libro que nos ocupa, Noah Feldman, Divided by God: Americas ChurchState Problem.And What We Should Do About It (Farrar, Straus and Giroux, 2005), abundantemente discutido y reseñado en los medios periodísticos y académicos norteamericanos, Feldman trata también la interrelación entre religión y vida política, pero en el contexto actual del debate sobre la separación IglesiaEstado dentro de su propia casa. Para situar el tema, cita en el prólogo el comienzo de la Primera Enmienda a la Constitución de los Estados Unidos de América: «El congreso de los Estados Unidos no promulgará ninguna ley que establezca o prohíba el libre ejercicio de religión alguna». Lo que parecería sencillo de entrada, no lo es tanto a tenor de una reciente decisión del Tribunal Supremo norteamericano que, a la vez que sanciona la constitucionalidad del despliegue público de los diez mandamientos en propiedad estatal, declara que su exposición en las salas de un juzgado iría contra la separación entre la Iglesia y el Estado consagrada en dicha enmienda. Distinciones así de arbitrarias tipifican la atormentada separación IglesiaEstado en los Estados Unidos. Otro ejemplo que señala hace referencia a la legalidad de las escenas de nacimientos de Navidad en terreno gubernamental, podría reducirse a la que se podría llamar «regla del reno de plástico»: mientras que un nacimiento sin renos supondría un refrendo estatal del Cristianismo, uno con renos —especialmente si incluye a Santa Claus— no causaría ningún problema. El título del libro de Noah Feldman intenta ilustrar lo que a primera vista transmite, es decir, que América es un país «dividido por Dios». Los estadounidenses se dividirían no entre creyentes y no creyentes, una división quizá más europea, puesto que la mayoría pertenecería en realidad a los primeros, sino entre dos grupos que discrepan respecto al papel de la religión en la vida pública: los que Feldman llama «legal secularists» y podríamos traducir por «los secularistas jurídicos», que pretenden legislativamente borrar toda referencia a Dios en el gobierno público de la nación; y los que denomina «values evangelicals» o «los evangélicos de los valores morales», que apuestan por la importancia de la religión en la vida política. Mientras éstos creen que la solución a esa división, fundamentalmente religiosa, consiste en abrazar y compartir una serie de valores tradicionales sin los que el país no podría mantenerse unido, aquéllos piensan que la unidad nacional pasa por tratar la religión como un asunto privado y personal, ajeno a los problemas ciudadanos. Los partidarios de ambos bandos alegan que la historia les apoya y es a ella a quien acude el autor para desarrollar su tesis sobre la conjunción de ambas posturas. No cabe duda de que el libro busca la ecuanimidad en este sentido pero, aunque critica la actitud de ambas partes, los secularistas salen en apariencia peor parados. Comenzando desde los orígenes, señala Feldman que los Padres de la Patria eran profundamente religiosos y lo ilustra citando ejemplos como la presentación del día de Acción de Gracias por parte de George Washington, que transpira temor de Dios, y el de su sucesor, John Adams, quien llegó a promulgar un día de oración y penitencia, al más puro estilo bíblico. Argumenta incluso que Thomas Jefferson, prototipo de los liberales americanos, se convirtió en un acérrimo secularista en un periodo tardío de su vida, como consecuencia de su exposición al anticlericalismo francés y de los ataques sufridos por parte de los pastores anglicanos de Nueva Inglaterra. Defiende el libro que los Padres redactaron la Primera Enmienda no tanto para alejar a Los estadounidenses se Dios de la política, tal como alegan dividirían no entre creyentes los liberales, sino más bien para aley no creyentes, una división jar la política de la religión y salvaquizá más europea, puesto guardar así la libertad de concienque la mayoría pertenecería cia; en concreto, para defender a las en realidad a los primeros, Iglesias minoritarias —baptistas, sino entre dos grupos que metodistas y otras confesiones— de discrepan respecto al papel de la Iglesia anglicana dominante. De esta manera, al comienzo de la Rela religión en la vida pública. volución, estas sectas disidentes consiguieron liberarse de las tasas religiosas y consagraron su libertad en la Declaración de Derechos. A la vez que el respeto por la religión y la libertad de conciencia, extrañas a la Europa de la época, sorprende por otro lado descubrir la firmeza del muro de separación entre el Estado y la Religión desde los primeros años de la República. El Congreso, por ejemplo, se empeñó en incluir el domingo en el reparto diario del correo, y cuando algunos grupos cristianos se opusieron en 1828 su respuesta fue que el trabajo del gobierno federal no debía tener en cuenta consideraciones religiosas, por lo que el reparto dominical se mantuvo hasta 1912. Las primeras muestras de secularismo en la política americana no aparecen hasta finales del siglo XIX, para camuflar un sectario anticatolicismo. Nunca antes se había dado una oposición a la enseñanza de la Biblia en las escuelas —de hecho, los políticos del momento la consideraban un elemento fundamental en la formación de la juventud, siempre que fuera la versión protestante—. Sin embargo, cuando los inmigrantes irlandeses intentaron utilizar la correspondiente versión católica, los políticos republicanos salieron con una serie de hábiles disposiciones para no subvencionar «normativas papistas» con dinero público. Esta situación fue incluso aprovechada con intereses de partido. Los liberales secularistas quizá creían que las prohibiciones constitucionales estatales de ayuda gubernamental a las escuelas religiosas —las llamadas Enmiendas Blaine, que toman el nombre del candidato republicano a la presidencia de 1884, James G. Blaine— estaban fundamentalmente motivadas por una preocupación por la libertad religiosa. Sin embargo, Feldman muestra cómo estas disposiciones formaban parte de una estratagema política al estar dirigidas contra las minoritarias escuelas católicas, buscando así conseguir ventajas electorales en un país dividido más o menos, como ocurre en la actualidad, en dos partidos. Los republicanos querían poner a los demócratas, a quienes los católicos votaban mayoritariamente, en un grave aprieto. Si los demócratas apoyaban las enmiendas para atraerse a la mayoría protestante, se arriesgaban a perder el voto católico. Por otro lado, si respaldaban a la minoría católica, se arriesgaban a perder votos protestantes. «La falta de escrúpulos de la estrategia de abrir una brecha entre protestantes y católicos con inclinaciones demócratas —escribe Feldman— no parece haber inquietado a los políticos republicanos». La publicación en América de El origen de las especies de Darwin en 1860 señaló el comienzo de lo que Feldman llama «secularismo fuerte». Conferenciantes como el ateo Robert Ingersoll y el presidente fundador de la Universidad Cornell, Andrew Dickson White, viajaron por todo el país acusando a la religión de anticientífica y durante un tiempo alcanzaron reconocimiento general. En la cima de su carrera, Ingersoll pronunció incluso el discurso de nominación del senador James G. Blaine como presidente de la convención republicana de 1876. Esta época marca también el inicio del fundamentalismo protestante, que surgió, según Feldman, «no como respuesta directa al secularismo, sino más bien como respuesta a las enseñanzas teológicas liberales cristianas, que estaban influidas por la misma visión cientifista de los secularistas». Dicha visión se volvió en su contra, en primer lugar cuando Clarence Darrow, famoso abogado y conferenciante secularista, ridiculizó cruelmente la tesis creacionista en el proceso judicial Scopes en 1925, en el que se juzgaba si el estado de Tennessee podía prohibir la enseñanza de la teoría evolucionista en las escuelas estatales. Por otro lado, señala Feldman, las consecuencias derivadas de dicha corriente cientifista —alimentada sobre todo en ambientes intelectuales—, tales como el darwinismo de la supervivencia de los más fuertes y la nueva ciencia eugenésica, «podrían reflejar Nunca antes se había dado el lado oscuro del carácter elitista del una oposición a la enseñanza secularismo, pues el darwinismo sode la Biblia en las escuelas cial parecía justificar la acumulación —de hecho los políticos del de riqueza por parte de unos pocos famomento la consideraban un vorecidos y la eugenesia favorecía exelemento fundamental en plícitamente el cultivo de una clase la formación de la juventud, dominante genéticamente superior». siempre que fuera la versión La opinión popular acabaría rechazando el secularismo, que dejó de protestante—. atacar la religión de manera directa y adoptaría una estrategia distinta. En el periodo de entre guerras, ateos y agnósticos unieron sus fuerzas con un grupo más amplio de liberales y comenzaron el más moderado «secularismo jurídico». No negaban ni a Dios ni a la religión sino que insistían en que ésta es un asunto privado que ha de mantenerse totalmente separado del gobierno. Asimismo, parte de su estrategia era empezar a defender legalmente los derechos de las minorías religiosas, idea que florecería especialmente después de la II Guerra Mundial, cuando el antisemitismo se volvió tabú y la clase dirigente abrió las puertas a los Judíos. Hasta los años cincuenta del siglo pasado, Norteamérica parecía satisfecha con la idea de que la fe religiosa formara parte de la vida política. El Tribunal Supremo declaraba en 1952: «Somos un pueblo religioso, cuyas instituciones presuponen un Ser Supremo». Las mañanas escolares comenzaban rezando y todo el mundo se deseaba el clásico «Merry Christmas», felices Navidades, ahora políticamente incorrecto. Apenas una década después, rezar en las escuelas se consideraría inconstitucional y dicha Corte reclamaría que la Constitución exige del gobierno actuar secularmente. En los años sesenta y setenta, por intervención de la más alta magistratura de la nación, los Estados Unidos pasaron de ser un país cuyas jornadas escolares se incoaban piadosamente con una oración, y en donde estaban mal vistos el aborto y la pornografía, a otro donde se prohibía la primera y se sancionaban constitucionalmente los otros dos. De hecho, el giro a la derecha de la Norteamérica religiosa se debe, según Feldman, tanto al abuso de sus atribuciones por parte de la Corte como a una reorganización y cambio en la estrategia conservadora. El libro ofrece material abundante para reforzar la opinión conservadora de que, a partir de esas dos décadas, el tribunal empezó a excederse en su cometido aunque su explicación de la polarización religiosa actual va más allá de la mera prepotencia liberal. A la Corte se le consultaban todo tipo de cuestiones respecto al derecho de las minorías, pues constituía éste el momento histórico en que los americanos despertaron a sensibilidades minoritarias, no cristianas, comenzando por las judías y siguiendo luego con otras, especialmente las islámicas y las budistas. De un modo paradójico, la religiosidad americana favoreció a los secularistas sin que nadie percibiera una amenaza contra la religión. Aunque la derecha religiosa insiste en que todo ha ido a peor desde entonces, Feldman piensa que la situación es más complicada. Apunta que una de las características que ha marcado el enfrentamiento entre los grupos secularistas y conservadores religiosos ha sido que cada vez que los secularistas salían victoriosos aparentemente, sus rivales se recuperaban utilizando hábilmente sus mismas armas retóricas. Han adaptado frases secularistas claves, fabricando así una doctrina que Feldman denomina «no sectarismo», mucho más viable políticamente que el fundamentalismo, que partiendo de que Norteamérica no debe promover ninguna religión concreta, defiende que si se desprecia la religiosidad en general, especialmente en la educación, el país se hundirá. Vimos antes cómo una versión temprana de esta misma idea justificó la enseñanza de la versión protestante de la Biblia en las escuelas públicas. No obstante, aunque el no sectarismo ha servido a veces para discriminar disimuladamente a los no protestantes —como en el caso de los católicos apuntado anteriormente— también ha intentado unir a los creyentes de distintas denominaciones. Los católicos, por ejemplo, han dejado de quejarse del abandono de la oración en las escuelas y se han convertido en un fuerte apoyo del consenso cristiano no sectario. Figuras religiosas tan importantes como Jerry Falwell y William Bennett han convertido el no sectarismo en argumento a favor de los «valores morales», y así muchos evangélicos, llevando más allá el argumento, alegan ser un grupo religioso oprimiHasta los años cincuenta del do y merecedor de una mayor protecsiglo pasado, Norteamérica ción gubernamental. De esta maneparecía satisfecha con la idea ra, a pesar de que el secularismo ha de que la fe religiosa formara realizado sus grandes avances en el parte de la vida política. terreno de las demostraciones reliEl Tribunal Supremo declaraba giosas públicas —como la apuntada en 1952: «Somos un pueblo de los nacimientos de Navidad—, los evangélicos, con nuevas energíreligioso, cuyas instituciones as, han conseguido presentarse tampresuponen un Ser Supremo». bién como otra minoría cuyos derechos se han de proteger. Incluso han logrado de los tribunales dinero federal para mantener actividades confesionales, como por ejemplo en el caso del cheque escolar para escuelas religiosas autorizado por la Corte, aunque esté muy poco extendido. En el libro además, como señala su propio título secundario, El problema de la relación entre la Iglesia y el Estado en América y lo que habría que hacer para resolverlo, Feldman sugiere una solución al conflicto, argumentando que se puede encontrar una tercera vía, «que produzca la reconciliación entre republicanos y demócratas, rojos y azules, evangélicos y secularistas». Según el autor, ambos grupos se equivocan precisamente en lo que tratan de corregir, puesto que ninguno de ellos sabe reconciliar la diversidad religiosa y la unidad nacional. Por un lado, los evangélicos persiguen unos valores compartidos pero dando por supuesto que los norteamericanos están de acuerdo en lo importante. Sin embargo, para alcanzar un consenso, tendrían que aguar sus valores hasta privarlos de todo significado. Es decir, o reconocen la imposibilidad de ponerse de acuerdo en esos valores o se han de conformar con un relativismo incoherente con sus principios. Por otro lado, los secularistas se enfrentan con el problema contrario: al reclamar la separación de la religión de la esfera pública están alienando a todos aquellos que piensan que el reconocimiento público de la religión señalaría un compromiso común con unos valores compartidos. Cada vez más, la retirada de los símbolos religiosos de las escuelas, juzgados y locales públicos es interpretada por los evangélicos como una exclusión de la propia participación política, por mucho que los secularistas se empeñen en explicar que no es así. En lugar de las posturas encontradas de ambas facciones, Feldman aboga por la tolerancia pública de la religión siempre que sea incluyente y acomode la diversidad religiosa del país, es decir, el reconocimiento de que la fe religiosa informa las opciones políticas de muchos norteamericanos. Los secularistas habrán de admitir que en una democracia su preocupación por la no exclusión de nadie tiene en cuenta el sentimiento de exclusión de muchos ciudadanos que quieren dar expresión política a sus valores religiosos. Es lo que denomina la opción por una «inclusión simbólica» merced a la cual, a la vez que se permita invocar simbólicamente valores religiosos y se toleren las demostraciones religiosas ecuménicas en la vida pública, se vele rigurosamente por la separación organizativa y financiera de las instituciones religiosas respecto a las gubernamentales. Se busca así la reconciliación de los dos bandos cuya lucha determina el debate sobre la relación entre la Iglesia y el Estado. Su solución no es otra que salvaguardar el valor de la libertad religiosa, propiedad inveterada esencial en la relación IglesiaEstado en Norteamérica, a la vez que se respeta la también tradicional separación institucional entre ambos. Al reconocer que dicho equilibrio no es fácil, Feldman critica los dos extremos posibles en dicha relación, representados por la situación en Europa, ejemplificada en Francia y en los países islámicos, respectivamente. Propone que se acepte la importancia de la religión en la vida de muchos ciudadanos a la vez que se mantiene claramente separada de la actividad política. Apoya una mayor tolerancia del discurso y simbolismo público religiosos, con lo que supone de reconocimiento de sus valores, a la vez que rechaza de plano la financiación estatal de sus instituciones y actividades. La propuesta de Feldman supone abandonar la idea de que la religión no tiene sitio en la esfera pública —tendencia actual en Europa, donde se dificulta que las personas con convicciones religiosas puedan intervenir en política— a la vez que implica que el gobierno se disocie de toda filiación o apoyo a instituciones confesionales. Se concedería así a los liberales una prohibición sin ambages de la finanLos católicos, por ejemplo, ciación de la religión, que terminahan dejado de quejarse del ría muy probablemente con los cheabandono de la oración en las ques escolares y el dinero estatal para escuelas y se han convertido las organizaciones religiosas benéfien un fuerte apoyo del cas. A cambio, se permitiría resaltar consenso cristiano no sectario. la importancia de la religión en los símbolos públicos, como por ejemplo, en la jura de la bandera, y se dejarían de lado las objeciones a los políticos que ofrecen argumentos teológicos para justificar decisiones políticas. Hasta ahora, el delicado equilibrio entre la financiación pública de lo sagrado —aceptado actualmente como algo positivo— y su despliegue en público —considerado negativo— se debe en gran medida a los movimientos de vaivén en temas religiosos de la jueza Sandra Day OConnor, que acaba de jubilarse. En este sentido, Feldman quizá se excede al final del libro al sugerir que la señora OConnor lo entiende todo al revés. ¿Es ésta una solución verdaderamente realista en un ambiente en que ambas posiciones están tan enconadas? Acaso Feldman sea demasiado optimista, tal como se le ha criticado por su libro After Jihad, donde demuestra un optimismo injustificado sobre la política islámica. Quizá ese mismo optimismo le ha llevado a sobreestimar la facilidad de negociar una tregua entre secularistas y evangélicos simplemente permitiendo más los despliegues religiosos y restringiendo el dinero público. No cabe duda de que aunque los liberales aprobarían la abolición de los cheques escolares o la financiación de organizaciones religiosas benéficas, es difícil que dichas medidas disminuyeran su inquietud ante el creciente poder evangélico, del mismo modo que una menor intervención legal y más oraciones públicas —en las que ni siquiera aparece el nombre de Jesús— no van a disipar la preocupación conservadora sobre la decadencia moral del país. La propuesta de Feldman, aunque honrada y elegante, quizá adolece de ser meramente cosmética y no parece ir a las raíces de fondo de un problema de difícil solución. «• MARCIANO ESCUTIA