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De la Guerra de la Independencia y de las Cortes de Cádiz
Antonio Álvarez de Morales
Ensayo sobre el cambio político que supuso la Guerra de la Independencia en España y la creación de las Cortes de Cádiz.
File: De la Guerra de la Independencia y de las Cortes de cádiz.pdf
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Referencia
Antonio Álvarez de Morales, “De la Guerra de la Independencia y de las Cortes de Cádiz,” accessed December 4, 2024, http://repositorio.fundacionunir.net/items/show/3033.
Dublin Core
Title
De la Guerra de la Independencia y de las Cortes de Cádiz
Subject
Historia de España
Description
Ensayo sobre el cambio político que supuso la Guerra de la Independencia en España y la creación de las Cortes de Cádiz.
Creator
Antonio Álvarez de Morales
Source
Nueva Revista 116 de Política, Cultura y Arte, ISSN: 1130-0426
Publisher
Difusiones y Promociones Editoriales, S.L.
Rights
Nueva Revista de Política, Cultura y Arte, All rights reserved
Format
document/pdf
Language
es
Type
text
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ALGUNOS PROTAGONISTAS De la Guerra de la Independencia y de las Cortes de Cádiz ANTONIO ÁLVAREZ DE MORALES UNIVERSIDAD AUTÓNOMA DE MADRID adie dudará de que con la Guerra de la Independencia se inicia un Ncambio político con una serie de problemas que van a enfrentar las Cortes de Cádiz. Sobre éstas se han ido planteando algunas importantes cuestiones, entre las que destacan si fueron inspiradas por una tradición medieval o por ideas revolucionarias que venían de Francia, o si en el reinado de Carlos IV la clase culta apoyaba el Antiguo Régimen o si ya se habría producido una ruptura con él. El 2 de mayo y la victoria de Bailén fueron decisivos para enderezar una situación que era catastrófica en aquel momento, y en el que prevalecía la confusión creada por la ausencia del rey y la Asamblea de Bayona. Esta confusión fue superada por la actuación y decisión de unos cuantos personajes, que ya tenían una gran experiencia, el conde de Floridablanca, Antonio Capmany, el obispo Quevedo Quintano, Jovellanos, entre otros. El caso más destacado es el de Jovellanos que, liberado de la cárcel tras la caída de Godoy, manifiesta su alegría y describe el odio del pueblo contra el valido y sus familiares. En su viaje desde Mallorca a Madrid se va encendiendo su actitud contra los franceses, antes de que se produzca la batalla de Bailén. En ningún momento le pareció el pacto con el invasor un trato honroso, a diferencia de aquellos que acudieron a Bayona y que, después de Bailén, fueron admitidos por la Junta Central y las Cortes. El pueblo daba la pauta y su expresión fueron las Juntas. El peso que esta actitud tuvo en la inclinación de la balanza hacía una posición firme ante los franceses, lo tuvieron que reconocer incluso aquellos, que por su elitismo, estaban muy por encima de reconocer los méritos del pueblo. Juan Pérez Villamil, en agosto de 1808 escribirá: «El populacho de muchas ciudades principales se derramó por las calles y por las plazas y clamó por un gobierno que le preservase de la tiranía francesa: invocó los nombres de algunos que tuvo por más patriotas y más populares y esta aclaración tumultuaria es el origen de las Juntas [...]. Esta es una verdad que no se puede disputar, que por miedo y respeto al populacho fue necesario que estas Juntas, hechura suya en sus principios, aunque después ellas mismas se constituyeron como les pareció, asumiesen su gobierno [... ] con tal poder dispusieron de las tropas estacionadas en corto número y derramadas en la respectiva provincia: porque la tropa y sus jefes, puesto que quisieran, no lo podrían resistir». Esta aparición del pueblo como fuerza irresistible despertó en unos la idea de que era el fundamento adecuado para lograr una revolución política. No hay más que leer los discursos y escritos de Canga Argüelles, Quintana, Toreno o Calvo de Rozas. Este último, como miembro de la Junta Suprema, en septiembre de 1809 dirá: «La nación recobró su primitiva independencia desde que vio su suerte, su existencia y su libertad dependientes de los esfuerzos que hiciese; proclamó, es cierto, a Fernando y no hubo voto individual que no oyese gustoso ese nombre; más era como una nueva elección la que hacía de un rey, al reconstituir un cuerpo político cuyos lazos se habrían roto de hecho, y no había autoridad, no había código anterior que pudiese atar la voluntad nacional». Por todo ello Calvo Rozas pide la convocatoria de Cortes. En igual sentido se mueve el dictamen de Antonio Capmany, quien consideraba inevitable la nueva constitución a costa de las clases privilegiadas. Nobleza y clero tendrían que hacer muchas concesiones en el terreno político, si querían salvar sus propiedades, no le parece conveniente ni siquiera crear dos cámaras, una Alta y otra Baja. En cambio dice «harto gana el pueblo, o sea el estado general, en su llamada como legislador a un congreso libre y soberano, derecho que jamás tuvo España, ni por constitución ni por gracia, pero que él se lo ha adquirido hoy por sus patrióticos servicios y esfuerzos». Lo mismo piensa Jovellanos que señala que no cabe volverse atrás, que la autoridad de las Juntas y de la Junta Central no es constitucional en el sentido antiguo, sino que deriva del pueblo. Nadie cuestionará la legitimidad de la Junta Central y hasta el obispo de Orense, que luego se enfrentará a las Cortes, no tuvo problemas en aceptar la presidencia de la Regencia de manos de la Junta Central. EL IMPULSO DEL PUEBLO En la exposición que hacen de las Cortes Generales y Extraordinarias de la Nación Española los individuos que compusieron la Junta Suprema Central gubernativa de la misma, se dice: «El pueblo dio el impulso, el pueblo creó sus Juntas y el pueblo, no teniendo más partido para sujetarse a la tiranía o usar de su derecho de insurrección, adoptó éste sin necesidad de consejeros que lo instigasen». Y más adelante se añade: «El pueblo español hizo cuanto pudo, hizo lo que ningún pueblo de la tierra hará en semejante situación». De esta forma el recurso al pueblo es el arma definitiva para celebrar elecciones a Cortes y redactar una constitución. Pero además, el hecho de que Napoleón hubiese promulgado la constitución de Bayona, exigía una contestación. Una respuesta que venía condicionada por la actitud que, frente al emperador francés, se tenía en los últimos años del reinado de Carlos IV. En la clase alta de la sociedad española de la época se había llegado a tener, por algunos, una visión deslumbradora del emperador, motivada por sus empresas militares, por lo que le admiraban. Pero otros, sin llegar a este deslumbramiento, veían con satisfacción que había restablecido el orden político en Francia. Toreno nos dice cómo corría por España en este momento el buen nombre de Napoleón, así que no es de extrañar que muchos de éstos se convirtieran en afrancesados y aceptaran la constitución de Bayona. De ahí, que muchos se quisieran justificar después apoyándose en la vía que abrió esta constitución para que España finalmente se convirtiese en un Estado constitucional. Alberto Lista, un logrado admirador de Napoleón, en 1821 escribirá que sin constitución de Bayona no hubieran ganado en las cortes de Cádiz los liberales. Aunque Lista estaba tratando de justificarse personalmente, no cabe duda que hay verdad en lo que dice. Si se lee a los liberales de Cádiz, el desconcierto que la constitución de De la Guerra de la Independencia y de las Cortes de Cádiz Bayona provocó es claro. Por ejemplo, Quintana la descalifica, pero añade que por sus efectos propagandísticos, es terrible y señala que el rey Fernando VII, cuando llegó al trono, pensó en reconstituir la monarquía convocando unas cortes, aunque lo más probable es que esto se trate de un invento del poeta, sin embargo es significativo que trajera a colación esta idea. Pero además, todo el grupo liberal de Cádiz estaba a favor de una constitución y admiraban el proceso político seguido por la Revolución Francesa, aunque rechazaran episodios como el del Terror. Argüelles en sus Reflexiones sociales escritas en 1810, cuando aún no se han reunido las Cortes de Cádiz, se expresa con claridad al recomendar la aplicación total de las innovaciones políticas que ha traído la Revolución de Francia a España. «No quisiera dice que los españoles se asustaran al oír hablar de libertad y de igualdad, voces que representan los derechos primitivos inherentes al hombre que nacen con él, que viven con él y que constituyen la parte más noble de su naturaleza. Ha sido tal el abuso que los franceses han hecho de estos preciosos atributos en los días amargos de su revolución que la humanidad se estremece al pronunciarlos. El desorden espantoso de su inmoralidad y las contradicciones de su conducta temeraria llegaron al extremo de hacer que se miren con miedo nuestros derechos». No deja de ser curioso este alarde de superioridad moral sobre los franceses, que podemos encontrar con frecuencia en aquellos momentos. Quizás por ello, estos liberales reclamaban la Constitución de Bayona, al verla como un pobre resultado de la Revolución, lo único que Napoleón estaba dispuesto a conceder. Pero frente a la política de Napoleón, estaba también el grupo de los defensores del Antiguo Régimen, su actitud era de resistencia absoluta, tanto militar como política. El que podamos considerar en estos momentos iniciales de la guerra su líder, el obispo de Orense, se negó a ir a Bayona, pero será el padre Alvarado, conocido bajo el seudónimo de sus escritos como el «filósofo Rancio», el que se erigirá pronto en su portavoz. Este grupo se esforzará en destacar los horrores de la Revolución Francesa, y acusarán a los liberales de Cádiz de querer hacer lo mismo en España, por eso no dudarán en llamarlos jacobinos. El exregente Miguel de Lardizábal refirió, desde su punto de vista claramente absolutista, el enfriamiento, escribe: «Yo, que en tiempo de la Revolución de Francia era oficial mayor de la Secretaría de Estado y tenía a mi cargo la Corte de París, sabía de todos los sucesos, que no he olvidado, y observo una gran conformidad entre todo lo que entonces pasó allá y lo que hoy pasa en Cádiz, sintiendo con gran dolor que nada nos aproveche lección terrible, y que esos filósofos, esos regeneradores, esos liberales no vean que el fruto de las ideas y del trabajo de aquéllos, no fue otro que destruirlo todo, inundar a su patria en sangre y venir al fin, a parar en lo mismo que huían y detestaban, siendo los esclavos de ese monstruo que va a horrorizar a todos los hombres de las edades venideras». LA CONVOCATORIA DE LAS CORTES De la legislación de las Partidas se podía deducir con claridad que, en situaciones tan críticas como las que vivía el reino en 1808, se reunirían las Cortes y así parecieron comprenderlo todos. Pero es evidente que en cuanto el asunto se empezó a discutir, surgió una división profunda entre los que querían unas cortes tradicionales, esto es, por estamentos, y los que querían una Asamblea revolucionaria sin la división estamental. Los defensores de esta última posición fueron los más agresivos y ahí están los escritos que publicaron a lo largo de 1808 y 1809 García Malo, Julián Negrete, Antillon, Flórez Estrada, Romero Alpuente, Canga Argüelles. Esta posición no logró la mayoría, así que la Junta Central se vio obligada a prolongar aquella situación interina sin tomar una decisión, encargando a una comisión de Cortes el estudio de la cuestión. En esta comisión apareció una posición nueva que se ha venido considerando por los historiadores como intermedia, ya que se trata de situarla entre serviles y liberales, es decir, entre los que querían unas cortes del Antiguo Régimen y los que querían unas Cortes revolucionarias. Esta posición era la que expresaba la idea de que España tenía su constitución histórica, y que lo que había que hacer era recuperarla. Entre los primeros que manifestaron esta idea estaban Pérez Villamil y Martínez Marina, pero sin duda Jovellanos fue quien la defendió con más energía. El problema era que nadie conocía esta constitución. Es significativo que estos tres personajes que acabo de citar partiendo de De la Guerra de la Independencia y de las Cortes de Cádiz esta idea, evolucionaran hacia posiciones políticas opuestas. Pérez Villamil evolucionó hacía el absolutismo, Martínez Marina hacía el liberalismo y Jovellanos acabó dejándose conducir por sus amigos ingleses, Holland y Allen, que le señalan como ejemplo la Constitución inglesa y su sistema parlamentario bicameral, de forma que le llevará a referirse de manera harto elogiosa a la Constitución inglesa y la antigua española. Otras personas, sin embargo, estuvieron en contacto con Jovellanos en aquellos momentos y pudieron influir en él. Uno de ellos, Benito Ramón de Hermida, expresó sus ideas políticas en un texto titulado Breve historia de las Cortes, gobierno o llámese Constitución del Reino de Navarra escrito en 1809, aunque no se publicó hasta 1811. El autor, magistrado, había contribuido al levantamiento contra los franceses en Zaragoza y había sido elegido miembro de la Junta, fue también su representante en la Junta Central, donde fue nombrado secretario de Gracia y Justicia. Elegido diputado, fue el primer presidente de las Cortes. El escrito de Hermida es una exaltación de las instituciones del Reino de Navarra, arraigadas en su historia y previene contra las ligeras novelerías de Francia. Otro colaborador importante de Jovellanos fue Capmany, que era amigo del inglés Allen. Jovellanos le encargó unos estudios históricos sobre las Cortes de Aragón, Cataluña, Valencia, Castilla y Navarra, que se plasmaron en un libro con el título de Práctica y estilo de celebrar Cortes en el reino de Aragón, principado de Cataluña y reino de Valencia y una noticia de las de Castilla y Navarra, para que las futuras Cortes tuvieran un conocimiento verídico de la tradición política española antes del absolutismo. A Capmany se le encargó a la vez otra tarea directamente conectada con esta, confiada por la comisión de Cortes, que era la de realizar el informe sobre las contestaciones que se habían recibido de juntas, cancillerías, obispos, universidades y ayuntamientos acerca de la convocatoria de Cortes, elección de procuradores, poderes e instituciones, con el fin de asegurar «el acierto de unas materias en que el error causaría la infidelidad de la generación presente y de las venideras», en palabras textuales. Así Capmany escribió Informe presentado a la comisión de Cortes sobre la necesidad en que se hallaba la Monarquía de una Constitución. Escrito en el que intenta contrarrestar la opinión que muchos de los escritos traslucían, de una crítica negativa a la Monarquía absoluta, tanto al rey como a las clases privilegiadas. Capmany rechaza que la Constitución española pueda inspirarse en las tres constituciones francesas, porque España ya tiene la constitución basada en la tradición española y utiliza para desarrollar esta idea el ejemplo de la Corona de Aragón, para lo que hace una presentación entre «idílica y nostálgica» del funcionamiento de las Cortes de aquella corona en la Edad Media. La exaltación que hace de éstas es tan grande que llega a menospreciar las castellanas. Pero el esfuerzo de Capmany tuvo poco fruto y fue poco comprendido. En aquel momento político no se precisaban lecciones históricas. Cuando ya abiertas las Cortes interviene como diputado en el mismo sentido, es escuchado por lo menos con indiferencia, no es comprendido, a nadie parece interesarle la Constitución histórica. No creo que si Jovellanos hubiese estado presente la situación hubiese cambiado mucho, al fin y al cabo, una constitución tradicional, es un poso histórico que se desenvuelve en la historia con la lentitud de los movimientos geológicos. En cambio, una constitución racional, con un contenido ideológico que se articula en un texto escrito, se proyecta sobre la realidad con el ritmo acelerado de las reformas revolucionarias. Toda constitución entraña ya un impulso que supone unos supuestos ideológicos que sirven de base a la articulación racional del orden. Por fieles que hubieran sido los diputados de Cádiz al legado histórico, el propósito constituyente para establecer una constitución, suponía ya un impulso revolucionario, que transformaba las ideas y las instituciones. 0« ANTONIO ÁLVAREZ DE MORALES