Nueva Revista 114 > La partida de ajedrez de Bergman
La partida de ajedrez de Bergman
Julio Rodriguez Chico
Crítica sobre Bergman y su carrera cinematográfica.
File: La partida de ajedrez de Bergman.pdf
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Número
Referencia
Julio Rodriguez Chico, “La partida de ajedrez de Bergman,” accessed November 22, 2024, http://repositorio.fundacionunir.net/items/show/3015.
Dublin Core
Title
La partida de ajedrez de Bergman
Subject
Crítica cinematográfica
Description
Crítica sobre Bergman y su carrera cinematográfica.
Creator
Julio Rodriguez Chico
Source
Nueva Revista 114 de Política, Cultura y Arte, ISSN: 1130-0426
Publisher
Difusiones y Promociones Editoriales, S.L.
Rights
Nueva Revista de Política, Cultura y Arte, All rights reserved
Format
document/pdf
Language
es
Type
text
Document Item Type Metadata
Text
UN LABERINTO EMOCIONAL La partida de ajedrez de Bergman JULIO RODRÍGUEZ CHICO ESCRITOR Y CRÍTICO CINEMATOGRAFICO enía que suceder en verano. Su encuentro con la muerte, su epifaTnía definitiva y esclarecedora, su felicidad reiteradamente buscada en un amor esquivo, su paz escondida tras el tormento y la crisis... sólo podían darse en un día luminoso de verano. Pocas veces se ha visto una vida tan certeramente reflejada en el celuloide, donde cada personaje mostraba siempre algo del propio Bergman. Y también pocas veces hemos contemplado un cine tan rico estética y conceptualmente, síntesis viva de toda la tradición y cultura nórdica, entre el rigorismo luterano y el sentimiento de culpa inoculado desde la infancia, con un gusto por lo simbólico y lo metafórico, con una afectividad fría pero intensa y explosiva para mostrar sus dramas existenciales. Al acercarnos a Bergman, su cine se nos ofrece de manera palmaria como una necesidad para liberarse de los demonios del pasado, y también como un instrumento de búsqueda de otras realidades cuando las «reales» e inmediatas no le satisfacían. Vivencias e inquietudes puestas en imágenes que reflejan una vida de angustia y soledad, pero también de viajes y exploraciones interiores en que se cuestiona lo que ve o se le ofrece. En cada película, el director de Gritos y susurros se desnuda sin pudor ante un espectador que se siente subyugado por la fuerza y dureza de unos dramas que, sin embargo, son mostrados con la belleza y elegancia de la poesía, aunque siempre marcada a fuego con cada encuadre preciso o con una iluminación matizada. Son trabajos que respiran todo el aliento de la modernidad cinematográfica, con una cosmovisión teñida de narcisismo y unas obsesiones permanentes, pero también en continua evolución y abordados con una sinceridad tan brusca y directa como descarnada e inmisericorde. Desde sus inicios en el teatro hasta sus últimas realizaciones para la televisión, desde la ficción cinematográfica hasta sus trabajos documentales, su obra adquiere un carácter poliédrico y de temática plural. Toda ella responde a la profunda inquietud de quien procuraba resolver unas dudas y temores insistentes, de quien buscaba la felicidad y el sentido de la existencia sin concederse un respiro: no eran una felicidad ni una explicación del misterio genéricas y abstractas, sino la felicidad y la razón de su propia vida. Su espíritu se hallaba, ciertamente, en permanente agitación, en continua ebullición y formulación de preguntas para las que no encontraba respuesta... pero que trasladaba a la pantalla con desgarro y perplejidad, para afrontarlas con el instrumental educacionalcultural que su tiempo le ofrecía... y siempre con absoluta honestidad. Para Bergman, escribir, ensayar y rodar eran lo mismo que respirar, gozar y sufrir... ; con lo que se convertían en tareas necesarias, en su misma vida. Por eso, ahora que el autor ha muerto, nos queda su obra... , nada cadavérica ni embalsamada sino pletórica de anhelos e interrogantes, con caminos estilísticos y vitales transitados con mayor o menor acierto, pero de manera vigorosa y valiente, dispuesta a seguir dando luz y sombras al espectador inconformista y adulto que se atreva a preguntarse por su identidad, por el sentido de la vida y de la muerte, por la existencia de Dios y la esencia del amor, por la libertad y la conciencia, y por tantas cuestiones importantes que no aceptan un final hermético y cerrado, ni tampoco necesariamente un término feliz. En esa trayectoria fílmicovital, el autor de El séptimo sello se erige como «el cineasta del instante», en expresión utilizada por Godard en su artículo «Bergmanorama»1. Cada obra, cada escena, cada plano responden al momento presente en que director y personaje se hallan en busca de una respuesta concreta a un problema particular. En palabras Imagen de Bergman en el documental inédito Bergman Island realizado por Marie Nyrerod del director de Al final de la escapada, «un filme de Bergman es una vigésimo cuarta fracción de segundo que se metamorfosea y se dilata durante hora y media. El mundo entre dos parpadeos, la tristeza entre dos latidos, el gozo de vivir entre dos aplausos». Y por ese motivo, cada cuestión existencial está sujeta a un continuo cambio y evolución en su percepción, y merece el estudio y análisis matizado que excede a estas líneas. Sin embargo, siempre podemos trazar una primera aproximación a esa búsqueda de algo que diese sentido a la vida, a esa necesidad de creer en algo que alentase y calmase su espíritu sensible, artístico e inquisitivo. De esos dos parpadeos y latidos, de ese deambular por los caminos de la vida trataremos en las siguientes líneas. En ese rastreo por su obra, descubrimos que hubo un Bergman comprometido con el pensamiento existencialista, que se atrevió a plantearse las últimas preguntas sobre el hombre, y que permaneció abierto a cierta trascendencia. Era un hombre que dirigía su mirada al cielo, buceando en su interior para descubrir el resplandor divino como en un Bergman en el rodaje de Saraband espejo e intentar acercarse a un Dios que veía lejano. Su búsqueda de la felicidad pasaba entonces por la aceptación del misterio, por creer y entender a Dios, y a la vez por resignarse ante la presencia del mal. Y por momentos, pareció intuirlo y haberlo encontrado: eran destellos de divinidad, epifanías de luz que bien podían haber alumbrado su camino y contribuido a la paz ansiada. Eran la quietud placentera de tomar unas fresas salvajes con el profesor Isak, o de descansar y conversar gozosamente con la familia de comediantes en la huida de la Muerte de Antonius Block. Pero no fue así, y el cruzado se mantuvo en la duda y con la conciencia de culpa, y su descreído y cínico escudero le asió de la mano para conducirle en la noche a territorios de escepticismo. Por entonces, aún quedaba sin embargo una rendija para que la esperanza invadiese el alma, deseosa de esquivar a la muerte, con la confianza en un «niño (el hijo del matrimonio de comediantes) que realizará el milagro» y un viejo profesor que se aferra a lo espiritual que aletea en los placeres sensibles y en la amistad (según se desprende de la poesía con que responde a los jóvenes autostopistas que le interpelan por el lugar de Dios en la modernidad). Son los años de El séptimo sello (1956) y de Fresas salvajes (1957), donde mantiene en suspenso su actitud ante la eternidad, aunque su fe insegura y frágil muestre ya síntomas de resquebrajamiento. Dudas y crisis que tendrán en El manantial de la doncella (1958) su quicio sobre el que cerrar la puerta a la trascendencia. ¿Por qué este parpadeo drástico, por qué este abandono de la senda espiritual? Una vez más, nos encontramos ante la dificultad para entender el mal en el mundo y la injusticia con los más indefensos, para comprender a un Dios a la vez trascendente y próximo en la humanidad de Jesucristo, para desprenderse de la culpa y descansar en su bondad..., elementos que se convirtieron en piedra de escándalo y tropiezo que le desviarían hacia nuevos derroteros. Así, cada personaje de El manantial de la doncella responde a sus intentos, torpes y a ciegas, de encontrar la felicidad y la paz: la fe sentimental y ritual de una Marta que no duda; la conciencia puritana de Tore, lastrada por la culpa y un racionalismo formalista que le empujan a buscar su redención por medio de la gesta de construir una iglesia y no por la misericordia de Dios; la inocencia de Karin contrapuesta a la culpa de Ingerit, única que vive el amordolor religioso en profundidad y única que se arrepiente y alegra ante el milagro final de la gracia. Con sus personajes, Bergman se debate entre la necesidad de creer sinceramente (Ingerit) y el rechazo a una fe que sólo parece asequible desde posturas sentimentales (Marta) o voluntaristas (Tore). Sin duda le hubiera gustado acceder por el primer camino, pero no fue así..., y acabó rechazando abierta y definitivamente el segundo cuando realizó una nueva trilogía con Como un espejo (1961), Los comulgantes (1962) y El silencio (1963): era el portazo definitivo a Dios y al misterio. Así pues, el director de Secretos de un matrimonio se dispuso a iniciar una nueva vía de búsqueda del sentido de la vida. Ahora, las fresas salvajes no estarían fuera del mundo sino en los placeres más sensibles, en el amor humano. El mundo de los conflictos interiores de la persona con su identidad y la libertad al descubierto, el de las relaciones de pareja y la naturaleza del amor con sus crisis y sus falsedades... ocuparon metros de celuloide en su constante búsqueda de un rincón de paz y felicidad. No era tarea fácil y quizá por eso, para protegerse del mundo y hallar la tranquilidad del espíritu, se refugió en la isla de Faro. Allí encontró inspiración para su Fanny y Alexander (1982), su última obra para el cine donde el escepticismo se ha adueñado de su discurso, aunque vuelva a dejar un resquicio a lo eterno. Al menos eso es lo que deja entrever cuando Gustav Adolf se dirige a su hija recién nacida y dice: «Tengo una reina en mis alegres brazos. Es tangible y a la vez misterio. Quizá pueda algún día demostrar que es falso cuanto he dicho. Algún día reinará no sólo sobre el pequeño mundo, sino sobre el otro mundo, el gran mundo». Ciertamente no es que recobre la fe ni siquiera la duda, sino más bien parece tratarse del deseo de tenerla, de que exista esa otra realidad que no ha llegado a encontrar ni comprender. Entonces, tras haber recorrido una parte del camino trascendente y otra del terrenal, la imaginación y la creación artística le ofrecen la oportunidad de recorrer una nueva senda por la que intentar driblar a la soledad y a la muerte, a la crisis y desencanto afectivo. Fanny y Alexander supone un paso más en ese pulso mantenido con la realidad durante tantos años, a la vez que un testamento de una vida de lucha y pelea. Ahora, el Alexander forjado en el crisol de la adversidad le presta, al final de la película, una apoyatura nueva que le consuela en la fatiga, una manera de huir de sus demonios y vislumbrar el sentido de las dificultades de la vida. Es el mundo de un creador de imágenes que se sirve del foco de luz que proyecta el cinematógrafo, es el sueño de una noche de verano donde un romanticismo liberador retoma el nombre de Mónica, donde la evasión por la vía artística enriquece un imaginario donde él da vida a las marionetas. En esos momentos, parece que el buscador de luz que angustiosamente exploró los rincones del alma ha concluido su periplo. Tras recorrer un laberinto emocional e intelectual, ha encontrado el vacío y el desencanto, la soledad y la oscuridad. Ahora ya elude las preguntas metafísicas para caer en el mayor de los materialismos («el cine no es más que veinticuatro imágenes iluminadas por segundo, y tras ellas la oscuridad», dirá). Es el término de una odisea particular que apunta a la imposibilidad de redención ante una realidad decepcionante, ni tampoco sacrificio que merezca la pena (a diferencia de Tarkovski). Así pues, sus últimos años ejemplifican una renuncia a creer en el hombre y a plantearse las grandes cuestiones, y también un abandono a las pequeñas realidades cotidianas y placenteras: Saraband (2003) supone la materialización de ese cansancio especulativo y el fin de la crispación interior para entregarse serenamente en un abrazo final (metafórica y físicamente mostrado por Johan y Marianne, tras treinta años de crisis, separación y odio), con el consuelo ante el imposible de la felicidad y de la estabilidad emocional. Postura negativa y pesimista de quien contemplaba «la vida como una interrumpida e intermitente sucesión de problemas que sólo se agotan con la muerte». Del camino espiritualtrascendente al terrenalafectivo, para seguir por el imaginariocreativo y terminar en la asunción de una realidad que se imponía «de facto», entre el escepticismo y el cansancio existencial. Sin embargo, hubo un camino que Bergman no recorrió y quizá le hubiera gustado andar. Es el sendero que Orellana2 ha llamado de la «nostalgia de la Encarnación» y que contenía algo de todos los transitados hasta entonces: vía que partiría de una fe sobrenatural pero encarnada en una persona humana, sensible y afectuosa, despojada del lastre de la culpa y cercana al hombre, espiritual y racional a la vez. El puritanismo luterano o el voluntarismo inmanentista le impidieron parece ser tomar ese camino, y prefirió echar el ancla en el fondeadero de Faro para esperar a la muerte con la aparente serenidad del viajero que, agotado, renuncia a una nueva pelea. Como decíamos, acabó por conformarse y aceptar la realidad finita y el amor imperfecto, por tomar unas fresas salvajes desprovistas del néctar divino. Pero quién sabe si, también en esta postrera ocasión, no habrá guardado un as en la manga y dejado una rendija por la que entre un haz de luz que le traiga la fe tan deseada, la felicidad tan buscada... , y podamos así verle en ese jardín floreciente, una vez superado con éxito el examen que tan magistralmente puso en escena junto al profesor Isak. o« JULIO RODRÍGUEZ CHICO NOTAS 1 Godard, JeanLuc, «Bergmanorama», en Cahiers du ánima, no 85; julio 1958. Reproducido en Cahiers du cinema. España, no 4, septiembre 2007, págs. 106110. 2 Orellana, Juan, y Serra, Juan Pablo, Pasión de los fuertes, Ed. Cie Dossat 2000, Madrid, 2005, págs. 17 y ss.