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Los paisajes (con el rostro) de Van Gogh

Jesús García Calero

Guillermo Solana ha comisariado treinta cuadros de Vincent Van Gogh para el Museo Thyssen que evocan los paisajes de sus últimos dos meses de vida en Auvers-sur-Oise.

File: Los paisajes, con el rostro, de Van Gogh.pdf

Referencia

Jesús García Calero, “Los paisajes (con el rostro) de Van Gogh,” accessed April 20, 2024, http://repositorio.fundacionunir.net/items/show/2974.

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Title

Los paisajes (con el rostro) de Van Gogh

Subject

Obra y pintura de Van Gogh

Description

Guillermo Solana ha comisariado treinta cuadros de Vincent Van Gogh para el Museo Thyssen que evocan los paisajes de sus últimos dos meses de vida en Auvers-sur-Oise.

Creator

Jesús García Calero

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Nueva Revista 112 de Política, Cultura y Arte, ISSN: 1130-0426

Publisher

Difusiones y Promociones Editoriales, S.L.

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Nueva Revista de Política, Cultura y Arte, All rights reserved

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es

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LA TRISTEZA DURARÁ SIEMPRE Los paisajes (con el rostro) de Van Gogh JESÚS GARCÍA CALERO PERIODISTA upongamos que el paisaje fuese un subgénero del autorretrato, y que SVincent van Gogh se pintara a sí mismo, ausente en un trigal, huyendo de algún bosque, desapareciendo en el atardecer, como sombra entre olivos... Una vez y otra, en variaciones que buscaban la manera de explicarse, o tal vez de adaptar cada paisaje a la orografía de sus sentimientos. El 11 de julio de 1890, dieciséis días antes de matarse, escribe a su hermano Theo y a su cuñada Jo: «Son inmensas extensiones de trigales bajo cielos turbulentos y no he tenido que forzarme para tratar de expresar la tristeza, la soledad extrema». Habla desde AuverssurOise, muy cerca de París, donde el viento parece dar pinceladas sobre los campos de cereal y donde la plenitud previa a la siega en ciernes se asemeja demasiado al fin. Allí pintó Van Gogh setenta cuadros en los dos últimos meses de su vida, muchos de ellos paisajes. Esas obras son el eje central de la exposición que Guillermo Solana ha comisariado para el Museo ThyssenBornemisza, titulada: «Los últimos paisajes», una selección de unas treinta obras —veintitrés de ellas del propio Van Gogh— que evocan los dos últimos meses de la vida del pintor. El artista llegó a la pequeña localidad de AuverssurOise el 20 de mayo de 1890, procedente de París, donde sólo había pasado unos días en casa de Theo, los suficientes para comprender que la ciudad lo desquiciaba. Antes, había atravesado Francia en un tren nocturno, desde Casas en Auvers, 1890, óleo sobre lienzo. Colección Phillips, Washington, DC. Provenza, para arribar a la capital, tras una larga convalecencia en el sanatorio mental y antiguo monasterio de SaintRemy, entre febrero y abril, debido a la más prolongada y grave de sus crisis. A pesar de todo, Van Gogh vive un periodo esperanzado. Viene dispuesto a recomenzar: «Sigo creyendo que lo que he contraído no es más que una enfermedad del sur, y que regresar aquí bastará para disipar todo eso», dice a su hermano en una de sus primeras cartas desde Auvers, nada más conocer al doctor Gachet. ¿Y qué es lo que un pintor deberá disipar en el norte de Francia, como una dolencia propia del sur? Puede que una determinada luz, una manera de ver y sentir las cosas, el brillo distinto en los colores, o una forma moral de aprehender los paisajes... Por eso, nada más llegar a Auvers comienza a descubrir lugares que evocan su propia biografía, personal e intelectual. Las ruinosas chozas con el techo de ramas —nidos humanos, los llamaba y le recordaban la Holanda de su juventud— contrastan con las modernas casas de labor, ya que el progreso ha traído las tejas de pizarra a un precio asequible incluso para el campo. «Empiezo a darme cuenta de que me ha sentado bien venir al sur para ver mejor el norte. Es como lo suponía, veo los violetas más en su lugar. Auvers es realmente hermoso». Un lugar exacto para el violeta. Van Gogh parece contemplar ya entonces su vida en un espejo de paisajes. Durante su fugaz paso por la casa de Theo conoce a su cuñada y al pequeño bebé de ambos —que llevará su nombre y para quien pintó en enero, en Saint Remy, casi como un retrato simbólico, la rama de un almendro en flor contra el cielo azul—. En aquella casa donde sus propios cuadros llenan las estancias, las paredes y recovecos, el pintor tendrá la primera visión en conjunto de su obra vital, de su legado artístico, si cabe tal expresión. «La primera mañana [Vincent] se levantó muy temprano y se puso en mangas de camisa a examinar sus cuadros, que llenaban nuestro apartamento. Las paredes estaban empapeladas con ellos. En el dormitorio colgaban los huertos en flor; en el comedor, encima de la chimenea, los comedores de patatas; en el cuarto de estar (salón sería un nombre demasiado importante para aquel acogedor cuartito), el gran paisaje de Arles y la vista nocturna del Ródano. Además, para desesperación de nuestra asistenta, había cuadros bajo la cama, bajo el sofá, bajo los armarios del cuartito de invitados, grandes montones de lienzos sin enmarcar, que fueron extendidos por el suelo y estudiados con atención». SU OBRA EN PANORAMA En sucesivas cartas da muestras de que aquella mañana recibió una fuerte impresión al ver toda su obra junta, incluso asegura que ha tomado la decisión de mejorar algunas de sus pinturas, aunque ya no tendrá tiempo de hacerlo. Los años en Arles, en Provenza, y —probablemente— sus crisis habían afinado una singular y extrema atención a ciertos detalles. Está claro que Vincent ha evolucionado y no se reconoce bien en determinados cuadros. La imagen del pintor contemplando sus obras en ese momento concreto no deja de resultar simbólica. Está buscando una salida, se siente algo desamparado, es tan delgado el hilo que le une a la vida que fluctúa entre brotes de optimismo espontáneo y el más desolador desasimiento. Pero algo ocurrió aquella mañana en la casa de Theo, porque desde entonces desaparecen los campesinos que siempre se colaban en rincones de sus cuadros rurales; la referencia humana se vacía y el paisaje habla directamente, o responde a nuestros ojos como la mirada que, en el fondo, también es. Una mirada en el paisaje como en el espejo: hacia fuera y hacia dentro. Pero la clave de esta relación entre Van Gogh y el paisaje como indagación personal, como autorretrato sui generis, nos la dará un árbol: el olivo. Cuando arriba a Auvers, aquel 20 de mayo de 1890, hay algo de lo que sí se siente orgulloso: el conjunto de quince lienzos, con el olivo como protagonista, realizados a lo largo de la última temporada en Provenza. Acosado entonces por varios ataques —que le hacían sentirse descender por una ladera decadente de su propia vida—, había desarrollado un profundo conocimiento de los olivares que iba más allá de la contemplación meticulosa de la naturaleza. ¿Por qué? En un sentido simbólico, los olivos le traían una referencia directa con la pasión de Cristo, que él ponía indefectiblemente en relación con su propio sufrimiento. Pero además, en el fondo de esta cuestión subyace su tormentosa amistad con Gauguin y las infinitas discusiones sobre el estilo que ambos mantuvieron meses atrás, en Arles. Vincent había fracasado en dos ocasiones en su empeño de pintar su Getsemaní, un Cristo en el Huerto de los Olivos. De hecho, de aquella frustración surgiría su larga dedicación a los olivares, la inmersión en un espacio cuasi sagrado al que acude con una veneración que incluye a quienes trabajan en él, como veremos. Sin embargo, será Gauguin quien, en verano de 1889, destapa la caja de los truenos, cuando enfatiza de manera muy personal aquello que Van Gogh sólo había apuntado en las dos obras que decidió destruir. Poco después de partir de Arles a PortAven, en Bretaña, Gauguin anuncia que ha empezado un Cristo en Getsemaní: «Es una especie de tristeza abstracta, y la tristeza es mi línea, The olive treef, 1889, óleo sobre lienzo. ya sabes», le comunica al dudoso ClaudeÉmile Schuffenecker en una misiva. Lo que no le revela —y pronto se descubrirᗠes que el Cristo de Gauguin es también un autorretrato, aunque con el pelo rojo de Van Gogh. De ese modo, y con una buena dosis de ironía, daba a entender Gauguin que los dos intentos malogrados del cuadro que Vincent decidió destruir eran también autorretratos, al menos que lo eran de manera elusiva, a través de la implicación personal del artista con el tema de Getsemaní. Es decir, si los malogrados eran retratos reales podríamos entender como retratos espirituales el resto de sus cuadros de olivares. «NUESTRO DEBER ES PENSAR Y NO SOÑAR» Van Gogh no toma nada bien la broma de Gauguin pintándose como Cristo pelirrojo y poniendo en evidencia sus más profundas intuiciones. Se encoleriza y arremete, además, contra él y contra su amigo Emile Bernard, autor de otro cuadro del mismo tema y semejante «abstracción» llena de figuras «enfermas», según el severo juicio de Vincent. Porque no transige con lo que ha visto: «Bernard ni siquiera sabe qué es un olivo», escribe a Theo indignado. «Adoro la verdad, lo verosímil, pese a que soy capaz de dejarme llevar por lo espiritual», afirma, y luego nos da la clave de su manera de entender el paisaje: «Nuestro deber es pensar y no soñar», sentencia ante los débiles y abocetados olivos de sus dos compañeros. A Van Gogh le resulta insufrible, de verdad insoportable, que se hayan dejado arrastrar por la fuerza del tema y no hayan concentrado su atención a la realidad que lo circunda. Él sí la ha estudiado, y muy profundamente, abriendo también con ello una veta paisajística con algo de obsesión que repetirá en Auvers con los trigales. Planeará incluso retratos sobre ese fondo de estudio, dándole —he aquí otra clave— la misma relevancia al retrato que al paisaje sobre el que se presenta. Cabe destacar que Van Gogh no resulta, por su amor al paisaje, precisamente un extraño en su propia tradición. Pero el trabajo con los olivos está hecho cuando llega a Auvers, y trata de contárselo al mundo. Van Gogh lo comenta extensamente en varias cartas a su hermana Wil y al pintor Joseph Jacob Isaacson, amigo de Theo, uno de los primeros entendidos que escribió generosamente sobre la su obra —llamó «pionero único» a Vincent—, causándole con ello un sentimiento más de culpa que de orgullo. Como veremos, las dos cartas tienen tonos muy distintos. A su hermana le transmite el mismo día 20 su entusiasmo ante sus hallazgos: «Me hubiera encantado que hubieses visto también los olivares que he traído ahora, con cielos amarillos, rosas, azules bastante diferentes. Creo que son lienzos que todavía casi nadie ha pintado así. Hasta ahora, los demás los pintaban siempre en gris». En esta frase hay un alarde honroso por el propio trabajo. Tan sólo cuatro días después se dirige a Isaacson en un tono bien diferente. Para empezar, dice: «Dado que no es improbable que también me dedique unas palabras en su próximo artículo, reiteraría mis escrúpulos para que tan sólo sean unas palabras, ya que estoy completamente seguro que nunca haré nada importante». Y sólo tras ese preámbulo entra en materia, poniendo sus propios logros en una indeterminada tercera persona, con unas reservas y una prudencia más propias de un desactivador de explosivos que de un pintor en su plenitud: «Quería que supiera que, en el sur, he intentado pintar unos olivares [...]. Bien, pues probablemente no esté lejos el día en que se pintará el olivo de todas las maneras posibles, igual que se han pintado el sauce y el árbol desmochado holandés». Pasa a referir entonces, de manera meticulosa, sus visiones ante los olivares: «Lo que yo he perseguido son algunos efectos de oposición del follaje cambiante con tonos del cielo. A veces todo es de azul puro velado a la hora en la que el árbol florece pálido y vuelan a su alrededor moscas azules, las cetonias esmeralda e innumerables cigarras. Después, cuando el verdor más broncíneo adopta tonos más maduros el cielo resplandece y se raya de verde y naranja, o bien, aún más avanzado el otoño, al adquirir las hojas esos tonos violáceos, como la breva madura, el efecto violeta se manifestará en todo su resplandor gracias a las oposiciones creadas por el enorme sol que blanquea en un halo de limón claro y empalidecido. También, a veces, después de un chaparrón, he visto todo el cielo coloreado de rosa y naranja claro, lo cual daba un realce y una coloración exquisita a los grises verdosos plateados. Había mujeres, también rosas, recolectando los fruto». Estas mujeres «también rosas» aparecen en algunos de sus olivares en composiciones piramidales, verticales, que recuerdan claramente a los personajes del descendimiento de la cruz. EL RETRATO MODERNO, Y SU FONDO Así es de compleja la relación del paisaje con el retrato a su llegada a Auvers en mayo de 1890, cuando entra en contacto con un médico que le fue recomendado por Pisarro, el doctor Gachet, hombre meditabundo con el que traba una buena amistad, que le llevaría Boceto de Campo de Trigo, 3 de junio de 1890. En una carta a su hermano Theo a retratarle «con la expresión consternada de nuestro tiempo». En confesiones a su hermana recuerda por entonces que «lo que más me apasiona, mucho, mucho más que todo lo demás de mi oficio, es el retrato, el retrato moderno. Lo busco mediante el color, y desde luego no soy el único que lo busca por este camino». Un paso más allá: el 16 de junio, en una carta a Gauguin comenta que está haciendo estudios del trigo, «nada más que espigas azules y verdes, hojas largas como lazos verdes y rosas por el reflejo, espigas que amarillean ligeramente, bordeadas de rosa pálido por la floración polvorienta; una enredadera rosa en la parte de abajo enroscada en un tallo. Por encima, sobre un fondo muy vivo y no obstante sereno, quisiera pintar retratos». Retratos y paisajes, unidos en una sola obra, con igual tratamiento para ambos: indagación de color y reflexión moderna. Mucho se puede ahondar en las relaciones del pintor con sus modelos, pero ¿y con el paisaje? En esta última época se produce un llamativo vaciamiento, desaparecen de sus cuadros las campesinas (salvo si las retrata de paseo), los segadores trabajando y todas aquellas figuras humanas que siempre aparecían en sus imágenes del campo. Ahora el pintor se ha quedado absorto, como relata a su madre y a su hermana, «en la inmensa planicie con campos de trigo contra las colinas, ilimitada como un mar». Su tristeza es total, su soledad extrema. Vuelca toda su percepción de la vida sobre los campos vacíos. Así, Van Gogh imprime a sus paisajes una realidad hirviente y llena de significación. Hasta el final, las amapolas fulguran bermejas sobre la alfalfa, los cipreses vibran y parecen hablar, trigales y olivares dejan atrás la limitada percepción de cualquiera de sus semejantes —es el tiempo del hypocrite lecteur— y nos invitan a un viaje liberador y maravilloso que, desde luego, no explica la patología del pintor. Al sur, al norte de Francia o al siguiente autorretrato; en cuadros de jardines o nubes laberínticas, de horizontes altos, mirando directamente a la tierra y señalando las raíces del cielo; los colores del viento que mece los trigos y borra los senderos en un bosque. La orografía espiritual de Van Gogh es muy compleja y su pincel aprende a dibujar un rostro al tiempo que representa un mapa, el de la pequeña historia del alma —en expresión de Nishitani— del genial pintor, con tantos hitos como pentimientos. «Yo arriesgo la vida en mi trabajo, y mi razón casi se ha desplomado», decía en el papel dirigido a Theo y nunca enviado que el pintor llevaba encima cuando se disparó. DONDE MANA LA TRISTEZA Si el sufrimiento llegara a tener un color, la mirada del artista se convertiría en otro reto, en una pregunta central: si los árboles, como criaturas, nos hablan —y él los pinta llenos de vida—, ¿cómo es posible tanta soledad? George Steiner describió en Diez (posibles) razones para la tristeza del pensamiento la relojería de nuestro intelecto en términos preocupantes. ¿Sería la tristeza el precio mismo de pensar? ¿Ocurre como con la esquizofrenia, cuya prevalencia es constante, del uno por ciento desde que el hombre piensa? O tal vez el instrumento de nuestra incapaz alegría sería el mero lenguaje, que nos traiciona tanto como nos traduce mientras fluye cosido a la consciencia. Los poetas, los artistas son, sencillamente, quienes más se exponen a este viento demoledor, a esta oscuridad que surge de lo profundo de nuestras propias luces. Porque la duda existe como un poso al fondo del pensar, como una pez amarga al fondo de nuestra alegría por ser la única materia consciente del mundo. Y tampoco podemos evitar que se imponga la impresión de gratuidad que rige nuestro pensamiento —porque pensamos aun sin querer y casi nunca convertimos en logro lo que pensamos— o, como dice Steiner, porque «el pensamiento vela tanto como revela, probablemente mucho más» y eso implica que nunca llegaremos realmente al otro, ni a vislumbrar el final. Así que, según eso, nuestro mayor alarde —el amor— no resulta concluyente, y ni siquiera nos transparenta. De ahí, del pensamiento que arrojamos como lluvia sobre las cosas mana tanta soledad. Por ello, los artistas —y Van Gogh lo es en grado sumo— transfieren a sus labores un poco obsesivas y solitarias, a sus monomanías, buena parte de la tictactristeza inherente al mecanismo de relojería del pensamiento humano. Sabemos que el poeta Juan Ramón Jiménez se quedaba inmóvil en ocasiones durante sus paseos por Coral Gables y escuchaba a los árboles hombres, o se abrazaba a los olmos de Riverdale, en un atavismo que se me antoja cercano a nuestro pintor pelirrojo. ¿Y qué será lo que dicen los árboles, cuando así nos entienden? El domingo 27 de julio de 1890, Van Gogh volvió con un disparo en el pecho a su cuarto de Auvers y agonizó durante casi dos días. Su hermano Theo tuvo tiempo de animarle y decirle que todo podría recomenzar. Pero antes de expirar, Vincent le respondió con la célebre frase —tal vez la podamos tomar como el último de sus autorretratos, pero también puede haber sido el último y asolado de sus paisajes—: «La tristeza durará siempre». <• JESÚS GARCÍA CALERO