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Joseph Ratzinger, Papa y teólogo

Aurelio Fernández

Artículo sobre Joseph Ratzinger como Papa y teólogo. Las reflexiones sobre Jesús de Nazaret.

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Aurelio Fernández, “Joseph Ratzinger, Papa y teólogo,” accessed April 25, 2024, http://repositorio.fundacionunir.net/items/show/2966.

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Joseph Ratzinger, Papa y teólogo

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La opinión de Benedicto XVI sobre Jesús de Nazaret.

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Artículo sobre Joseph Ratzinger como Papa y teólogo. Las reflexiones sobre Jesús de Nazaret.

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Aurelio Fernández

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Nueva Revista 112 de Política, Cultura y Arte, ISSN: 1130-0426

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Difusiones y Promociones Editoriales, S.L.

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Nueva Revista de Política, Cultura y Arte, All rights reserved

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EL JESÚS DE BENEDICTO Joseph Ratzinger, Papa y teólogo AURELIO FERNÁNDEZ PROFESOR DE TEOLOGÍA MORAL n la edición alemana —lengua original de la obra Jesús de Nazaret— Edel teólogo Ratzinger y del papa Benedicto XVI sorprende ya la misma portada en la que figura un solo autor con dos nombres distintos, sin estar separados por una simple coma: Joseph Ratzinger Benedikt XVI. Jesús von Nazaret (Herder, FreiburgoBasileaViena, 2007). Y no sólo despierta sospecha la aparente doble autoría del libro, sino que la dualidad personal del único autor suscita algún problema, dado que podría entrar en contradicción la doctrina, siempre opinable, de un teólogo con la enseñanza magisterial y permanente del ministerio del papa. Como es sabido, esa aporía la ha resuelto el autor desde las primeras páginas del prólogo: el libro es la obra del teólogo Ratzinger y no del papa Benedicto XVI, por lo que la autoridad del contenido tiene la garantía de la verdad intelectual del autor y no viene dada en razón del oficio de enseñar del magisterio papal. No obstante, cabe pensar que los dos nombres, con sus respectivos encomiendas o títulos para enseñar, ensombrecen la autoría del libro: el teólogo Ratzinger no puede olvidar que él es, al mismo tiempo, Benedicto XVI y el papa, al firmar una obra de reflexión teológica, sabe que expone las ideas del profesor Ratzinger. En consecuencia, Benedicto XVI y el profesor Joseph Ratzinger firman un libro, en el que el papa Ratzinger se expresa como un teólogo de profesión, que escribe desde un punto de partida estrictamente intelectual, teniendo a la vista que la teología, a pesar de definirse como «ciencia de la fe», es un saber racional, cuya fiabilidad depende de que el autor sepa interpretar, con el debido rigor científico y en categorías intelectuales humanas, los datos revelados por Dios. A pesar de estas aparentes contradicciones, el lector de esta obra encuentra que, en el presente caso, el arreglo entre el papa y el teólogo es satisfactorio; pero no porque entre ambos intentos haya habido un apaño previo, sino porque en la identidad de los dos sujetos —el teólogo y el papa— existe una real y profunda sintonía. Quiero decir lo siguiente: el intelectual Ratzinger es un teólogo de raza, acostumbrado a interpretar la revelación desde la fe vivida, lo cual le permite alcanzar la síntesis con la verdad que le incumbe enseñar, en virtud de su oficio de papa, como maestro de la Iglesia universal. Sin duda que esta conclusión debe ser justificada: no podemos ni queremos hacer una defensa apologética fácil del empeño de esta obra, sino que debemos ofrecer una explicación de cómo, a nuestro parecer, este libro, al tiempo que es una obra estrictamente teológica, resulta fiable desde el punto de vista magisterial sin crear fisuras entre la labor intelectual de un teólogo de oficio y el ministerio de quien le incumbe la tarea de enseñar con autoridad. COMPROMISO CON LA VERDAD Las razones son múltiples y sería largo reseñarlas, por lo que apenas aduciré una, si bien sea la que recopila muchas otras, pues está en la raíz misma de la vocación teológica del profesor alemán Ratzinger. En mi opinión, la causa de esta coincidencia se encuentra en la biografía intelectual del autor. Esta biografía es suficientemente conocida. El joven sacerdote Joseph Ratzinger relata las circunstancias que concurren en su vocación teológica: «Yo nunca he buscado tener un sistema propio o crear nuevas teorías. Quizá lo específico de mi trabajo, si queremos decirlo así, podría consistir en que me gusta pensar con la fe de la Iglesia y eso supone, para empezar, pensar con los grandes pensadores de la fe. Significa que yo no hago una teología aislada; intento hacer una teología lo más amplia posible y siempre abierta a otras formas de pensamiento dentro de una misma fe. Por eso para mí ha tenido siempre especial interés la exégesis». Esta confesión connota, a su vez, otra constante del itinerario intelectual del teólogo Ratzinger: su compromiso con la verdad. Posiblemente, este criterio —que debe ser común con cualquiera que pretenda hacer ciencia— en el joven Ratzinger venía especialmente demandado por su generación, precisamente, debido a la reciente historia de su patria. En efecto, la Facultad de Teología de la Universidad de Múnich, después de la derrota de la nación alemana, impulsó unos estudios que tenían a la vista un doble objetivo: denunciar los profundos errores que llevaron a tal estado de derrumbamiento cultural y buscar el camino que abriese una nueva ruta a esa gran nación, en la que habían florecido no sólo la música («Bach, Beethoven y Mozart ¡son la música!», repetían los alemanes) y el saber filosófico (desde Leibniz, la filosofía estaba escrita en alemán), sino también las ciencias experimentales, las cuales habían alcanzado las metas que señalaron los grandes científicos de la primera mitad del siglo XX, que siguieron la ruta marcada, entre otros, por la que algunos califican como la inteligencia cumbre de su tiempo, Albert Einstein. En estas circunstancias, un sector del pensamiento teológico alemán, especialmente en su versión católica, embarcó de nuevo la teología en la búsqueda de la verdad evitando los grandes errores del pasado, al tiempo que orillaban «las opiniones brillantes» de algunos intelectuales y políticos que llevaron la nación a la catástrofe. Una muestra de esa apertura al saber riguroso y de respuesta a la nueva situación se manifestó en una obra de gran impacto en aquella época y cuyo origen tuvo lugar en la misma Facultad de Teología de la Universidad de Múnich: Sobre la esencia del cristianismo del profesor de teología Michael Schmaus. Este libro recoge las conferencias que este conocido teólogo dictó en el curso 19451946, que fue el curso inaugural después de la segunda guerra europea. En el prólogo, el autor tiene a la vista la situación de derrumbe de la nación alemana; pero, al mismo tiempo, contempla las causas de la derrota pasada y señala el camino que se ha de seguir para recuperar un futuro mejor. Schmaus, en un breve prólogo de apenas una página, escribe: «La Facultad de Teología, desde el primer momento en que pudo hacer oír su voz en la Universidad de Munich, sintió el deber de extender su mirada a las afueras de la ciudad y dirigirse a todos los que, envueltos en la densa oscuridad del momento, esperan y reclaman de la teología cristiana el esclarecimiento del existir humano. Las conferencias (estaban dirigidas a todas las facultades de la universidad) tuvieron lugar en una de las pocas aulas que quedaron. Al fondo se alcanzaba a divisar el montón de escombros a que había sido reducida la universidad. Entonces a la vista de los campos de ruinas de la Ludwigstrasse de Múnich, y al descubrir en la lejanía las montañas de escombros en toda Alemania, ocurría preguntar: ¿Qué ha quedado de lo antes existente? La experiencia vivida responde que no hay cosa en el mundo que escape a la peligrosidad de la destrucción». Seguidamente, el teólogo y decano de la facultad se cuestiona y formula estas preguntas radicales en nombre de toda la nación: «Cualquiera que se enfrente con la desolación inquietante que produjo la catástrofe pasada palpará en sí, abierto, un interrogante: ¿Qué es lo que queda? ¿Sobreexiste algo? ¿Dónde se asienta el suelo sobre el cual, afirmados, podamos esperar? A estas preguntas creyó el autor un deber suyo responder ante una abundosa élite de oyentes en la lección con que se reabrió el curso universitario. Brindó por respuesta la declaración de lo que se entiende y contiene en el cristianismo». En resumen, la respuesta para no repetir aquella catástrofe era el retorno a la verdad permanente que está en la entraña del cristianismo. Este breve —pero programático— prólogo está firmado en febrero de 1947, precisamente, el año en que el estudiante Ratzinger había iniciado sus estudios teológicos. A su vez, el joven universitario anota en sus apuntes biográficos que le inquietaban las ideas de la época de los otros ámbitos culturales de Europa que representaban a los vencedores y que no habían sucumbido a la barbarie del nazismo. En concreto, relata la apertura a otros autores, ajenos al pensamiento estrictamente germano, entre los cuales menciona obras del ámbito de habla francesa. Y afirma que le interesó «el personalismo en su conjunto», porque suponía «un cambio radical del predominio del neokantismo a la fase personalista». Pues bien, los que fuimos testigos del resurgir de la teología en lengua alemana de aquellos años y constatamos el respeto que merecía en el ámbito universitario, así como la admiración que producía en otras áreas culturales, muy pronto caímos en la cuenta de que la misma enseñanza escolar seguía una doble ruta. Algunos (la mayoría), muy pronto, se olvidaron de las causas que motivaron el caos de la nación alemana y, tras el tan evocado «milagro alemán», conectaron nuevamente con las ideas que habían depauperado la ciencia, incluida la teología. Otros (una minoría) asumieron el reto y se propusieron este nuevo camino propuesto por el conocido decano de la Facultad de Teología de Munich. Pero esta corriente muy pronto quedó ahogada, pues lentamente, se consolidó una teología que, desde el punto de vista intelectual, asumió la validez exclusiva del progreso (que, ciertamente, es anexo al mismo saber teológico), pero cuyos epígonos finalizaron en una teología excesivamente racional, fruto de una exégesis caprichosa, crítica en exceso con la tradición y en la que abundaron no pocos segundones que se deslizaron, lentamente, hacia la novedad, sin percatarse de si sus opiniones se adecuaban o no al calificativo de «católicas». Además, al deseo del progreso se añadió el denominado «prejuicio antirromano», que provocó una teología de autoafirmación racionalista, interpretando la Escritura con métodos excesivamente críticos y a favor de sus propias convicciones personales. Esta corriente se consolidó en la etapa posterior al Concilio Vaticano II. Aducir los datos que avalan este juicio superan los límites de esta breve reseña de la obra que comentamos. MARCO BIOGRÁFICO El joven Ratzinger, apenas cumplidos los treinta años, después del doctorado en Teología sobre la eclesiología de San Agustín y del trabajo de habilitación acerca del concepto de revelación en San Buenaventura, si atendemos a los testimonios de sus alumnos y por él mismo reconocidos, siguió la misma ruta de renovación de la teología. Ésta se hacía inevitable y era necesaria, pues la teología es, por propia naturaleza una ciencia progresiva; más aún, la más progresiva de las ciencias. Se decía de él que era un «profesor estrella» y «progresista». Él mismo se ha explicado con el simple dato de que, en su caso, «los sentimientos propios de la juventud jugaban un papel importante en todas esas reflexiones». La vida académica del joven profesor alemán de Teología fue muy movida, pasando del entusiasmo a la desilusión a causa del camino por el que se deslizaba la investigación teológica de su tiempo: primero, profesor auxiliar en Munich; luego, cinco años en Bonn como ordinario, apenas tres años más en Münster y cuatro cursos en Tubinga. Pero aquí se consumó la desilusión por el rumbo que seguía la teología tanto en el ámbito académico como en las abundantes publicaciones de la época. El profesor Ratzinger habla de la invasión del marxismo en las facultades católica y protestante de Tubinga a partir de la revolución de mayo del 68. Es dramático el relato que hace de un encuentro con los alumnos de la Facultad de Teología evangélica, que habían suscrito la siguiente octavilla: «El Nuevo Testamento es un documento cruel, ¡una gran superchería de masas!». Y el profesor Ratzinger comenta: «Tengo grabado en la memoria, como un trauma, nuestra impotencia cuando mi colega Wickert y yo nos presentamos en una asamblea plenaria de estudiantes. Sugerimos que los estudiantes de la facultad evangélica de Teología se distanciaran de aquellas octavillas blasfemas y no se responsabilizasen de ellas. No. Fue la respuesta que recibimos: Ahí se exponen resultados sociopolíticos muy serios, primero tenemos que escucharles y ponernos de acuerdo sobre la verdad. El apasionado grito del profesor Wickert para que desapareciera de entre nosotros aquel Maldito sea Jesús, no fue escuchado [...]. En el ámbito de la Facultad católica de Teología no se llegó tan lejos pero la corriente que también estaba prendiendo era exactamente la misma. Entonces comprendí que el que allí quisiera seguir siendo progresista tenía que renunciar a su identidad». Tal situación le lleva a abandonar la prestigiada Universidad de Tubinga y «refugiarse» en una Facultad de Teología excepcionalmente pequeña y apenas sin renombre en al ámbito académico alemán, en Ratisbona. Según confesión propia, aquí intentaba encerrarse en el estudio y elaborar una síntesis teológica que diese satisfacción a su vocación de «cooperador con la verdad». Pero, apenas siete años después, en 1977, el papa Pablo VI le nombra arzobispo de Múnich, con lo que parece finalizar la vocación intelectual del joven profesor, pues aún no había cumplido cincuenta años. No obstante, su nueva condición de obispo no logra borrar esa vocación suya originaria de la búsqueda y exposición de la verdad. Lo muestra el hecho de que el lema de su enseña episcopal es, precisamente, éste: «Cooperator veritatis». De esta época procede una serie de conferencias en ámbitos universitarios en los que, en calidad de obispo y de cardenal, toma el pulso a la sociedad de la época, marca algunas rutas y denuncia las insuficiencias que nuevamente dirigen el pensamiento de la sociedad, a la que muy pronto denominará «poscristiana». En estos textos, la teología académica del profesor se enriquece con la experiencia pastoral y espiritual del obispo. Pues bien, en esta nueva circunstancia, en 1981, el cardenal Ratzinger es llamado a Roma por el papa Juan Pablo II, con el cometido de presidir la Congregación para la Doctrina de la Fe, que tiene por misión fundamental la salvaguardia de la doctrina y la defensa de la verdad sobre el hecho cristiano. Desde esta nueva atalaya, el cardenal Ratzinger viaja de continuo por el mundo y en distintas tribunas expone sus ideas sobre los más variados temas de la situación cultural de nuestro tiempo. Los abundantes escritos —más de doscientos— de esta larga etapa de casi veinticinco años de su estancia en Roma, abarcan un ancho espectro, pero todos son interpretados desde el hecho de la novedad cristiana. En efecto, desde la fe contempla el ritmo de la sociedad occidental, tanto de la política, como de la economía y del desarrollo de la convivencia ciudadana. Al mismo tiempo, el prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe toma el pulso a la teología en los distintos ámbitos de la Iglesia católica. A este respecto, conviene volver a leer sus discursos a las conferencias episcopales de distintas naciones y las ponencias con las que se presenta en los múltiples congresos a los que es invitado, siempre como conferenciante estrella. LA CONCEPCIÓN DEL SER MISMO DE JESÚS En este marco biográfico, es preciso encuadrar el resultado intelectual de esta obra. El teólogopapa Ratzinger pretende ir a la raíz del fenómeno del cristianismo; por ello, plantea el dato mismo de la figura de Jesús de Nazaret. El hecho cristiano no es una doctrina, sino una persona. Y la cultura occidental, sea cual sea la interpretación que de ella se haga, no es comprensible sin el hecho concreto de Jesucristo. Ahora bien, es, precisamente, la concepción del ser mismo de Jesús lo que ha entrado en crisis en algunos ámbitos sociales de nuestro tiempo. Para un gran sector de la cultura actual no pasa de ser un personaje histórico: unos lo interpretan como un dato positivo de la historia de Occidente; pero tampoco faltan quienes pretenden deshacerse de esa herencia, a la que culpan de los males que se han originado después de la caída de la cultura grecorromana. Asimismo, la figura de Jesús tiene en el amplio campo de la teología interpretaciones distintas: ¿Jesús de Nazaret es el Cristo interpretado por la Iglesia, desde el Concilio de Calcedonia (451) o existe una distancia que es imposible esclarecer entre el Jesús histórico y el Cristo predicado por la Iglesia? ¿Confesó Jesús su divinidad a los apóstoles y a los oyentes de su palabra, o, por el contrario, su filiación divina ha sido reinterpretada por la fe de los seguidores? ¿Las distintas iglesias han seguido su enseñanza o la han adulterado a intereses más o menos partidistas a lo largo de la historia? Pues bien, el teólogo y papa Joseph Ratzinger asume el reto de estudiar la figura histórica de Jesús. Y ¿cuál es el alcance y el logro en este libro? En mi opinión, en esta obra el teólogo Ratzinger muestra su carácter de maestro: no es un profesor que va de ida, en búsqueda de la verdad, sino que viene de vuelta para mostrar el acerbo de conocimientos adquiridos, y además logra exponer con convicción la síntesis de su pensamiento sobre la Persona y la enseñanza de Jesús de Nazaret. En segundo lugar, en este libro, el maestro Ratzinger ha sabido aunar la expresión conceptual que le brinda la razón humana y la exégesis de los textos bíblicos que revelan e interpretan la Persona de Jesucristo. En una palabra, esta vida de Jesucristo representa la criba de las distintas especulaciones que se han sucedido y, con un estudio crítico de las fuentes, ofrece un Jesús tal como lo vieron los primeros testigos oculares de su andar terreno, al tiempo que descubre las inmensas posibilidades que su figura y sus enseñanzas ofrecen a todos los tiempos y a las diversas culturas que se suceden en la historia. Nos explicamos. La base de la Teología, como ciencia de la fe, viene garantizada por un doble frente: la cobertura nocional que le brinda la filosofía y la interpretación de la Escritura que le ofrece la exégesis bíblica. Estos dos ámbitos no sólo constituyen las fuentes del saber teológico (como es evidente, el teólogo tampoco puede renunciar a la doctrina de la Tradición y a la enseñanza del magisterio), sino que señalan los campos por los que la ciencia teológica puede abrirse a nuevos caminos de comprensión y desarrollo. En la teología la concepción racional es imprescindible: al modo como la física no puede avanzar sin el auxilio de las matemáticas, en paralelo, la filosofía se presenta como la ciencia auxiliar —pero esencial— para la teología. Ahora bien, el drama de la teología es encontrar el modelo intelectual adecuado para interpretar y comprender el hablar de Dios. Sin duda que el éxito del tomismo consistió en que el Aquinate tuvo la gran intuición de que el realismo de la filosofía de Aristóteles le ofrecía el instrumento intelectual adecuado para articular las verdades de la fe. Pues bien, Ratzinger ha manifestado su simpatía intelectual con la filosofía existencial y personalista de los dos autores que marcaron su maduración académica con el doctorado sobre el pensamiento de San Agustín y con el conocimiento sapiencial y experimental de la mística de San Buenaventura en su trabajo de habilitación para la cátedra. Pero es preciso poner de relieve que el teólogo Ratzinger nunca se separa del pensamiento de Tomás de Aquino, sino que el tomismo —que es el molde en el que se desarrolló la teología católica, sobre todo a partir de la «segunda escolástica» de los siglos XVIXVII— perdura en su pensamiento, si bien se enriquece con esas otras corrientes que marcan el agustinismo y la teología mística. Aquí encontramos el primer dato de la teología del papateólogo Ratzinger: en esta obra alcanza un molde conceptual y logra un lenguaje ajustado en los que resulta fácil interpretar no sólo la Persona excepcional (humanodivina) de Jesús, sino también el contenido doctrinal de su mensaje. Es curioso constatar que la reflexión sobre la vida del Jesús histórico en esta obra no se detiene sólo en la búsqueda de su auténtico mensaje religioso del pasado, sino que abunda de continuo en apuntar las consecuencias para interpretar el presente: la meditación sobre la Persona y la doctrina de Jesús le ofrece a Ratzinger la ocasión de subrayar las consecuencias que entraña para la cultura de todos los tiempos, de forma que, como señaló el exégeta Carlo Martini, cardenal emérito de Milán, cabría mudar el título del libro por este otro que señala mejor su contenido, Jesucristo, ayer y hoy. El descubrimiento de la figura histórica de Jesús realza su actualidad. Esto es lo que engrandece esta nueva vida de Cristo, pues logra superar la sima que se había marcado entre el Jesús de la historia y el Cristo de la fe. Pero es aquí, precisamente, en esta nueva cuestión, donde emerge el segundo mérito de esta obra, que paso a subrayar. Es evidente que la teología no se queda en el saber racional que le presta el pensamiento filosófico, sino que se surte, fundamentalmente, de la interpretación de la Biblia. La labor del teólogo no es formular la ciencia acerca de lo que él dice sobre Dios, sino la interpretación racional de lo que Dios ha dicho sobre sí mismo. Y es aquí donde la exégesis juega un papel decisivo. Ahora bien, la exégesis bíblica en los últimos lustros se ha vuelto inmensamente aporética. Debido quizá a los vaivenes de la interpretación del pensamiento antiguo, donde la hermenéutica laica hizo tan problemática la interpretación de la filosofía y de la ciencia grecorromana, los estudios bíblicos siguieron (¿quizá por complejo?) los mismos métodos y aplicaron los mismos resultados a la Biblia. Al final, se ha descuartizado la revelación escrita, hasta el punto de que, si se atiende a algunas hermenéuticas, ya no sabemos lo que leemos, y sobre todo se ha sembrado la duda universal (¡no sólo la duda metódica!) acerca de los contenidos y de las verdades reveladas, sin excluir la misma Persona de Jesucristo y su doctrina. Para aducir algunas pruebas acerca de la situación de la exégesis bíblica en estos últimos años, se hace imprescindible mencionar brevemente, la crónica de esas posturas mantenidas por los autores, especialmente en lo relativo a la comprensión de los Evangelios, que, como es lógico, son fundamentales, dado que estos escritos son los que ofrecen los datos esenciales acerca de los «hechos y dichos de Jesús». EL RACIONALISMO TEOLÓGICO No podemos detenernos en los presupuestos culturales que motivaron la distinción entre el «Jesús histórico» y el «Cristo de la fe». En conjunto, se debe al profundo cambio epistemológico a partir del siglo XVIII, con el nacimiento del idealismo gnoseológico, la sobreestima de las ciencias experimentales (que aceptan la experiencia como criterio único de certeza) y la importancia que asume la historia como garantía de verdad. Como es lógico, estos tres criterios son ajenos al conocimiento de los datos reales en torno a la vida de Jesús. Su autenticidad les viene por otros cauces intelectuales, también rigurosos y que garantizan su veracidad. Para asumir estos criterios en moda, a finales del siglo XIX se originó el racionalismo teológico, que lo sometía todo a crítica, con el fin de ponerse de acuerdo con la ciencia y la historia. Esta temática afectó a la cristología, que formuló la cuestión en estos términos: ¿Qué sabemos realmente de Jesús? ¿Cómo interpretar su persona y entender su doctrina? ¿Cabe garantizar que Él mismo afirmó su condición divina? De ahí la distinción y el abismo que algunos propusieron entre el Jesús vivido por la fe y la figura real del Jesús de Nazaret. Desde comienzo del siglo XX se inicia una abundante literatura en torno a la historicidad de Jesucristo, que pretende contrastar su existencia histórica según las noticias que el Nuevo Testamento nos transmite sobre su persona y su vida real desde Belén hasta la Ascensión. Ello originó la cuestión acerca del Jesús histórico y el Cristo de la fe o, con otras palabras, se cuestiona si se corresponde la vida histórica de Jesús de Nazaret y el Jesús que han transmitido los Evangelios. A esta discusión se sumaron por igual los exégetas y los dogmáticos, y, si su inicio es de origen protestante, muy pronto se llevó a cabo el trasvase a la teología católica. La cuestión se origina con Reimarus y Strauss, lo continúan Harnack y Loisy, culmina con Bultmann y comienza el deshielo con su discípulo Käsemann, al que siguieron, entre otros, J. Jeremias y la Escuela de la Redacción. Como efecto, se suscitan una serie de problemas, tales como la denominada cuestión sinóptica (el origen de los Evangelios sinópticos y el intento de concordarlos entre sí), la historia de las formas (los Evangelios se han compuesto a partir de las narraciones orales, como catequesis previas a la comunidad de los bautizados, que el evangelista pone por escrito), etc. Esta etapa se caracteriza por cierto radicalismo, pues se separa en exceso el Jesús histórico y el Cristo de los Evangelios. En algunos, el pesimismo era tal, que se afirmaba que, desde los Evangelios, era imposible acceder al Jesús de Nazaret. De estas diversas exégesis han salido figuras de Jesús bien dispares: Jesús carismático, Jesús profeta, Jesús escatológico y hasta el Jesús revolucionario. Es cierto que, a pesar de que aquella oscura cuestión se reorientó posteriormente por caminos más rigurosos desde el punto de vista bíblico, sin embargo perdura hoy con planteamientos aún más radicales que pretenden equiparar a Cristo con los grandes fundadores religiosos. Es el caso, por ejemplo, de J. Hick, P. Knitter y otros. LA VUELTA AL JESÚS DE LA HISTORIA Pues bien, el teólogo Ratzinger, que no es exégeta de oficio, se mueve con gran facilidad en la literatura exegética de este tiempo y lo muestra una vez más en esta obra. Como él mismo afirma en sus memorias, «yo he tenido siempre especial interés por la exégesis. Yo no podría hacer teología puramente filosófica». No obstante, si bien este libro no es, ciertamente, un estudio científico de exégesis del Nuevo Testamento, sin embargo, la supone en todos sus datos y deducciones. Más aún, pone de relieve los hallazgos de los diversos métodos de la interpretación bíblica, sin que en ningún caso les otorgue valor absoluto. En su plan de trabajo exegético reconoce la validez de gran parte de la hermenéutica moderna, puesto que maneja métodos válidos, pero reafirma que son ciencias auxiliares, por lo que sirven en tanto en cuanto logran esclarecer la Persona de Cristo y su mensaje salvador. Por ello rachaza «el imperialismo del método exegéticocrítico», porque asegura que corre el riesgo de hacer incomprensibles los hechos que intenta esclarecer. La conclusión de la exégesis del teólogo Ratzinger es que los Evangelios relatan la experiencia de los primeros testigos de la vida de Jesús, a los que Él mismo reveló la singularidad de su Persona como Hijo del Padre. Asimismo, asume que los evangelistas, en la etapa pospascual, han hecho una seria y penetrante reflexión sobre Jesucristo, lo que les permite descubrir la profundidad de su Persona y transmitir la novedad de sus enseñanzas. Referido a San Juan, que contiene una cristología tan elaborada, escribe: «El cuarto evangelio no proporciona una simple transcripción mecanografiada de las palabras y de las actividades de Jesús, sino que, en virtud de la comprensión nacida del recuerdo, nos lleva más allá del aspecto externo, pues nos permite adentrarnos en la compresión de sus palabras y en los acontecimientos, con una profundidad que viene de Dios y que conduce hacia Él». Es así como, por un tiro de altura, el libro del teólogo Ratzinger soluciona dos temas de excepcional importancia: la figura histórica de Jesús y el valor de los Evangelios, como fuente principal acerca de su Persona y sus enseñanzas. Y es más de notar que lo hace un teólogo que camina con seguridad por los distintos tratados de esta disciplina y además se ha esmerado en el estudio de la teología en diálogo con el pensamiento laico. Ahí están sus coloquios con los autores agnósticos o no creyentes con los cuales ha mantenido frecuentes diálogos sobre las cuestiones más trascendentales acerca de la situación cultural de nuestro tiempo y que ha reflexionado profundamente sobre el hombre y acerca del misterio de Dios. El fruto de esta original reflexión del teólogo alemán Ratzinger sobre la Persona de Jesús y sus enseñanzas se corresponde con el éxito editorial de esta obra. Según noticias de agencia, la difusión del libro ha sido excepcional. En las tres lenguas en que se ha editado (alemán, italiano y polaco), en el primer mes de edición, se habla de un millón y medio de ejemplares vendidos. Este fenómeno supera, sin duda, la operación de marketing o técnica de mercado para su difusión. El hecho hace pensar si no será que nos encontramos en una situación intelectualmente parecida a la que describía el profesor Michael Schmaus, en aquellas conferencias sobre la esencia del cristianismo en la coyuntura de la nación alemana, tras la hecatombe bélica. Salvadas las diferencias entre ambas épocas, no obstante el filósofo también alemán Habermas (en el diálogo que mantuvo con el cardenal Ratzinger sobre los presupuestos éticos de la sociedad democrática), habla por dos veces del «descarrilamiento de la cultura occidental». Si tal fuese el caso, la respuesta del teólogo e intelectual Ratzinger es que, frente al deterioro social de nuestro tiempo, la vuelta al Jesús de la historia y la recuperación de las enseñanzas que encarnó en su vivir terreno, tal como se conservan en los escritos del Nuevo Testamento, sería el camino para superar la crisis actual de la cultura o, al menos, un punto de orientación para este viraje profundo que está dando la sociedad actual, tanto en Oriente como en Occidente. Preguntado en 1996 por el periodista Peter Seewald sobre la importancia del cristianismo en la cultura atlántica, el teólogo Ratzinger contestaba: «La historia de las grandes dictaduras ateas de nuestro siglo —nacionalsocialismo y comunismo— ha demostrado que, cuando faltan la fuerza de la Iglesia y el empuje de la fe, el mundo salta en pedazos». Diez años más tarde, cuando grandes sectores de la cultura padecen lo que el mismo Ratzinger calificó como la «dictadura del relativismo», la vuelta a Jesús de Nazaret y a su doctrina será lo que dé sentido a la verdad y a los valores éticos, porque en sus enseñanzas se descubre de nuevo que esos dos binomios, verdaderror, bienmal, son como los cuatro puntos de referencia tanto de los individuos como de las culturas. Por ello, cuando se relativizan, se pierde el sentido de la historia porque sobreviene la desorientación general, al modo como, cuando se ignoran los cuatro puntos cardinales, se origina la pérdida del sentido geográfico en el espacio. Esta misma lección deberán hacerla suya los profesionales de la ciencia teológica. «• AURELIO FERNÁNDEZ especulaciones que se han sucedido y, con un estudio crítico de las fuentes, ofrece un Jesús tal como lo vieron los primeros testigos oculares de su andar terreno, al tiempo que descubre las inmensas posibilidades que su figura y sus enseñanzas ofrecen a todos los tiempos y a las diversas culturas que se suceden en la historia. Nos explicamos. La base de la Teología, como ciencia de la fe, viene garantizada por un doble frente: la cobertura nocional que le brinda la filosofía y la interpretación de la Escritura que le ofrece la exégesis bíblica. Estos dos ámbitos no sólo constituyen las fuentes del saber teológico (como es evidente, el teólogo tampoco puede renunciar a la doctrina de la Tradición y a la enseñanza del magisterio), sino que señalan los campos por los que la ciencia teológica puede abrirse a nuevos caminos de comprensión y desarrollo. En la teología la concepción racional es imprescindible: al modo como la física no puede avanzar sin el auxilio de las matemáticas, en paralelo, la filosofía se presenta como la ciencia auxiliar —pero esencial— para la teología. Ahora bien, el drama de la teología es encontrar el modelo intelectual adecuado para interpretar y comprender el hablar de Dios. Sin duda que el éxito del tomismo consistió en que el Aquinate tuvo la gran intuición de que el realismo de la filosofía de Aristóteles le ofrecía el instrumento intelectual adecuado para articular las verdades de la fe. Pues bien, Ratzinger ha manifestado su simpatía intelectual con la filosofía existencial y personalista de los dos autores que marcaron su maduración académica con el doctorado sobre el pensamiento de San Agustín y con el conocimiento sapiencial y experimental de la mística de San Buenaventura en su trabajo de habilitación para la cátedra. Pero es preciso poner de relieve que el teólogo Ratzinger nunca se separa del pensamiento de Tomás de Aquino, sino que el tomismo —que es el molde en el que se desarrolló la teología católica, sobre todo a partir de la «segunda escolástica» de los siglos XVIXVII— perdura en su pensamiento, si bien se enriquece con esas otras corrientes que marcan el agustinismo y la teología mística. Aquí encontramos el primer dato de la teología del papateólogo Ratzinger: en esta obra alcanza un molde conceptual y logra un lenguaje La lista de agravios de los anexionistas son extensas y cada vez más atrevidas. Según ellos, el reparto de los territorios asignados en su día a cada una de las comunidades autónomas, se trazaron sobre las antiguas demarcaciones provinciales, sin consulta previa a los habitantes. De modo que les parece llegado el momento de restablecer las verdaderas identidades de los pueblos y corregir los errores cometidos en épocas pasadas. De acuerdo con los propósitos expuestos y según el criterio de esas minorías, es tarea urgente restituir la integridad a los territorios amputados, ya que, de este modo, se les devolverían a sus verdaderos dueños, extensas y productivas zonas geográficas que constituyen, según frases acuñadas al uso, «parte irrenunciable de nuestra nacionalidad». POLÍTICA DE AMPLIACIÓN TERRITORIAL Al exponer la falsedad de argumentos semejantes, se corre el riesgo de ser acusado de manipular la realidad con fines centralistas o totalitarios. Sin embargo, muy al contrario, los hechos demuestran que no se trata de exageraciones interesadas, sino que estamos en presencia de viejos sueños nacionalistas en marcha, que han sido minuciosamente planificados y, en parte, desarrollados, que sólo esperan la oportunidad de ser llevados a la práctica. No obstante, y pese a la coincidencia de objetivos a la hora de incorporar territorios ajenos, las tácticas a seguir varían en función de las circunstancias. La Generalitat llama a la unidad de los Paisos Catalans, incluyendo en ellos a Baleares y Valencia. En el País Vasco se apela al mito de la Gran Euskalherría, mientras Galicia aspira a incorporar territorios al norte de Zamora, pertenecientes a las comunidades de Castilla y León y algunas partes del Principado de Asturias. Una vez que se han fijado los objetivos expansionistas, se trata ahora de diseñar las estrategias adecuadas para llevarlos a feliz término. Aunque los medios deberán adaptarse a la realidad, resulta imprescindible la previa conquista del poder político. A continuación y una vez ocupadas las instituciones educativas, culturales, universitarias y los medios de comunicación (prensa, radio, TV) llegará el momento de orientar a la opinión pública en la dirección deseada. Después, y con los sectores políticos y económicos sometidos a control, se forja un sólida red que, una vez bien trabada, resulta muy difícil romper. EL VICTIMISMO, ARMA SECRETA Los buenos resultados obtenidos DE LOS NACIONALISTAS por esas tácticas a nivel interno, dentro de las que hemos dado en llamar autonomías expansionistas, animan a sus promotores a reproducirlas en los territorios que se proponen conquistar. En primer lugar, se apela a sentimientos derivados de una supuesta identidad lingüística y cultural, o, según los casos, racial, que marcan las diferencias con «los otros» a los que se atribuye una actitud hostil. Son esos«otros» malvados injustos, los que nos han aplastado (a los «nuestros») abusando de la fuerza a través de un poder centralizador que nos han infligido «humillaciones seculares». Entramos pues, en la socorrida órbita del llamado «victimismo», idea básica, eje central y previo a la reconquista de los valores genuinos, arrebatados u ocultados, «que forman parte de nuestra identidad». El victimismo ha sido muy utilizado a lo largo de la historia. Más recientemente, fueron Hitler y Mussolini principales impulsores de este socorrido recurso. Vienen como anillo al dedo, sobre el particular, las opiniones expuestas por Humberto Eco en su libro A paso de cangrejo. (Ed. Debate, Barcelona, 2007, págs. 154155.) donde señala que: El victimismo es una de las muchas formas con las que un régimen sostiene la cohesión de su frente interno sobre el chovinismo: para exaltarnos hay que demostrar que son los otros los que nos odian y quieren cortarnos las alas. Toda exaltación nacionalista y populista supone el cultivo de un estado de continua frustración. No sólo eso. La posibilidad de quejarse diariamente del complot permite aparecer todos los días en los medios para denunciar al adversario. Se trata también de una técnica antiquísima, conocida incluso por los niños: le das un empujón a tu compañero del banco de delante, él te tira una bolita de papel y tú te quejas al maestro. Asentada ya entre la mayoría de los ciudadanos la convicción de que son víctimas de intereses contrarios a su dignidad de personas, parece evidente la necesidad de mantener en el poder a las personas y partidos que les garantizan la heroica defensa de esa identidad amenazada por el implacable adversario centralizador. Las minorías nacionalistas consiguen así desviar la atención de los ciudadanos de los problemas cotidianos, asegurando su continuidad ¿eterna? en los ámbitos de un poder que confían en ampliar a costa de territorios vecinos. AFINIDADES DE LENGUA Y CULTURA Sobre esos sufridos ciudadanos se van a proyectar nuevos e ingeniosos argumentos. En estos casos, se olvidan de las diferencias para invocar las afinidades lingüísticas y culturales, como factores determinantes a la hora de ensanchar los márgenes de la «identidad nacional» de la que se trate. Veamos: si usted tiene la suerte de pertenecer a territorios en los que se habla, o en algún tiempo se habló, catalán, no le quepa ninguna duda, es usted, con toda seguridad, catalán. Respecto al País Vasco, a esas razones lingüistas deben añadirse otras de más difícil prueba, ya que a los aspectos ya señalados, se incorporan también los de carácter étnico o racial (RH negativo, y demás), de los que podrían derivarse (dadas las diferencias entre vascos y maquetos) diversas clasificaciones sociales y económicas, según la acreditación de una mayor o menor pureza en los orígenes. La inconsistencia racional, y no digamos democrática, de tales doctrinas no les restan eficacia. No obstante, sus defensores prefieren evitar discusiones de índole moral, que pongan en duda la legitimidad de esos principios racistas, que no resisten el menor análisis filosófico y repugnan el sentido común, el menos común de los sentidos. Consideramos una verdad tan evidente que no necesita demostración, el hecho de que lengua, cultura y nacionalidad política no son realidades siempre coincidentes. El pasado y el futuro muestran numerosos casos y situaciones que lo prueban. No todos los que hablan francés como lengua materna, o, incluso, participan de esa cultura, son de nacionalidad francesa. Es suponer que ciudadanos suizos, belgas o habitantes de Haití, podrían opinar sobre el particular. También a los ciudadanos de Austria, de ciertas zonas de Chequia (Bohemia) y de Polonia, de habla alemana, se les podría recordar las tesis nazis sobre la Gran Alemania: si hablas alemán... eres alemán. Y, en el área del español, cuidado: mexicanos, argentinos, chilenos, peruanos, venezolanos, cubanos y así hasta veinte: ¿hablan ustedes español? Pues de nada les sirvieron sus guerras de independencia, porque siguen siendo españoles. Naturalmente que existen afinidades lingüísticas y culturales que sirven para facilitar la convivencia, la solidaridad y el respeto entre los pueblos de España que, además de próximos, aparecen hermanados por una historia de siglos. Pero esas afinidades no deben esgrimirse como doctrina que justifique cualquier intento de absorción política, basado en la fuerza de las armas o de la manipulación mediática. UNIDAD EN LA DIVERSIDAD Es verdad que España es una nación diversa que ha conservado, felizmente, diferentes identidades. Pero lo ha hecho sin perder el sentido de muchos valores que permiten hablar de la presencia real de elementos comunes. En efecto, volviendo al caso de las lenguas y las culturas peninsulares, el hablar de «hechos diferenciales» o de «identidades separadas» sólo puede admitirse dentro de unos márgenes muy estrechos, ya que nos encontramos en una Península que forma una sólida masa continental, de fronteras exteriores bien definidas por mares y montañas, que se extienden desde la gran barrera pirenaica al estrecho de Gibraltar. Así, a cualquier observador imparcial no le será difícil reconocer cómo, entre la mayoría de las regiones peninsulares, se percibe una abrumadora y evidente similitud de elementos geográficos y climáticos, étnicos y humanos, que la convivencia de siglos y el roce de unos pueblos con otros ha venido reforzando a lo largo del tiempo. Como resultado de este proceso, se han establecido afinidades, imperceptibles a corta distancia, pero que vistas desde un plano superior, nos unen por encima de los particularismos locales. Lo cual se produce sin perjuicio de admitir la presencia de una diversidad enriquecedora, como uno de los más acusados rasgos de los pueblos que, sucesivamente, se han asentado en los territorios peninsulares. Griegos, fenicios, cartagineses, romanos, visigodos, musulmanes, han dejado su huella en las tierras ibéricas, y han originado un fructífero mestizaje de razas, culturas y lenguas hasta formar la unidad sustancial dentro de la diversidad. LA ESPAÑA DE LAS AUTONOMÍAS El reconocimiento de esas afinidades básicas que conformaban el patrimonio histórico de la única nación española, quedó fielmente establecido en el régimen autonómico de la ¿vigente? Constitución española de 1978. El proceso, iniciado ya hace más de treinta años, parece no haber llegado a su término racional, institucional y político. Y no será por falta de claridad en las normas fijadas en el capítulo III, arts. 143 a 158 de la Constitución, que delimitan los márgenes territoriales sobre los que se ejercerían las distintas competencias, diferenciando las que corresponden al Estado y de las otras que éste, por delegación, cede a los gobiernos autonómicos elegidos democráticamente en cada una de las comunidades. Parece conveniente aclarar que, para la correcta aplicación del nuevo régimen territorial, los padres de la Constitución partían del reconocimiento de dos actitudes indispensables y que se daban por supuestas en los futuros gobernantes: Primera: Lealtad a la hora de interpretar los principios constitucionales respecto a la unidad de la nación española dentro de la diversidad y, Segunda: Máximo sentido de la solidaridad colectiva en el ejercicio de sus funciones. En realidad, esos dos principios que formaban parte del llamado «espíritu de la transición» estaban llamados a convertirse en los sólidos cimientos que sustentarían la estructura de ese peculiar edificio, levantado con notables esfuerzos, de la Constitución de 1978. Sólo desde la aceptación y puesta en práctica de la lealtad y responsabilidad sería posible desarrollar el contenido de las normas establecidas en el art. 2o de nuestra Carta Magna que señala con meridiana claridad la «indisoluble unidad de la nación española, patria común e indivisible de todos los españoles y reconoce y garantiza el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que la integran y la solidaridad entre todas ellas». De la sosegada e imparcial lectura de este artículo se obtienen jugosas conclusiones. Sobre todo, hay una bastante fácil de entender: si no admitimos el principio básico de la «indisoluble unidad de la nación española» y de que ésta, como parece obvio, se concibe como «patria común e indivisible de todos los españoles», no se reconocería, como consecuencia, el derecho a la autonomía de las nacionalidades (de menor rango que la otra, claro) y regiones que la integran. En resumen, que el reconocimiento del derecho a la autonomía de nacionalidades y regiones está subordinado al previo reconocimiento de la existencia previa de la nación española dentro de la cual se integrarían esas nacionalidades y regiones, las cuales quedarían, además, articuladas entre sí de acuerdo con el principio enunciado, que se refiere a la necesaria «la solidaridad entre todas ellas». Cuando se omiten, soslayan o ignoran, alguno o varios aspectos de esas normas, el régimen de las autonomías queda a merced de los avatares y tempestades que, como es bien sabido, con tanta frecuencia alteran los procelosos ámbitos de la política. Los treinta años transcurridos permiten examinar con cierta perspectiva los derroteros seguidos por cada una de las diferentes CCAA, en su proceso de consolidación. Es una tarea necesaria que se debería afrontar a la vista de los datos objetivos derivados de la realidad, al margen de consideraciones parciales o interesadas. En el tema autonómico que nos ocupa, la evidencia muestra que el descontento larvado y permanente de las comunidades vasca y catalana ha estallado en abierta crisis durante la actual legislatura. Con las fórmulas soberanistas propuestas en los respectivos estatutos (aplazado el primero, aprobado el segundo, por el Congreso)son muchos los que piensan que se ha producido una efectiva ruptura de la letra y, sobre todo, del espíritu que sustentaba el régimen autonómico. ¿INGENUOS O DESLEALES? A la vista de los resultados, cabe plantearse: ¿Será que fueron ingenuos los redactores del texto constitucional o bien que han sido desleales los sectores nacionalistas encargados de su aplicación? Semejante pregunta plantea Ignacio Camuñas, destacado político de la transición, en un reciente artículo del diario ABC (15 de junio 2007): «¿Fuimos algunos demasiado ingenuos al pensar que con los extensos poderes de los que disfrutarían las comunidades autónomas íbamos a dar por zanjados nuestros viejos conflictos históricos?... o, por el contrario, ¿fueron otros los que con su manifiesta deslealtad han ido echando a perder lo que con tanto esfuerzo entre todos habíamos logrado? ¿Estamos, en esta ocasión, ante una historia de ingenuos o de desleales?». La pregunta es pertinente, porque las minorías nacionalistas parecen insaciables en sus propósitos de alcanzar nuevo ámbitos de poder y de incrementar unas competencias que superan los márgenes geográficos y competenciales asignados de forma clara por nuestra Carta Magna a las respectivas autonomías. Al examinar la situación planteada en las comunidades del País Vasco y de Cataluña, las nuevas apetencias territoriales se perfilan con claridad, una vez promovidos los proyectos de alcanzar el estatus de naciones, soberanas e independientes, al margen de ese ente indefinido al que han dado en llamar, como algo ajeno, el «Estado español». Para asegurar esos objetivos, es muy conveniente crecer en tamaño y en población. El proceso continúa su marcha, como podemos observar. POR UNA EUSKALHERRIA GRANDE En estos momentos ya se están dando los primeros pasos que podrían facilitar la futura anexión del antiguo y, éste sí, reino histórico de Navarra, a una entidad nacional superior llamada Euskalherría que ya ha reivindicado su derecho a la autodeterminación en clave soberanista. Las tres provincias que ocupan el territorio de la actual comunidad autónoma vasca abarcan una extensión de 7.234 Km2, con una población de 2.124.846 habitantes. A la comunidad de Navarra le corresponden una considerable mayor amplitud: 10.391 Km2 para una población muy inferior: 600.000 habitantes. El sueño de la gran Euskalherría parece obvio: la incorporación de Navarra aportaría la riqueza agrícola de las fértiles tierras de la Ribera, que tanto necesitan las zonas industriales del País Vasco. No obstante, el éxito del proceso depende de un aspecto que es necesario valorar. Una sustancial mayoría de navarros se ha mostrado, en las últimas elecciones autonómicas, partidaria de mantener el actual régimen foral representado por la Unión del Pueblo Navarro, partido al que han faltado muy escasos votos para alcanzar la mayoría absoluta. Las componendas postelectorales podrían permitir el acceso al poder de los sectores partidarios del anexionismo vasco que, al mismo tiempo, son los impulsores de las posiciones soberanistas. Pero eso vendrá más tarde. Ahora prevalece el concepto de: anexiona primero para secesionar después. Una vez alcanzado el objetivo de llegar al poder, se iniciaría en Navarra, contra el parecer de la mayoría, se utilizará el mismo proceso ya ensayado con éxito en las provincias vascas. El cambio de conciencias y mentalidades mediante la manipulación histórica, la imposición cultural y lingüística, el clientelismo económico y el dominio de los medios de comunicación. ELS PAISOS CATALANS Algo semejante al actual proceso de anexionar Navarra al País Vasco, acaba de ocurrir en las Baleares, islas que, junto al antiguo reino de Valencia, se sumarían al área de influencia de la Generalitat de Catalunya, formando parte de la entidad fantasma denominada «Paisos Catalans». Cataluña ocupa un territorio de 32.114 Km2 y dispone de una población próxima a los siete millones de habitantes. Con Valencia(23.255Km2 y cuatro millones y medio de habitantes) más Baleares(5.000 Km2 y un millón de habitantes) Cataluña abarcaría un espacio de 60.000 Km2 y doce millones de personas. Es decir, un territorio mayor que Holanda, con una población superior a la de Portugal. Con el pretexto de una discutible afinidad de lengua y cultura, los Paisos Catalans serían un pequeña gran potencia europea. Aunque el proyecto pueda parecer descabellado, no lo es. Simplemente, se ha retrasado la puesta en práctica, debido a la hegemonía lograda hasta ahora por el Partido Popular en Baleares y Valencia. De haber seguido en los respectivos gobiernos autonómicos el partido socialista, el programa catalanista ya se habría llevado a cabo. Durante la época del socialista Joan Lerma al frente de la Generalitat valenciana, se produce la normalización lingüística del catalán en los diversos grados de enseñanza, incluyendo el ámbito universitario. El proceso ha quedado frenado a partir de las sucesivas mayorías absolutas logradas por el PP en los últimos años. Se reivindica, además, la denominación de la Llengua valenciana, reconocida como propia en el texto constitucional. La pérdida del poder del PSOE en la región tuvo mucho que ver con el rechazo de los valencianos al apoyo prestado por los socialistas a las pretensiones del pancatalanismo. En Baleares, al perder la mayoría absoluta por muy escaso margen el PP, ya se anuncian las primeras medidas para imponer el uso obligatorio del catalán, con arreglo al mismo esquema ensayado por la Generalitat de Cataluña. Por la lengua se empieza. El resto no se hará esperar. EL CASO DE GALICIA Amparada durante muchos años bajo el liderazgo de don Manuel Fraga desde el PP, Galicia se había mantenido fuera del circuito soberanista de vascos y catalanes. No obstante, vuelve a repetirse el caso de Navarra y de Baleares. Una vez perdida la mayoría absoluta del PP, el Bloque Nacionalista Galego (BNG) con el apoyo del PSOE, reclama para Galicia la reforma de los estatutos que la definan como nación, de cara a un futuro soberanismo independiente. El substrato celta propio de la cornisa asturiana y la renacida lengua gallega, son las bases de las reivindicaciones nacionalistas. Para justificar los propósitos expansivos, se esgrimen los consabidos argumentos lingüísticos y culturales al uso: todo el que sean capaz de hablar, o al menos entender, el gallego, debe ser considerado miembro de la nación gallega. De este modo, ya ha empezado el BNG a reclamar la anexión de las llamadas «zonas de influencia» en las comarcas del Bierzo, al norte de Zamora o de Asturias, al otro lado del río Eo, que, naturalmente, se consideran partes del territorio «irrenunciable» que deberá incorporarse, más pronto que tarde, a la Xunta de Galicia. Así lo exige el BNG en sus programas de gobierno y esa idea se desprende de un curioso episodio, protagonizado no hace mucho por doña Anxela Bugallo, conselleira de Cultura de la Xunta, al pronunciar en lengua gallega su conferencia ante el Concejo de Grandas de Saline, localidad perteneciente al Principado de Asturias y, por tanto, ajena a esa lengua. De poco sirvieron las ruidosas protestas de los asistentes, que, al no comprender el discurso, reclamaron el uso del español, sin que la inefable doña Anxela accediera a la solicitud de los asistentes al acto. Dejó así constancia de lo que aguardaba a los recalcitrantes lugareños en el caso de que se empeñaran en negar la pertenencia de Grandas de Salinas a la nacionalidad gallega. «• RAFAEL GÓMEZ LÓPEZEGEA