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Limitación del esfuerzo terapeútico o eutanasia

Manuel de Santiago

Articulo sobre el derecho a morir (eutanasia) y el problema ético que supone.

File: Limitación del esfuerzo terapeútico o eutanasia.pdf

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Manuel de Santiago, “Limitación del esfuerzo terapeútico o eutanasia,” accessed March 29, 2024, http://repositorio.fundacionunir.net/items/show/2922.

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Limitación del esfuerzo terapeútico o eutanasia

Subject

Bioética

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Articulo sobre el derecho a morir (eutanasia) y el problema ético que supone.

Creator

Manuel de Santiago

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Nueva Revista 110 de Política, Cultura y Arte, ISSN: 1130-0426

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Difusiones y Promociones Editoriales, S.L.

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Nueva Revista de Política, Cultura y Arte, All rights reserved

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ENTRE LA COMPASIÓN Y LA LEY ¿Limitación del esfuerzo terapéutico o eutanasia? MANUEL DE SANTIAGO PRESIDENTE DE LA ASOCIACIÓN ESPAÑOLA DE BIOÉTICA Y ÉTICA MÉDICA l momento de iniciar estas reflexiones, los médicos del hospital público que han atendido la demanda de Inmaculada Echevarria han Adesenchufado el respirador que la mantenía en la existencia y la peripecia dramática de esta mujer es ya un recuerdo para la historia y el debate. Las decisiones en torno al final de la vida son así, no proporcionan un margen de rectificación, la ocasión para la vuelta atrás. El caso límite de Inmaculada viene a revelar algo de todos conocido y ahora más patentizado: la complejidad de las decisiones humanas en el seno de las sociedades modernas, axiológicamente plurales. La babel en que la sociedad discurre —a golpe de timón político y en medio de un tejer y destejer de los esfuerzos racionalizadores— dibujan entre nosotros un momento de convulsión, de crisis de valores orientadores, de ausencia de perchas donde posar una aceptable lógica de comportamientos y construcción de leyes. Sustituida por la retórica, por las emociones y por lo que quiero y deseo, la razón —el intelecto reflexivo— parece caminar a la deriva y por esto que lo real no se perciba, la verdad resulte ya una aspiración incomprensible y lo legal se acabe convirtiendo en lo moral, incluso en la percepción de los mejores, de los muchos que con ahínco lo buscan diariamente. Es por esto que el abordaje de una reflexión sobre el caso de Inmaculada ofrezca tantos perfiles de difícil transmisión, tantos conceptos precisados de definición y acuerdo generalizable. Y cómo no, de la rebeldía contra las innumerables dogmatizaciones seculares que las nuevas retóricas han venido a proyectar en la sociedad. Los diferentes perfiles del caso pueden sintetizarse de alguna manera en cuatro perspectivas y en un trasfondo de importancia clave, la dimensión teológica o religiosa del hecho, ya sea como confesión de fe por parte de algunos, ya como mera cultura transmitida para otros, en cualquier caso como referente de los «máximos» sobre los «mínimos», de la excelencia sobre la ley. Estas cuatro perspectivas son: 1) la perspectiva de la decisión moral de Inmaculada; 2) la perspectiva de los médicos y de sus técnicas y dimensiones deontológicas; 3) el papel del derecho y de la aplicación de la justicia por el legislador; y 4) la percepción social y cultural del caso. En este artículo pasaremos muy superficialmente por ellas, deteniéndonos para mejor información del lector sobre la perspectiva de los médicos y los condicionantes sociológicos que determinan sus decisiones. Por razones obvias, el autor se va a limitar a unas opiniones sobre la base de la comprensión y el respeto previo a la persona de la suicida, de la mujer que, en razón a su libre albedrío y cansada de la existencia que arrastraba optó, desde su lógica, por demandar el final de su vida. LA DECISIÓN DE INMACULADA La petición de Inmaculada cumplió al parecer los requisitos legales, al menos formales de la Ley 41202, básica reguladora de la autonomía del paciente y de derechos y obligaciones en materia de información y documentación clínica. Supongo que en aplicación de lo que atañe a los principios generales y al respeto a la autonomía del paciente, pues no parece aplicable a su caso el ámbito de las instrucciones previas, al no darse en ella la condición previa de la incapacidad para expresarse verbalmente con los médicos. No fue ese el caso de nuestra enferma, vigil, locuaz, plenamente consciente de lo que pedía —la eutanasia— y apercibiendo a los médicos, tras la dura experiencia de Ramón Sampedro de que, a la retirada del respirador, se habría de añadir algún tipo de sedación que le evitara cualquier tipo de dolor o sufrimiento. Su firma en un papel, más que un consentimiento sobre lo que, en consecuencia, se iba a ejercer sobre ella, fue un deseo sincero de eximir de responsabilidad al médico o médicos que participaran en el acto de retirarle el soporte vital y otras medidas acompañantes. Todo da a entender que Inmaculada fue muy bien atendida en la institución donde transcurrieron tantos años de su vida y que la relación con sus médicos y personal de enfermería fue de suma excelencia, de la que tuvo clara conciencia. Dejo a los juristas la interpretación del punto 4 del artículo 2 de la citada ley en la que se afirma que «todo paciente o usuario tiene derecho a negarse al tratamiento, excepto en los casos determinados en la ley. Su negativa al tratamiento constará por escrito». Mi opinión, que adelanto, es que en este caso, la aplicación de la ley penal anulaba, al condenar a los médicos, la voluntad de Inmaculada. Pero esto queda abierto a los expertos. La decisión por la Junta de Andalucía, tras el asesoramiento de las comisiones designadas, de asumir la petición de Inmaculada como un caso al que era aplicable el recurso a la «limitación del esfuerzo terapéutico» (LET) ha sido rápido objeto de controversia y contestación por amplios sectores de la sociedad. Y ha vuelto a poner sobre el tapete la dificultad, a veces insuperable, de cohonestar las convicciones diversas y aun antagónicas, que conviven en las sociedades modernas, sobre los límites de la Medicina en relación con la vida humana y su respeto y, en este caso, sobre el proceso de la muerte. Una cuestión que, por más que se pretenda reducir o limitar a dos días de interés informativo, registra una importancia social extraordinaria, de mayor calado que otras cuestiones que diariamente afloran en el inconsciente colectivo de la sociedad. Y ello porque, aun sin penetrar en la cuestión, fractura, con el mayor estrépito, todo un edificio legal e histórico de la dimensión social de la muerte en nuestro país. Porque el proceso de la eutanasia o los comportamientos preeutanásicos —que es, lo que el autor piensa que revela la lectura de este caso— son, como dijo Pellegrino, al modo de una pequeña fractura o fisura en la estructura de cualquier dique, que se percibe fuerte, pero que acabará cediendo y desplomándose, incapaz de contener el desbordamiento de las aguas. En efecto, la decisión del gobierno andaluz es de una peligrosidad considerable y de una más que dudosa legalidad. Porque además de volver a confrontar el valor de la libertad y el respeto a la vida —un viejo clásico de la filosofía política— pone de manifiesto la esquizofrenia en torno a la interpretación de la ley y del derecho que viene caracterizando al gobierno socialista, cuando sus intereses andan de por medio. El modelo del sostenimiento de la vida del etarra de Juana Chaos, cuando ésta corría serio peligro —incluso atándole las manos para impedir que se extrajera la sonda por donde se le hidrataba y alimentaba— en coherente sintonía con el espíritu de la Constitución, resulta ahora literalmente burlado cuando, aceptando criterios discutibles, se asumía y aun se ordenaba la consumación del exitus de Inmaculada. Todo ello en manifiesta exclusión —y aun desprecio— de los contenidos y el articulado que a ello dedica el Código Penal, que taxativamente condena la acción llevada a cabo. Todo un órdago al Ministerio de Sanidad y al Derecho que, cualquier día, podría acabar en los tribunales. Pero además, con la orden de Roma y el traslado de la enferma a una institución de titularidad pública, la muerte a petición de Inmaculada Pasados unos años, sedación en la agonía, LET, suicidio asistido y eutanasia, podrán ser alternativas difíciles de distinguir y perfectamente asimiladas. El frente laicista habrá consolidado entonces un nuevo y poderoso espacio en el dominio de la sociedad. reabre un nuevo e innecesario enfrentamiento con la Iglesia y con las gentes de convicciones cristianas y vuelve a regar con sal las heridas de una gran mayoría de ciudadanos, que no entiende ni el desencuentro entre afines ni la oportunidad para una decisión de tal naturaleza. El espectro de la eutanasia, como la historia de una muerte anunciada, retorna al diseño de su nicho propio en la sociedad, al modo de un quinto jinete del Apocalipsis que, como plaga culta del relativismo, infecta hoy a una cierta capa de la sociedad. Como veremos a continuación, los médicos tampoco andan ajenos a esta confusión, al menos desde mi perspectiva. Porque, insertados en el torrente de la sociedad y confundidos por sus turbulencias, tampoco aciertan a defenderse de estas exigencias sobre la base de sus principios y deberes históricos, sobre sus códigos deontológicos, barquillas al viento en el temporal de opiniones que perciben a su alrededor. Es por ello preciso conocer y distinguir bien las acciones que se reputan como LET y lo que no pasa de ser una simple eutanasia. Y ello, primero porque la eutanasia es un gran mal que daña profundamente a la Medicina y a los médicos, y secundariamente a toda la sociedad; y segundo, porque además de innecesaria si verdaderamente está en la cartera de ofertas del partido gobernante, su penetración en la sociedad no vendrá de la mano de frontales cambios legislativos o de reformas penales abruptas, sino de forma furtiva, al modo de un caballo de Troya, esto es, favoreciendo la mentalidad eutanásica a través de una estrategia de flexibilización de los conceptos límites de la eutanasia, es decir, de la denominada «sedación en la agonía» y de la «limitación del esfuerzo terapéutico», de la LET. Pasados unos años, sedación en la agonía, LET, suicidio asistido y eutanasia, podrán ser alternativas difíciles de distinguir y perfectamente asimiladas. El frente laicista habrá consolidado entonces un nuevo y poderoso espacio en el dominio de la sociedad. La petición de Inmaculada de que la Medicina cooperara a su decisión de acabar con su vida, de que los médicos le retiraran el respirador adosado a su tráquea desde hacia una década y de que, con la aplicación de fármacos, se impidiera que el proceso de la agonía transcurriera con dolor o sufrimiento, es una cuestión que ha recibido dos interpretaciones antagónicas. La primera viene a decir que Inmaculada solicitaba lo que por derecho la ley civil le permitía, esto es, optar por el cese de un tratamiento —la asistencia al mantenimiento de sus funciones respiratorias— del que se había cansado, en la medida que la mantenía en una existencia y condiciones de vida que habían dejado de tener sentido para ella. Limitada por el fracaso de la actividad de sus músculos desde la adolescencia y en posesión de una biografía que nadie podría considerar satisfactoria, la enferma debió atravesar por momentos de grave confusión, de inseguridad y soledad, aun en presencia de un mundo asistencial atento y afectuoso; de duda radical sobre el ser y el no ser de su existencia, de su vida diaria, de su futuro; porque la idea de sobrevivir es una constante antropológica que prevalece sobre la idea de muerte; y la historia de estas trágicas enfermedades está llena de personas admirables, de esfuerzos de superación infinitos, con exploración incesante de las escasas o mínimas capacidades de gratificación y relación a que pueden aspirar. Inmaculada experimentó, seguro, la misma percepción de la vida que otras personas en similar situación y de cuya discreción la sociedad tiene escasas noticias; pero acabó consolidando en su espíritu la idea contraria, la desesperanza, la incapacidad de superar la carencia de sentido en la que se percibía instalada. Nadie con un mínimo de humanidad puede dejar de sentirse apelado por la dureza de esta vida, que no encontró el sentido a su existir. Y sólo el silencio y el respeto, la compasión más dinámica, debe ahora acompañar El supuesto derecho legal de un paciente a suprimir un tratamiento —en puridad, un soporte vital ya convertido en medio ordinario para la sobrevivencia— que le haría pasar directamente de una vida dura —nadie lo duda— pero sin perspectiva de muerte, a la muerte real, no hace desaparecer la moralidad del acto, es decir, la lamentable contribución de una persona, por piedad o solidaridad, a la muerte de otra persona, que de otro modo no se hubiera producido. a su recuerdo. Cosa distinta es que su experiencia como fenómeno social no provea a la necesidad de un análisis de tales acontecimientos. La segunda perspectiva del caso afirma que el proceso de la muerte de Inmaculada reviste todas las condiciones de la eutanasia voluntaria. Y que, aunque la lex artis ad hoc pudiera encontrar asiento deontológico a la dudosa realidad del caso —como afirman algunos científicos— ello no obviaría la gravedad moral de la cooperación necesaria al acto de finalización de la vida de la paciente, que además es contemplada en el artículo 143.4 del Código Penal. El supuesto derecho legal de un paciente a suprimir un tratamiento —en puridad, un soporte vital ya convertido en medio ordinario para la sobrevivencia— que le haría pasar directamente de una vida dura —nadie lo duda— pero sin perspectiva de muerte, a la muerte real, no hace desaparecer la moralidad del acto, es decir, la lamentable contribución de una persona, por piedad o solidaridad, a la muerte de otra persona, que de otro modo no se hubiera producido: la acción de disponer de una vida humana como si de un supuesto deber se tratara, derivado de otro supuesto derecho a disponer de su propia vida por parte de la enferma. LIMITACIÓN DEL ESFUERZO En esta reflexión vamos a detenernos TERAPÉUTICO (LET) en la comprensión del concepto que ha fundamentado la aceptación por la Junta andaluza, el concepto médico de «limitación del esfuerzo terapéutico». La LET es una legítima concepción en torno a los límites de la intervención de los médicos en el proceso final de la vida, que ha emergido en las últimas décadas. Básicamente viene a decir que, cuando las expectativas de sobrevivencia son nulas, el mantenimiento a toda costa de tecnologías instrumentales o de soporte vital que ya no proveen curación sino mero alargamiento artificial de la vida —con no poca mortificación para el exhausto enfermo— carece de sentido y pueden ser suspendidas. En el mundo de los cuidados intensivos o en los paliativos, cuando un sistema de tratamiento sólo sirve para preservar un estado de coma permanente yo para impedir el término de la dependencia de los cuidados intensivos, se dice de él que es un tratamiento «fútil», expresión que no vamos a discutir en este trabajo, y que significa algo más que inútil. Es perfectamente lícito y moral, entonces, suspender o limitar la aplicación de algunas de estas técnicas de soporte vital que ya se muestran inservibles para la función curativa: Para recuerdo del lector, técnicas que procuran la sustitución de la función fisiológica de un órgano vital como, por ejemplo, la respiración artificial o mecánica en casos de insuficiencia respiratoria, las técnicas de diálisis en el fallo renal, la reanimación cardiopulmonar, en fin, los marcapasos, el balón contrapulsación, la nutrición artificial, las trasfusiones e incluso la hidratación, etc. El concepto de LET ha encontrado su asiento más natural en las UCI y en los modernos cuidados paliativos, pero su aplicación es ampliable a la atención primaria; si bien es un concepto este de la limitación de las medidas de soporte, del esfuerzo terapéutico, que encuentra su verdadero sentido cuando el estado del enfermo es crítico y posado en los aledaños de la muerte, más que en cualquier otra perspectiva del paciente terminal, es decir, cuando los médicos han perdido ya toda esperanza de que el enfermo no muera a corto o breve plazo. Limitar alguna de las técnicas de soporte vital e incluso retirarlas son entonces decisiones frecuentes, que suelen tomarse regladamente, tras deliberación en la que participan todos los miembros del staff vinculado a la atención del moribundo. Pero esto no es eutanasia ni se le debe llamar eutanasia El paciente tiene derecho a elegir o rehusar un tratamiento del que es dudoso el beneficio que le reportaría, e incluso basarlo en la percepción de cómo sería su vida posterior, en el hipotético caso de sobrevivir y de si, en tales condiciones, su existencia merecería la pena ser vivida. Pero otra cosa, bien distinta, es que la decisión del paciente tenga que encadenar la acción del médico. pasiva, concepto este último altamente falsificador de la realidad. La LET es una decisión que, limitada a su sentido originario, es humana y ética y previene contra los excesos del «encarnizamiento terapéutico». El problema ético nace cuando se retuerce y se fuerza el criterio fundamentador del abandono del soporte vital. Es aquí entonces cuando pueden plantearse diferencias irreductibles entre el principio técnico, dominado por criterios utilitaristas, y las concepciones morales que defienden el valor de la vida por sí misma. Ciertamente, aunque es común en ambas posiciones el ya aludido criterio de la no sobrevivencia del enfermo en cualquier caso; en el ejercicio de la Medicina se vienen aceptando hoy otros criterios menos estrictos para aplicar la LET, basados en el creciente aprecio que en la Medicina y en la sociedad ha adquirido el concepto de «calidad de vida», en este caso de la calidad de vida previa a la retirada del soporte vital, un criterio que ya no hace referencia obligada a la idea de sobrevivir o no sobrevivir como fundamento de la LET, sino al «cómo viviría» en el futuro ese enfermo, a las condiciones de vida de una persona con severos hándicaps físicos yo psíquicos, a su nivel de daño neurológico tras una hipotética sobrevivencia merced al mantenimiento del soporte vital; considerado para algunos más una agresión sobreañadida que un beneficio para el paciente. Como se ve, los criterios de la LET tienen un indudable condicionamiento cultural y social, según el país y sus tradiciones, que no excluye la edad avanzada y el alto coste de una UCI y la siempre escasa disponibilidad de camas para nuevos encamamientos: con la experiencia de que los nuevos y más recuperables pacientes acabarán ocupando las camas de los que tienen nulas posibilidades de sobrevivir. En suma, como afirman Caballero y Esteban1, ante situaciones clínicas presupuestas los factores relacionados con la cultura del país y la idiosincrasia del médico son el principal determinante de las decisiones de LET, incluida la percepción de la ansiedad que la presencia de un enfermo en la UCI, sin posibilidades de sobrevivir, crea en algunas familias, a la que no habría que mantener en una esperanza sin fundamento. Pero sobre la complejidad expuesta, más conflictiva aún puede ser la decisión de retirar un respirador o cualquier otro importante soporte vital, como ha sido el caso de Inmaculada. En efecto, puesto que nuestra sociedad aprecia la libertad individual, la autonomía moral de paciente de cara a una petición de esta naturaleza y los médicos, desprotegidos frente a la complejidad de sus decisiones, buscan lógicamente la decisión consensuada con el enfermo o su familia, la posibilidad de casos como el de Inmaculada no puede sorprender. Ciertamente, el paciente tiene derecho a elegir o rehusar un tratamiento del que es dudoso el beneficio que le reportaría, e incluso basarlo en la percepción de cómo sería su vida posterior, en el hipotético caso de sobrevivir y de si, en tales condiciones, su existencia merecería la pena ser vivida. Pero otra cosa, bien distinta, es que la decisión del paciente tenga que encadenar la acción del médico. Como si éste fuera un siervo de gleba de su señor. Y es precisamente desde esta perspectiva desde la que hay que analizar la petición de la enferma granadina, afectada por una extrema invalidez y con una pobre calidad de vida desde la perspectiva biológica, pero sin ninguna perspectiva de muerte caso de serle mantenida la respiración artificial; lo cual no es óbice para negar la segura aparición en el tiempo de los efectos negativos de un encarnamiento prolongado (osteoporosis, úlceras, infecciones, etc.), como le viene a ocurrir a muchos de los enfermos en estas circunstancias. DEJAR MORIR O EMPUJAR La petición de Inmaculada pudo ser A LA MUERTE buena o no, ser comprensible o no, pero no era en absoluto una petición ortodoxa y poseía todas las exigencias de una eutanasia voluntaria. Nada en suma que exigiera un obligado cumplimiento. Y por eso que alcanzó a tener el dudoso privilegio de la publicidad. ¿Cómo es entonces posible que haya conducido a la solución aprobada? Seguramente que en la mente de los lectores tiene cabida un conjunto de similares argumentos. El autor va a abordar alguno más, desde el ámbito médico. En el mundo de los cuidados intensivos determinados fundamentos éticos aparecen hoy como intocables, cuando desde la perspectiva de la tradición moral pueden ser formal y radicalmente erróneos. Tal es el caso de la afirmación, que parece proceder del bioeticista Daniel Callahan, de que desde el punto de vista moral es igual renunciar a una medida de soporte vital, como el respirador— cuya ausencia garantiza una evolución letal— que la decisión, a tomar en cualquier momento, de retirar el respirador implantado y precipitar la muerte. Al juicio del autor de este trabajo, este criterio no es adecuado. Porque el médico que accede a la petición de un moribundo, de no ser sometido a un respirador que le aseguraría una sobrevivencia incluso prolongada y sin previsión de exitus, no procede contra la inexorabilidad de la enfermedad responsable directa de la muerte prevista, y su abstención representa una acción intransitiva, que respeta la voluntad del enfermo y que no cambia el orden y la teleología vital o inmediata del devenir del enfermo. Él «deja morir» pero no empuja la muerte, que es decisión libérrima del paciente. Por el contrario, cuando tras años de soporte vital y en plena eficacia y sostenimiento de la vida y de las funciones psíquicas, el enfermo pide al médico que, por su legitimidad o autonomía, le desenchufe del respirador, la acción del médico se convierte en inmediatamente causante de la muerte del paciente. Será o no responsable ante la ley civil, tendrá la garantía del consentimiento o de la petición formal, incluso el amparo de la comisión de ética correspondiente, pero es él, su persona y su acto, el cooperador necesario para producir la muerte del enfermo. Porque se enfrenta a un escenario nuevo, a una realidad distinta a la del paciente que se niega a la aplicación del respirador. Tiene delante ahora a un enfermo con vida técnicamente asegurada, en la que el respirador ha pasado a formar parte, durante años, de los hábitos y limitaciones de su existencia como un todo inseparable, como un modo ordinario de sobrevivir. Su acción ahora es transitiva, de él hacia el enfermo, no se trata ya de una abstención, de un dejar fraguar la muerte a su curso natural, sino de un cooperar activamente a ella, aunque sea la fisiología anulada del pulmón, en este caso, la que biológicamente acabe con la vida del enfermo. No es igual dejar morir que matar, se viene a decir en el argot de la bioética. Y esto lo tuvo claro, según se dice, el médico de Inmaculada al negarse a la acción exigida y pedir la objeción de conciencia. En suma, el dictamen de la ciencia en absoluto hegemoniza el dictamen moral ni el médico tiene que doblegar su conciencia a la petición de un enfermo. Ello sin aludir a la radical negativa a la cooperación necesaria en la muerte de otra persona, entendida como eutanasia, que establece el código deontológico de los médicos españoles. Y que es de obligado cumplimiento, habida cuenta de que los colegios profesionales mantienen la función punitiva que les concede la ley. Es por esto último que, en la retirada de un tratamiento o, como en el caso que comentamos, de un soporte vital, se entremezclan valores emocionales y sentimientos que hacen más difícil la decisión de retirar que la de no iniciar un tratamiento de soporte vital2: mucho más difícil retirar el respirador que no ponerlo. Por tanto, la autonomía del enfermo puede ser la misma y su decisión de sobrevivir o no sobrevivir cuestión personal siempre respetable, pero el médico que le asiste tiene también su propia conciencia, su propia libertad, y es responsable ante ella de sus actos. Esto explica la sabiduría de consensuar las decisiones que opera en la práctica médica y especialmente en los intensivos. La medicina intensiva, por la extraordinaria complejidad de sus decisiones y por la carencia frecuente de un paciente interlocutor directo de sus médicos, tiende a tomar decisiones por deliberación de todo el grupo de profesionales responsables y basta a veces una discrepancia para que se suspenda, hasta nueva deliberación, una retirada de soporte vital. En suma, la decisión de retirar el respirador a Inmaculada no puede desligarse de una cierta connivencia e identificación con los deseos de la enferma, de una «comprensión» de su actitud que va más allá de la simple ejecutoria de un deseo por parte del paciente. Y sin duda de una responsabilidad moral añadida. DOS POSICIONES IRREDUCTIBLES: Aunque en la práctica los anHUMANISTAS FRENTE A VITALISTAS tagonismos se aligeran, en su trasfondo las diferencias ante la «limitación del esfuerzo terapéutico» son acusadas. Y cada país tiene las suyas. El caso de Inmaculada es un ejemplo de esta división. Y no es sencillo establecer los criterios diferenciales de los grupos con reflexión y criterio propios sobre la cuestión. El más grave elemento diferencial, a juicio del autor, es la aceptación entre nosotros, por los que voy a denominar «humanistas» —entre quienes figuran clérigos y exclérigos y médicos muy dependientes de los análisis anglosajones de la ciencia— de la aplicación de estas técnicas siempre desde perspectiva de una ética en «tercera persona», de fondo neokantiano; esto es, sobre «lo que se debe hacer» o no hacer por todos los profesionales tras la reflexión sobre un criterio que, circunstancialmente, adquiere notoriedad en algunos ámbitos de la Medicina. Y obviamente al margen de lo que sufra la conciencia del médico, su particular y respetable concepción del «bien». El médico, como sujeto que pretende el mejor bien del enfermo y al que, obviamente, se estima bien pertrechado de valores —con su concepción de vida buena— habría de sumarse, si quiere ser moderno, al coro de lo que, en cada tiempo, la cultura, la ciencia o la progresía ensayan como lo mejor. A lo más, se le acepta la objeción de conciencia, pero más como una concesión —como un dechado de tolerancia— que como un valor de la más alta consideración moral, a la que tiene pleno derecho. En su contexto, entre estos que llamo «humanistas» no faltan quienes se sienten en mayor o menor sintonía con los partidarios de la muerte digna, a la que no hacen ascos, y que postulan planteamientos restringidos de eutanasia o suicidio asistido. Prevalece en ellos una sutil indiferencia ante el articulado de los viejos códigos deontológicos, interpretados al modo de una metaética histórica desfasada y de trasfondo religioso, a la que no habría necesidad de atender. Y aunque en sus análisis no excluyen la ley, ésta siempre puede resistir a una interpretación nueva, más actual y acorde a los tiempos, que puede ser bien argumentada y sostenida, aunque donde decía blanco ahora venga a decir negro, que esto en el fondo es el signo de lo mudable y de lo relativo que son todos los conceptos. Es desde esta perspectiva donde cristaliza la interpretación de vitalistas a ultranza, de defensores obcecados del mantenimiento de la vida biológica, a los médicos que, atendiendo a sus convicciones, se oponen con mayor o menor acierto a los planteamientos extensivos y deformantes del concepto de LET; gente equivocada a su juicio, porque no se decantan clara y decididamente por la defensa radical de la autonomía del paciente, sobre el cómo y el cuándo morir, que sería lo verdaderamente justo, pues siempre hay un tiempo para nacer y un tiempo para morir. En opinión de estos médicos, los denominados «vitalistas» exhibirían una escasa sensibilidad frente a valores como la «calidad de vida» yo el «bienestar» de los enfermos, entendidos obviamente en la clave utilitarista en que los concibe hoy la Medicina, médicos que podrían acabar protegiendo la denominada obstinación terapéutica, el «encarnizamiento terapéutico» en el sentir popular. El esfuerzo de diálogo entre ambas perspectivas, en sus posiciones metaéticas, es hasta el momento infructuoso porque, en el fondo, el desencuentro transfiere a la Medicina el desacuerdo entre las posiciones de la Iglesia y de las tradiciones de la comunidad, respecto a la ética y el valor supremo de la vida (que no absoluto) y como valor fontal del Derecho, por un lado; y el individualismo de fondo utilitarista y anglosajón que ha cristalizado en el último siglo, que sitúa a la libertad del hombre y a la autonomía de su voluntad como valor supremo y cúspide de todo el ordenamiento jurídico, por encima de las creencias, de la vida y al margen de cualquier inquietud por la «verdad». En el momento de relativismo que experimenta la sociedad en buena parte del mundo y entre nosotros, de agotamiento de las reservas morales de la democracia —como ha destacado Habermas—, las posiciones que reconducen los límites de la Medicina y del actuar de los médicos a la idea del respeto a la dignidad del hombre —inseparables del respeto a su vida biográfica pero también a su vida biológica— se configuran como una frontera impermeable a las emociones y las subjetividades, que se perciben, En el momento de relativismo que experimenta la sociedad en buena parte del mundo, de agotamiento de las reservas morales de la democracia —como ha destacado Habermas—, las posiciones que reconducen los límites de la Medicina y del actuar de los médicos a la idea del respeto a la dignidad del hombre —inseparables del respeto a su vida biográfica pero también a su vida biológica— se configuran como una frontera impermeable a las emociones y las subjetividades, que se perciben como insoportables para el llamado «pensamiento débil». digo, como insoportables para el llamado «pensamiento débil». Y no pocas personalidades del mundo de la Medicina, sin esta visión a la larga del riesgo de los planteamientos preeutanásicos, se siguen apoyando —incluso sin advertirlo— en lo políticamente correcto que procede del propio medio técnico y en los paradigmas tentativos de la ciencia que reflexiona y maneja estas conflictivas situaciones. Sin inquietud por abrirse a otras perspectivas. COROLARIO Pero es un error que puede pagarse caro; y muchos pensamos que es altamente preferible recuperar el discurso que busca la verdad, pese a su dificultad y el sacrificio de ir contracorriente, que vegetar en el flujo abandonista y subjetivista que terminará, si no se frena, como en Holanda, en la «pendiente deslizante» de una eutanasia sin control y sin principios de seguridad jurídica. El caso de Inmaculada reviste todo el cortejo de circunstancias para la retórica de nuestro tiempo y transfiere, en una época sin verdugos el papel de verdugo justo, de juez superior —por encima del mal y del bien—, a estos médicos que encuentran razonable la acción de retirar un respirador y de acabar directamente con la vida de la paciente, cumpliendo fielmente —eso sí— las órdenes del enfermo y cual si se tratara de un verdadero deber moral. El autor está en desacuerdo con esta posición y pretende que no se le confunda. Todos somos libres de pensar y sentir como queremos y de expresarnos libremente en una sociedad que se pregona como democrática. Y volviendo Habermas como prototipo de un pensamiento libre que asume la autocrítica —algo raro hoy día— pienso que la deriva ultraliberal que experimenta cierta cultura vigente, perdida su identidad constitutiva, va progresivamente agotando las reservas espirituales que hicieron nacer la democracia entre nosotros y que, aún a contracorriente, es necesario un golpe de timón poderoso que enderece el valor moral de la misma; y que la reaparición de un discurso racional, recuperador de nuestros valores consuetudinarios, y un fuerte espíritu crítico son necesarios frente a la retórica de los nuevos profetas de la felicidad. Negarse a los planteamientos y a la retórica abandonista en el caso de la petición de eutanasia de Inmaculada, descubrir la trampa que incorpora, superar los tópicos de la ciencia imperante y adoptar un pensamiento propio y verdaderamente moral, representa el primer paso en este proceso de rebeldía a que hemos aludido, y que debe culminar en otros centros de poder y decisión, dentro de todo un conjunto de pasos que habrá algún día que afrontar y que confiemos que aún lleguen a tiempo. MANUEL DE SANTIAGO NOTAS 1J. Caballero y A. Esteban, Limitación del esfuerzo terapéutico, pagina 199, en «Etica y costes en Medicina intensiva», A. Net, editor, SpringerVerlag Ibérica, Barcelona, 1996. 2 J. M. Sánchez Segura, Retirada o no inicio del soporte vital, página 197, en «Ética y Costes en Medicina Intensiva», A. Net, editor. SpringerVerlag Ibérica, Barcelona 1996.