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La condición posmexicana

Roger Bartra

El autor hace referencia de cómo la sociedad mexicana comenzó a experimentar los típicos procesos de cohesión y contracción que proporcionan cierta legitimidad a la actividad gubernamental.

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Referencia

Roger Bartra, “La condición posmexicana,” accessed March 29, 2024, http://repositorio.fundacionunir.net/items/show/2796.

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Title

La condición posmexicana

Subject

Crónica de un nacionalismo inventado

Description

El autor hace referencia de cómo la sociedad mexicana comenzó a experimentar los típicos procesos de cohesión y contracción que proporcionan cierta legitimidad a la actividad gubernamental.

Creator

Roger Bartra

Source

Nueva Revista 081 de Política, Cultura y Arte, ISSN: 1130-0426

Publisher

Difusiones y Promociones Editoriales, S.L.

Rights

Nueva Revista de Política, Cultura y Arte, All rights reserved

Format

document/pdf

Language

es

Type

text

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CRÓNICA DE UN NACIONALISMO INVENTADO La condición posmexicana A lo largo del siglo XX la cultura mexicana fue inventando la anatomía de una identidad nacional que se esfumaba cada vez que quería ser definida, pero cuya presencia imaginaria ejerció una gran influencia en la configuración del poder político. Se escribieron textos para dibujar una verdadera «idiosincrasia mexicana» que, junto con las artes plásticas, la ficción literaria, los programas de radio, el cine, la televisión y la música, se integraron en el proceso de gestación del canon nacionalista y revolucionario de «lo mexicano». El siglo XX, según Roger Bartra, ha contemplado el fin de esta curiosa formación cultural,de la que aún se verán no pocas reminiscencias en los tiempos venideros. e ha dicho que los intelectuales de la primera mitad del siglo XX se Smovían en los límites estrechos del aislamiento mexicano, dependientes de un pensamiento que debía pasar por París o por Madrid. Ese es nuestro infierno originario: el del atraso, el subdesarrollo, la dependencia y la falta de autonomía. De ahí que surgiesen fuerzas culturales que trataran de impulsar una acumulación intelectual propia, capaz de sustituir las importaciones, y que se viera protegida por un mercado ideológico interno acotado por los Gobiernos emanados de la revolución mexicana. Por otro lado surgieron voces que aseguraban que México albergaba, desde tiempos ancestrales, riquezas y recursos espirituales inagotables que era preciso rescatar, refinar, explotar e incluso exportar a las metrópolis para demostrar que treinta siglos de Historia no habían pasado en vano. Todavía hoy encontramos restos de estas corrientes economicistas y fundamentalistas, que al menos confluyen en un punto: en su profesión de fe esencialista. La tragedia del indigenismo radica precisamente en la contradicción que se esconde en el credo esencialista: la cultura india, alimento esencial, debía ser devorada y digerida por la Modernidad. Si hay una esencia cultural propia, única y específicamente mexicana, la relación de los intelectuales con ella es inevitablemente la del explotador de riquezas naturales con la mina. Y la discusión tiende a centrarse en los procedimientos para extraer, procesar y distribuir la riqueza esencial, que puede ser considerada como un recurso natural, renovable o no1. La invención de la identidad nacional mexicana deja la impresión paradójica de un manojo extraordinariamente heterogéneo de ideas, que sin embargo participan de una misteriosa afinidad. El conjunto de afinidades electivas, para usar la expresión de Goethe, que une los fragmentos de esta idiosincrasia nacionalista refleja, en mi opinión, el misterio del sistema político mexicano que creció a la sombra de la Revolución de 1910 y que dominó el país hasta el año 2000. Me parece que la explicación de ese «misterio» político se encuentra en los ámbitos de la cultura, en una compleja trama de fenómenos simbólicos que permitieron la impresionante legitimidad y amplia estabilidad del sistema autoritario a lo largo de siete décadas. He definido esta trama como una estructura de mediación o un tejido de redes imaginarias, cuyas huellas más antiguas se encuentran en el mundo agrario y campesino que nació después dicha Revolución. El régimen nacionalista revolucionario tenía una sólida base en unos muy complejos resortes de mediación política. El Gobierno de la «revolución institucionalizada» apoyaba su legitimidad en una extraña gestación populista de formas no capitalistas de organización: una serie de reformas estimulaba la expansión de «terceras fuerzas», rurales y urbanas, que formaban la sólida base del régimen autoritario. En suma, surgió lo que alguna vez se ha llamado un «poder despótico moderno» (Mario Vargas Llosa lo calificó de «dictadura perfecta»), que no era un régimen fascista ni un poder represivo de excepción, sino un Gobierno estable basado en un aparato mediador no democrático capaz de proteger el proceso económico de las peligrosas sacudidas de una sociedad que albergaba todavía contradicciones de naturaleza no específicamente moderna. Este aparato mediador, en el campo de la cultura, cristalizó en la formación de la red de imágenes simbólicas que definieron la identidad nacional y el «carácter del mexicano». En estas redes ya no sólo hallamos al campesino cada vez más ilusorio creado por el nacionalismo populista, sino diversos actores —en realidad toda una compañía de teatro— que escenifica una guerra en gran parte imaginaria. Muchos de ellos son los llamados «marginales», una aglomeración simbólica que corresponde muy vaga y lejanamente a los grupos sociales reales que, más que marginados, viven materialmente aplastados bajo el peso de la miseria y la represión. La investigación de esta simbologia (que en su día publiqué en el libro La jaula de la melancolía) produjo un diagnóstico poco optimista para el régimen: las redes mediadoras, estrechamente ligadas a la identidad nacional, se hallaban dañadas y, por lo tanto, el sistema estaba condenado a perecer. Tengo la engañosa pero agradable ilusión de que mi pequeña aportación crítica se unió en el año 2000 al amplio coro que logró la caída del sistema autoritario y abrió paso a lo que he llamado la «condición posmexicana». Ahora que se ha derrumbado el sistema autoritario es necesario reflexionar sobre un aspecto inquietante de la transición democrática: ¿puede funcionar legítimamente el sistema político sin acudir al canon tradicional del nacionalismo revolucionario? ¿Podemos abandonar impunemente los estereotipos de la identidad nacional? ¿Es posible prever la forma que adoptarán las mediaciones legitimadoras bajo las nuevas condiciones democráticas que se abrieron en el año 2000? Intentemos imaginar si un sistema político mexicano democrático podría funcionar y reproducirse sin derivar su legitimidad de la invención de redes mediadoras que lo liguen con la sociedad que lo rodea, salvo por el funcionamiento de sus propios mecanismos electorales, y cimentar su cohesión sin acudir a estructuras simbólicas y normativas externas. Se trataría de un sistema autolegitimado, autónomo y basado en la racionalidad y la formalidad de la Administración y en su capacidad de generar las condiciones políticas del bienestar. Éste es, sin duda, el sueño de muchos administradores y tecnocratas, que desearían tener la libertad de gestión suficiente para intentar, sobre la base de la «calidad total» y la racionalidad, que la gestión política marche por su propio impulso sin necesidad de recurrir a estructuras ideológicas o mediaciones sociales. En este sueño, en caso de existir déficits de racionalidad y eficiencia, el propio sistema lograría curar las heridas con medidas de carácter administrativo. Pero cabe preguntar: ¿es suficiente una cultura gerencial para dotar de legitimidad a un sistema político democrático? No lo creo, ni siquiera en el dudoso caso de que una cultura semejante trajese el bienestar económico para las amplias capas de la población más desposeída. La economía, por sí sola, no produce legitimidad. Como todos sabemos, y como es obvio, los aparatos gubernamentales en México están muy lejos de la deseada eficiencia gerencial y están demasiado contaminados por formas corruptas, paternalistas o corporativas de gestión como para funcionar alimentados únicamente por una nueva cultura mercadotécnica. Tal vez podemos encontrar pistas de nuevas formas de legitimidad en la misma crisis que erosionó el sistema autoritario. Por ejemplo, ante la crisis del nacionalismo el Gobierno priísta optó por impulsar el Tratado de Libre Comercio y la globalización, y después, ante los problemas de credibilidad, impulsó una reforma política que instauró un mecanismo electoral autónomo y confiable. Con estas medidas el Gobierno aceleró su fin, aunque su objetivo fuera todo lo contrario: alargar su permanencia en el poder. La oposición de izquierda hizo una mala lectura de estas situaciones: creyó necesario reconstruir la anatomía nacional, volver al nacionalismo revolucionario original (cardenista e incluso zapatista) y desarrolló una actitud populista de desconfianza ante la democracia electoral. El sector modernizante del PRI también hizo una lectura equívoca: creyó que los sectores tecnocráticos del Gobierno, empapados de una nueva cultura eficientista y gerencial, habían logrado una legitimidad suficiente para ganar las elecciones del 2000. Se equivocaron, y su candidato perdió la contienda. Este desenlace es también una señal de advertencia a los nuevos gobernantes foxistas: sus habilidades empresariales, su talante tecnocrático y su inspiración gerencial —útiles sin duda en las tareas cotidianas de la Administración— no serán suficientes para garantizar una nueva legitimidad. El nuevo régimen democrático necesitará echar raíces en los mismos procesos de largo plazo que impulsaron la caída del sistema autoritario. Lo que no sabemos es si el Gobierno de Vicente Fox será capaz de auspiciar este profundo proceso de cambio, o se contentará con una gestión hábil y decorosa que, en el mejor de los casos, impida la quiebra del país. La historia reciente de otros países latinoamericanos (Argentina, Bolivia, Ecuador, Estamos contemplando los primeros Perú, Venezuela) nos indica que pa§os del proceso de sustitución no estamos a salvo del peligro de , , . . . . . , , . _ , , ,111. de los viejos actores —de los heroes naufragio. Asi, el ángel de la historia le agradecería al Gobierno de cantinflescos con sentimientos de Fox haberse convertido en una efi minusvalía, los indios dormidos bajo ciente agencia de pompas fúnebres un gran sombrero, los pachucos, encargada de enterrar el sistema i , . . « 6 los revolucionarios corruptos, la raza autoritario, pero no lo contemplar i cósmica o los mestizos albureros— ría como un gran reformador que hubiese abierto las puertas de una nueva civilidad política y de una cultura política avanzada. Hay algunas señales inquietantes que indican que el actual Gobierno podría contraponerse al curso profundo de la transición, contribuyendo con ello a frenar un ciclo que de por sí es lento. En todo caso, creo que no será posible —ni beneficioso— permitir una amalgama entre los mecanismos que el Gobierno de Fox pueda usar para mantener, e incluso ampliar, el apoyo popular y los procesos de gestación de una nueva cultura civil y democrática. A la vez, una contraposición entre el Gobierno y la nueva cultura cívica emergente sería dramática y desastrosa. Para terminar, quisiera lanzar otra pregunta: ¿qué procesos culturales legitimadores se implementarán realmente en los próximos años? No soy tan optimista como para creer que el nuevo Gobierno impulsará decididamente un amplio proceso de reformas, ni para pensar que en la sociedad mexicana no hay fuerzas poderosas que intentarán bloquear los cambios aun antes de que puedan siquiera proponerse formalmente, así que me veo en la necesidad de suponer que nos enfrentaremos a un periodo de turbulencia política. Aunque puede haber sorpresas, existen indicios de que la misma turbulencia proporcionará elementos estabilizadores que podrían fortalecer la cohesión de las fuerzas democráticas e incrementar la eficacia del sistema. Sintomáticamente, se trata de elementos extrasistémicos generados por las tensiones a que se encuentran sometidas las viejas estructuras y las antiguas ideologías, así como por las tendencias a la acumulación salvaje de capital. Me parece que estamos contemplando los primeros pasos del proceso de sustitución de los viejos actores, de los héroes cantinflescos con sentimientos de minusvalía, los indios dormidos bajo un gran sombrero, los pachucos, los revolucionarios corruptos, la raza cósmica o los mestizos albureros. Los nuevos actores extrasistémicos configuran lo que se podría llamar una franja de marginalidad hiperactiva, compuesta por segmentos del PRI en descomposición, guerrillas virtuales y guerrillas reales, crimen organizado y cárteles de narcotraficantes, movimientos de protesta urbana y suburbana, y diversos grupos paramilitares o terroristas. No se trata de un fenómeno desconocido: en realidad desde 1994 —con el alzamiento zapatista y los espectaculares asesinatos políticos— la sociedad mexicana comenzó a experimentar los típicos procesos de cohesión y contracción que, si no rebasan umbrales críticos, proporcionan cierta legitimidad a la actividad gubernamental. En mi opinión podemos observar cierta fragilidad en esta peculiar dialéctica espectacular entre una nueva marginalidad hiperactiva y la correspondiente cohesión de las fuerzas que intentan estabilizar una normatividad democrática en torno al nuevo Gobierno. Es cierto que este proceso implica la legalización (o, al menos, la legitimación) de una gran pluralidad de expresiones políticas, étnicas, sexuales o religiosas, lo cual es un fenómeno enriquecedor. Sin embargo, también entroniza costumbres asociadas a la violencia, a la corrupción y a las formas ilegales de protesta que más vale evitar antes de que se generalicen. Estas costumbres son como las drogas: su uso puede llegar a generar dependencia. Ello fortalece sólo la estabilidad de formas de consenso aglutinador, logradas más por el miedo que por el convencimiento cívico. Al mismo tiempo estos procesos frenan la consolidación de un sistema democrático y republicano de partidos políticos modernos, un sistema sin el cual es casi imposible pensar en una nueva legitimidad democrática, cuya pluralidad abra las puertas de la imaginación social y de la creatividad política. 0* ROGER BARTRA NOTA 1 Para estudiar con más detalle las interpretaciones del autor sobre el canon de la identidad del mexicano, puede verse La jaula de la melancolía (Grijalbo: México, 1987).