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María Schoning

Alexandr Pushkin

Relato corto de Alexandr Pushkin "María Schoning".

File: María Schoning.pdf

Referencia

Alexandr Pushkin, “María Schoning,” accessed April 26, 2024, http://repositorio.fundacionunir.net/items/show/1578.

Dublin Core

Title

María Schoning

Subject

Relatos

Description

Relato corto de Alexandr Pushkin "María Schoning".

Creator

Alexandr Pushkin

Source

Nueva Revista 072 de Política, Cultura y Arte, ISSN: 1130-0426

Publisher

Difusiones y Promociones Editoriales, S.L.

Rights

Nueva Revista de Política, Cultura y Arte, All rights reserved

Format

document/pdf

Language

es

Type

text

Document Item Type Metadata

Text

María Schoning ALEXANDR PUSHKIN Anne Harlin a María Schoning 2 5 de abril Querida María: ¿Cómo estás? Hace ya más de cuatro meses que no recibo ni una línea tuya. ¿Gozas de buena salud? De no haber sido por mis constantes preocupaciones, ya te habría visitado; pero como sabes, doce millas no son ninguna tontería. Sin mí la hacienda se detiene; Fritz no comprende su funcionamiento: es igual que un niño. ¿No te habrás casado? No, seguramente te habrías acordado de mí y hubieras alegrado a tu amiga con la nueva de tu felicidad. En tu última carta me decías que tu pobre padre sigue enfermo; espero que la primavera le haya ayudado y que ya se encuentre mejor. De mí misma te diré que, gracias a Dios, soy feliz y gozo de buena salud. El trabajo avanza poco a poco, pero sigo sin saber establecer un buen precio ni regatear. Será necesario aprender. Fritz también goza de buena salud, aunque desde hace algún tiempo le molesta su pierna de madera. Camina poco, y los días de mal tiempo gime y se queja. No obstante, no ha perdido su alegría ni la costumbre de tomarse un vasito de vino; aún no ha terminado de contarme el relato de sus aventuras. Los niños están cada día más altos y más guapos. Frank ya es todo un hombrecito. Imagínate, querida María, que ya persigue a las muchachas. ¿Qué te parece? ¡Y todavía no ha cumplido los tres años! ¡Menudo granuja! Fritz se ha encariñado con él y no hace más que mimarlo; en lugar de calmar al muchacho, lo excita aún más y le ríe todas sus gracias. Mina es bastante más tranquila, aunque es verdad que es un año mayor. Ya he empezado a enseñarle el alfabeto. Es muy lista y parece que será hermosa. ¿Pero de qué vale la belleza? Si es buena y juiciosa, entonces, probablemente, será feliz. P. S. Te envío una pañoleta como presente; estrénala, querida María, el próximo domingo, cuando vayas a la iglesia. Es un regalo de Fritz; pero el color rojo armoniza mejor con tus cabellos oscuros que con los míos claros. Los hombres no entienden de esas cosas. Les da igual que algo sea azul o rojo. Perdona, querida María, me estoy extendiendo demasiado. Contéstame pronto. Preséntale mis más sinceros respetos a tu padre. Escríbeme sobre su estado de salud. Nunca olvidaré que viví tres años bajo su techo y que se comportó conmigo, una pobre huérfana, como si fuera una hija y no una criada asalariada. La madre de nuestro pastor le aconseja utilizar, en lugar de té, pimpinela blanca, una flor muy común —también he encontrado su nombre latino—; cualquier boticario te la mostrará. María Schoning a Arme Harlin 2 8 de abril Recibí tu carta el pasado viernes (aunque no la he leído hasta hoy). Mi pobre padre falleció ese mismo día, a las seis de la mañana; lo enterramos ayer. De ninguna manera podía imaginarme que la muerte estuviera tan cercana. En los últimos tiempos se encontraba bastante mejor, y el señor Keltz albergaba esperanzas de una recuperación completa. El lunes dio incluso un paseo por el jardín y llegó hasta el pozo sin fatigarse. Al regresar a su habitación, sintió un ligero escalofrío; lo metí en la cama y me dirigí corriendo a casa del señor Keltz, pero no lo encontré allí. Cuando volví a la habitación de mi padre, lo hallé dormido; pensé que el sueño le tranquilizaría del todo. El señor Keltz vino por la tarde. Examinó al enfermo y se mostró poco satisfecho de su estado. Le recetó un nuevo medicamento. Por la noche mi padre se despertó y pidió de comer; le di una sopa; tomó una cucharada y ya no quiso más. Volvió a quedarse dormido. Al día siguiente se vio sacudido por espasmos. El señor Keltz no se separó de su lado. Por la tarde los dolores cesaron, pero se apoderó de él una inquietud tan grande, que durante cinco minutos no pudo permanecer tumbado en una misma postura: tuve que cambiarlo de un lado a otro... Poco antes del amanecer se tranquilizó y durmió durante un par de horas. El señor Keltz se marchó, tras comunicarme que regresaría al cabo de unas dos horas. De pronto mi padre se incorporó y me llamó. Me acerqué a él y le pregunté qué quería. Entonces él me dijo: «María, ¿por qué está todo tan oscuro? Abre los postigos». Me asuste y le dije: «¡Padre! ¿Acaso no ve usted que... los postigos están abiertos?». Se puso a buscar algo a su alrededor, me cogió la mano y exclamó: «¡María! María, me encuentro muy mal; me estoy muriendo... déjame que te bendiga. Pronto». Me puse de rodillas y coloqué su mano sobre mi cabeza. El entonces exclamó: «Señor, cuida de ella; Señor, te la confío». Quedó en silencio y de pronto su mano se volvió rígida. Pensé que había vuelto a quedarse dormido y durante unos minutos no me atreví a moverme. De repente entró el señor Keltz, apartó la mano de mi cabeza y me dijo: «Ahora déjelo y váyase a su habitación». Miré el lecho: mi padre yacía pálido e inmóvil. Todo había terminado. El bondadoso señor Keltz se pasó dos días enteros sin salir de nuestra casa y fue él quien tomó todas las disposiciones, pues yo no me encontraba con fuerzas. Los últimos días cuidé yo sola del enfermo, pues no tenía a nadie que me relevara. A menudo me acordaba de ti y lamentaba amargamente que no estuvieras con nosotros... Ayer me levanté de la cama para tomar parte en el cortejo fúnebre; pero de pronto me sentí mal. Me puse de rodillas para despedirme de él desde la lejanía. Frau Rotberch exclamó: «¡Menuda comedianta!». No vas a creerme, querida Anne, pero esas palabras me restituyeron las fuerzas. Seguí el cortejo con sorprendente ligereza. En la iglesia me pareció como si todo estuviera extraordinariamente luminoso y se tambaleara a mi alrededor. No lloré. Me ahogaba y sentía ganas de reír. Lo llevaron al cementerio que hay detrás de la iglesia de San Jacobo y en mi presencia lo bajaron a la tumba. Sentí un repentino deseo de excavar la tierra, porque no me había despedido de él. Pero muchos paseaban aún por el cementerio y tuve miedo de que Frau Rotberch volviera a decir: «Menuda comedianta». Qué crueldad no permitir a una hija despedirse de su padre muerto como a ella le parece... Al regresar a casa, me encontré con personas extrañas, las cuales me dijeron que era necesario sellar todos los bienes y todos los papeles de mi difunto padre. Me permitieron usar mi habitación, aunque sacaron de ella todos los pertrechos, a excepción de la cama y una silla. Mañana es domingo. No me pondré tu pañoleta, pero te agradezco mucho el regalo. Saluda de mi parte a tu marido y dales un beso a Frank y a Mina. Adiós. Te escribo de pie, junto a la ventana; el tintero he tenido que pedírselo prestado a los vecinos. María Schoning a Anne Harlin Querida Anne: Ayer vino a verme un funcionario y me explicó que todos los bienes de mi difunto padre deben venderse en pública subasta en beneficio del erario público, ya que no había pagado impuestos en relación a sus medios y según el inventario de bienes había resultado ser más rico de lo que pensaban. No comprendo nada. En los últimos tiempos hemos gastado mucho en medicinas. Me quedaban para gastos unos veintitrés táleros; se los mostré a los funcionarios, pero estos dijeron que podía quedármelos, ya que la ley no los exigía. Nuestra casa se venderá la próxima semana y yo no sé dónde iré. He ido a ver al burgomaestre. Me recibió muy bien, pero contestó a mis peticiones diciéndome que no puede hacer nada. No sé a quién dirigirme. Si necesitas una sirvienta, escríbeme; sabes que puedo ayudarte en la casa y en las labores de costura; además de eso, me ocuparé de tus hijos y de Fritz si sufre alguna recaída. He aprendido a cuidar a los enfermos. Por favor, escríbeme si puedo serte de alguna utilidad. Y no te preocupes. Estoy convencida de que nuestra relación no se resentirá por ello y de que seguirás siendo para mí una amiga igual de buena y leal. La casa del viejo Schoning estaba llena de gente. La multitud se apretujaba en torno al tasador, que dirigía la sesión tras una mesa y gritaba: «Chaleco de bayeta con botones de cobre... — táleros. A la una, a las dos, a las tres... Nadie da más. Chaleco de bayeta, — táleros». El chaleco pasó a manos de su nuevo propietario. Los compradores contemplaban con desprecio y curiosidad los objetos puestos a subasta. Frau Rotberch examinaba un sucio montón de ropa blanca que no había sido lavada después de la muerte de Schoning; estiraba las ropas y las sacudía, al tiempo que repetía: «sólo son andrajos, trapos, harapos», y ofrecía unos céntimos más. El tabernero Hirtz compró dos cucharas de plata, media docena de servilletas y dos tazas de porcelana. La cama en la que murió Schoning fue comprada por Carolina Schmidt, una muchacha muy maquillada, de aspecto recatado y humilde. María, pálida como una sombra, no se movía de su sitio y contemplaba en silencio el robo de sus pobres bienes. Tenía en su mano — táleros, con los que se disponía a comprar alguna cosa, pero no tenía ánimos para interrumpir la puja de los compradores... algunos hombres se marcharon, llevándose sus adquisiciones. Quedaban sin vender dos retratos con marcos manchados por las moscas, en otro tiempo dorados. En uno de ellos estaba representado Schoning de joven, vestido con un caftán rojo. En el otro aparecía Cristina, su mujer, con un perrito en los brazos. Ambos retratos habían sido ejecutados con trazos marcados y colores brillantes. Hirtz quiso comprarlos para colgarlos en la carbonera de su taberna, ya que las paredes aparecían excesivamente desnudas. Los retratos fueron estimados en — táleros. Hirtz sacó el portamonedas. En ese momento María venció su timidez y con temblorosa voz aumentó el precio. Hirtz le dirigió una mirada de desprecio e inició la puja. Poco a poco el precio ascendió hasta —. María ofreció finalmente —. Hirtz se dio por vencido, y los retratos quedaron en poder de la muchacha. María entregó el dinero, se guardó el resto en el bolsillo, cogió los retratos y salió de la casa sin esperar el final de la subasta. Ya en el exterior, con un retrato en cada mano, se detuvo llena de perplejidad: ¿hacia dónde dirigirse?... Un hombre con anteojos de oro se acercó a ella y con gran amabilidad se ofreció a llevar los retratos adonde fuera menester... — Se lo agradezco mucho... pero la verdad es que no se qué hacer—. María pensaba a dónde podía llevar esos retratos, cuando ella misma carecía de hogar. El joven esperó unos segundos y luego siguió su camino, mientras María decidía finalmente llevar los cuadros a casa del boticario Keltz. 1835 Traducción del ruso: Víctor Gallego Ballestero