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Bases para una nueva y única economía
Emilio Ontiveros
Sobre la acuciante necesidad de profundas transformaciones en el seno de la UE para favorecer a la nueva economía.
File: Bases para una nueva y única economía.pdf
Número
Referencia
Emilio Ontiveros, “Bases para una nueva y única economía,” accessed November 22, 2024, http://repositorio.fundacionunir.net/items/show/1528.
Dublin Core
Title
Bases para una nueva y única economía
Subject
Nueva economía
Description
Sobre la acuciante necesidad de profundas transformaciones en el seno de la UE para favorecer a la nueva economía.
Creator
Emilio Ontiveros
Source
Nueva Revista 070 de Política, Cultura y Arte, ISSN: 1130-0426
Publisher
Difusiones y Promociones Editoriales, S.L.
Rights
Nueva Revista de Política, Cultura y Arte, All rights reserved
Format
document/pdf
Language
es
Type
text
Document Item Type Metadata
Text
Bases para una nueva y única euroeconomía En la Nueva Economía lo importante no es sólo participar; quedar «segundos» equivaldría a ser campeones mundiales de los «perdedores». Emilio Ontiveros, sin obviar las enormes diferencias que existen entre la economía americana y la europea, expone en este artículo la acuciante necesidad de profundas transformaciones en el seno de la ue, para no acabar ocupando irremediablemente ese incómodo segundo puesto. on independencia de la carga de escepticismo con que se acojan las Cexplicaciones más audaces sobre el comportamiento de la economía estadounidense (sobre la excepcional longevidad de su fase expansiva y su compatibilidad con tasas de inflación y de desempleo también históricamente reducidas) y las implicaciones de aquéllas sobre el estado del conocimiento económico, es difícil obviar la consideración del impacto sobre el crecimiento de algunas transformaciones en las formas de producción, distribución, comercialización y en la organización de las empresas, como consecuencia de la extensión de las nuevas tecnologías de la información y de las telecomunicaciones: del espectacular aumento de la capacidad de computación y su rápida conexión en una red cada día más amplia y poblada. Los exponentes más sobresalientes de esa «nueva economía» (ahorros de costes, crecimiento de las ganancias de productividad, nuevas vías de comercialización, etc.) no son exclusivos de las empresas ubicadas en esos nuevos sectores, más inequívocamente próximos al manejo del conocimiento como input básico, sino también, y quizá en mayor medida, en aquellos otros más directamente representativos de la vieja economía. Esta nueva revolución tecnológica, probablemente la más intensa y extensa de una amplia secuencia que se remonta a finales de los años cincuenta, se presenta en mayor medida que las anteriores asociada a ese igualmente largo pero más discontinuo proceso de integración económica y financiera internacional, al manido proceso de globalización, también más explícito que aquel otro vigente desde el inicio del último tercio del siglo XIX hasta la I Guerra Mundial. La estrecha interacción entre la dinámica de difusión de las tecnologías de la información y la que gobierna las relaciones comerciales y financieras internacionales, es la que ampara los ejercicios de optimismo sobre la permeabilidad geográfica del excepcional comportamiento de la economía estadounidense en los últimos diez años. La nueva economía, sus fundamentos tecnológicos, con independencia de que haya tenido en EE.UU. su extensión más explícita, acabará arraigando en amplias partes del mundo, también en Europa, a poco que se propicie esa asimilación: que se adopten las políticas correctas. La estimación de la distancia con EE. UU., las posibilidades de estrechamiento de la misma y el ritmo al que se lleve a cabo, son hoy razonablemente uno de los principales centros de atención, dentro y fuera de Europa. Sobre la base de la identificación de los principales factores de contraste deberían asentarse las decisiones de las empresas, tendentes a asimilar las transformaciones de distinto tipo que permitan esa inserción en la red global de la nueva economía de la información, las políticas públicas que las faciliten y aceleren esa transición. No se trata sólo de decisiones favorecedoras de la transmisión tecnológica, por otro lado ya ampliamente observable fuera de EE. UU., sino de aquellas otras que posibiliten la incorporación de éstas a los usos más eficientes y productivos. Y esto es algo más que las políticas propias de los ministerios sectoriales. Siendo importante, no es precisamente la distancia tecnológica la más difícil de salvar. Los distintos indicadores más directamente expresivos del gap tecnológico entre ambos bloques (el número de ordenadores personales, el grado de penetración de Internet, el volumen de comercio electrónico en sus distintas modalidades, la extensión de la telefonía celular, etc.) se han de interpretar con dosis importantes de provisionalidad, en la medida en que, a diferencia de otras innovaciones tecnológicas, las incorporadas en esta revolución digital admiten una más rápida y también más barata difusión. Distintas estimaciones sitúan la correspondiente equiparación en términos de dotación tecnológica en periodos de tiempo relativamente cortos, inferiores a tres años en promedio y, en la medida en que las tecnologías de las telecomunicaciones móviles incorporen todas las posibilidades hoy asociadas a Internet, es altamente probable que Europa se instale en la vanguardia de esa nueva generación tecnológica y siga avanzando en su grado de penetración, tal como ya está ocurriendo en los países nórdicos. Lo más relevante no son, por tanto, esas diferencias en dotación tecnológica en el momento actual, sino la utilización que se haga de la misma, de su traducción en la asimilación de las transformaciones que han dado lugar a la nueva economía. Y ello nos remite necesariamente a los dos pilares básicos de ésta: la generación de proyectos empresariales suficientes y adecuados a esas posibilidades tecnológicas y la disposición de los sistemas financieros a otorgarles la cobertura necesaria. Ámbitos en los que las diferencias a ambos lados del Atlántico son más significativas, y su reducción requiere algo más que la mera intensificación del gasto en esas tecnologías. A diferencia de lo ocurrido en EE. UU., donde la mayoría y, en todo caso, los más importantes proyectos en torno a las nuevas posibilidades ofrecidas por la red han sido protagonizados por empresas de nueva creación, nacidas de la nada muchas de ellas; en Europa las más importantes desde los propios proveedores de acceso a Internet a los principales vendedores en los canales de comercio electrónico son empresas desgajadas de otras preexistentes, ya se trate de grandes operadores de telecomunicaciones en transición desde posiciones de poder de mercado y propiedad pública hacia entornos más competitivos, o de organizaciones comerciales largamente asentadas en la «vieja economía». La capacidad para emprender, la tasa de natalidad empresarial, está en el origen de cualquier proceso de innovación, de la creación de nuevos productos y servicios y de nuevos procesos y métodos operativos, y ésta ha encontrado en la mayoría de los países de Europa menores incentivos a los existentes en aquella otra economía. La distinta actitud hacia la asunción de riesgo, y hacia el fracaso, está en la base de esa desigual capacidad de generación, de innovación, susceptible de explicar, a través de múltiples factores, desde los más fácilmente observables (trámites en la creación de empresas, fiscalidad, sistema educativo, menores recursos asignados a la difusión del conocimiento, defensa de la competencia, etc.), hasta los más arraigados en las actitudes sociales y culturales. Obstáculos muchos de ellos que han impedido no sólo el crecimiento en el número de empresarios, sino lo que sin duda es más importante, que la asignación de nuevos talentos a la función para emprender haya sido en Europa mucho menor que la observada en EE. UU. Por tópico que resulte, no deja de ser significativo el contraste en las proporciones de licenciados en administración de empresas que, a uno y otro lado del Atlántico, optan por crear sus propias empresas, frente a los que mantiene la aspiración de trabajar en grandes organizaciones, incluidas las de naturaleza pública. En la explicación de esas diferencias el papel que desempeñan los respectivos sistemas financieros, la desigual capacidad para adecuar su estructura institucional y operativa a la dinámica de innovación es, sin duda, uno de los factores más importantes. El menor peso específico de la intermediación bancaria tradicional, más exigente con la existencia de garantías concretas como respaldo a la inversión crediticia, y el mayor protagonismo de los mercados de capitales en todas sus formas, reduce en ocasiones esa insalvable distancia que en la mayoría de las economías continentales existe entre la concepción de un proyecto y su entrada en funcionamiento. Si la existencia de amplios mercados de acciones y una no menos extensa base de inversores institucionales e individuales sigue siendo un rasgo diferenciador significativo, no lo es menos la proliferación de instituciones específicamente orientadas a la financiación de proyectos con mayor riesgo, con activos menos tangibles que ofrecer como colaterales, o de aquellas otras dedicadas al fortalecimiento de la gestión de las empresas recién nacidas, a albergarlas en «incubadoras» en las que la cooperación con las escuelas de administración de empresas facilita esa necesaria transición entre el sistema educativo y la realidad empresarial. Esa mayor facilidad para la transferencia del ahorro hacia la inversión en proyectos con riesgo, su más directa vinculación con la creación de nuevas empresas por nuevos emprendedores, susceptibles de remover las posiciones adquiridas por las empresas de toda la vida. En la existencia de esas más propicias condiciones para la innovación en su más amplia acepción, es difícil minimizar el papel de los gobiernos. Contrariamente a lo que se presume como propio del sistema económico estadounidense, la contribución de su administración es esencial, no sólo en términos de definición de las condiciones del entorno, a través de políticas macroeconómicas adecuadas o de regulaciones propicias, sino de la intervención activa en los procesos de innovación. La actitud de los distintos gobiernos en las últimas décadas no ha sido precisamente la del distanciamiento, ni siquiera la de limitarse a la disposición del entorno regulador necesario para que las empresas, instituciones y mercados posibilitaran la emergencia de esa nueva economía. Las inversiones públicas en investigación básica y en educación han sido suficientemente importantes, en términos absolutos y en relación con otros países, como para contribuir de forma determinante a la configuración de un capital intelectual, humano y financiero estimulador de la utilización eficiente de esas tecnologías de la información. Junto a ello, la formulación de reglas adecuadas, la flexibilización de los mercados y un celo especial en la defensa de las condiciones competitivas ayudan a explicar ese liderazgo y su traducción en la fase expansiva más singular de la historia económica. Ese inventario de factores diferenciales entre ambas economías quedaría incompleto si no se destacara la capacidad de las empresas, en particular las ubicadas en la vieja economía, para adaptar sus estrategias a las transformaciones en curso. Desde hace años, los procesos de reestructuración en la dirección de una mayor flexibilidad organizativa y la intensificación de la inversión, especialmente en equipamiento especifico para aprovechar las ganancias de eficiencia asociadas a la nueva economía de la red, han permitido aumentos significativos en la capacidad de oferta y, con ellos, la emergencia de tasas de crecimiento de la productividad olvidadas. En el mismo periodo, 199099, en el que las empresas estadounidenses doblaban en términos reales el valor de sus inversión, las del área euro lo hacían tan sólo en un 16%. La significación de estas diferencias es tanto mayor cuanto que una parte de ese impulso inversor de las empresas americanas se concretó en tecnologías de la información sobre las que hoy descansan las nuevas formas de producción, distribución y comercialización. Europa no sólo está a tiempo de asimilar esas prometedoras transformaciones, sino que existen evidencias suficientes como para anticipar la posibilidad de su arraigo definitivo y la generación de ventajas equivalentes a las observadas en la economía estadounidense. La complicidad del ciclo económico, la progresiva consolidación del proyecto de unificación monetaria y su reflejo en unos mercados que reducen rápidamente su segmentación nacional y obligan a los operadores financieros a una no menos explícita adaptación competitiva, favorecen la reducción de algunas de esas limitaciones diferenciales frente a la economía estadounidense. De la disposición de los gobiernos nacionales a asumir el espacio comunitario como el relevante para la propagación de esas transformaciones económicas dependerá su definitiva cristalización. Si los enunciados de la pasada cumbre de Lisboa, su mera convocatoria y el reconocimiento de algunas de las limitaciones estructurales que subyacen en sus sistemas económicos, permitieron albergar la esperanza de adopción de una estrategia común orientada a la reducción de esas diferencias, las reacciones de algunos gobiernos a movimientos empresariales de concentración en sectores próximos a las tecnologías de la información, siguen siendo expresivas de excesivas cautelas nacionalistas, propiciatorias de vías de fragmentación del mercado adicionales a las que impone la diversidad de culturas y lenguas, del alejamiento de la necesaria unicidad de su mercado para constituir una verdadera economía paneuropea en la red. Si las tecnologías de la información y de las telecomunicaciones constituyen la soldadura del proceso de globalización, el mercado único europeo debería constituirse en el microclima más propicio para albergar aquellas estrategias empresariales tendentes a reforzar esa dimensión paneuropea de la nueva economía. Ambos procesos, la consolidación del proyecto de unificación económica y financiera en Europa y la definitiva asimilación de la revolución digital, son absolutamente complementarios y de la sincronía con que ambos se conduzcan va a depender, en gran medida, la satisfacción de ese objetivo de pleno empleo para el año 2010, enunciado en Lisboa. EMILIO ONTIVEROS