Nueva Revista 069 > No des consejos a un Gobierno que no te los pide

No des consejos a un Gobierno que no te los pide

Antonio Argandoña

Reflexiones sobre las claves de éxito del nuevo gobierno, la política económica mantenida durante la anterior legislatura.

File: No des consejos a un Gobierno que no te los pide.pdf

Referencia

Antonio Argandoña, “No des consejos a un Gobierno que no te los pide,” accessed March 29, 2024, http://repositorio.fundacionunir.net/items/show/1497.

Dublin Core

Title

No des consejos a un Gobierno que no te los pide

Subject

Panorama actual

Description

Reflexiones sobre las claves de éxito del nuevo gobierno, la política económica mantenida durante la anterior legislatura.

Creator

Antonio Argandoña

Source

Nueva Revista 069 de Política, Cultura y Arte, ISSN: 1130-0426

Publisher

Difusiones y Promociones Editoriales, S.L.

Rights

Nueva Revista de Política, Cultura y Arte, All rights reserved

Format

document/pdf

Language

es

Type

text

Document Item Type Metadata

Text

No des consejos a un gobierno que no te los pide Una de las claves del éxito del nuevo gobierno ha sido, sin duda, la política económica mantenida durante la anterior legislatura. No obstante, la amenaza de recesión para nuestra economía acecha escondida desde cualquier parte. Antonio Argandoña ofrece de forma amena y rigurosa sus reflexiones sobre esta cuestión. e llegado tarde. Otros muchos se me han adelantado ya en la tarea H—para ellos supongo que gozosa y merecedora de agradecimiento político— de hacer recomendaciones al nuevo gobierno sobre las políticas que conviene que aplique en los próximos años. Pero, la verdad, el gobierno no me pidió consejo. Por tanto —me dije a mí mismo—, si se lo doy, es muy probable que acabe en la papelera —que es donde, seguramente, descansarán las recomendaciones de los que se apresuraron a dar consejos a un gobierno que no se los pedía—. Entonces —concluí—, lo mejor que puedo hacer es no dárselos. Pero —seguí diciéndome a mí mismo—, ¿cómo es que personas inteligentes, cuyo tiempo debe ser muy valioso, se han aplicado a la tarea de escribir memorandos a un gobierno que no los leerá? La respuesta más probable es que ellos no pretendían que el gobierno leyese sus recomendaciones. Seguramente, escribían para sí mismos, o para sus amigos, asociados o colegas. O para la opinión pública. Y, bien pensado, ese debe ser el objetivo principal de un asesoramiento no pedido, sobre todo si se trata de una asociación, fundación, colegio profesional o grupo de intereses. Decidí, pues, no hacer recomendaciones al nuevo gobierno. Pero, al menos, me venían ganas de hacer algunas reflexiones en voz alta o, mejor, por escrito. NO NOS LO MERECEMOS La situación actual de la economía española es buena. Casi me atrevería a decir que excelente. Hemos entrado en el sexto año de una expansión que está siendo superior a la media de los últimos treinta años, con un notable optimismo empresarial, confianza de las familias, creación de empleo, inflación moderada, déficit público decreciente... Algo maravilloso, ¿no? ¿Nos merecemos esa bonanza? Aparentemente, no. Nos hemos beneficiado de la fortaleza de la economía norteamericana y —hasta hace un par de años— de una formidable caída de precios del petróleo y de las primeras materias. Nos ha ayudado la debilidad de las economías centroeuropeas, que han empujado al Banco Central Europeo a permitir unos tipos de interés particularmente bajos y un euro depreciado, cuando la economía española, fuera de la Unión Económica y Monetaria europea (UEM), debería haber tenido unos tipos de interés mayores y una peseta mucho más apreciada. Nos hemos beneficiado del «efecto euro», es decir, de la creación de confianza provocada por la entrada en vigor de la UEM, lo que explica la caída de nuestra tasa de inflación y de los tipos de interés y la estabilidad de nuestra moneda —la crisis asiática de 1997 fue la primera en la que la peseta no se vio zarandeada por movimientos especulativos en contra—. Nos hemos aprovechado de una bonanza económica que ha permitido incrementar la recaudación impositiva y moderar el déficit público sin necesidad de reducir drásticamente el gasto. Nos hemos beneficiado de la «cultura de la estabilidad», que ha calado ya en la sociedad española, y que lleva, por ejemplo, a que los crecimientos salariales del 2000 sean sólo del 2,8%, a pesar de que la tasa de inflación llegó al 3% en febrero. Nos hemos beneficiado del boom de las nuevas tecnologías, que ha revolucionado a nuestros empresarios, animándoles a proyectos nuevos. SÍ NOS LO MERECEMOS ¿Pura chiripa? Eso tampoco. La verdad es que hemos sido no ya buenos chicos, sino esforzados, trabajadores, casi ejemplares. Porque todos los regalos recibidos no explican, por ejemplo, el formidable esfuerzo inversor de las empresas españolas, su impulso innovador, su presencia en América latina y en otros países. Por primera vez en su historia, España es inversora neta en el extranjero. Es verdad que la productividad ha crecido poco, pero esto parece debido más a defectos en la medición del producto interior bruto y a la regularización del empleo sumergido que a la efectiva insuficiencia productiva de nuestras industrias. El gobierno socialista de 1993 no practicó políticas expansivas para sacarnos de la recesión, ni el gobierno popular de 1996 intentó reforzar el crecimiento con medidas de fomento de la demanda. Por eso podemos hablar de una expansión «natural» —pero no me pregunten dónde está la frontera entre lo «natural» y lo «artificial» en este terreno—, apoyada en aquel esfuerzo inversor e innovador, lo que hace prever su continuidad. Las empresas se han lanzado a la búsqueda de nuevos mercados, en un entorno cada vez más abierto y competitivo. Y los sindicatos han aceptado las nuevas reglas del juego, con una moderación salarial desconocida en nuestra historia. —A la fuerza ahorcan— dirá el lector, y es verdad, porque los sindicatos han perdido mucha fuerza, pero también hay que reconocer que han sabido acomodarse sin estridencias a su nuevo papel, mucho menos vistoso que el de los años ochenta. ¿De quién es el mérito? Todos podemos ponernos alguna medalla. El gobierno ha sabido aplicar políticas sensatas, que han dado confianza y credibilidad: políticas de estabilidad macroeconómica, para meternos en la moneda única; políticas de contención del gasto público (¿recuerdan el argumento de los gobiernos socialistas, de que la mayoría de partidas del gasto ya estaban comprometidas y no se podían reducir?); la reforma del impuesto sobre la renta de 1999 y diversas medidas que han supuesto otra reforma fiscal, parcial pero no insignificante; la reforma laboral de 1997 —también parcial, pero muy útil—; la «paz social» conseguida mediante el talante negociador de gobierno, sindicatos y empresarios, etc. En suma, una política económica creíble, que ha contribuido a la estabilidad de la economía, y que, con las medidas liberalizadoras, desreguladoras, de fomento de la competencia y de privatización acelerada de las empresas públicas, ha debido tener un efecto positivo sobre el sector privado, que Ka resurgido así como el verdadero protagonista de la nueva (y de la vieja) economía. Claro que, ¿por qué hemos de aplaudir una política sensata? ¿No es eso lo que cabe esperar de cualquier gobierno? Sí, pero la evidencia muestra que esa sensatez no siempre está presente. Y, por ello, las empresas españolas gozan de una situación más cómoda que, por ejemplo, las francesas, que tienen que lidiar con la jornada de las 35 horas semanales, o que las alemanas, que aún se están reponiendo del «efecto Laffontaine». Gracias, pues, al gobierno. Y a las empresas, a los directivos y trabajadores, a los sindicatos, a los consumidores (sí, ya sé que han reducido su ahorro, pero, ¿cómo no iban a aprovechar el auge para cambiar los muebles o marcharse de vacaciones al Caribe... ?). El éxito económico de los últimos años noventa es de todos, aunque quizás deberíamos excluir a algunos colectivos oportunistas, como los maquinistas de Renfe. LAS OREJAS DEL LOBO Vaya, me ha salido un «fervorín». No era mi intención. Simplemente quería dejar constancia de dos hechos: hemos tenido mucha suerte, y hemos trabajado duro. Y los resultados han sido muy buenos. Y esto me lleva a otra consideración: la primera ley de Murphy —ya saben: «Si algo puede salir mal, saldrá mal»— sigue vigente. Por lo tanto, seamos conscientes de que esta bonanza se puede acabar. ¿Cómo? Las expansiones no mueren de muerte natural. Alguien las mata. Y hay tres sospechosos habituales: el recalentamiento —y posterior enfriamiento—, los errores de política y los shocks externos. Primero, el recalentamiento: si los precios y salarios suben a tasas elevadas, si el déficit público crece demasiado, si el déficit exterior aumenta, la economía se estará recalentando. Y habrá que enfriarla, mediante subidas de tipos de interés, recortes de gasto público o subidas de impuestos, que pueden acabar en recesión. Para no tener que enfriar una economía, lo mejor es que no se recaliente. El Banco Central Europeo ya está en ello, subiendo los tipos de interés. El gobierno español debería contribuir también, con una política fiscal menos expansiva, es decir, moderando aún más el déficit público —aunque entiendo que la tentación de gastar puede ser grande, incluso sin unas elecciones a la vista—. Hasta aquí, todo está en orden, y poco más puede hacer el nuevo gobierno. Pero, ¿no podrían hacer algo las empresas? Porque el gobierno se ha quejado, en ocasiones, de que los márgenes han crecido mucho... ¿No se les podría pedir más moderación? Y, del mismo modo, ¿no podrían hacer algo más los sindicatos? Por ejemplo, ¿no sería lógico que tomasen como referencia la inflación esperada en la eurozona, y no la de España? Esas propuestas son discutibles. Mejor aún: están próximas a la tontería. En la actual coyuntura, los márgenes suben porque la demanda tira de los precios. ¿Tendría sentido, por ejemplo, que los hoteleros de la Costa del Sol dijesen a los touroperadores alemanes: «Muchas gracias por sus pedidos, que llenan nuestros hoteles, pero vamos a reducir los precios que ustedes nos pagan, porque somos empresarios responsables, que cuidan del IPC»? ¿No? Pues vamos a poner las cosas en su sitio: la inflación sube porque la demanda es fuerte, y lo seguirá siendo mientras el Banco Central Europeo siga fijándose más en la debilidad alemana que en la fortaleza española, y es lógico que sea así. Segunda causa de recesión: los errores de política. Todos podemos cometerlos. Bueno, de hecho suelen ser muy frecuentes. Ahí tienen a los japoneses: diez años de crisis causada por unas políticas (monetaria, fiscal, de reforma financiera, de tipo de cambio, etc.) mal llevadas. ¡Ah!, y no pensemos que a nosotros no nos puede pasar eso. Porque, supongamos —es sólo una hipótesis, pero estoy seguro de que el lector pensará, como yo, que puede convertirse en realidad— que cae la bolsa, las familias están relativamente endeudadas, el valor de su patrimonio financiero sufre pérdidas importantes, sus viviendas también se deprecian, crecen los impagados, el consumo se reduce, la economía amenaza recesión... ¿Acertaremos a practicar la política adecuada? Probablemente, sí. Ya lo hicimos en 1987: reducir los tipos de interés para favorecer la recuperación. De acuerdo. Pero esto es lo que los japoneses no supieron, no pudieron o no quisieron hacer en los años noventa, y así les ha ido. Nosotros lo hicimos, sí, pero ello contribuyó al recalentamiento de la economía desde mediados de 1988. Y eso, con la huelga general del 14 de diciembre de ese mismo año, con el aumento del gasto público exigido por los sindicatos y con la fortaleza creciente de la peseta, acabó en las devaluaciones de 1992 y 1993, y en la recesión más profunda desde 1959. ¿Seguro que no volveremos a cometer los mismos errores? Y tercera causa de recesión: los shocks externos. El petróleo ha llegado a los 30 dólares por barril, a partir de 8 dólares hace un par de años. ¿Vamos a repetir la triste experiencia de 1973 y 1979, cuando el encarecimiento de la energía nos metió en desmoralizadoras recesiones? Parece que no, pero, ¿cuál va a ser el efecto conjunto de un petróleo más caro, unos tipos de interés al alza, unas bolsas inquietas, un déficit exterior creciente...? ¿Podría una caída de la bolsa de Wall Street llevar a la economía norteamericana a una recesión? Y en tal caso, ¿qué le pasaría a la economía española? LA PRUEBA DEL PUDIN No pretendo convertirme en un ESTÁ AL COMERLO profeta de desgracias—aunque a los economistas siempre nos gusta poder decir: «Ya lo anunci黗. Simplemente, intento mostrar, primero, que la continuidad de la bonanza no está garantizada; y segundo, que no podemos estar seguros de la calidad de nuestro crecimiento, del acierto de nuestros políticos, de la fortaleza de nuestras empresas y del talante de nuestros trabajadores hasta que llegue la contradicción. Pero esto no quiere decir que debamos permitirla, ni mucho menos provocarla. Entiendo, pues, que lo que el nuevo gobierno debe hacer —y ya estoy en el terreno de aquellas recomendaciones que me había propuesto no darle— es, primero, mantener la estabilidad macroeconómica —aunque cada vez depende menos de nosotros, y más del Banco Central Europeo y de Bruselas—; segundo, preparar la economía para hacer frente a las vacas flacas —que llegarán, tarde o temprano—, y tercero, seguir tomando las medidas a largo plazo capaces de impulsar el crecimiento sostenido, en un clima de estabilidad y de creación de empleo. No voy a hacer «mi» lista de reformas a llevar a cabo. Ya hay varias, y todas —o al menos muchas— me parecen bien: liberalización de los mercados, competencia, reforma fiscal, laboral, de las administraciones públicas, de la seguridad social, de la financiación autonómica, fomento de las infraestructuras, del capital humano, protección a la familia, etc. Sólo añadiría una matización. Con la economía ocurre como con la salud: si se desea una vida sana, hay que hacer ejercicio, cuidar la dieta, descansar lo necesario, evitar el estrés... De esa manera, las probabilidades de estar sano son mayores, pero no nos permiten excluir la posibilidad de un accidente o una enfermedad, incluso grave. Del mismo modo, una economía adecuadamente desregulada, liberalizada, flexible, eficiente e innovadora —y, por favor, no me obliguen a definir estos términos con precisión— maximiza las oportunidades de crecer y de crear empleo y oportunidades para todos, en un entorno estable, pero no puede garantizarnos que las cosas salgan siempre de la mejor manera posible. A menudo hay que tener paciencia, sobre todo en la contrariedad. Y hay que tener en cuenta que, como no a todo el mundo le va bien en la feria, algunos hablarán mal de ella y, si pueden, pondrán palos en la rueda. ANTONIO ARGANDOÑA